La Pared de Roberto
I
Muy cerca de nosotros pasan dos pastores, y nos saludan quitándose las monteras; invitámosles a almorzar y aceptan después de algunas excusas. Los pastores, que son muy jóvenes, traen por fortuna su tamboril, por lo cual a nuestras instancias entonan uno de esos sabrosos romances a que son tan aficionados. Únese al grupo de los cantadores uno de los guías, y el que lleva el romance, canta los amores del último rey guanche de la Caldera. Es precisamente este incidente lo único que nos faltaba para que fuera completa la expedición y dejara indeleble y eterno recuerdo en nuestra memoria.
No está lejos la gruta donde, según el contexto del romance, se albergaba con sus padres la hermosa joven guanchinesca, codiciado objeto de la pasión del rey, ni lejos tampoco el lugar donde todas las mañanas al rayar el día, venían a verse y platicar los dos amantes. La noche del desposorio brillaron las montañas de la Caldera con las llamas de infinitas hogueras, festejo y celebración acomodada a las usanzas de aquellos tiempos.
El afortunado Tenacen (Tanausú), que así se llamaba el rey, había tenido un rival temible en Mayantigot, rey de Aridane, esto es, de los Llanos, Argual y Tasacorte. Por mucho tiempo compitieron los dos rivales, sin lograr ni el uno ni el otro arrancar una elección a su altiva Acerina; mas al fin, habiéndolos convocado para que concurriesen juntos en la meseta de Taburiente, allí, solo los tres, y empeñada la palabra de que cada uno de los pretendientes, se resignaría con la suerte que le tocase, sin recurrir a la guerra ni a ningún otro género de violencia, levantó en alto la mano y colocándola encima del hombro de Tenacen, declaró que era él el que prefería su corazón. Mayantigot se retiró aparentemente tranquilo y sereno, más al verse solo, gruesas lágrimas que brotaban de sus ojos, fueron a perderse en el abismo.
Los ecos repiten y llevan de loma en loma la voz de los cantadores; las montañas mismas parece que se animan a medida que el romancero canta su narración, y los arroyos y las aguas suspenden o amortiguan la rapidez de su corriente, absortos por el recuerdo de unos sucesos que los transportan a los tiempos de su edad dorada. Terminada la fiesta nos despedimos de los pastores, y retornamos a los Llanos, conduciéndonos nuestros guías por el desfiladero a Agamansis.
II
Hacía algunas horas que habíamos dejado atrás la región de los brezos.
Cruzábamos un dilatado bosque de pinos, cuyas ramas extendidas horizontalmente revelaban que nos encontrábamos a una gran elevación; porque las nevadas, más frecuentes en las alturas de los montes, oprimen hacia la tierra los gajos de los árboles.
Esta inclinación del ramaje se hacía cada vez más ostensible, hasta que llegamos al fin de aquella selva, a cuyos últimos árboles llaman los pinos gachos por la notable dirección descendente de sus ramas hacia la tierra en aquel sitio donde crecen los últimos de su especie, y que han debido sustentar el peso de muchos inviernos.
Nos sentamos a la sombra de aquellos viejos habitantes de la soledad, y muy pronto recibimos la agradable sorpresa de ver que se acercaba a nosotros un pastor que nos había visto sin duda desde su cabaña, la cual distinguimos entonces no muy lejos de nosotros. El pastor (que me recordó la hospitalidad de los antiguos patriarcas) nos ofreció riquísima cuajada, a la que hicimos los debidos honores; y después de un pequeño descanso, dejamos los últimos pinos y proseguimos por el árida cumbre, en donde ya no había más vegetación que un viejo cedro, único en aquel lugar, (tal vez contemporáneo de los indígenas isleños), y una mancha de codesos, pequeños arbustos cuya amarilla flor es muy olorosa.
Pasamos por fin aquella especie de matorral, y entramos en el desierto de la cumbre, (donde es raro encontrar señal de vegetación), con los rayos del sol de julio cayendo a plomo sobre nuestras cabezas, pues había llegado ya al cenit. El calor por lo tanto ahogaba mi respiración.
