[Alonso Pérez de Vivero]
El 23 de abril de este año la reina Isabel, que cada día iba adquiriendo más ascendiente sobre el ánimo de Juan II, dio a luz en Madrigal a la infanta doña Isabel, la que debía ser en su día reina de Castilla, y unir para siempre por su matrimonio con don Fernando, rey de Aragón, estas dos coronas, y fundar con los descubrimientos de Colon, y las conquistas de Hernán Cortés, la inmensa monarquía española, señora de dos mundos.
La reina continuaba siempre instigando al rey contra don Álvaro de Luna. Quería hacerlo prender, pero no se atrevía a ejecutarlo el débil monarca: hasta que don Álvaro Pérez de Vivero, contador general del rey, hombre oscuro que todo lo había debido a la generosidad del condestable, y que era muy favorito de la reina, se unió al conde de Plasencia, al de Haro, al de Benavente, al marqués de Santillana, y a algunos otros para este efecto, dándoles aviso de que don Álvaro de Luna trataba de atacarlos en sus castillos y apoderarse de sus personas.
Solo faltaba una ocasión, que comprobase las revelaciones de Vivero, y esta en breve se la proporcionó la misma ambición de don Álvaro, el que no viendo ya en el reino grande alguno a quien temer, celoso del conde de Plasencia, don Pedro de Zúñiga, que vivía lejos de la corte, intentó apoderarse de él por un golpe de mano.
Alfonso Pérez de Vivero, que era traidor a la confianza de don Álvaro de Luna, reveló a aquel con tiempo sus proyectos: se fortificó en la villa de Béjar, resuelto a sostenerse a todo trance contra don Álvaro de Luna, y se puso de acuerdo con los condes de Haro y de Benavente, y con el marqués de Santillana, resolviendo todos concluir de una vez con el hombre que los tenía en continua alarma, y cuya vida era para ellos una continua amenaza.
Formaron el plan de que los hijos de los condes de Plasencia y de Haro, llevando consigo quinientos jinetes marchasen a Valladolid, a donde se hallaba el rey y el condestable, dando por pretexto de que marchaban a auxiliar al conde de Trastámara contra el conde de Benavente, con el que mediaban graves diferencias. Debían ocupar a la fuerza la casa en que paraba el condestable, y apoderarse de él vivo o muerto.
Don Álvaro vivía también muy sobre aviso. Si bien tenía muchos enemigos, como hombre rico y poderoso, tenía quien le avisase de cuanto contra él se tramaba. Traspiró el proyecto, y se preparó a evitarlo. Comenzó a entender clara y terminantemente don Álvaro que le faltaba la confianza del rey, y que Alfonso Pérez de Vivero, a quien había elevado hasta el punto de hacerle uno de los ministros del rey, fuerte con la confianza de la reina, y continuando en fingirse su amigo, era un traidor que cada día le iba minando y preparando su perdición.
Había visto don Álvaro los manejos de este para enemistarle con el rey y con su hijo.
En Madrigal había sabido por el marqués de Villena, y había con su gran vigilancia frustrado el conato de asesinato que contra él tramaban.
La mala voluntad del rey era tal que nada bastaba ya a vencerla. Había salvado a éste de una muerte cierta en Madrigal mismo, deteniendo con gran brío el caballo desbocado que amenazaba arrastrarle en su veloz carrera.
En otra ocasión armó Vivero un alboroto, con la esperanza de que siendo el primero que acudía a sosegar las revueltas don Álvaro, pudiesen allí matarle; empero esta vez más cauteloso envía a don Pedro, su hijo, que aplaca el alboroto, pero que encuentra a Vivero armado contra su costumbre, y a caballo, con más de doscientos empleados de los encargados de recaudar las contribuciones, y disponiéndose a estorbarle el paso sin la presencia de don Álvaro.
