Tradiciones granadinas
El cuadro de la chanfaina
Muy conocido es este cuadro famoso en la historia de las artes granadinas, y uno de los que más renombre dieron al racionero Alonso Cano, cuya gloria inmortalizó fama, y le colocó a la altura en que le vemos brillar, siempre que se habla de sus lienzos y sus pinceles, que, según un escritor granadino,
Eran pedazos de gloria
Desprendidos de un vuelo
Del solio de Dios bendito,
Y de los cuadros del cielo.
En la época de más apogeo y riqueza de la célebre Cartuja de Granada, se mandó hacer un cuadro a este sublime artista, encomiándole que no tuviese rival en el mundo, pues ya que tan celebrado era por el orbe este riquísimo y retirado monasterio, querían que las obras que le adornaran compitieran con la belleza de los mármoles de todos colores de sus pavimentos, con los mosaicos y ensambladuras, y con el conjunto maravilloso de su estructura elegante y singular.
Mucho se hablaba entre los monjes de este lienzo, que debía ser tan grande en su tamaño como en su belleza, y todos deploraban no haberle visto ya para saber si correspondía a sus deseos.
—Yo os aseguro, decía el padre guardián de San Diego[1] al padre Jerónimo -de los cartujos- que será cosa admirable, pues el racionero[2] Cano es tan severo en sus obras como en su semblante, y si tanto os agrada la Magdalena de la capilla de los Apóstoles, más debe agradaros ese sagrado grupo que, según me decís, ha de representar el divino misterio de la Trinidad Santísima.
Ya me parece ver la blanca paloma, rodeada de nubes azules y rosadas, tomando en su vuelo tornasoles de un sol puro y hermoso, y descendiendo a anunciar a los hombres la felicidad y el bien de esta Trinidad sagrada y celestial.
Ya veo destacarse la hermosa figura del Padre con su radiante mirada, y la eternidad de su idea y su ser, y al Hijo benditísimo destronado y herido por un pueblo deicida, entrar triunfante en el cielo y arrojarse en los brazos del Eterno pidiendo por los hombres sus enemigos.
¡Qué bellísima debe ser la faz de Jesús y la del Supremo Creador, retratadas por Alonso Cano!
Dicen que ha invertido mucho tiempo en hacer este cuadro, y que al concluirle llamó a sus discípulos Cieza, Mesa y Gómez[3], y lloraron todos de emoción al verle.
—Poco a poco en vuestro entusiasmo, padre guardián, dijo el padre Jerónimo con indiferencia.
Si se cunde que Alonso Cano ha pintado una maravilla, querrá por él tantos pesos que nuestro tesoro no podrá pagarle.
A los artistas orgullosos como el racionero Cano, es menester rebajarles sus obras, pues si no las elevarán hasta las nubes, y no habrá quien se atreva a encargárselas por temor a lo que pidan por ellas.
—Nunca es mucho el dinero que se da a un buen artista que sabe estampar creaciones inspiradas por Dios, y retener para los siglos venideros lo que volaría de la memoria si los hombres no le retuviesen con ese soplo de grandeza que reciben del Supremo, dijo el de San Diego con marcada intención.
—Sin embargo, replicó el padre Jerónimo sentándose y tomando un polvo[4] con calma, lástima da, por cierto, el dinero que se entrega a ésos que llamáis artistas de Dios, porque no se sabe en qué le emplean, y andan siempre perdidos y desarrapados.
—Si decís eso, replicó el padre guardián de San Diego, por los hábitos raídos que lleva casi siempre Alonso Cano, y su aire de poca fortuna, os diré, para retener vuestro juicio, que Cano reparte entre los pobres su paga de racionero, y hace grandes obras de caridad con el producto de sus pinturas; porque los artistas, hermano, son nobles y generosos, y no pueden ver la miseria sin partir su pan con el pobre.
Pocos artistas veréis que participen de ese egoísmo con que vos miráis las cosas, ni que se sienten con el aplomo que vos lo hacéis ahora mismo, a aspirar las delicias del polvo, o a soñar con las especialidades del chocolate y las tortas.
El padre Jerónimo miró al padre guardián de San Diego, y ambos echaron una carcajada, diciendo el segundo con ironía:
—¡Hermano, morir tenemos!
En aquel instante un ruido de pasos ligeros y cercanos interrumpió el diálogo de los dos monjes, y Alonso Cano se presentó a las puertas de la celda con su aire meditabundo y sombrío, y su mirada franca y orgullosa.
—¡Guárdelos Dios! dijo secamente, descubriendo su cabeza con una elegancia admirable.
Los dos monjes se levantaron, y ofrecieron su mano al racionero, que la estrechó ligeramente.
Alonso Cano vestía su traje talar de sacerdote, que, como había dicho el padre Jerónimo, no tenía nada que indicase fortuna.
