En el castillo de Sobroso
Hará cosa de trece o catorce años, cuando por vez primera trepé a la barbacana[1] del feudal torreón, no existía en Mondariz establecimiento balneario, ni venían en romería al Vichy gallego[2] gentes de alto copete, hombres de Estado, generales, infantes de Portugal y reinas morganáticas. Sólo algunos portugueses de la clase media, y tal cual hijo de Galicia que conocía las maravillosas virtudes de los manantiales de Gándara y Troncoso, se arriesgaban a internarse en estas montañas, a cuenta de avenirse al hospedaje singular que nos ofrecía cierto Brasileiro, en cuya mesa nos sirvieron -256- veinticuatro días consecutivos pollo asado (y tísico) al almuerzo, a la comida y a la cena.
Como símbolo viviente de la implacable acción del tiempo, al paso que encontré relativamente trasformado al Mondariz termal, vi con pena que el viejo y romántico vigía de las rocas, el torreón de Sobroso, se ha desmoronado mucho más, y que sus nobles almenas se inclinan como la decrépita cabeza que no puede ya sostenerse en los hombros del guerrero inválido y centenario; mientras la invasora hiedra oculta por completo las medias lunas y los roeles[3] del escudo que campea sobre la puerta de honor.
Lo que no ha cambiado poco ni mucho es la mala reputación de que en el país goza la subida al castillo. Ahora, como hace trece años, produjo terror entre los agüistas la nueva de que proyectábamos la ascensión a Sobroso, y si algunos afirmaban que no merecía la pena de molestarse para ver piedras colocadas unas encima de otras -sistema que considero extensivo a toda clase de monumentos, sin exceptuar las Pirámides- no faltaba quien opinase que llegaríamos a la cima exhaustos, sin aliento y con algo roto. La verdad, para que no se desanimen los agüistas futuros: es un juego la famosa subida. Apenas media legua de pendiente, a trechos no muy áspera; unas vistas deleitosas de valles y mon -257- tes; un embriagador aroma de pinares y retamas, y al final, una impresión artística inolvidable, que a tres lustros de distancia he vuelto a sentir con la misma fuerza y acaso con mayor y más poética melancolía.
Justo es consignar aquí el nombre y circunstancias de los valientes expedicionarios que emprendieron conmigo la temerosa fazaña[4] de asaltar el inexpugnable castillo roquero. Los presentaré en toda regla al público. Doctor Bernardino Machado, lente de Antropología en la Universidad de Coimbra, lumbrera de la pedagogía portuguesa; D. Luis Martínez de Velasco, caballero toledano, portento de erudición arqueológica, enamorado de las piedras viejas y de las ideas novísimas; Mercedillas Méndez Vigo, edad doce años, señas particulares, el pelo suelto y muy hermoso y muy ágiles las piernas; y por último, Enriquito Peinador, hijo del dueño de las aguas, once años, ojos árabes, cara de las más simpáticas, portador de una bandera española que resolvimos de antemano clavar en la torre del homenaje al anunciar con dos toques de la corneta de caza que llevaba yo al costado nuestra victoria sobre los grajos y lechuzas, únicos defensores actuales del torreón misterioso.
Delante de nosotros, guiándonos en silencio, caminaba la Tradición. Este nombre me plugo dar a la vieja que asumía el doble encargo de -258- conducir la cesta con los víveres destinados al pick-nick, y de referirnos, a la sombra de las murallas del castillo, las supersticiones, leyendas y consejas que acerca de él viven en la incansable memoria popular.
Es de advertir que nada auténtico, ninguna noticia de esas que se desentierran de entre el polvo de crónicas y archivos poseía yo respecto al castillo de Sobroso, del cual sé únicamente que perteneció a los duques de Híjar, y que recientemente ha sido adquirido por D. Manuel Bárcenas, capitalista vigués; y esta ignorancia misma me preparaba mejor para oír el trémulo balbuceo de la tradición veneranda, más cierta que la Historia, según dijo hace bastantes siglos el Estagirita. Positivamente me alegré cuando el Sr. Peinador, dueño del establecimiento balneario de Mondariz, me manifestó que si bien existen en su poder documentos relativos a Sobroso, no podía exhibírmelos por no tenerlos aquí en el momento presente. Buenos son los documentos, pero mejores aún las maravillosas y romancescas creaciones de la fantasía ante unas torres que van desmoronándose, y el cuchichear de una aldeana sesentona, que conserva todo el candor infantil- 259-
Alguna resistencia nos presentó el castillo antes que lográsemos penetrar en él. No con las ballestas de los hombres de armas ni arrojándonos plomo hirviente desde las saeteras, sino con la alfombra de carrizo, o sea la hoja del pino, que en la cuesta casi vertical por donde trepábamos nos hacía resbalar y perder terreno a cada paso. Vencimos al fin la pendiente de la roca, y gateando por una brecha del adarve[5], a competencia con las lagartijas, nos colamos en el recinto de la fortaleza.