El rey marcha a Tordesillas sin decir una sola palabra a don Álvaro, cuando antes y hasta entonces había consultado con él las menores acciones. Con semejante desvío conoce éste que se eclipsa su estrella, y trata de retirarse a cuidar de su casa, y a aumentarla y repararla de los grandes gastos que había hecho, y cediendo en su hijo el maestrazgo de Santiago para lo cual impetra y obtiene bula del papa; empero un movimiento de amor propio y de vergüenza le contiene. No quiere que crean sus enemigos que cual cobarde ha vuelto la espalda y se ha fugado; y confiando en su poder, en sus gentes, que eran cuatro mil lanzas, sin los caballeros y comendadores de la orden, resuelve desafiarlos a todos, y se dirige por otro camino distinto del que había llevado el rey, a cuya feliz casualidad debió el no haber sido preso, y llegó antes que él mismo a Tordesillas, disculpándose con la reina de no ir a saludarla.
Vivero privaba cada vez más con la reina; era el hombre que dirigía sus proyectos; y ésta influía en el débil ánimo de su esposo, quien siempre necesitaba una persona que lo dirigiese, ora fuese su mujer, ora fuese un valido.
En la persecución contra don Álvaro de Luna, trata de envolver Vivero, no solamente a éste sino al maestre de Calatrava, y al marqués de Villena, el favorito del príncipe. Apercibense estos, conocen el peligro, y proponen a don Álvaro que entre los tres con su gente destronen al rey, y coloquen la corona de Castilla sobre la frente del príncipe de Asturias don Enrique, demasiado impaciente con el largo reinado de su padre.
Don Álvaro, siempre leal, siempre confiado en el mérito de su persona y en los grandes servicios que había prestado, y aleccionado además por la experiencia, habiendo visto que en diversas ocasiones había conjurado mayores tormentas que la que sobre su cabeza rugía en aquellos momentos, no aceptó este partido.
Persuadido de que en el juego que había emprendido contra él la reina y su favorito se atentaba directamente a su vida, trató de prevenir el peligro, ganando por la mano al traidor Alfonso Pérez de Vivero. Para captarse el aprecio de la corte dio cañas en Tordesillas tan reñidas que murieron algunos caballeros, saliendo herido gravemente don Pedro, su hijo natural, grave desgracia que preparó la de su padre, que fiado en su secretario Alfonso González de Tordesillas, no se cuidó de la guardia que mandaba don Pedro, fuerte de mil lanzas, y desbandada casi toda de propósito por este hombre a quien habían ganado sus enemigos.
Receloso estaba don Álvaro conocida ya la mala voluntad de la reina, conociendo por experiencia la debilidad del rey, y seguro de la traición de Alfonso de Vivero, por haber interceptado algunas cartas suyas importantes. Hombre acostumbrado a los peligros, y en la confianza de dominarlos hasta entonces, porque hemos visto que su vida fue una continua lucha, siguió al rey a Valladolid, donde éste le había convidado, y donde sin duda disponía llevar a efecto su inicua trama.
Dispusieron que sus enemigos entrasen por la puerta de los carros del monasterio de San Benito, donde moraba el rey, y que después de la hora de comer, mientras descansaba, lo asesinaran. Con tiempo supo don Álvaro la trama contra él urdida, y, sin dejar conocer en su rostro la menor señal de alarma, ni manifestarla menor desconfianza, se apoderó de las llaves del convento, hizo vigilar las puertas, y se presentó en el festín espléndidamente vestido, con la alegría en la frente y la sonrisa en los labios. Perdida esta ocasión, frustrada esta tentativa de sus enemigos, le pareció lo mejor al rey el irse a Burgos, cuyo castillo ocupaba don Iñigo de Zúñiga, hermano del conde de Plasencia.
