DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Caras y Caretas, 1908, vol. 11. Cuentos trágicos. Obras Completas. Vol. I, 4ª ed., Madrid, Aguilar, 1963.

Acontecimientos
Crimen y pacto diabólico
Personajes
Mafalda y el demonio
Enlaces
Panton

LOCALIZACIÓN

O CASTRO DE FERREIRA

Valoración Media: / 5

La leyenda de la torre

 

La expedición había sido fatigosa, a pie, por abruptas sendas y trochas de montañas; y después de despachar el almuerzo fiambre, sentados en las musgosas piedras del recinto fortificado, a la sombra de la desmantelada torre feudal, los expedicionarios experimentamos una laxitud beatífica, que se tradujo en sueños. Los únicos menos amodorrados éramos el arqueólogo y yo; él, porque le atraía y despabilaba la exploración minuciosa de aquellas piedras venerables, yo, porque me encendía la imaginación y me producían otros sueños muy diferentes del fisiólogo. En vez de reclinarnos al fresco, a orillas de una espesura de laureles, nos metimos como pudimos en el torreón, trepamos por sus piedras desiguales y desquiciadas ya, hasta la altura de una encantadora ventana con parteluz, guarnecido de poyales para sentarse, y desde la cual se dominaban el valle y las sierras portuguesas, azul anfiteatro, límite de la romántica perspectiva.

Conocía yo la leyenda de la torre de Diamonde, tal cual la refieren las pastoras que lindan sus vacas en los prados del contorno, y los viñadores que cavan y vendimian las vides del antiguo condado; pero tuve la mala idea de preguntar al arqueólogo si leyenda semejante está en algún punto de acuerdo con la verosimilitud y la historia. Él meditó, se atusó la barba grisácea, y he aquí lo que me dijo, después de arrugar el entrecejo y pasear la vista una vez más por las derruidas paredes, cinco veces seculares:

-Cuando nos representamos la vida de los señores feudales de aquella época -del siglo catorce al quince, fecha en que se construyeron estos muros-, creemos cándidamente que entonces existían como ahora profundas diferencias entre el modo de vivir de los poderosos y el de los humildes, entre un tendero o un bolsista de nuestros días y un paleto o un albañil, hay una zanja doblemente honda de la que separaba al poderoso señor de Diamonde del último de sus siervos y colonos. Esta torre lo proclamaba a gritos. ¿Qué comodidad, qué existencia siquiera decorosa permitía su estrecho recinto? Y para que los situemos en la realidad (la realidad de aquellas épocas que sólo vemos al través de la poesía), es preciso convenir en que el género de vida que en Diamonde se llevaba, y no pasiones vehementísimas, que no abundaban entonces ni ahora abundan, fue el verdadero origen del drama que dio base a la leyenda. Con afirmar esto, destruiré muchos romanticismos; pero si pudiésemos hoy reconstruir la existencia de entonces, con documentos y observaciones auténticas, veríase que el hombre y la mujer han sido iguales siempre...

La esposa de Payo de Diamonde, la alegre Mafalda, dama portuguesa de las márgenes del Miño, se consumía de tedio entre estas cuatro paredes. Vestida de la grosera lana que hilaban y urdían sus siervas; alimentada con pan de maíz, leche y carne asada; reducida, por toda distracción, a escuchar los cuentos de dos o tres viejas sabidoras que concurrían a las veladas de la cocina señorial; con el marido casi siempre ausente, divertido en la caza o en escaramuzas fronterizas, y cansado y rendido de fatiga al volver, la portuguesita, amiga de jarana y fiesta, iba perdiendo los colores de su tez trigueña y el brillo de sus ojos color de castaña madura. En aquel tiempo, como ahora, la mujer que se aburre está predispuesta a emprenderlo todo, con tal de espantar la mosca tenaz, negruzca y zumbadora del fastidio.

Un domingo por la tarde, Payo Diamonde anunció a su mujer que salía a talar ciertos campos y a quemar dos o tres casas de portugueses, y que entre ambas ocupaciones no dejaría de cazar lo que saltase. Hasta el sábado por la tarde, Mafalda quedaba sola. Suspiró, recogió sus haldas[1] y bajó del castillo a la primera explanada de tierra, a ver alejarse la hueste de su señor. Cuando la última lanza despareció detrás de la fraga espesa, la castellana, resignadamente, iba a volverse al hogar, donde se entregaría al bostezo; pero en el ángulo de la calzada pedregosa (¿ve usted?: ahí mismo), he aquí que le sale al encuentro un hombre, una especie de vagabundo, con un pesado fardo a las espaldas. Era joven, alto, ágil, nervudo, y su hendida barba roja y sus labios sensuales, rientes, daban a su rostro una expresión provocativa y cruel. Con palabras suplicantes pidió albergue aquella noche no más en la torre de Diamonde, y ofreció enseñar su mercancía -telas, pieles, collares, amuletos, aguas y botes de olor-. Tranquilizada, Mafalda batió palmas ante el anuncio. ¡Qué de tentaciones gustosas!

