DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Leyendas históricas y morales, Cádiz, Imprenta y Litografía de la Revista Médica, 1896, pp. 5-16.

Acontecimientos
Castigo del villano
Personajes
Elvira y su padre, pescador en Rota.
Enlaces

LOCALIZACIÓN

ROTA

Valoración Media: / 5

El pozo de la Llorona

 

Bailado por el océano, cuyas olas van sumisas a lamer la orilla de los varios pueblecitos, que a la simple vista se destacan blancos y sonrosados en medio de las aguas y el cielo, se encuentra situado frente a Cádiz un humilde pueblo en donde acuden en la estación calorosa del verano multitud de personas acomodadas, bien de Sevilla, bien de Córdoba, bien de Jerez y hasta de Cádiz. Este pueblo tiene el prosaico nombre de Rota.

La playa, siempre limpia y serena, ofrece a los habitantes de aquellas ciudades frescos y limpios baños, lejos del bullicio de las grandes capitales y en medio de una sencillez que, huyendo como avergonzada de la soberbia que se ha aposentado en ellas, busca en recintos más humildes el calor que solo puede encontrar en los corazones de los hijos del pueblo.

¡Cuánta inocencia no se halla a veces en una pobre casucha! ¡Cuánta verdad y candor! No negaremos que los pueblos tienen también sus faltad y sus vicios; pero vicios por vicios, preferimos los producidos por la rusticidad, a los que ha creado una falsa civilización.

-6- Una tarde del mes de agosto, paseábame por la villa, contemplando al frente a la poética Cádiz, cuando al pasar por delante de una miserable casita oí el llanto de un niño. Me acerqué a aquella y a su entrada estaban sentados en el suelo, una mujer todavía joven que estaba reprendiendo al niño, un anciano que aparentaba ser pescador, y un enjambre de muchachos la mayor parte sucios y desarropados.

—Déjalo, déjalo que grite y rabie todo cuanto quiera, que ya verá a la noche cómo se le aparece la llorona: así decía el anciano poniendo una cara de perros, por supuesto fingida, y ahuecando la voz de tal guisa, que era cosa de asombrarse el mismo miedo.

—Es verdad, aseguró la mujer, en tanto que los demás chicuelos se ponían de mil colores y se acurrucaban los unos con los otros, aproximándose cuanto les fue posible al anciano.

— ¡Huy qué miedo! prorrumpió el más pequeño que podría tener unos seis años.

— ¿Tú nunca la has visto, Perico? le interpeló el mayor que sería como de catorce años.

— ¡Ni quiera Dios que jamás la vea!

— ¡Dice el tío Tomás que es muy fea!

— ¡Y negra!

— ¡Y tuerta!

— ¡Y bizca!

— ¡Y con orejas de perro pachón[1]!

Tal aluvión de voces se desató entre ellos, para decir cada uno algo de la llorona, que tuvo que mediar el viejo pescador para poner orden en aquel congreso al aire libre.

Entre tanto el que estaba llorando se había apaciguado.

Apenas me aproximé al grupo, el anciano me preguntó si quería descansar un rato del paseo, y me ofreció un asiento, que consistía en una canasta de tomates vacía, puesta boca abajo.

—¿Qué tiene esta gente menuda? le pregunté sonriéndome.

—Que no hay bicho viviente que sujete las lenguas de -7- estos rapaces cuando les da por ejercitar los pulmones; me respondió.

—¡Ay señor, no hay vida con estos arrapiezos[2]!... me tienen de lucha que no veo la hora en que aparezca la llorona y se los lleve a todos juntos; prosiguió la mujer, por cuyas últimas palabras comprendí que debía ser la madre de aquellos muchachos.

—¿Quién es esa llorona? le interrogué.

—¡Quién ha de ser! la llorona.... pues qué.... ¿no ha oído usted hablar de ella nunca? me replicó como admirada de mi ignorancia.

—Jamás.... esa señora me es desconocida del todo.

—¡Y vaya si era señora!... ¡y de las más encopetadas! pero a la pobrecita no le ha quedado más que el pozo.

Al llegar aquí recordé que en el sitio llamado el baluarte, había visto un pozo al cual llamaban el pozo de la llorona.

