El esquivar la ocasión es prevenir el peligro.
Leyenda histórica. Castilla 1358.
I
LA MANCEBA DEL REY.
En ancha capa embozado,
Hasta la sien el sombrero,
Desnudo el brillante acero
En ademán recatado;
Se ve en oscura calleja
De Sevilla la moruna
AI resplandor de la luna
Un hidalgo en una reja.
Nada tras ella se ve
Que está el aposento oscuro
Y no es tan poco seguro
El poner muy cerca el pie.
Mas si a alguno el miedo deja
Deslizarse junto al muro
Escucha el acento puro
De una mujer, tras la reja;
Y sin duda a departir
Amorosos se citaron,
Pues de la dueña aguardaron
El descuidado dormir.
—Un nombre me demandáis,
Dijo el hombre a la mujer,
Si pretendeislo tener
Por mi medio, os engañáis.
¿De mi destino inclemente
Lo infausto no concebís,
O que obrareis, presumís,
Callando, más cuerdamente?
Por Dios, que tenéis razón;
Mañana Reina os hiciera,
De Castilla, si pudiera,
Y al par de mi corazón.
Solo el último os ha dado
Lo menguado de mi estrella,
Y pues no puedo vencella.
Pedir más es excusado.—
Calló el doncel suspirando
En su amoroso despecho
Y así pasaron gran trecho
Entrambos a dos callando.
—Si tanto puede la estrella
Contra vos, dijo a su vez
Con mal cubierta altivez
Tras de la reja la bella,
No será pediros mucho,
Que un momento me escuchéis.—
—Hablar, repuso él, podéis.
Que de buen grado os escucho—
—Hubo en Castilla un Rey, tiempo lejano
Entendido, valiente, justiciero;
Azote del rebelde castellano,
Y poderoso amigo del pechero.
Era rubia su blonda cabellera
Y sus ojos de angélica ternura.
Que por su mal, de pérfida extranjera
Miraron un momento la hermosura.—
Mordió él embozado el labio
Hasta dejarlo sangriento,
Y ella siguió con su cuento
Que tal vez era un agravio.
—Un hermano bastardo, el de Toledo
Sin respetar la esposa del hermano
Lanzó a su frente, a su poder sin miedo,
Negro borrón en su delirio insano;
¡Silencio!... ¡poder de Dios !
¿Quién os ha contado a vos
Lo que se ha ocultado a mí?
—¿Quién? ¡los celos! yo guardé
El sueño de vuestra esposa,
Y suspicaz, recelosa
Junto a su lecho velé;
Alguna vez en el sueño,
De su mente roto el dique,
Salió a su labio risueño.
Y su rival la miraba
Con sarcástica alegría,
Y ella ¡Fadrique! decía;
¡Ella a Fadrique llamaba!
Y a D. Pedro de Castilla,
Aquella mujer mirando
Le contemplaba temblando
Rojo de rabia a su orilla.
Ronco, trémulo, imponente,
Pálido el fiero semblante,
Al fin gritó en voz pujante
Mirándola frente a frente:
—Daréisme pruebas mañana;
De no ¡cabeza tenéis!
Y meditad las habéis
Con el diablo en forma humana.
—¿Pruebas queréis? podéis ir
Vuestro alcázar a rondar,
Y allí las habréis de hallar
Sin tenerlas que pedir.—
Y de rabia y celos loca.
Dejó, cerrando la reja,
A Don Pedro en la calleja
Con la palabra en la boca
II
EL MAESTRE DE SANTIAGO
La noche está silenciosa.
Alta la luna en el cielo
Mal brillando, tras el velo
De la bruma matinal;
El alba por el oriente
Su paso medroso avanza,
Y apenas su luz alcanza
El muerto mundo a alumbrar.
Es un ancho gabinete
Alhajado a la morisca,
De castellana odalisca
Destinado a la mansión.
Una lámpara de plata
Sobre la mesa refleja
Y una esclava ver se deja
Sobre dorado almohadón.
Alta ventana arabesca
Deja ver el ancho cielo
Libre paso dando al vuelo -119-
De la brisa matinal;
Y se agitan las cortinas
En movimiento onduloso
Al impulso vagoroso
De su beso virginal.
Sin duda la esclava espera
El plazo de alguna cita,
Pues, impaciente, no quita
De la ventana el mirar;
Y hay arrollada una escala
De seda sobre la mesa
Y parece que la pesa
De las horas el rodar.
Al fin sonó en la calleja
De pasos leve ruido,
Y luego débil silbido
En la estancia penetró;
Y al arrojar a la calle
La mirada adormecida,
Informe, vaga, perdida
Fantasma en la sombra vio.