Debajo de mis pies se desarrollaba una alfombra de apiñadas nubes como copos de algodón, que se extendía hasta el horizonte, sobre el cual levantaba en lontananza el Teide su elevada frente. En aquella nube inmóvil se reflejaba el sol, y el calor se hacía cada vez más sofocante, sin que en aquel desierto de pequeñas piedras encontrásemos ni una roca que nos prestara alguna sombra. En verdad, era una temeridad proseguir nuestra marcha en una hora tan ardiente; pero no nos detuvimos. Confieso que a pesar del cansancio que me rendía, temiendo que llegase a faltarme la respiración y sobreviniese la asfixia, y aún por esa misma circunstancia, ¡yo gozaba! En aquella soledad, donde no había más que aridez, donde las nubes con su inmovilidad parecían anunciar una paralización de toda existencia, herida por los rayos del sol que caía como una cascada de fuego sobre mi frente, había una imponente sublimidad que conmovía mi alma. Tenía las nubes a mis pies, y me parecía hallarme en una región desconocida a los mortales que habitan la tierra. Ningún rumor turbaba el silencio... la naturaleza que yo había contemplado antes, no existía allí: en aquel desierto no había más que silencio, soledad y misterio. ¡Era necesario sentir el vago terror y pensar en Dios! Desgraciado el que al cruzar aquellos solitarios sitios como yo los crucé, no dirija su pensamiento al cielo; porque eso sería señal de que su alma se halla completamente dormida.
Una circunstancia particular me hizo más imponentes aquellos lugares.
Allá, a alguna distancia, en medio de la árida llanura se elevaba una cruz, y a su pie, (cosa singular), había una piedra que vista desde el punto en que me hallaba, tenía la completa apariencia de una persona arrodillada en oración. Aquella solitaria cruz y aquella estatua labrada por la naturaleza deben encerrar una historia que en vano he procurado descubrir. Además, yo no puedo jurar que aquello fuese una piedra... pues no me acerqué a ella; los que hayan pasado más de una vez por aquellos lugares, lo sabrán... Para mí la ilusión fue completa; y hasta creía escuchar la ferviente plegaria de aquella misteriosa figura.
Al fin encontramos una roca que daba alguna sombra, y allí nos detuvimos. Aquel punto dicen que es exactamente la mitad de la cumbre y se llama el Escotillón, no sé por qué: aquella roca forma parte del borde de la famosa Caldera, cuya vista panorámica fue objeto de mi viaje, y de la que nada pudimos ver porque se hallaba cubierta por la nube de que he hablado. Solo de trecho en trecho, por en medio de aquella blanca alfombra de copos de algodón, asomaba un pico peñascoso; lo que me hacía adivinar los elevados monolitos que arrancando de la Caldera llegaban hasta esconderse en las nubes. Pero ya que estas nos impedían ver el delicioso panorama de los Reinos de Tanausú y Mayantigo, pues dicen que de los Andenesse descubre el valle de la Banda, pude contemplar otra de las curiosidades geológicas de la isla. En efecto, desde allí descubrimos no muy lejos la célebre Pared de Roberto.
III
La Pared de Roberto es una cresta al parecer basáltica, producto sin duda de antiguas erupciones de los volcanes que han abierto en mitad de esta isla la profunda sima de la Caldera, en cuyos bordes se halla.
Las crestas de que hablamos, de unos dos pie de altura, y perpendicularmente cortada por ambas caras, presentan a la vista la apariencia de un verdadero trozo de muralla hecha con piedra sillar, y desmoronada por el tiempo, pues las grietas que la cruzan en todas direcciones forman como las junturas de los cantos de que fuera fabricada la extraña Pared, que atravesada en mitad de la Cumbre de los Andenes, como para cerrar el paso (si no tuviese en su centro una brecha que la separa en dos trozos), cabalmente cerca del sitio en que la cumbre apenas presenta un filo de escasa anchura a la planta del caminante, me recordaba el terrible puente Sirath de Mahoma[1].