Serían las doce de la mañana. El sol, que nos había freído los sesos durante el último cuarto de hora, pareció eclipsarse; una sensación de frescura casi sepulcral nos sobrecogió de repente; una lechuza, ciega y deslumbrada, salió revoloteando, no sé si por la puerta o la ventana del castillo; nos encontramos en un bosque, o más bien en un callejón de magníficos laureles, y su balsámico aroma y el de la hiedra en flor nos hicieron prorrumpir en exclamaciones de alegría, porque el sitio era que ni soñado, y la naturaleza parecía complacerse en adornar con vegetación espléndida al combatiente feudal dormido, o por mejor decir, encantado entre los laureles que acaso fecundizó con sangre. Hace pocos días que ascendí a otro torreón,[6] el de Monforte de Lemus, de románticas memorias, pero aquél se alza escueto y pelado en lo alto de la colina, sin que un solo festón de hiedra juguetee y se enrosque alrededor de su ceñudo almenar. A mis ojos el de Sobroso, vestido -260- de zarzamoras, retamas y hiedras, cuyo tronco es más grueso que el puño de un hombre, perfumado por la esencia que el fuego del sol arranca a sus frondosísimos laureles, tiene superior encanto.
Antes de trepar a las alturas de la barbacana, tendiéronse los manteles sobre la yerba, al pie del más derruido lienzo de pared. Por un momento habíamos creído que la Tradición, rindiéndose a la pesadumbre de la repleta banasta, se nos quedaba atrás y nos abandonaba a los horrores del hambre. Pero el docto portugués Machado, que en toda la expedición demostró laudable celo por las vituallas, en breve nos trajo a la vieja y a otra aldeana que le servía de Cirineo (pues la carga no era para una mujer sola, según vimos al desocupar la cesta). Y si tributamos sincero voto de gracias al Sr. Peinador por el sabroso jamón en dulce, los finos huevos hilados, los pollos, el legítimo Oporto y el dorado Jerez, aun creo que, acallados los primeros gritos del estómago que con las aguas alcalinas suele gritar fuerte—le consagré mayor gratitud por habernos enviado aquella profética lechuza, aquella Tradición que, sentada familiarmente cerca de mí, en el suelo, me contó las historias fantásticas de la torre.
La Tradición podrá frisar en los sesenta y pico; la boca desdentada; la tez seca, dorada y arru-261- gadita como la manzana tabardilla que se conserva en madurero; la frente estrecha; las greñas rubicanas[7]: la sonrisa entre inocente y socarrona; los ojos azul muy claro, blancos como ella dice, de una transparencia acuática. ¿Es candor o malicia lo que brilla en el fondo de sus pupilas claras, cuando, después de referir una extraña conseja, inclina la cabeza y añade sentenciosamente, créanme que es cierto?
—Yo no lo sé: el alma del pueblo será siempre una esfinge.
De cualquier modo, ahí va la versión castellana de dos o tres cuentos que la Tradición afirmó como verdades de a puño.
Tenía ella un tío, el cual, siendo rapaz de cortos años, se atrevió un día, a la puesta del sol, a meterse, en busca de nidos, por el torreón de Sobroso.
Al punto vio sentada en las almenas una doncella de singular hermosura, que peinaba su larga crencha[8] rubia con un peine de oro - (ni más ni menos que la Loreley de la antigua balada alemana). El rapaz se echó a temblar; la doncella le tranquilizó y díjole que le trajese manzanas de
San Juan (parece que son ciertas manzanas tempraneras muy coloradas.) Cumplió el muchacho el encargo, y entonces la dama del áureo peine le llevó de la mano a unos palacios suntuosos, donde un descomunal gigantazo les salió al encuentro, dispuesto a tragarse de un bocado -262-
al chico. Mas la doncella acudió a su defensa, y no sólo ordenó al jayán[9] que no le hiciese el menor daño, sino que le llenó la pucha[10] de relucientes monedas de oro, encargándole únicamente que no pensase en aquel tesoro que se llevaba.
Bailando de gozo se alejó el muchacho con su sombrero atestado de riquezas, y aunque procuraba no pensar en ellas ni chispa, hacia la mitad del camino se le ocurrió involuntariamente la idea sencillísima de que, en lo sucesivo, no tendría necesidad de bajar al río Tea a pescar truchas para mantenerse. Y apenas hizo esta reflexión, notó que el sombrero no pesaba nada, y se lo encontró lleno de carbones.