—¿Sois vos?—preguntó en voz débil
En la ventana la esclava,
Y el que en la calle aguardaba
Dijo en voz débil—Soy yo—
Y a aquella señal, la escala
Cayó, hasta el suelo rodando,
Y por la escala trepando
Un hombre en la estancia entró.
—Buen maestre de Santiago
Le dijo entonces la mora,
Os aguarda mi señora.
—Pues bien, recibe tu pago-
Contestó voz convulsiva
En acento tan sombrío,
Que bañó de sudor frío
Los miembros de la cautiva;
Que vio a la luz amarilla
De la lámpara expirante
El iracundo semblante
De D. Pedro de Castilla;
Que arrastrándola a una puerta
Con fuerza desesperada.
Tendió de una puñalada
A la triste esclava, muerta.
Y luego a andar empezó
A largos pasos la estancia
Maldiciendo de la Francia
Que tal consorte le dio.
Y allí esperaba impaciente
La venida del hermano
Con el puñal en la mano.
Con el frenesí en la mente.
Otra vez sonó a lo lejos.
De pasos leve ruido,
Y otra vez débil silbido
En la estancia penetró;
Y al arrojar a la calle
La mirada enfurecida
Informe, vaga, perdida
Fantasma en la sombra rió.
—¿Sois vos?—preguntó D. Pedro
Que colérico temblaba,
Y el que en la calle aguardaba
Dijo en voz débil—Soy yo—
Y a aquella señal la escala
Cayó hasta el suelo rodando
Y por la escala trepando
Otro hombre en la estancia entró.
—¿En dónde están mis amores?—
preguntó con voz galante,
Y vio el funesto semblante
de D Pedro centellar,
Y sintió su fuerte mano
Asida de su ropaje
Y le escuchó en su coraje
Con voz de trueno gritar:
—Bien, por Dios, D. Fadrique de Toledo,
El decoro veláis de vuestro hermano,
Y a su poder sin miedo,
¡Necio! lanzáis con atrevida mano
Negro borrón a su soberbia frente.
iOh! que pensasteis, mal, si con el nombre
De hermano os escudasteis
Y de mi justa cólera esperasteis
Sin temor el torrente; en vos un hombre
Que a mi trono escupió solo contemplo
Y ¡por Dios! serviréis de triste ejemplo
A mi pueblo traidor. ¡Ah mis leales!
¡Los que mi trono, fuerte, defendisteis
De la traición cobarde a los puñales
¡Valientes! ¡junto a mí!—Cual un torrente
Que de la alta montaña se derrama
Y en la fértil llanura desparrama
Su revuelta corriente;
Así del Rey al grito sanguinario
Veloces sus maceros
Inundaron el ancho gabinete.
Feroces y altaneros
Armados de la espuela hasta el almete.
Ahí tenéis un traidor—el Rey les dijo—
¡Matadle sin piedad! y sus miradas,
Brillaron con feroce regocijo.
Y allí estaba el Maestre de Santiago
Inmóvil y sereno
Cual de tormenta en medio del estrago
Segura roca, al retumbar del trueno.
—¡Don Pedro de Castilla, el justiciero!
En sarcástica voz, dijo el bastardo,
Conozco bien tu corazón de acero
Y de él ni amor ni compasión aguardo.
¡Tigre sediento de la sangre mía!
Manchada de traidora cobardía
¡Blanca infelice! como tú hechicera
Mi madre era también ¡oh madre mía!—
Y trémulo D. Pedro le escuchaba
La vista fija, el corazón de fiera.
—¡Rematadle, gritó de rabia rojo
Volviéndose feroz a sus maceros.
Y allí cayó al embate de su enojo
La flor de los cristianos caballeros.
III.
CONCLUSIÓN.
Al fin de un oscuro tramo
Del alcázar de Sevilla.
De la Reina de Castilla
En la que cámara fue.
Orilla una chimenea
Do arde madera olorosa
Está sentada una hermosa
Y un joven rubio a su pie.
Os pido, la dijo, albricias,
—Bien dijo, ella, galardón
Merecen tales noticias.
—Murió la aleve pareja;
De ser mi esposa en Castilla
La loca esperanza deja.
Que aunque tu fe no denigro
Y te adora el corazón.
El esquivar la ocasión
Es prevenir el peligro.
FUENTE
Fernández y González, Manuel. “El esquivar la ocasión es prevenir el peligro. Leyenda histórica. Castilla 1358”, (Madrid) Semanario Pintoresco Español. 29 marzo 1846; Nueva época. nº 15, pp. 118-119.
Edición: Pilar Vega Rodríguez