Sin embargo, no pudimos ver ese peligroso paso en todo su horror, porque la nube ocultaba los abismos abiertos a ambos lados.
Cuentan que al pasar a ciertas horas por la brecha—45—, abierta como providencialmente en mitad de aquel muro, se observa una circunstancia singular. Tan luego como la planta del caminante se acerca al umbral de aquella abertura que franquea el paso de la Cumbre, su tez palidece visiblemente, y no recobra el color natural hasta que no se halla al otro lado de la Pared.
Tal vez este fenómeno de la física, alimentando el terror, ha engendrado las supersticiosas tradiciones unidas a la Pared de Roberto. Háblase de pavorosas visiones y de caballeros convertidos en alimañas; y se dice que aquella fue obra del mismo Satanás y de otro compañero, que sin duda era el tal Roberto que da nombre a la muralla. Esto me hizo recordar al célebre Roberto el Diablo, que según las leyendas normandas era hijo del duque Huberto, quien desesperado con la esterilidad de su esposa, prometió que daría al diablo el primer hijo que tuviese ella. Nació Roberto un año después de esta impía promesa para aterrar a la Normandía con sus excesos y crueldades, de que dio claras muestras desde su más tierna infancia, pues se dice que «cuando estaba Roberto en mantillas, mordía de tal modo el pecho a las nodrizas que se le ponían, que ninguna quería ya darle de mamar, y fue preciso servirse de un cuerno para alimentarle».
Es probable que la imaginación popular preocupada con este leyenda, supusiese que ese extraño personaje llamado Roberto el Diablo, transmitido a los Andenes por un prodigio de su diabólico poder, ayudó a Satanás en la construcción de nuestra célebre Pared, que se nombra unas veces la Pared de Roberto, y otras la Pared de Roberto el Diablo, y también la Pared del Diablo. Veamos ahora lo que cuenta la tradición acerca de su fábrica.—45—
Digo cuentan, pues no habiendo pasado de las rocas del Escotillón, de cuyo punto contemplamos la Pared, ayudados de un anteojo que llevábamos, no pude observarlo por mí mismo.
Advertiré aquí, por si ha llamado la atención que hable unas veces en singular y en plural, que este último caso me refiero a mis compañeros de viaje.
Principiaron Satanás y su compañero en medio de las sombras de la noche a erigir la pared, cada uno por de sus extremos, para cerrar el paso de la cumbre. Ya cada uno por su parte llevaba adelantada la obra, y apenas mediaba un espacio como de seis pies para unir los dos trozos, cuando les sorprendió el canto del gallo que anunciaba el día. Los misteriosos artífices tuvieron entonces que suspender la obra, y huyeron precipitadamente, quedando sin cerrar el centro, y dejando Satanás, al huir, la huella de su mano en uno de los frentes de la Pared. En efecto, se asegura que los accidentes del basalto presentan en un punto ciertas profundidades, como si estando la roca en consistencia de arcilla blanda, se hubiese estampado en ella la mano de un hombre.
No concluiré sin añadir a estas consejas una que entre algunos campesinos pasa como verdad inconclusa. Al pie de la extraordinaria Pared dicen que vegeta una planta, cuyas hojas de cinco puntas presentan la apariencia de una garra, y cuyo jugo tiene la virtud de encender en los corazones la pasión del amor.
Todas estas leyendas que la superstición ha unido a la Pared de Roberto, han hecho que este nombre ha adquirido popularidad tal, que no se puede hablar de la Cumbre de los Andenes, sin consagrar un recuerdo a aquella extraña muralla.
A...
FUENTE
Rodríguez López, Antonio (1863): «La cumbre de los Andenes y la Pared de Roberto en La Palma» (i y ii). El Time: periódico literario, de instrucción y de intereses materiales (Santa Cruz de La Palma, 16 de agosto), pp. [3-4]; (Santa Cruz de La Palma, 23 de agosto), pp. [3-4].
Edición: Pilar Vega Rodríguez