Aprovechando la reina, impaciente por llevar a cabo su empresa esta ocasión, escribió secretamente a la condesa de Rivadeo para que se presentase con sus instrucciones al conde su tío. Al mismo tiempo, el rey y la reina, mintiendo alegría y confianza en sus semblantes, rogaron con repetidas instancias a don Álvaro para que les acompañase a Burgos. Receloso éste al ver que aquella fortaleza estaba en poder de uno de sus mayores enemigos, no se resolvió a este viaje, sino después de haber recibido el juramento por escrito de los principales señores de Burgos de ayudarle y defenderle contra cualquiera persona, y de contar en Bribiesca con el señor de Haro, su amigo, que reunía trescientas lanzas, y con seiscientas que su secretario, el traidor Alfonso González, le había hecho creer que tenía, cuando solo llegaban a trescientas.
El conde de Plasencia, al recibir el mensaje del rey, mandó a Burgos a su hijo primogénito don Álvaro, con Mosén Diego de Valera, y un secretario. En Curiel encontró el primogénito de Zúñiga un recadero del rey con una cédula apremiante, en la que se le ordenaba que, dejando cualquiera otra cosa, se apresurase a llegar a Burgos y se metiese en la fortaleza.
Don Álvaro, a cuyo alrededor multiplicaban las asechanzas sus enemigos, se libertó de una de ellas en Cigales, pretextando una indisposición para no ir a una cacería preparada al intento, y en otra ocasión naciendo desistir al rey, a cuyo lado iba siempre, del empeño decidido que tenía de ir a Castrogeriz, y cuyo señor, que lo era por don Álvaro de Luna, habían ganado con dádivas y promesas.
Llegó a Burgos el condestable, y meditando seriamente en su posición, se decidió a abandonar la corte, dejando antes buenos lados y suyos al rey para no tener que temer en lo sucesivo. Para este caso había renunciado en su hijo don Juan el maestrazgo de Santiago y había obtenido para don Pedro, su hijo natural que había tenido, el condado de Ledesma, y otras varias gracias y mercedes para otro hijo natural que tenía, llamado don Martin, reservándose ceder en cualquiera de ellos el ducado de Trujillo. El conde de Plasencia, a quien el rey había escrito que se dirigiese a Burgos con el objeto de prender al condestable, escarmentado de las diversas veces que don Álvaro había sido desterrado y vuelto a llamar después triunfante a la corte, creyó que era también un ardid del astuto favorito, y necesitó que le llevase cartas, juramentos, y diversos mensajes para que se moviese.
Creyéndose sin duda firme y con más poder que el mismo condestable el rey en Burgos, ya no se curó de disimular, y en público le dio claras muestras de su malquerencia; entre otras ocasiones, yendo un día al monasterio de las Huelgas, y siguiéndole a cierta distancia don Álvaro de Luna, el rey, lejos de pararse, como lo había hecho en otras ocasiones, siguió adelante y entró en el monasterio sin aguardarle. Había llegado la hora de cesar el disimulo y de arrojar la máscara, y como todas las almas débiles en vez de la anterior sumisión, ostentaba el mayor orgullo y desabrimiento.
Si muchos de los que había sacado de la oscuridad y llenado de bienes eran traidores a la causa de don Álvaro de Luna, también tenía amigos firmes y decididos entre sus servidores.
Alfonso González, que tenía a su cargo la custodia de su casa, le era traidor y le engañaba diciéndole tener seiscientas lanzas cuando no excedían de la mitad, teniendo disuelta por su descuido la guardia que mandaba su hijo don Pedro, el que hemos dicho que había quedado herido en Cuellar.
El maestre esperaba cada día la llegada de su hijo, y para prepararse también a cualquier evento que pudiese ocurrir, dispuso que dos arcas de moneda de oro que tenía en el monasterio de San Benito de Valladolid, fuesen sacadas de allí y trasladadas a la fortaleza de su villa de Portillo. Se negó a seguir el parecer de su camarero don Gonzalo Chacón, comendador de Montiel, el cual opinaba que debía de llevarlas a la villa de Santisteban de Gormaz, cuya fortaleza era muy firme y el alcaide uno de los nobles más honrados y decididos por el maestre. El comendador Gonzalo Chacón unía a una grande fidelidad por el maestre, cuya hechura era, una prudencia y una previsión poco comunes en la juventud. Así es que porfió con el maestre para que el dinero se mandase a aquella fortaleza, y no a la de Portillo, porque esta no tenía agua y era fácil de ser tomada en el caso de un ataque, pero se obstinó en ello el maestre, y se cumplieron sus deseos.
