DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

La Ilustración Gallega y Asturiana, tomo I, 1879, Madrid, pp. 161-165.

Acontecimientos
Fundación de un monasterio
Personajes
Enlaces

LOCALIZACIÓN

LLANES

Valoración Media: / 5

[San Antolín de Bedón]

 

I

 

El camino que conduce desde Rivadesella a Llanes es en extremo frondoso y pintoresco, ceñido de colosales castaños que dan frescura a aquellos lugares; pero por lo que respecta a las impresiones artísticas, el curioso viajero carece completamente de ellas, hasta que en la misma orilla del mar apercibe como compensación, las majestuosas ruinas del monasterio de San Antolín de Bedón, asentadas en un recodo que forman las montañas y acariciadas por las olas espumosas del Océano.

Nada hay más sublime y pintoresco a la vez, que el aspecto de aquellos venerandos vestigios, ennegrecidos por el tiempo y por la continua humedad del mar, y por entre los cuales crecen vigorosamente los arbustos, las malezas y el amarillo jaramago [1]. Y sobre todo, si el mar encrespa sus ondas, si muge terrible y amenazador, si el rayo rasga con azufrados[2] resplandores las negras nubes que recubren la bóveda del firmamento, si la espuma que las olas despiden al chocar con las rocas de la playa sacude vuestro rostro, el espectáculo adquirirá todavía mayor grandeza, por más que el pavor se apodere de vuestro ánimo.

Entonces es la mejor ocasión de recordar la misteriosa leyenda, la maravillosa historia que se asigna a la fundación de San Antolín de Bedón. Héla aquí:

 

II

 

El conde Muñazán, llamado así por el pueblo, aunque su verdadero nombre fuese Munio Rodríguez Can, era tío materno del Cid e hijo del conde D. Rodrigo Álvarez de Asturias.

Aunque apuesto y valiente caballero, aunque infatigable campeón de la cruz contra los sarracenos, el conde Muñazán hacía gala de un descreimiento poco común en aquel tiempo de fe ardiente y de sólidas creencias.

El ejercicio de la caza era, sobre todo, el que mayor placer le causaba, fuera de las duras peleas con los sarracenos, que habían llegado a escuchar con cierto pavor su nombre.

Por lo demás, el único sentimiento que experimentaba era el del amor, si es que merece este nombre el sensual apetito, la concupiscencia y la voluptuosidad. Los campesinos de la comarca odiaban cordialmente al poderoso conde. Temían en él su poder, que sabían no obedecía nunca a freno ni consideración de ninguna especie.

En la misma orilla del mar existía una pequeña choza, habitada solamente por una joven, que reunía a su juventud todos los encantos de una belleza triste y melancólica, como el nebuloso cielo de Asturias.

Aquella joven, sentada todos los días al caer la tarde en una grosera piedra colocada al lado de la puerta de la choza, sosteniendo tristemente la cabeza entre las manos, miraba fijamente hacia el sinuoso y estrecho sendero que de la playa se elevaba gradualmente sobre la montaña, como si esperase ver de un momento a otro aparecer un objeto querido.

Cuando el sol, hundiéndose en el ocaso, dejaba todavía por algunos momentos una dudosa luz en nuestro hemisferio, la joven redoblaba su atención, como para suplir con ella la falta de claridad; pero las sombras de la noche avanzaban cada vez con más rapidez, hasta que muy pronto sólo se divisaba confusamente el fosforescente resplandor de la blanca espuma del mar.

Entonces la joven lanzaba un hondo suspiro, por entre sus párpados se escapaba una silenciosa lágrima que rodaba por sus mejillas lentamente, y levantándose, penetraba en el interior de la choza.

Bien pronto, a través de la puerta, se escapaba un débil resplandor, y algún tiempo después todo volvía a quedar en la más completa oscuridad, en el más profundo silencio, turbado tan sólo por el monótono rumor del océano.