Picada mi curiosidad, pues adivinaba que algo de verdad había de haber en las palabras de aquella gente sencilla, la seguí diciendo:

—¿Y vive aún?

—¡Y tanto que vive!

— ¿Cómo se llama?

—Al principio, cuando era pescadora, la llamaban Elvira, pero después....

  — ¿Qué?...

—Después dieron en llamarla la llorona.

—¿Y cuándo dejó de ser pescadora?

—¡Toma! desde hace muchos siglos...

—¡Muchos siglos! exclamé sin poderme contener, y aguantando el golpe de risa que amenazaba acometerme.

—¡Pues claro!... ya ve usted si hay tiempo desde D. Pedro el Cruel acá.

He aquí una historia que podrá entretenerme un rato, dije para mí, y alzando la voz continué:

—Vamos, buena mujer, deseo saber quién es esa llorona y lo que le pasó; ¿tendréis la bondad de referírmelo? -8-

—Para eso de contar, mi padre está presente que lo sabe hacer mejor que yo.

—Eh, manos a la obra, dije volviéndome al anciano. —Pero mujer, exclamó este encarándose con aquella, ¿cómo han de agradar al señor estas cosas, si está acostumbrado a oír hablar bien, y acaso yo no alcance a saberme explicar? Eso se queda para nosotros la gente de pueblo, no para los señores, que no entienden nuestra jerga.

—Con todo, yo os ruego que narréis esa historia, que yo procuraré poner mucha atención; si algo no entiendo, yo os preguntaré; insté de nuevo.

—Supuesto que lo queréis, sea; prosiguió el pescador. Todos los muchachos, que se maliciaban que algo maravilloso iba a salir de los labios de su abuelo, abrieron unos ojos tamaños y unas orejas idem, para no perder ni una palabra de la narración.

El anciano empezó de esta manera.

«Allá por los tiempos en que D. Pedro el Cruel andaba por estos pueblos observando si los señores gobernaban bien o mal a sus súbditos, existía ya en este pueblo un formidable castillo. El señor de él era un joven soberbio, sanguinario, altanero, que no reconocía ni respetaba ley alguna divina y humana, y que arrollaba a su paso a todo el que de algún modo se opusiera a sus criminales deseos. La comarca toda temblaba cuando veía atravesar por el campo o por la orilla al feroz caballero. Las madres ocultaban a sus tiernas e inocentes hijas de los ojos de aquel hombre, y estas se santiguaban al oír mentar su nombre, como si fuera una maldición o un conjuro de los infiernos.

Por aquel mismo tiempo había en esta misma playa un pobre pescador, llamado el tío Pedro, el cual tenía una hija única, que le había dejado su pobre mujer, muerta cuando la niña tenía apenas seis años.

Aquel padre crio a Elvira, que así la llamaron, con todo el cariño de su corazón. Con lo poco que le producía la pesca se alimentaban él y su hija. Todos los días estaba un par

De -9- horas en el mar, echaba sus redes y parecía que el cielo bendecía aquella familia, porque los peces caían en abundancia.

¡Cuántas veces cogía el buen Pedro a su niña, la metía en su barquichuelo y ponía en sus manos la red, viéndola embebecido juguetear y divertirse con los pobres pececillos que incautos se dejaban prender! ¡El mar y su Elvira eran los sueños de su ancianidad; el mar, en donde casi había pasado su vida toda, y Elvira, la hija inocente y sencilla, cuya sola caricia bastaba a reanimar los apagados sentimientos de su alma.

Y la niña iba creciendo en edad, y al mismo tiempo se acrecentaban sus gracias naturales. Su belleza estaba adornada de una delicadeza que era impropia en la modesta hija de un pescador. Por eso cuando se engalanaba los días festivos y se presentaba en la plaza a tomar parte en las danzas de aquellos tiempos, ella, a pesar de la sencillez de sus adornos, era la reina entre todas las demás jóvenes del pueblo; y no pocos actos de envidia se habían fraguado en los corazones de sus compañeras, debidos a la supremacía que aquella gozaba entre los mozos más apuestos y galanes.

Pero a efecto sin duda de su natural belleza y de su elevación sobre las otras muchachas, Elvira se hizo orgullosa: la envidia que de aquellas se había apoderado la hizo comprender que valía más que ellas: y entonces el desprecio más humillante fue lo que reservó su alma para las que habían sido las compañeras de su niñez.