Otra de las personas que rodeaban al maestre, y cuyo celo y decisión por él era tanta como la del mismo Chacón, comendador de Montiel, era don Fernando de Rivadeneira, empero éste era un tipo y un carácter distinto del otro. Resplandecía en aquel la prudencia, en éste el valor, y fiándolo todo a la fuerza de su brazo, vino a ser inadvertidamente y a su pesar una de las ocasiones más próximas de la pérdida de don Álvaro de Luna.
Tal era la situación de las cosas en Burgos, cuando el maestre tuvo con Vivero, en presencia de Rivadeneira, la conferencia con que hemos comenzado nuestra historia.
Cada vez más receloso de don Alfonso Pérez de Vivero, y siguiendo en un todo las ideas de la época en que vivía, creyó don Álvaro que si lograba que se confesase por hallarse entonces en la Semana Santa, se separaría del mal propósito que tenía éste de perderle y hacerle traición. Para esto hizo que Fernando de Rivadeneira se lo dijese y atrajese por cuantos medios pudiese.
Fuéronse ambos a un monasterio de los de Burgos, adonde había abundancia de confesores; pero Fernando no pudo recabar de aquel que se confesase, y antes bien le respondió que nunca había tenido menos contrición, ni en tan mala disposición como entonces se hallaba para confesarse.
Rivadeneira dio aviso de todo a su amo don Álvaro, y éste, alarmado ya con el proceder de Alfonso Pérez de Vivero, lo estuvo cada vez más, y así es que se recataba de él, a pesar de que este todos los días iba a hablarle dos veces a su casa de los negocios, y se le manifestaba muy parcial v afecto para deslumbrarle mejor y ocultar sus maquinaciones.
Trató entonces el maestre de deshacerse de un hombre tan contrario, creyendo que así conjuraría la tormenta que se formaba sobre su cabeza.
Para esto dispuso el quitarle la vida en una torre que tenía en su habitación, desclavando el antepecho de un balcón que había en ella, para después de mostrarle las pruebas de su perfidia hacer que le arrojasen por ella y apareciese casual su caída.
Habítale sugerido este pensamiento una torre que con iguales condiciones a la que tenía en Burgos poseía en su casa de Tordesillas, donde había concebido la primera idea de deshacerse de don Alfonso Pérez de Vivero. Así, pues, trató de llevar adelante su plan largo tiempo antes concebido, aprovechando la torre que con iguales condiciones tenía su alojamiento de Burgos, y de no demorar un momento más su proyecto, teniendo secreto este artificio. Hizo desenclavar un lienzo de la baranda de la torre desde un poste a otro, sin que se pudiese conocer que estaba desenclavado, y para que ningún otro pudiese peligrar subiendo a ella, y quedar frustrado su plan, guardó la llave hasta que llegase el momento de poner en ejecución su tan bien calculado proyecto.
Eligió precisamente para este intento uno de los días más notables del cristianismo. El Viernes Santo por la mañana, reunido con Vivero y Rivadeneira, visitó don Álvaro las estaciones como tenia de costumbre hacerlo en igual solemnidad todos los años.
Después que las hubieron andado entró en la catedral, donde el rey se hallaba delante del monumento en una tribuna formada con cortinas, desde la cual estaba oyendo el sermón. Predicábale un fraile dominico de robusta salud y colorado semblante, el cual se expresó con la mayor violencia, aunque sin nombrarlo, contra don Álvaro de Luna; muchas fueron las invectivas y los insultos que dirigió contra él, marcando la historia de todos los actos de su vida, y exhortando a todos a que se levantaran contra su autor, y cual si esto no bastase añadió todavía: ¡uno que todos conocéis, y que está entre nosotros!
