La cueva del diablo
I.
A corta distancia de la ciudad de Ronda, veíanse hace muchos años, según la tradición, algunas cuevas cuyo origen era desconocido de las gentes, y como nadie conocía el origen, de aquí que las cuevas, y muy particularmente una de ellas, tuvieran significación diabólica y misteriosa.
La llamada cueva del Diablo ofrecía un aspecto extraño: delante de la cueva se veía una especie de cobertizo, de cuya arquitectura se habían ocupado en muchas ocasiones los sabios de la localidad y comarcas adyacentes.
Era la noche del 2 de diciembre de 1700... Un jinete sobre una cabalgadura, con menos bríos de lo que deseara el caballero, se dirigía a Loja. La noche ofrecía pocos encantos al viajero, pues si bien no llovía, ni nevaba, según costumbre en aquellas tierras, era el frío tan intenso que, a no ser por gran necesidad, nadie se hubiera aventurado a ponerse en camino.
Fuerte era el caballero, y de ello daba muestras claras con su osadía; pero tal arreciaba el viento, que atravesando la Sierra-Nevada llegaba, y hubo de pensar en proporcionarse un albergue donde reanimar sus fuerzas y dar descanso a su caballo.
Pocos pasos había andado en estas imaginaciones, cuando divisó a través de la puerta de una cueva, que por las muchas grietas de ella esparcía algunos tibios rayos.
El inteligente animal se detuvo delante de la puerta de la choza o cabaña, y el jinete, apeándose, dio dos o tres golpes en la puerta.
Nadie respondió.
— ¡Diablo! — murmuró el caballero; —si estará muerto el dueño de esta pocilga.
Y diciendo esto, golpeó de nuevo la puerta, y como no cediese, dio contra ella tan fuerte patada, que crujió la cerradura.
— ¿Quién va allá?—preguntó desde dentro una voz ronca, manifestando la desagradable sospecha que al habitante de aquella guarida producía el importuno huésped.
—Abrid, con cinco mil de a caballo, ¡que no está la noche para aguardar en este sitio ni más razones ni excusas!... Abrid, y luego os diré cuanto os acomode saber.
La puerta se abrió, y apareció en el umbral un hombre tosco, entre pastor y bandolero, a juzgar por su facha; alto, seco y casi cubierto el rostro por la barba y cabellos.
—¿Qué se os ofrece?—preguntó, mientras con un cuchillo enorme en la mano se apercibía a la defensa.
—Guardad en hora buena ese cuchillo,—dijo el que llegaba, joven al parecer, de veintiocho a treinta años, de buena talla y hermoso, en traje de militar, y que a juzgar por las insignias, no era de los de menor graduados en el ejército del rey don Fernando VI.
El dueño de aquel antro se tranquilizó en viendo la figura del que llegaba, después de examinar rápidamente a su huésped.
—Mi traje os dirá cuál es mi clase y mi profesión; tengo frío, y mi caballo más que yo, quiero descansar y calentarme, si me lo permitís.
—No tengo inconveniente,—gruñó el hombre,—si no queréis más de lo que habéis dicho, porque aquí no hay otra cosa.
—Ni os pido más tampoco.
—Pasad enhorabuena.
—Decidme, ¿no habría medio de poner a cubierto a mi caballo?
El hombre vaciló; después dijo:
—Sí, hacedle pasar por ahí.
—¿Cómo... aquí mismo?—preguntó con extrañeza el caballero.
—No os inquietéis; que más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena.
El huésped, que no había soltado la rienda de su corcel, le condujo en la dirección que le indicó el dueño de la casa, precediéndola.
En segundo término, y detrás de uno de los salientes de la roca, se veía una segunda habitación o cueva interior, y allí quedó el caballo.
El hombre añadió fuego en un rincón que servía de hogar, y las llamas iluminaron la cueva; era la única luz de que podían disponer.
—Sentaos en ese banco,—dijo el hombre, indicando al militar el único mueble que había en la casa,-y si queréis tenderos, ahí tenéis una manta. No hay otra cosa.