Esta escena se repetía todos los días: la joven esperaba a su desposado, que había querido, antes de gozar de las dulzuras del himeneo, pagar a su patria el tributo que todos sus hijos le debían, combatiendo contra el audaz agareno[3].

La joven prometida había ofrecido esperar a su amante; pero como jamás una desgracia viene sola, sus ancianos padres, únicos que podían prestarle algún apoyo, bajaron al sepulcro, dejando a la joven por único apoyo al Dios de los desamparados y su propia virtud.

Por eso todos los días se asomaba a la puerta de la cabaña y miraba atentamente el sendero por donde en otro tiempo había visto desaparecer a su amante, y cuando la noche envolvía en negra bruma el paisaje, entraba en su solitaria choza, después de haber perdido la esperanza que debía renacer en su corazón al día siguiente.

El conde Muñazán, en una de sus cacerías, llegó por aquellos contornos. La tempestad se desencadenaba con violencia, el rayo rasgaba los negros nubarrones con su deslumbrante claridad, gruesas gotas caían sobre el suelo, que, en vez del perfume acostumbrado, sólo exhalaba mefíticos[4] vapores.

Todo era oscuridad y tinieblas en torno del noble cazador, que, a pesar de su orgulloso carácter, sentía el inmenso poder de la tempestad, de aquella manifestación terrible del Supremo Hacedor que castiga nuestra ridícula presunción.

Sólo se oían a lo lejos los roncos bramidos del océano, que amenazaba atravesar la barrera de rocas que le contiene en sus límites, y de vez en cuando la fulgurante luz de los relámpagos iluminaba con siniestro resplandor la campiña. La lluvia caía a torrentes, y a cada paso el cazador se perdía más en el confuso laberinto del bosque, y sentía que las malezas le dificultaban cada vez más su marcha.

Redoblando sus esfuerzos ante el mismo peligro que a su vista se presentaba, corriendo como impulsado por un vértigo superior a su voluntad; movido por el instinto de la propia conservación, consiguió franquear los límites del bosque, y otra vez pudo contemplar de nuevo la siniestra luz del rayo que culebreaba por el horizonte.

Había llegado a la misma orilla del mar, y entonces pudo ya percibir claramente el estampido de las olas al romper contra las rocas de la costa. Veíase, por lo tanto, precisado a retroceder, sin guía ni indicio alguno, para buscar su morada, y ante esta idea sintió desfallecer su corazón. ¿Cómo podría buscar en medio de tan terrible noche su castillo? ¿No corría inminente riesgo de perecer en medio de aquellos bosques y barrancos, en medio de aquellos torrentes desbordados por la tempestad?

De repente una tenue claridad viene a herir la vista del desalentado cazador, fija su atención detenidamente sobre aquel objeto y dirige a él sus vacilantes pasos.

Era una choza pequeña, de pobre pero limpio aspecto, en la cual existía un solo compartimiento, si exceptuamos un hueco en la pared, cubierta con una cortina de grosera tela.

En el ancho hogar, que ocupaba la mayor parte de aquella rústica vivienda, ardía un vivo fuego, y a un lado, arrodillada ante una tosca imagen de madera, yacía una mujer en oración, estremeciéndose a cada trueno que arrojaba la tempestad.

Quedó el cazador impasible, sin cuidarse de la lluvia que le inundaba; tanto le sorprendió aquel espectáculo inesperado y extraño en aquellos lugares. La joven, con la cabeza inclinada hacia el suelo, apenas enseñaba más que una pequeña parte de su rostro, extrañamente iluminada por el dudoso resplandor del fuego que chisporroteaba en el hogar.

Algún tiempo después levantó la cabeza, y el caballero exhaló una ahogada exclamación de sorpresa al ver delante de sí una joven hermosa, y a la cual la melancolía que se reflejaba en su semblante prestaba todavía mayores atractivos.