El rey no pudo tolerar la osadía e insolencia con que se producía aquel religioso, y le hizo señal con el bastón mandándole que callase, como así lo verificó, saliéndose de la iglesia.
Don Álvaro se quejó en la misma iglesia al obispo, diciéndole que a él tocaba el saber por qué aquel fraile había dicho tantas y tan vanas villanías, que quién le había excitado a ello, porque seguramente no podía salir de él, sino de otro, tan grande atrevimiento. El obispo tomó su cargo el averiguarlo, y lo mandó prender.
Terminado el oficio de la iglesia de aquel día, el rey se fue a su palacio, acompañándole don Álvaro de Luna, y porque ya era tarde se despidió del rey bastante alterado e incomodado a causa de lo que el fraile tan desenfrenadamente había proferido contra él en la iglesia, pero desde entonces tuvo para sí que aquello había procedido de sugestiones de Alfonso Pérez de Vivero con el fin de desencadenar y conmover el pueblo contra él.
Comió el maestre, subió a la torre cuya llave tenía, y en seguida hizo llamar a Fernando de Rivadeneira, a quien preguntó qué le había parecido la insolencia del fraile dominico.
Contestóle Fernando de Rivadeneira que le había parecido muy mal, y que lo peor era que él conocía cómo iban las cosas, sin querer remediarlas; que Alfonso Pérez traía revueltas las cosas, y que aún había de ver otras peores si no ponía mano en ello y las dejaba pasar, y no se lo dejaba matar a él, porque solo con la muerte de aquel traidor podrían excusarse todos los peligros que le amenazaban, y que él aquella muerte lejos de tenerla por un crimen, la consideraba como una virtud y un leal deber.
Entonces el maestre, que había estado todo aquel día bastante meditabundo, le contestó quo él quisiera separar a aquel hombre de aquella maldad, pero que no pudiéndolo conseguir culpa suya era, que él debía imputarse su muerte, y que así se le enviase a llamar para darle la paga merecida. Instóle Fernando Rivadeneira a que no dilatase más el cumplimiento de su propósito, porque él acababa de saber de ciencia cierta que don Álvaro, hijo del conde de Plasencia, y el enemigo más terrible del condestable, había sido llamado para venir con gente a Burgos.
Mandó entonces el condestable a uno de sus pajes, don Francisco Maldonado, natural de Salamanca, que fuese a llamar a Alfonso Pérez de Vivero, con orden expresa de no volverse sin traerlo consigo.
Acababa de salir el pago, y estaba aún allí Rivadeneira, cuando llegó el obispo de Burgos con el objeto de hablar al maestre. En cuanto el maestre vio al obispo le preguntó qué era lo que había declarado el fraile, y el obispo le contestó que nada había podido sacar de aquel fraile loco y sin sentido, sino que había obrado por revelación de Dios, y que ninguna persona le había inducido a ello.
Entonces don Álvaro le contestó:
—Reverendo padre, hacedle preguntar según su hábito y refiere el derecho, porque es escarnio decir que un fraile gordo, bermejo y mundanal, tuviese revelación de Dios.
En cuanto se fue el obispo, y resuelto va a poner por ejecución el proyecto de deshacerse de Vivero, subió don Álvaro a la torre, y llamó a su sobrino Juan de Luna, y delante de Rivadeneira les encomendó que empujasen a Vivero cuando él se lo mandase, pero que antes quería confundirlo, y hacerle confesar sus villanas traiciones. Llegó Vivero, bien ajeno de lo que le esperaba, y todos tres entraron en la cámara donde se hallaba el maestre. Dirigiese este al desleal Vivero diciéndole:
—Decid, Alfonso Pérez, ¿conocéis esta letra?