En esta cámara, que era la de Mafalda, cerca de la ventana donde nos sentamos ahora, el buhonero deslió su fardo y mostró a la dama el tesoro. Traía piezas de seda de Monforte, pieles curtidas de marta, de Orense, casi tan hermosas y suaves como las cebellinas[2], lienzos finísimos de Padrón, encajes labrados por las pálidas encajeras que esperan a sus esposos a las puertas de las casas, en los pueblecitos pescadores, Portonovo y Sangenjo. Traía asimismo redomas y frascos de perfumes, jazmín y algalia, gorguerines[3] de ámbar y sartas de perlas; y la castellana de Diamonde, ávidamente, lo compró todo, porque su marido había dejado buen golpe de doblas[4] de oro en el cofre de la cámara nupcial.

El vagabundo, durante la velada, refirió historias interesantes. Venía de todos los castillos; de recorrer las Asturias, el reino de León, Zamora y Portugal, y traía en su repertorio anécdotas, escándalos, sainetes, tragedias, cuentos de amoríos sorprendidos por él o averiguados en las cocinas de las mansiones señoriales. Después cantó canciones, decires de trovadores, tañendo una vihuelilla; y Mafalda, al despedirse para acostarse, mostraba encendidos los vivos colores de su tez trigueña y el resplandor de sus ojos castaños, como conviene a mujer moza, de veinticinco a lo sumo, en la flor y lozanía de la edad en que se anhela gozar y vivir. Y al día siguiente no se partió del castillo el vagabundo, ni en toda la semana tampoco. Pasábase las horas sentado cerca de Mafalda, narrando historietas italianas, generalmente lascivas, y, cuando agotaba su respuesta, enseñaba a las criadas y mezquinas de Diamonde a aderezar bebidas dulces y manjares sazonados con especias que formaban parte de su ambulante comercio. Otras veces dirigía el tocado de la castellana[5], a la cual explicaba las modas y refinamientos que usaban las damas de la reina en la corte de Castilla.

Él enredaba artificiosamente las perlas, a estilo morisco, entre las trenzas de Mafalda, y él le calzaba los brodequines[6] puntiagudos, última novedad venida a España de la lejana y elegante corte borgoñona. Y Mafalda, embelesada, sorprendida a cada hora con un nuevo capricho, con una nueva distracción, no hizo la menor resistencia cuando una noche el aventurero la atrajo hacia sí, y cubrió de besos candentes la cara morena, y los párpados sedosos, y la garganta tornátil[7]. ¿Pasión? ¡No! Mafalda no sentía esa soñadora fiebre, acaso más moderna que medieval. Lo que experimentaba era el transporte del que sacude las telarañas grises del fastidio, de los vapores tétricos, y entra en una zona de sol, de alborozo y sorpresa continua de los sentidos golosos... También en fablas y hechos de amoríos era más ducho el errante mercader que el rudo castellano de Diamonde, y también supo revelar a Mafalda lo que púdicamente había ignorado...

Naturalmente, al fin de la semana, Payo Diamonde regresó, cansado y polvoriento, harto de quemar cosechas ajenas y de matar inocentes alimañas salvajinas[8]. Por limitadas que fuesen sus facultades de observador, la presencia del juglar-mercader y su intimidad con Mafalda le saltaron a los ojos. Acaso hubo un delator que se los abrió de golpe. La torre es demasiado chica para esconder secretos. Pero el buhonero[9] estaba alerta; y la historia nos enseña que, por entonces, solían ser estos vagabundos quienes, de corte en corte, llevaban misiones extrañas, encargos de reyes deseosos de deshacerse de otros monarcas o príncipes, y entre sus frascos, no todos eran de perfumes...

Una mañana, el señor de Diamonde amaneció rígido, muerto en su lecho, denegrido[10] y cubierto de lívidas señales; de este castillo desaparecieron, llevándose las doblas de oro del arca, Mafalda la portuguesa y el aventurero envenenador...

Y ahí tiene usted -acabó el maldito arqueólogo, sonriendo como un Maquiavelo burlón- la prosaica, aunque melodramática verdad de la leyenda de la torre. Las pastoras dicen que doña Mafalda fue arrebatada por el demonio, que había tomado la figura de un gallardo doncel, y que el alma de la triste castellana, perdida de amores, se asoma de noche a esta ventana misma, exhalando ayes muy semejantes al ululante gemido del viento de la sierra... ¡Ya lo creo! Como que no es el alma la que imita al viento, sino el mismo viento el que remeda el quejido del ánima condenada...

 

 

Emilia Pardo Bazán,

En Caras y Caretas, 1908, vol. 11. Cuentos trágicos. Obras Completas. Vol. I, 4ª ed., Madrid, Aguilar, 1963.

Edición: Pilar Vega Rodríguez

NOTAS

[1] Haldas: faldas

[2] Cebellina:  marta cebellina, marta algo menor que la común, de color pardo negruzco por encima y con una mancha amarillenta en la garganta, que se cría en las regiones septentrionales del antiguo continente, y cuya piel es de las más estimadas por su finura. (RAE, Diccionario de la lengua española).

[3] Gorguerines: por “gorgueras” (adorno para el cuello generalmente de tela)

[4] Doblas: moneda antigua de oro.

[5] Castellana: señora del castillo.

[6] Brodequin: galicismo, por “borceguí”, un tipo de calzado que llegaba hasta más arriba del tobillo, abierto por delante y que se ajustaba por medio de correas o cordones. (RAE, Diccionario de la lengua española).

[7] Tornátil: torneada, bien formada.

[8] Salvajinas: salvajes.

[9] Buhonero:  vendedor ambulante de cosas de poco valor (buhonería)

[10] Denegrido:  de un color que tira al negro.