Estas palabras pronunció el hombre con tal aspereza y acento tan grosero, que el militar hubo de decirle:
—De tal modo lo ofrecéis, que me dan ganas de rechazarlo.
—Podéis hacer lo que mejor os acomode, —replicó el dueño de la finca cerrando la puerta con cerrojo y llave, y guardando esta en su bolsillo.
—¿Qué hacéis?
—Cerrar la puerta para que no entre frío.
—Pues debo advertiros, por si no lo habéis reparado,—dijo el oficial arrojando la capa sobre el banco,—que traigo espada y pistolas, y que si intentáis hacerme alguna picardía puede costaros cara.
—No hablemos de eso, — gruñó el hombre;— podéis dormir tranquilo; no me servís para nada.
El oficial tomó sus medidas preventivas y se tendió con toda tranquilidad en el banco próximo al hogar, después de envolverse en su capa.
III
Pocos momentos después, el caballero dormía tranquilamente.
Ya apuntaba el día cuando despertó el militar, y examinó cuidadosamente la cueva: no vio a nadie, y sospechó si aquel tunante de patrón le había limpiado el caballo; dirigióse a la cueva donde se hallaba el corcel, como le viese allí, se dijo el huésped:
—¡Qué rareza!
Se acercó a la puerta de la choza y vio que estaba cerrada con llave y con cerrojo.
—Estoy encerrado, ¡voto al demonio! he caído en un lazo sin duda; pero juro al cazador que no ha de conseguirlo impunemente.
En esto pensando el caballero, vio que en un rincón de la cueva había una trampa.
—¿Qué es esto?—se preguntó.—Y en seguida se dispuso a seguir aquel camino. —Veremos adonde salimos; pero... ¿y mi caballo? Veamos.
El oficial se introdujo en el agujero que dejaba abierta la trampa, y después de bajar dos escalones, siguió una galería que recibía algunos rayos de luz a través de varias quebraduras del terreno.
IV.
Había avanzado algunos pasos en la galería, cuando tropezó con un bulto.
—¿Qué es esto? - se preguntó.
Se detuvo, e inclinándose, pudo ver a media luz, que tendida sobré el suelo, exánime y ensangrentada, se veía una mujer.
—¡Muerta!—exclamó el oficial.
Vaciló durante algunos instantes, y luego, convencido ya de la inutilidad de sus auxilios, se dirigió hacia el fondo de la galería, donde se divisaba una luz.
Allí, y antes de salir al campo, con el cual se comunicaba la galería por medio de irregulares aberturas, halló un segundo cadáver; era el del dueño o habitante de la cueva.
El oficial no podía explicarse lo que veía.
—¿Qué ha ocurrido aquí? tal vez algunos salteadores... Pero, ¿cómo habiendo llegado hasta la habitación en que yo me hallaba, me han respetado?... No, no puede ser, yo hubiera sido quizá la primera víctima. ¡Ese hombre!...
En estos pensamientos el joven se hallaba preocupado, cuando observó al lado del cadáver del habitante de la cueva una carta.
La cogió y salió de la cueva: a la luz del día, ya muy avanzada, leyó lo siguiente: “Muero satisfecho, he cumplido mí venganza”.
La firma parecía un signo árabe, y no era posible adivinar el nombre de quien tal había escrito con su propia sangre o con la de la infeliz señora sacrificada.
El oficial entró de nuevo en la galería, y saltando sobre los cadáveres se dirigió a la cabaña.
—Es necesario salir de aquí inmediatamente, y comunicar al corregidor de Ronda lo que he visto; pero, ¿cómo podré sacar de esta casa mi caballo? La puerta es harto resistente para conseguir forzarla... y sin embargo, es preciso.
El oficial intentó inútilmente hacer saltar la cerradura; pero después de media hora, forcejeando con la punta de la espada, consiguió correr el pasador.
La puerta quedó abierta.
El militar se dirigió al sitio donde había dejado el caballo, le ensilló, y acariciándole, dijo
—Vamos, fiel Sultán, has pasado mala noche, pero yo te indemnizaré.