Y al mismo tiempo le mostraba unas cartas que tenía de él y del rey. Mirla Alfonso Pérez, y contestó:
—Si señor.
Díjole el maestre.
—¿Pues cuya es?
—Del señor rey es.
—¿Y esta otra?
—Señor, es mía.
Entonces el maestre dijo a Fernando de Rivadeneira:
—Leed esas cartas. Leyó Rivadeneira, y en cuanto terminó su lectura turbóse terriblemente, y palideció de muerte Vivero, cuando airado le dijo don Álvaro estas palabras:
—Por cierto, cosa debida es, que por cuantos caminos y amonestaciones os he hecho, no habéis querido apartaros de vuestras maldades que contra mí habéis urdido y amasado: que se cumpla en vos lo que jurado os tengo delante de Fernando que está aquí presente.
Entonces mandó a Juan de Luna y a Fernando de Rivadeneira que tomasen a aquel perverso y malvado, traidor, criado suyo, y lo arrojasen de las barandas de la torre abajo.
Entonces Juan de Luna le descargó un mazazo en la cabeza, para evitar que tal vez no quedase muerto al caer, y pudiese revelar algo, y para figurar que él mismo se había caído al río, desclavando la baranda de la torre al caer, juntos cayeron la baranda y el cadáver, deshaciéndose la cabeza en las piedras del ángulo de la torre.
Para llevar adelante el fingimiento, en el momento que cayó Alfonso Pérez, para que la gente creyese que había sido un caso desastrado y de desgracia, ajaron inmediatamente por la escalera do la torre abajo Juan de Luna y Fernando de Rivadeneira, dando voces y gritando:
—¡Abajo, abajo! ¡a la calle! que ha caído Alonso Pérez de Vivero de la torre!!!
Mientras ellos bajaban se hallaba a la puerta Gonzalo Chacón, camarero del maestre, y comendador de Montiel, el cual recelando que se hubiese cometido alguna maldad contra su maestre, echó mano a un puñal que tenía en el cinto y les dijo:
—Bajad vosotros si queréis, que a mí me mandó el maestre, mi señor, estar aquí.
Salieron los dos caballeros alborotando por la calle, uniéndose con otra mucha gente que a aquella hora se hallaba en la casa del maestre, para ver qué era lo que sucedía. No quedó nadie en la casa, excepto Gonzalo Chacón, y encontraron tendido en el suelo, desbaratada la cabeza contra una esquina del puente de piedra que estaba junto a la casa, el cadáver de Alfonso de Vivero, cuyos sesos habían salpicado las paredes.
Mientras todos andaban revueltos en la calle, subió con la mayor presteza Gonzalo Chacón a donde estaba don Álvaro, el cual, al verle, le dijo:
—¿Has visto, Chacón, qué milagro y desventura para el pobre Alfonso Pérez de Vivero, que apenas llegó y cayó con una baranda estando arrimado a ella? Anda, ve presto, por Dios, y hazlo meter en una de esas casas por si se puede curar.
Bajó Gonzalo Chacón a hacer lo que su amo y señor le mandaba; empero, al ver que la casa estaba completamente sola, y que en aquel arrebato y alboroto que andaba por la calle podría entrar algún criado de Alfonso de Vivero, viendo a su señor muerto, y desmandarse y aun matar al mismo maestre hallándose solo, creyó más prudente permanecer en la casa guardándole.
A poco de estar en el dintel de la puerta, volvieron Juan de Luna y Fernando Rivadeneira con muchas gentes, y contaron al maestre, que habiendo dado con la cabeza en la esquina del puente Alfonso Pérez de Vivero, había muerto instantáneamente.