Pero él no se cuidaba del brillo de su vestido, y hasta había cierta dejadez e indiferencia en su persona que denotaba que todo vivía en la inteligencia superior, pero que el mundo le inspiraba poquísimo cuidado; por lo demás había tanta nobleza, aristocracia y finura en sus ademanes y en su modo de andar acompasado y altivo, que al verle no se dudaba era un genio superior que cruzaba por la tierra sin apercibirse de ello.
—Y vuestra obra, ¿está concluida? preguntó el padre Jerónimo con ansiedad.
—A cuestas la trae ese pobre muchacho que he dejado en la ante-celda, descansando de la fatiga del camino.
Vuestra Cartuja está tan lejos, que al llegar es preciso pedir a san Bruno aliento para saludar a los hermanos, dijo el artista, siempre con seriedad y despejo, y enjugando el sudor que corría por su frente.
— ¡Que pase, que pase ese mancebo, que no faltará algo en el refectorio con que reanimar sus fuerzas!
—Mi aprendiz viene repleto de estómago si no de bolsillo, y este se llenará en breve con ducados que yo le dé por su viaje.
—Vamos, muchacho, desdobla ese lienzo pronto, que el padre Jerónimo está impaciente, y el padre guardián desea con avidez ver las alas del Espíritu Santo.
El lienzo se desdobló, y los dos monjes se aproximaron con presteza, quedándose fijos ante obra tan maravillosa y sublime.
Entre tanto Alonso Cano se puso a pasear siempre meditabundo y sombrío.
El padre Jerónimo estiró las cejas extraordinariamente, sacó de un bolsillo de su hábito un gran anteojo, dio algunos pasos hacia atrás, buscó bien las luces, y se quedó estático ante aquellas figuras de Dios Padre, Dios Hijo, y Dios Espíritu Santo, que parecían salirse del lienzo y volar en un espacio de rubíes, estrellas de oro y de plata, y círculos de diamantes, formando coronas y tronos.
Aquel cuadro era una copia de la gloria de Dios, de su Solio Santísimo, y de la Unidad incomprensible de Tres Seres, siendo Uno solo en la esencia.
No cabía más en una pintura, porque cada una de aquellas personas sagradas hablaba, vivía, miraba, y expresaba lo más portentoso de nuestra divina fe.
El padre guardián de San Diego se quedó como arrobado, y dos lágrimas de entusiasmo rodaron por sus mejillas.
El padre Jerónimo las sorprendió, y le dijo:
—Vuestro rostro, parece ahora mismo el de un pobre lego que no trae aprendida la lección de latín.
—No os burléis, padre Jerónimo, de mi sagrado entusiasmo; ese cuadro no tiene rival en la tierra, y hará llorar de entusiasmo todas las almas sensibles que levanten su vista hacia él.
— ¡Sí, sí! Es una obrita muy regular, replicó el padre Jerónimo, bajando la cogulla de su hábito, porque le daban calor los elogios imprudentes del monje.
— ¡Vamos! ¡vamos, señor Alonso! dijo volviéndose al artista, ¿cuánto vale vuestra obra, que no es maleja en verdad, y tiene cierto deje que sorprende a primera vista?
El racionero Cano echó una mirada furiosa a aquel hombre sin corazón, que acallaba la admiración que le había inspirado el lienzo, por rebajar indignamente el ajuste de él.
—Mi cuadro vale diez mil pesos, y si habláis una palabra más para desvirtuar su belleza, vale cuarenta mil, señor guardián de los cartujos.
El padre Jerónimo, asombrado, hizo la señal de la cruz.
— ¿Os parece crecida la suma? pues aún hay más todavía, porque tenéis que dará mi aprendiz diez ducados por haber conducido ese rollo. Esto es, si él se aviene a tomar tan poco, porque mis discípulos, no solo aprenden a pintar en mi pobre taller, sino a tener dignidad y honradez, que es la primera base de un buen artista.
El padre Jerónimo se quedó estupefacto y sus mofletudas mejillas se coloraron de rojo. Bajó la vista como avergonzado de la lección; pero alzándola después con bastante descaro, dijo que en su concepto aquella pintura no valía la cuarta parte de lo que por ella se dejaba pedir.
— ¡Enrolla ese lienzo, muchacho! dijo Cano con ira, echando una mirada de indignación al monje.
— ¡No os lo llevéis por Dios! dijo casi llorando el padre guardián de San Diego. La Cartuja hace con él una adquisición famosa.
—¡Sí, sí! pero sin él pasará, si el señor Alonso no se pone en razón y hace rebaja, dijo el padre Jerónimo sonando sus narices a la vez con gran estruendo, y manifestando poco interés en el trato.
—Tanta rebaja voy a hacerle, dijo Alonso Cano levantando su frente con noble orgullo, que lo regalo a vuestro amigo para su convento, interesándole tan solo un plato de chanfaina, que iré a comer con él al medio día.