En seguida se embozó en la capa, montó, y el corcel partió a la carrera apenas se vio en el campo.
V.
La noticia del misterioso crimen puso en conmoción al corregidor y demás autoridades de Ronda: el vecindario se alarmó también, y se dotaron las oportunas medidas, previos los correspondientes consejos y prudentes reflexiones de las personas más autorizadas o de mayor -85- representación oficial.
Púsose en marcha la comitiva, guiada por el oficial, a poco más de tres horas de camino, llegaron a la famosa cueva.
—Esta es,—dijo el caballero, —la casa que os que indicado.
Nadie se atrevía a pronunciar palabra.
Apeóse el militar y se dispuso a servir de guía: hicieron lo mismo todos los de la cabalgata, y solamente quedaron algunos guardias al cuidado de las cabalgaduras.
—Pasad vos, señor coronel,—dijo el corregidor;— puesto que mejor que nosotros conoceréis el sitio de la ocurrencia, y detrás vayan los notarios, y luego pasaremos el juez y yo, que somos los que podemos resolver en el asunto.
En otras circunstancias, las palabras del corregidor hubieran excitado la hilaridad del oficial; pero hallábase harto preocupado para hacer aprecio de las palabras del corregidor.
Penetró la comitiva en la casa, y luego en la galería, y después en la cueva. La infeliz mujer yacía exánime en el mismo sitio en que la hallara el oficial.
—Seguid adelante,—dijo este,—que más allá se ve al hombre...
Todos siguieron al oficial; pero el muerto había desaparecido.
—¡Dios mío!—exclamó el joven;—¿qué es esto? tal vez aquel infeliz se hallase herido solamente.
—Decíais, señor coronel,—preguntó con impertinente gravedad el corregidor,—que había dos muertos, y no veo más que uno.
—Pues yo, señor corregidor,— replicó el joven,—estoy seguro de lo que digo.
—Tal vez os equivoquéis...
—Señor corregidor, yo no miento nunca.
—No quiero yo suponerlo, señor coronel. A ver, —añadió dirigiéndose a la gente de la ronda,—registradlo todo.
Las pesquisas fueron inútiles; examinado el terreno, nada se halló que indicase la fuga del herido, ni una mancha de sangre.
—Veo, señor coronel,—repitió el corregidor,— que os habéis equivocado en este punto; pero lo mismo da; de todas maneras el hecho es terrible, y es preciso aclarar los antecedentes, y...
—Enterrad al cadáver, y vamos andando—añadió.
VI
Se formó el proceso, y sin omitir fórmula alguna de las que exige la ley, o exigía entonces, y no era menos que lo que la actualidad exige.
Según costumbre, en algunos sitios, y en aquella época, nada se aclaró por entonces.
Posteriormente pudo saberse que la señora muerta era la esposa de un comerciante rico que se hallaba en América, y vivía sola en Ronda.
El motivo no se supo jamás.
VII
Trascurrieron algunos meses: el coronel no podía borrar de su memoria el terrible acaso. Obligado por asuntos del servicio a pasar a Madrid, llegaba a la capital de la nomarquía en el mismo día en que cumplía el aniversario del crimen de Ronda.
En aquella noche había gran fiesta en palacio, y el coronel fue invitado.
Farinelli, el famoso cantante, la mejor joya de la corte, según le llamaban, cantaba una de sus predilectas melodías.
El coronel acudió a la hora fijada; paseó por algunos salones, después de saludar a SS. MM., y conversó amistosamente con algunas damas y varios caballeros.
De repente se detuvo a saludar a un personaje que le presentaba a un ilustre extranjero, inmensamente rico y de alta alcurnia.
—El príncipe de ... el coronel don Pedro...— dijo el personaje presentándoles recíprocamente.
—¡Ah!—exclamó el príncipe sin poder contenerse en viendo al joven.
—¡¡El asesino!!—murmuró con espanto el coronel.
FUENTE
Palacio, Eduardo de. “La cueva del diablo”, El periódico para todos (Madrid) 6/1/1876, n.º 6, pp.84-85.
Edición: Pilar Vega Rodríguez