El salmón de Alagón
La villa de Alagón está situada a los 15 grados y 40 minutos de longitud y 41 con 53 de latitud, según afirma Espinalt, pues yo no la he medido. Es pueblo de consideración y nombradía, no solamente por su mucho vecindario, sino aún más por la hermosura y fertilidad de su terreno, situado entre el canal, el Jalón y el Ebro, y próximo a la confluencia de estos dos últimos. —p. 188—
Además de estas cualidades, que podremos llamar esenciales e intrínsecas, hay otras varias que llamaremos accidentales, y que contribuyen también a su celebridad, tal como las tortas que llevan su nombre. Porque es de notar que apenas hay pueblo en Aragón que no adquiera algún tanto de esta celebridad accidental, por pagar cierto tributo al paladar. Así, v.g., es notable Zaragoza por sus roscones, Calatayud por sus bizcochos, y el término de Campiel por los melocotones, Muel por sus peras y cardos, Maella por sus higos, Riola por los ajos, Cariñena y Cosuenda por sus vinos.
Pero aun es mucho más célebre el Salmón de Alagón, y no porque se pesque allí, sino por una tradición, que es harto vulgar en todo Aragón, pero fuera de aquel país apenas es conocida. Por ende, nuestros lectores aragoneses, si lo saben ya, y no quieren volverlo a oír, pueden doblar la hoja.
Dícese, pues, por tradición no interrumpida, que en una tarde del mes de marzo (el año no se sabe a punto fijo, aunque es de presumir que fue después del diluvio) llegó a la villa de Alagón un arriero en dirección a Zaragoza; pero siendo ya algo tarde, tuvo que detenerse en el mesón del pueblo. Añaden personas bien informadas, que el tal arriero era un hombrón de Calanda, de lo más bien plantado que había salido de la tierra baja. Había sido miñón[1], y como tal había perseguido el contrabando y los ladrones, hasta que tomó su baja. Entonces volvió la oración por pasiva, y se puso a contrabandista, con lo que había pescado a río revuelto, hasta que vino por su desgracia a caer en manos de sus sucesores, que hicieron con él lo que probablemente habría hecho él con algunos de sus antecesores. Habiendo logrado indultarse, recogió velas[2], trató de mudar de rumbo, y con los residuos de su pasada fortuna que había logrado salvar del naufragio, se puso a probar fortuna en el oficio de arriero.
A pesar de eso jamás olvidó los resabios de su primer servicio: gustaba de llevar el sombrero a lo curro[3], fumaba Brasil[4], bebía puro y de largo, hablaba a lo matón, poco y detenidamente, echaba un taco entre cada dos palabras, y por menos de un soplo era capaz de armar una quimera[5], hasta con su sombra.
Tal era el arrierito que se echaron a la cara el alcalde y otras notabilidades de Alagón, que estaban paseando a las afueras del pueblo un martes de Semana Santa. Como en aquel tiempo no había periódicos, y el ramo de correos no estaba muy atendido, ni se conocía aun la plaga designada con el título de político-manía, la aparición de un viajero, ora fuese arriero, ora peregrino, era más interesante que una gaceta extraordinaria. Rodeábanle los curiosos, se afanaban en dirigirle preguntas, comentaban sus palabras, y disertaban sobre sus respuestas. El viajero por su parte se esforzaba a mentir (sin duda por eso a un libro que tiene muchas mentiras le llamaron el Viajero universal), y aunque no viniese de luengas tierras, no por eso falsificaba el adagio, revolviendo el Mogol con Astrakán, y refiriendo los sucesos de Utrera, aunque viniese del Bierzo.
No así nuestro arriero, que era hombre de muy pocas palabras (entre buenas y malas), y más serio que un retrato viejo. Apenas se dignó contestar a las preguntas que le hacían los curiosos de Alagón, y a duras penas pudieron barruntar que llevaba dos cargas de salmón a Zaragoza. Los dientes se les afilaron a los espectadores al oír hablar de salmón fresco, en vísperas de las cuatro vigilias de Semana Santa; y no faltaron algunos, en especial el alcalde, que propusieron al arriero que vendiese allí algunas libras, pues aquel peso menos llevaría a Zaragoza. Pero en vez de acceder el arriero a tan justa demanda, torció el hocico, escupió por el golmiyo[6], y después de pegar un varazo al macho que acababa de descargar, dio por única contestación al auditorio un arre tordo, y se dirigió con él a la cuadra.
Este desprecio brutal llenó de indignación a todos los espectadores. Quién le recetaba una semana de cárcel y confiscación de cargas por haber faltado al respeto al señor alcalde, quién le juraba una paliza, mientras que otros más alegres proponían como más gracioso quitarle el salmón mientras durmiese, y llenarle las banastas[7] de inmundicia. Pero el alcalde supo desentenderse de todos aquellos procedimientos ilegales, y asesorándose con su escribano decretó: “que incontinenti se procediese al embargo del salmón, y tomando en cantidad de una o dos arrobas, para venderlas en el pueblo, pues había en él una multitud de mujeres embarazadas, a las que se les había antojado el salmón, y de no satisfacerles aquel antojo pudiera seguirse a la prole algún perjuicio.”
