Leyenda de Santa Liberata
La antigua Balcagiam, hoy Bayona, bello rincón de la costa gallega en Pontevedra, era por el año 119 sede de Lucio Catelio Severo, régulo o gobernador romano de Gallaecia y Lusitania (Galicia y Portugal). Su esposa se llamaba Calsia, y ambos, pertenecientes a la alta sociedad romana, eran paganos y enemigos de los cristianos. Catelio era excónsul de Roma, y gobernaba en nombre del Emperador Trajano el noroeste de la Península Ibérica y Calsia provenía de la familia del emperador.
Era el año 122, cuando Lucio Catelio Severo fue destinado a la provincia tarraconense. Encontrándose su esposa Calsia en avanzado estado de gestación decidió que ella permanecería en Bayona. Mientras su marido estaba fuera recorriendo sus dominios, Calsia dio a luz en un sólo parto nueve hijas, y pensando que este hecho extraordinario pudiese inspirar a su marido sospechas de infidelidad conyugal, mandó que con el mayor secreto, ya que su esposo estaba ausente, fuesen arrojadas las nueve niñas al río Miño en el paraje de A Ramallosa, distante dos kilómetros de Bayona.
La partera, su fiel servidora Sila, cogió las nueve niñas y marchó dispuesta a cumplir la orden; pero Sila, a mitad del camino, movida a compasión por aquellas criaturas, lejos de cometer tan horrible crimen, pensó salvarlas, y, cambiando de rumbo, se dirigió a un pueblecito próximo donde dejó las niñas al cuidado de ciertas mujeres cristianas, que se encargaron de criarlas. Las criaturas fueron bautizadas por el obispo San Ovidio imponiéndoles los nombres de Genoveva, Liberata, Victoria, Eumelia, Germana, Marcia, Marina, Basilia y Quiteria y, criadas en la fe cristiana y el temor de Dios, las nueve hermanas ofrecieron a Dios su virginidad.
En el siglo II, una funesta persecución amenazaba a los cristianos, extendiéndose hasta Balcagiam. Los idólatras denunciaron a las santas vírgenes, que fueron detenidas y llevadas a la presencia de Catelio. Éste las amenazó con el suplicio si continuaban en el cristianismo; pero ellas no vacilaron ante las amenazas del Régulo, y contestaron con firmeza que preferían morir a abandonar la fe de Cristo. Catelio, impresionado ante la fortaleza de las niñas, y encontrándoles un extraño parecido con su esposa, indagó su origen y, llamando a Calsia, las reconoció por sus hijas. Se entabló en su corazón una lucha entre el amor de padre y la autoridad de juez; tenía ahora mayor empeño en convencerlas, y les suplicó con todo cariño que sacrificasen a los dioses; su madre intentó también, con lágrimas, persuadirlas; pero nada consiguieron. El padre, enfurecido, renovó las amenazas, concediéndoles un día de plazo para decidirse a adorar a los ídolos o a morir. Las nueve hermanas convinieron en evitar el crimen de que fuera su padre quien las matara, y escaparon de la ciudad, cada una por diferente camino. Catelio mandó apresarlas, y ocho de ellas fueron martirizadas en diferentes sitios. Liberata se retiró a un yermo, y allí se entregó a la oración y penitencia, alimentándose de raíces y hierbas y macerando su cuerpo con toda clase de rigores; pero, como sus hermanas, llegó a ser descubierta por los gentiles que, atraídos por su belleza, la instigaban a la impureza, siendo rechazados por ella siempre. Una vez capturada, la obligaron a adorar a los dioses, saliendo triunfante de esta prueba. Para intimidarla, le refirieron el martirio de sus ocho hermanas, lo que la exaltó más en el amor de Dios, y con alegría se entregó a sus verdugos. Fue sometida a varios tormentos, y, por último, crucificada, en Castraleuca, Lusitania, en el año 139.
Su cuerpo se conservaba en la Catedral de Sigüenza, y algunos huesos de su cabeza constaban en el sumario de la Cámara Santa de Oviedo.
La devoción popular sitúa a Liberata mártir en la cruz a la edad de 20 años el 18 de enero del 139 pero su festividad se celebra el 20 de julio por ser la fecha en que se trasladaron sus reliquias desde la ciudad de Sigüenza a la Bayona gallega en el año 1515.
Editado por Christelle Schreiber – Di Cesare