Ya no le faltaba nada a la infeliz Elvira. Sola en el mundo con un pobre pescador anciano que pronto había de faltarle, no encontró desde aquel día un corazón en el cual depositase los sentimientos que por el suyo pasaran, ni un alma que derrama se en la suya, herida del orgullo, una gota de bálsamo que la curase.

En tanto que esta tormenta se levantaba sobre la frente de la desgraciada joven, el Castellano[3], cada vez más arrojado y cruel, era el espanto del pueblo. La orilla traía a tierra de vez -10-en cuando cadáveres, a través de cuyos rostros desfigurados se conocían algunas veces las facciones de los infelices hijos de aquellas playas. El misterio era el arma de los crímenes de aquel hombre, ¡y ay del que fuera osado a preguntar o a inquirir algo de aquellas muertes!

El tío Pedro decía muchas veces a su hija sentándola en sus rodillas y acariciándola:

—Cuida mucho, hija mía, huir del contacto del Castellano, porque solo su aliento mata. ¡Triste de la doncella que caiga en sus garras, porque es devorada como la paloma inocente por el rapaz gavilán!

—¿Y creéis, padre, que yo soy del número de esas incautas que se dejan adormecer por los cantos suyos?

—¡Ay de ti, Elvira, el día que te creas con ánimo para luchar con él y vencerle en la pelea! Mira que tiene armas muy poderosas que le abren paso por donde quiera que camina.

—Perded todo temor: Elvira tiene una voluntad de hierro, que no se dobla a los más fuertes golpes.

El orgullo le hacía hablar así, no porque creyera vencer al Castellano, sino porque un pensamiento horrible había surgido en su alma: «Si llego a inspirar amor al Castellano, me vengaré por completo de esas necias.» Así pensó la inexperta Elvira, y parecía que el infierno había adivinado su idea descabellada, porque desde aquel momento empezó a realizarla.

Aquella tarde saltaban en tierra el pescador y su hija, de vuelta ya de la acostumbrada pesca, cuando aparece repentinamente allá a lo lejos en la playa, un caballo que hacia ellos se dirigía desbocado. Al ruido vuelve los ojos Pedro y conoce en el jinete al odiado señor. Mas como el soberbio alazán avanzaba cada vez más, y era evidente que iba a estrellarse en un montón de piedras que había en la orilla, un sentimiento de natural compasión brotó en su alma, y trató de evitar el peligro que al joven amenazaba. Echa mano a un remo, empuñándolo con fuerza, y se sitúa en el -11- lugar por donde tenía que pasar el animal, según la dirección que traía. Acércase por fin este, y en el momento de pasar, descarga Pedro un furibundo golpe en los brazuelos del caballo, e instantáneamente se estremece el bruto, relincha desesperadamente, da un paso más, detiénese y cae a tierra; pero antes el jinete se había bajado sano y salvo de un ligero salto.

—¡Pescador, me has salvado la vida! ve más tarde a mi castillo y te daré tanto oro como creas suficiente para no tener que lanzarte más al revuelto mar a buscar una ganancia insegura; dijo el Castellano.

—Gracias; le replicó Pedro; mi oficio me da lo bastante para vivir yo y mi hija.

—¡Hola, eres soberbio!... ¡tanto peor para ti. Solamente lo siento por tu hija, que creo lo será la joven que estoy viendo en la barca.

Una nube oscura pasó por los ojos de Pedro: sus sentidos se entorpecieron, se tambaleó sobre sus pies, y tembló por su hija. Desde aquel momento la consideró perdida sin remedio.

Pero tendió sus ojos hacia la barquilla, y creyó ser juguete de una alucinación de sus sentidos.

¿Qué había visto el anciano?

Elvira, en vez de recatarse, como debía haberlo hecho, de la vista del Castellano, había saltado en tierra y se dirigía jugueteando por la orilla, al sitio donde estaban su padre y aquel.

El joven, encantado, de la belleza de aquella niña, se quedó contemplándola unos momentos.

¿Era esto lo que quería Elvira?

Empezaba, pues a realizarse su pensamiento.

—Vámonos, padre; dijo al incorporarse a ellos con un eco dulcísimo que hirió profundamente el alma del feroz joven.

