Peña de Martos
Viage ilustrado en las cinco partes del mundo, Ildefonso Antonio Bermejo (vol.2).
¡No hay deuda que no se pague!
I.
En el año mil trescientos
doce de la era cristiana,
cuando Don Fernando cuarto,
hizo en Martos corta estancia
al ir a prestar auxilio,
a las tropas que asediaban
a la villa de Alcaudete
que fue más tarde tomada,
por ciertos vagos rumoras
que de Palencia llegaran,
la muerte de Benavides
se juzgó bien aclarada,
recayendo las sospechas
¡sospechas muy infundadas!
en dos jóvenes señores
del orden de Calatrava.
Dos hermanos que el ejemplo
de nobles e hidalgos daban
y que esclavos del honor
jamás al honor faltaran.
Don Pedro llamóse el uno,
otro Don Juan se llamaba
de Carvajal, y en la villa
su residencia fijaran.
Era el Rey que tan solo
veinte y cuatro años contaba,
de carácter violento,
arrebatado, entusiasta,
aunque justo y comedido
muchas veces se mostrara.
Más entonces olvidándose
de la autoridad sagrada
que tenía como Rey:
sin permitir que la causa
sometida fuera al fallo
de una acción justificada,
mandó que a los Carvajales
aunque nobles aherrojaran,
y la sentencia firmó,
sin que su mano temblara,
imponiéndoles ¡cruel!
una muerte horrible, bárbara,
que en los fastos de la historia
otro ejemplo no encontrara.
Protestaron su inocencia
mas su protesta fue vana,
que a su razón y defensa
no dio oídos el monarca.
II.
El triste día amanece
en que han de ir al suplicio
los muy nobles Carvajales.
¡Día de llanto infinito!
Hasta parece que el cielo
toma parte en el conflicto;
pues niebla espesa le oculta
quitando al sol luz y brillo
cual si de Dios la mirada
se apartase de aquel sitio.
La gente se arremolina,
se oyen lamentos y gritos,
quien, separa la mirada,
quien, la fija con ahínco,
quien, al mismo Rey maldice
por no haberles concedido
que con pruebas eficaces
aclarasen el delito
Por un ángulo aparecen
con paso lento, tardío,
los nobles comendadores
que en busca van del martirio.
Llevan alta la cabeza,
el mirar es atrevido,
y en sus rostros se retrata
un desdén supremo, altivo.
El Rey quiere presenciar—57-
lo que llama su castigo;
y a la hora señalada
se hace conducir al sitio.
¡Se acerca el fatal momento!....
¡Ya llegan al precipicio!
¡En jaulas de hierro espesas
ya los han introducido!
¡Los inclinan!.... ¡Los empujan!..
¡¡Van a rodar!!... De improviso,
una voz grave, severa,
cual salida del abismo
se eleva, llega hasta el Rey
y estas razones le dijo.
«¡Rey Fernando! Mis palabras
en tu memoria es preciso
queden fijas, indelebles.
A Dios pongo por testigo
de que somos inocentes
y que inocentes morimos,
como a fe de caballeros
juramos sin ser creídos:
mas emplazado te quedas
a dar cuenta de tu juicio
ante el tribunal de Dios
a los treinta días fijos;
y cuéntalos desde hoy
porque empieza tu castigo:
que ante su augusta presencia
¡te esperamos !» Un ruido
horrible y aterrador—58—
de hierro y huesos partidos,
desde el fondo de la cima
sube a la cumbre del risco;
pues los nobles Carvajales
rodaron al precipicio.
La cruz del lloro[1]se llama
desde entonces aquel sitio.
III.
Pasáronse treinta días
desde aquel inolvidable
en que despeñados fueron
los, hermanos Carvajales.
Era el siete de setiembre:
Femando en Jaén hallábase,
cuando el emplazado Rey
entró en su estancia a la tarde.
Lo que sucedió allí dentro
solo Dios es quien lo sabe:
pero cuando ya impacientes
los nobles las puertas abren,
a sus ojos se presenta
del Rey el yerto cadáver
¡No hay plazo que no se cumpla!
¡No hay deuda que no se pague!
Isabel Camps Arredondo, Romance VI. En Francisco L. Hidalgo, Ángel del Arco-- El Romancero de Jaén. Jaen : [s.n.], 1862 : imp. de Francisco Lopez Vizcaíno, pp.56-59.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
[1] Así la describe José Lamarque de Novoa.
LA CRUZ DEL LLORO.
Si pasas, lector, acaso
Alguna vez por la villa
Que de Martos lleva el nombre,
Y de la que fiel publica
Mil tradiciones la fama,
Llenas de triste poesía,
Cabe el pie del alto monte
Verás una cruz sencilla,
Que sobre gradas de piedra
En tosca columna erguida,
Del afligido es consuelo
Y de caminantes guía.
La llaman la Cruz del Lloro,
Y diz que fue construida
Para perpetuo recuerdo
De las lágrimas que un día
Vertió el pueblo a la memoria
De las dos ilustres víctimas,
De un rey tirano inmoladas
A la venganza inaudita.
Do quier que tus pasos lleves,
Do quier que vuelvas la vista,
De esta lamentable historia
Hallarás páginas vivas.
De noche, cuando la luna
Al occidente se inclina,
Su tibia luz derramando
Por la desierta campiña,
Aun ver creerás, de la peña
Sobre la escarpada cima,
De entrambos comendadores
Las nobles sombras altivas
Citando al cruel monarca
Ante la eterna justicia;
O tal vez en el mugido
Del viento, tu fantasía
Fingirá los tristes ayes
De multitud compasiva,
Que en pos de un féretro llora
Una esperanza perdida.
Mas si sentir impresiones
Con su fiel relato ansías,
Mejor que en largas historias
Y que en crónicas antiguas,
Lo alcanzarás de los labios
Del pueblo, que siempre viva
Guarda la fe de sus padres
En las tradiciones mismas.
Pregúntale al buen labriego
De las comarcas vecinas,
Y él ante la Cruz del lloro,
Con tosca voz, más sentida,
Del hecho mil accidentes,
Llenos de melancolía,
Te referirá, olvidados
Por los sabios y cronistas.
Él te mostrará patente
De ambos hermanos la digna
Actitud ante el monarca;
Él la rápida caída
De la caja, y cómo el pueblo
Con ayes el viento hería:
Él la admiración por último
Y el espanto de Castilla
Al saber del rey la muerte,
Del plazo al finar el día.
Y en tono franco aunque grave,
Con ruda forma y sencilla,
Este ejemplo presentando
De sana filosofía,
Te dirá, que el que soberbio
La cristiana ley olvida,
Al fin será castigado
De Dios por la justa ira.
Al escucharlo, tu alma
Sentiráse conmovida;
Á otra región, a otros tiempos
La mente alzarás altiva,
Y al ver como el pueblo ama
Nuestra religión divina,
Comprenderás que aun la frente
Mostrar puede España erguida,
Luciendo en ella los lauros
De Lepanto y de Pavía;
Que la nación que fiel guarda,
Siempre grande, siempre digna,
Su fe incólume, su enseña
Y su honra sin mancilla,
Aun triunfar en cien batallas
Puede con noble osadía.
Poesías de D. José Lamarque de Novoa: entre los Arcades de Roma, Ibero Abantiade, Imprenta de Manuel P. Salvador, 1867, pp.164-167 (en “La peña de Martos”, versión de la leyenda en el libro Sueños de Primavera)