Dirigióse el escribano a la posada para hacer la notificación seguido de varios curiosos, que deseaban ver abatido el orgullo del indiscreto arriero: —“No hay dinero en Alagón para pagar mi género,” dijo este así que le hicieron la notificación, y continuó picando con mucha flema el troncho de tabaco que tenía entre sus dedos. —“Cuanto ni más, añadió, que no se ha hecho la miel… etcétera”
No bien lo había dicho cuando cayeron sobre sus espaldas dos o tres estacazos, y aunque trató de valerse de su navaja, se vio al punto rodeado de otros siete u ocho con grave peligro de sus tripas; en verdad que lo hubiera pasado mal, a no haber sido por el escribano, que por aquella vez y sin ejemplar sirvió de juez de paz.
Cuando se trató del pago, el escribano viendo que pedía muy caro ofreció que se pagaría al precio más alto que se vendiese en Zaragoza. No se daba por muy satisfecho el arriero, pero algún tanto amedrentado con los palos anteriores y la actitud imponente del pueblo, que le llenaba de imprecaciones por las insolentes palabras que había proferido, tuvo que bajar las orejas como hacen los pollinos en lances apurados, y se dio por contento con que le permitiesen marchar al día siguiente con las arrobas restantes.
Entre tanto en el pueblo se repartía alegremente una arroba aragonesa (de 36 libras) que había quedado, según la orden del alcalde, obligándose los consumidores a pagar la parte que les correspondiese, luego que se supiera el precio a que se había de vender en Zaragoza.
Luego que el arriero llegó a Zaragoza se dirigió al punto al peso real para que se reconociese su cargamento y se le pusiera precio. El regidor que estaba de semana era hombre de buen humor, y luego que oyó contar lo que al arriero le había pasado en Alagón, le mandó que pesase una onza de salmón, y sacando del bolsillo una onza de oro en una pieza, se la entregó diciendo:
—En Zaragoza se paga el salmón a onza la onza.
Quedóse el arriero estupefacto, el alguacil atónito, y un lego de la Victoria que había acudido ya al olorcillo, al oír tan excesivo precio se marchó escandalizado, echando castañetas con los dedos.
Parece imposible que pudiera venderse el salmón a tan exorbitante precio: con todo, diz que no faltaron locos que tuvieron la humorada de pagar al arriero a onza la onza, porque para que acudan mosquitos no hay como subir el vino. Sea de esto lo que quiera, lo cierto es que el arriero volvió al pueblo de Alagón, y reclamó el cumplimiento de la oferta que le habían hecho de pagarle el salmón al precio más alto que se hubiese vendido en Zaragoza. Aquí fue el apuro de los alagoneses, que casi habían olvidado lo pactado con el arriero. Tenían ya el salmón —189— digerido y algo más, el gusto satisfecho, el antojo cumplido; pero a guisa de pescadores debían pagar con las setenas[8] el placer que habían disfrutado, como sucedió a los judíos cuando la broma de las codornices.
Luego que el arriero sacó la certificación en que constaba que en Zaragoza se había vendido su salmón a onza la onza, faltó poco para que al alcalde le diera un parasismo.[9] Apenas podía creerlo, a pesar de que la certificación venía en toda forma, con el sello 4º por montera, y el león rapante de Zaragoza por las faldas. Decidióse pues a luchar desesperadamente, y se negó a pagar (¡cosa muy obvia!) alegando que no estaba obligado a cosas extraordinarias.
Yo no sé con harto sentimiento mío el éxito que tuvo aquel debate, pues no me gusta apurar las cosas, y menos en materia de tradiciones. He oído decir que después de un ruidoso pleito el pueblo tuvo que pagar (eso es de cajón), habiendo sido condenado a otorgar un censo a favor del arriero, con el capital del importe del salmón, que importaría 138.240 rs. de moneda de Castilla, caso de que solo dispusiesen de una arroba de Aragón, que se compone de 36 libras, la libra de 12 onzas; añadía el que lo refirió que dicho censo se venía pagando hasta estos últimos años. Pero yo puedo jurar, tocando el mango de mi cuchara como se usa entre estudiantes, que no he visto tal escritura de imposición, y que estoy tentado a creer que no haya existido.
En cuanto al fondo del suceso no sé qué verdad se merezca, aunque lo tengo oído referir a muchos; como gracias a Dios no soy ningún Masdeu[10], ni me gusta echar a pique las tradiciones, prefiero el referir las cosas como las he oído: relata refero, como dicen los latinos.
Lo que sí puedo asegurar sin escrúpulo de conciencia es que en todo Aragón se acostumbra decir para ponderar algún objeto muy costoso, ¡Es más caro que el salmón de Alagón!
V. de la F.
Edición: Rosario Álvarez Rubio
[1] Miñón: 1. m. Soldado de tropa ligera que estaba destinado a la persecución de ladrones y contrabandistas, o a la custodia de los bosques reales (Diccionario de la lengua española, RAE).
[2] Recoger velas: figuradamente por el final de una jornada de pesca, dejar una actividad.
[3] Curro: Sombrero de bandolero.
[4] Brasil: Una marca barata de cigarros.
[5] Armar una quimera: Alborotar.
[7] Banasta: 1. f. Cesto grande formado de mimbres o listas de madera delgadas y entretejidas. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[8] Pagar con las setenas: 1. loc. verb. Sufrir un castigo superior a la culpa cometida. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[9] Paroxismo. 3. m. Med. Accidente peligroso o casi mortal, en que el paciente pierde el sentido y la acción por largo tiempo. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[10] Juan Francisco Masdeu o Masdéu (Palermo, Italia, 1744 - Valencia, 1817) Sabio jesuita, historiador.