—Bella pescadora, continuó este con expresivo acento, no seas esquiva con el desfallecido jinete que ha estado a -12- punto de perecer. Deja que descanse unos momentos sentado en la arena acompañado de ti y de tu padre.

—Dispensad, caballero; no podemos detenernos; y adelantó el paso, después de haber hecho una señal a Pedro; que obediente a las insinuaciones de su hija, no se detuvo un instante, y comenzó a andar con ella sin cuidarse para nada del Castellano.

Este no levantó sus ojos de la joven hasta que desapareció de la playa.

—¡Por el infierno, soberbia rapaza, que ha de costarte cara esa humillación! murmuró entre dientes tomando el sendero de su castillo.

La joven había creído que sacaría más partido dando primero desdenes al orgulloso Castellano, aunque luego diesen oídos a sus pláticas amorosas.

Pero no había contado con que se las había con un hombre de alma tan soberbia como la suya.

A los ocho días se susurraba por el pueblo que Elvira tenía amores con el Castellano.

Cuando el pobre pescador oyó decir tal cosa de su hija, faltó poco para que no arrojase al mar al charlatán importuno.

A los quince días se decía por aquellas playas que Elvira había desaparecido de la casa de su padre.

Malas lenguas mentían que se encontraba en el castillo.

El pescador casi estuvo a punto de desesperarse cuando una mañana echó de menos a su hija.

Corrió por toda la casa, registró todos sus rincones. No encontró sino el más profundo silencio; su hija había abandonado el hogar que la había visto nacer.

Una sospecha asomó a su pecho angustioso y dolorido. ¿Estaría en el castillo?

Corrió desalado a sus muros; llamó a sus puertas, y a su llamamiento no respondió sino el eco que le devolvía los golpes que hacía sonar a las ferradas puertas.-13-

 Al cabo de una hora de estar llamando se oyó la voz del Castellano,  que preguntaba quién era el importuno que osaba alborotar a las puertas de su castillo.

—¡Mi hija! ¡Dame mi hija! exclamó el triste anciano con acento desgarrador.

— ¿Necio, qué estás ahí ensartando[4]? le preguntó aquel desde arriba.

— ¡Oh! por el cielo bendito, devuélveme a mi Elvira.

— ¡Anciano, has enloquecido lo que veo!... ¿soy yo acaso el guardián de tu hija?

—Si: tú me la has robado. ¡Ah! yo seré tu esclavo, yo me humillaré a hacer cuanto fuere de tu agrado; ¡yo te besaré las plantas con tal que mi hija vuelva a mí!

—¡Sobre que imagino que estás algo beodo!

—¡Mira que hay otra vida donde se castiga al mal caballero con horribles tormentos!...

—Procura tener la lengua, viejo locuaz, porque me vas haciendo perder la paciencia, y no respondo de mí.

—¡Elvira! ¡Elvira! gritaba el pescador, esforzándose porque su acento fuese oído de ella si estaba dentro del castillo.

—Si no acabas de marcharte me veré obligado a soltarte mis sabuesos, los cuales darán buena cuenta de tu persona.

—¡Hija mía! ¡hija! continuaba Pedro.

Entonces abriese una ojiva que estaba formada en el muro, y asomó a ella el rostro de la hija del pescador.

—¡Elvira! ¿estás ahí? ¡Oh, te han arrancado de mi seno! ¡qué va a ser de ti en poder de ese malvado!

— ¡Consolaos, padre mío; me trata muy bien para estar descontenta del hospedaje!

— ¿Qué dices, hija mía? ¡No te entiendo!...

—Que si él es el Castellano, yo a mi vez soy la Castellana: prorrumpió con acento altanero.

—¡Cómo! estás satisfecha de que te haya robado!

—Necio, gritóle el Castellano; ¿no has comprendido todavía que es ella la que voluntariamente ha querido encerrarse en el castillo? -14-

— ¡Qué escucho! ¡Dios de misericordia, será cierto!....

—Sabed, padre, que he cambiado nuestra pobre choza por un rico palacio.

Al escuchar estas sarcásticas palabras, ya no le quedó duda al padre de la realidad que estaba tocando.