El guardián de San Diego palideció de emoción y tuvo que apoyarse en un banco para no caer al suelo, a la noticia de aquel regalo portentoso con que le brindaba el pintor.
— ¡Oh, no! de ningún modo aceptaré tan generosa oferta, dijo estrechando las manos del artista.
Este le miró con fijeza y dijo:
—Bajo vuestra austeridad y vuestros hábitos de monje, existe un gran corazón que ha comprendido el mío.
Vuestro convento de San Diego ostentará desde mañana ese cuadro, que me ha costado muchas gotas de sudor, y desde hoy tendréis en Alonso un hermano, que yo tengo en más estima conocer el alma de un hombre de bien, que todos los pesos que un egoísta pudiera darme. Y haciendo al aprendiz que cargase otra vez con el lienzo, dijo al padre Jerónimo al despedirse:
—Si queréis adornar vuestras capillas con obras de Alonso Cano, pedidle a Dios que nazca otro de este nombre, porque este pobre racionero, os jura no pasar siquiera por el carril donde está vuestro monasterio.
Con efecto, después de esta rara escena, se ofrecieron sumas cuantiosas a Alonso para que llevase su cuadro a la cartuja; pero él siempre respondía que lo había vendido por un plato de chanfaina y estaba orgulloso de ello.
Desde entonces muchas veces encontraban al pintor en San Diego, arrodillado delante del altar mayor, donde con mucha pompa colocaron los monjes su bellísima obra, y mirándola enajenado decía:
—Esta pintura ha hecho dos cosas prodigiosas en verdad.
Dar remordimientos grandes a un egoísta y proporcionarme un amigo que vale mucho.
El cuadro estuvo en el convento de San Diego siendo la admiración de cuantos le contemplaban, hasta que el soplo destructor de las más grandes instituciones vino a derribar los muros de aquel templo en época no muy lejana en verdad.
Entonces se pensó en organizar y enriquecer un museo, y una de las maravillas que pusieron en él, fue el Cuadro de la chanfaina, arrancado del altar mayor para la demolición de aquella iglesia.
Mucho brilló en el nuevo lugar que le dieron, pero despertó las ambiciones de algún mal patricio, que impíamente lo robó en una noche de máscaras, sin que se sepa a quién pudo venderlo ni dónde fue.
Con esta pintura, robaron un tesoro a las artes granadinas.
¡Eterno baldón[5] para aquellas manos profanas que tal hicieron!
Pero si bien es verdad que el cuadro ha desaparecido, su nombre y su belleza han quedado escritas en las páginas de gloria de Granada y en la historia del célebre artista que lo pintó.
Rogelia León. “El cuadro de la chanfaina”, La Moda elegante: periódico de las familias: Año XXVI Número 4 27 enero 1867 p.7.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
[1] Convento de San Diego en Alhama de Granada. “Entre 1830 y 1845 aparecieron, en diversas revistas, una media docena de biografías de Cano, pero todas ellas consistían en meras repeticiones, más o menos completas y más o menos deformadas, de lo dicho por Palomino o Ceán. Sin embargo, fue en esta época cuando se produjo la consolidación de una tradición granadina, no recogida por Palomino, según la cual Cano, tras pintar un gran cuadro con La Trinidad para la Cartuja y ver cómo los cartujos le regateaban el precio que pedía por ella se lo habría regalado a los frailes del convento de San Diego pidiendo a cambio únicamente un plato de chanfaina (es decir, de asadura condimentada). La historia, que daría lugar a que La Trinidad del retablo mayor del convento de San Diego fuese conocida por todos como «el cuadro de la chanfaina», sería citada por primera vez, que yo sepa, por el conde de Maule, a quien se la debió referir Fernando Marín director de pintura de la Academia de Granada, y dio lugar a un relato, no exento de gracia, publicado por José Jiménez-Serrano en 1857 en un volumen titulado Tradiciones granadinas”. (Ignacio Henares Cuéllar,” Alonso Cano y la modernidad artística”. El fingidor, julio-diciembre de 1901, p. 6).
[2] Racionero: 2. m. Prebendado que tenía ración en una iglesia catedral o colegial. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[3] Cieza, Mesa y Gómez: Miguel Jerónimo de Cieza, Alonso de Mesa, Felipe Gómez.
[4] Polvo de rapé: tomar polvo de tabaco (Diccionario de la lengua española, RAE). El rapé era tabaco muy triturado y mezclado con polvo de almendras amargas y nuez moscada. Cfr. S. Solano Reina y C. Andrés Jiménez Ruiz, Manual de tabaquismo, Elsevier España, 2002, p.5.
[5] Baldón: 1. m. Injuria o afrenta. (Diccionario de la lengua española, RAE).