Gran sentimiento fingió, y con gran arte don Álvaro delante de todos, diciendo con el acento más dolorido que había perdido su mejor servidor que nunca tuviera ni esperaba tener, y que aun cuando Alfonso Pérez era muerto, a él le quedaba el doloroso, justo y grave dolor y trabajo de su muerte. Añadiendo que en este día había perdido el pilar y la columna de sus hechos, de su casa y de su estado. Después, volviéndose a los concurrentes, les decía con lágrimas en los ojos:
—Ved, señores, qué descanso me estaba guardado para la edad en que estoy. En ese criado mío descansaban todos mis hechos, en él tenían reposo mis negocios, y yo por consiguiente con ellos.
Después, dejando de repente el llanto, y como volviendo en sí, dijo:
—Empero, pues que no puede ser otra cosa, demos gracias a Dios por todo lo que hace, y estad seguros que tengo de mirar por Juan Vivero, hijo de Alonso, por sus demás hijos y criados, como si todos lo fueran míos propios.
Y envió inmediatamente a suplicar al rey que concediese el destino de la contaduría mayor a Juan Vivero, hijo del difunto, encargando a todos que fuesen a consolarle.
Don Álvaro de Luna representó perfectamente, y como consumado actor, su papel. Todavía lo desempeñó mejor cuando después de haber contado al hijo de Alfonso de Vivero, los criados y deudos de su padre, la tristeza que tenía don Álvaro por aquella desgracia, se presentó éste ante el maestre para darle las gracias de su buena voluntad y de los servicios que quería hacerle. Entró el hijo de Alonso Pérez de Vivero en la cámara de don Álvaro de Luna llorando, y el condestable mezcló sus lágrimas con las suyas, y después procuró consolarle diciéndole, que si había perdido un padre le quedaba otro, porque él tomaba a su cargo a él y a toda su familia por respeto su padre y a los muchos servicios que le había hecho; por tanto que se agregase a su casa y le tuviese como un padre, porque en lo sucesivo lo seria para él, y aun le daría más para su acostamiento que había dado al mismo Alfonso de Vivero, haciéndole muchas mercedes; y que había ya escrito al rey para que le diese la contaduría mayor como la tenía su padre.
Engañado por el fingido dolor de don Álvaro, Juan de Vivero besó la mano del mismo que pocas horas antes había arrebatado alevemente la vida a su padre, y protestándole su agradecimiento, le dijo que si su padre le había bien servido, él no lo haría menos con todas sus fuerzas, y que las obras lo acreditarían.
Ya era muy entrada la noche cuando se despidió el desgraciado hijo de Alfonso de Vivero, del maestre. Este mandó a Garci Sánchez, que era uno de los criados de Vivero, que levantase el cuerpo de Alfonso Pérez y le llevase a enterrar a Valladolid en el monasterio de San Benito, donde tenía preparada su sepultura.
Cuando acaeció la desgraciada muerte de Alfonso de Vivero, se hallaba el rey en la catedral en el oficio de tinieblas del Viernes Santo, y al saber la noticia de su muerte le pesó muchísimo de ella, no creyó ni por un momento fuese casual, y receló si tal vez antes de morir Alfonso Pérez de Vivero habría descubierto los tratos en que con él andaba.
Al día siguiente, Sábado Santo, muy de mañana, don Álvaro de Luna, vestido de luto rigoroso, fue a ver al rey y a contarle la gran desventura que había acaecido en su casa por la imprevista muerte de Alonso Pérez de Vivero. Maravillado se mostró el rey, y en su semblante no dejó ver alteración alguna ni enojo contra el maestre, aunque en lo interior estaba persuadido de que no hubiesen pasado las cosas de la manera que se decía. Tampoco lo creyó el pueblo, antes vio, en el empeño de propalar la casualidad de la desgraciada muerte de Vivero, y en las grandes muestras de sentimiento que daba don Álvaro, cierta exageración, y el deseo de ocultar un crimen.
El rey, en lugar de mudar del propósito en que estaba de deshacerse del condestable, se decidió a apresurar su ejecución.
FUENTE
Muñoz Maldonado, José. Causas célebres históricas españolas.
1858.