Pero no tuvo que discurrir mucho tiempo lo que responder a aquella mala hija, porque en su cabeza se obró una revolución espantosa: sintióse la frente oprimida por un peso terrible, llevóse a ella las manos como para arrancárselo y prorrumpiendo en una histérica carcajada echó a correr por el pueblo gritando con ronco acento. ¡Mi hija es la Castellana!

¡El infeliz estaba loco!

Al siguiente día, cuando los honrados habitantes del pueblo se levantaron de mañana para comenzar de nuevo cada cual su trabajo, al pasar por frente al castillo se encontraron levantada una horca y colgado de ella, aun conservando en su rostro la ferocidad y la soberbia, el Castellano, señor de aquella comarca.

Una mujer estaba llorando al pie del afrentoso patíbulo. Era la hija del pescador.

Y, cuando reuniéndose la gente del pueblo, se apiñaba al pie del castillo para saciar su curiosidad, la infeliz Elvira era el objeto de la befa y la burla de todas las lenguas.

¡El orgullo la había cegado y ahora recogía el fruto de su culpa!

Al cabo, no pudiendo su alma altiva sufrir más, se abrió paso a través de la turba y se dirigió hacia un antiguo pozo en el cual se precipitó.

Desde entonces todas las noches al sonar el reloj las doce, se levanta del pozo, aparece por las calles, penetra en el castillo y durante su camino va lanzando tristes gemidos llorando la muerte del Castellano.

Por lo que toca a este, cuentan que fue puesto en la horca por el rey D. Pedro que, hallándose cerca de aquel -15- paraje, y siendo sabedor de su crimen, quiso castigarlo de una manera conforme al carácter que algunos quieren ver en él de justiciero.

Y dicen también que el castigo que aquí en la tierra ha impuesto el cielo a Elvira por su orgullo, es llorar la muerte del Castellano, saliendo todas las noches del Pozo de la Llorona.

Concluida por el anciano esta narración, observó el efecto que en los chicos había producido. Yo también lo hice y los vi a todos con los rostros mustios, pintándose en ellos el asombro por lo lúgubre del cuento.

—Ya veis, continuó en seguida, hijos míos, las consecuencias del orgullo en aquella pobrecita. Procurad vosotros guardaros de incurrir en él, porque Dios castiga a los orgullosos, cabalmente en lo mismo en que se fundaban para humillar a los demás.

—¡Hermosa lección! le dije por lo bajo al pescador; si de ese modo enseñáis a obrar el bien y a evitar el mal a estos niños, y os valéis de tradiciones y cuentos que dulcemente penetren en sus almas, no hay duda que formareis sus corazones tiernos en la senda de la virtud.

—¡Ea! niños, a merendar y a dormir en seguida; dijo la mujer aprovechándose del miedo y admiración que se había apoderado de ellos.

—Yo no me levanto de aquí, si no me acompaña Perico; exclamó uno.

—Ni yo, si no viene conmigo Momo, dijo otro.

—Pues yo no voy sino cogido a las naguas[5] de madre; prorrumpió un tercero.

—En, medrosos, arriba; continuó el anciano. La Llorona no se aparece más que a los malos.

Entonces yo me despedí de aquella buena gente, llevando conmigo un cuento más que narrar a mis amigos. -16-

Lo que acabamos de escribir arriba, nos lo contó un amigo nuestro que el verano pasado estuvo en Rota durante la temporada de baños. Así pues, nosotros no hemos hecho otra cosa más que consignar por escrito lo que nos refirió aquel. Por lo tanto, aquí encaja que ni de molde aquello de

Y si, lector, digerdes ser comento,
Como me lo contaron te lo cuento. [6]

FUENTE

 

León y Domínguez, José María, Leyendas históricas y morales, Cádiz, Imprenta y Litografía de la Revista Médica, 1896, pp. 5-16.

 

Edición: Pilar Vega Rodríguez

 

[1] Pachón: lanudo, peludo.

[2] Arrapiezo: niño, de condición humilde, revoltoso.

[3] Castellano: el señor del castillo de la localidad.

[4]Ensartar: 3. tr. Decir muchas cosas sin orden ni conexión (Diccionario de la lengua española, RAE).

[5] Naguas: enaguas, prenda interior femenina, similar a una falda y que se lleva debajo de esta (Diccionario de la lengua española, RAE).

[6] Fórmula tradicional para rematar los cuentos populares.