Después de este chasco de familia, la Tradición nos habló de unos salones subterráneos que por bajo de los cimientos del castillo llegan al Couto redondo, un castro donde en el país afirman que existe una catedral de oro puro y un regular ejército de gigantes destinado a custodiarla.
Pero la más romántica leyenda de Sobroso es Floralba, la infiel esposa del viejo conde, que, abandonada por su seductor, ronda noche ? día en torno del castillo donde fue castellana y señora en otro tiempo. El ultrajado esposo se muestra inflexible: álzase chirriando el puente levadizo; ciérranse las poternas[11]; los siervos, amenazados de muerte por el conde si dan hospedaje a la infeliz, atrancan también la puerta de sus -263- cabañas; cae la noche lenta y oscura, y Floralba expira de hambre, frío y dolor, al pie de la sombría mole. Desde entonces, hasta hoy mismo, al sonar la media noche en punto, Floralba, vestida de blanco, con el pelo flotante, gimiendo e implorando piedad, se aparece sobre la torre del homenaje y llama en vano a los portones que ya no existen y a la vacía cuenca de las ventanas por donde libremente circula el helado viento nocturno.
Pensando en tales historias, que nada tienen que envidiar a las que aún se cuentan al borde del Rin, ascendimos por el interior del torreón, escalando desmoronados sillares, y agarrándonos a las matas de laurel, hasta la barbacana, y nos sentamos, teniendo a nuestros pies un mediano precipicio, tras de nuestras cabezas la torre del homenaje, accesible sólo a los fantasmas, y en frente, a lo lejos, las sierras de Portugal, plomizas y azuladas, bien recortadas sobre el claro firmamento. Convinimos en que el castillo, del cual se refiere que fue presa de las llamas en remotos días, debe de haberse reconstruido en el siglo xv, hacia la época de la guerra de los Hermandinos[12]; porque sus piedras están labradas con suma regularidad y perfección, y no cabe forma más correcta y elegante que la de sus ventanas y poternas. Parece una admirable decoración de ópera; su mismo aspecto ruinoso contribuye a ello. -264-
Al separarnos de tan hermoso cuadro, se nos había pasado por las mientes cierta idea que, a no ser por el reuma de algún expedicionario y otras pequeñas dificultades, sería óptima y redondearía la excursión. Tratábase de enviar al establecimiento por unas mantas, encender enorme y aromática fogata de ramas de laurel, y aguardar, a las doce de la noche, la aparición de Floralba... Puede que la blanca y arrepentida castellana no nos hiciese el gusto presentándose; mas de fijo que la luna, Floralba de nuestro planeta, a cosa de las once ya dibujaría en el cielo un airoso creciente, y a su luz y a la de la hoguera, el torreón adquiriría vida fantástica, y del valle se alzaría, entre argentina bruma, larga procesión de espíritus... En fin, el reuma es cosa desapacible, y a Mondariz, después de todo, no se viene para ganar alifafes[13], sino para curarlos.
Balneario de Mondariz; 24 de Septiembre de 1887.
FUENTE: Emilia Pardo Bazán, De mi tierra, pp. 255-256. Obras Completas, tomo IX, Madrid: Administracio´n, [1893?]
Edición: Pilar Vega Rodríguez.
[1] Barbacana: 2. f. Saetera o tronera. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[2] Vichy gallego: Entonces el balnerario de Vichy de Caldas de Malavella, en Gerona, era un lugar de encuentro de la alta sociedad.
[3] Roel: 1. m. Heráld. Pieza redonda de los escudos de armas. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[4] Fazaña: hazaña, palabra antigua, dicho aquí con sentido burlesco.
[5] Adarve: 2. m. Camino situado en lo alto de una muralla, detrás de las almenas; en fortificación moderna, en el terraplén que queda después de construido el parapeto. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[6] Se refiere a la torre del Homenaje en lo alto del Monte de San Vicente.
[7] Rubicanas: 1. adj. Dicho de un caballo o de una yegua: Que tiene el pelo mezclado de blanco y rojo. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[8] Crencha: 2. f. Cada una de las partes en que queda dividido el cabello por una crencha. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[9] Jayán: 1. m. y f. Persona de gran estatura, robusta y de muchas fuerzas. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[11] Poternas: (Diccionario de la lengua española, RAE).
[12] Hermandiños: Irmandiños, revuelta social en tierras gallegas contra el despotismo de los señores, que tuvo lugar entre 1467 y 1469.
[13] Alifafes: 1. m. Achaque generalmente leve. U. m. en pl. (Diccionario de la lengua española, RAE).