El cazador no pudo detenerse por más tiempo y penetró en la choza resueltamente, al mismo tiempo que la joven lanzaba un agudo grito de temor y de sorpresa al ver a un desconocido, que por el desorden de su traje y la siniestra expresión de su semblante parecía a algún genio maléfico evocado por la tempestad

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Entonces en aquella pobre vivienda pasó una escena repugnante y sublime a la par; una lucha en la cual la virtud salió triunfante, y los primeros albores de la mañana iluminaron de nuevo aquella choza, en cuyo interior se veía a una joven arrodillada al lado de la tosca imagen que hemos mencionado, y al cazador sentado a algunos pasos en un grosero tajo[5] de madera, y que miraba a la joven con toda la expresión del brutal deseo no satisfecho.

Cuando un rayo de sol, deslizándose por un estrecho agujero que servía de ventana a la choza, vino a herir la vista del caballero, salió de su contemplación, que tenía algo de feroz, y levantándose bruscamente arrojó sobre la joven una mirada llena de rencor y de lascivia[6]  a la vez, y salió de la choza rápidamente, trepando después con agilidad por el estrecho sendero que conduce a la montaña

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Cuéntase que desde aquel momento el conde Muñazán no pudo olvidar aquella visión, que se le presentaba en todas partes, que le afligía con los agudos tormentos de la más arrebatadora pasión, tanto más dolorosa, cuanto más lejana se presenta su satisfacción.

Un día, sin poder darse cuenta, a despecho de su propia voluntad, como lanzado por una mano invisible, el conde Muñazán tomó el camino de la choza, como arrastrado por el recuerdo de la hermosa joven que había visto.

Acercábase la noche por momentos, esta vez dulce y tranquila, pudiendo divisarse, a causa de la pureza del firmamento, el sol que hundía su luminoso disco en el mar. Ya había cerrado la noche cuando el conde llegó a la ribera, y no tardó en percibir el rojizo resplandor que en otra ocasión le había servido de faro en medio de las tenebrosas tinieblas de la tempestad.

Apagando todo lo posible el rumor de sus pasos, marchando con la cautela del tigre que espía su presa, llegó hasta la puerta, y deteniéndose en el dintel, alargó el cuello y observó con atención. De pronto dio un paso atrás, pasó su mano ardiente por su frente como si quisiese arrancar de ella una pesadilla terrible y permaneció indeciso algunos segundos.

Después echó mano al costado derecho, sacó de un cinturón de cuero que sujetaba su talle algunos venablos [7] que le servían para la caza, y examinó sus aceradas puntas con las yemas de sus dedos, como si tratase de asegurarse de que no erraría el golpe; alzó su brazo, permaneció inmóvil algunos segundos, y despidió el venablo con furia al interior de la cabaña.

Un grito ahogado se escuchó por la parte de afuera, y el choque que produce la caída de un cuerpo humano. Esta escena se repitió por segunda vez, y otro nuevo grito y otro choque volvió a oírse en el instante.

Entonces el conde se lanzó en el interior de la choza, y mientras que dos cuerpos humanos, nadando en su propia sangre, se revolvían en las últimas convulsiones de la agonía, cogió de un rincón de la choza algunos haces de leña allí amontonados, y bien pronto el interior de la cabaña no fue otra cosa que una inmensa hoguera.

Salió tranquilamente el conde de aquel recinto, y permaneció todavía por algún tiempo examinando los progresos que hacia el incendio. Luego, cuando las llamas comenzaron a salir por entre las grietas del techo, cuando los frágiles maderos que le formaron crujieron y se desmoronaron estrepitosamente, oscureciendo por leves instantes las llamas, y al presentarse estas con más vigor que nunca, el cazador, creyendo consumada su obra de exterminio y desolación, y lanzando una estridente y diabólica carcajada, se lanzó con precipitado paso por la montaña y desapareció.

El nuevo sol sólo alumbró un pequeño montón de cenizas, bajo las cuales yacían los huesos calcinados de la joven de la cabaña y de su prometido, que pocos días antes había vuelto de la guerra y se había desposado con ella.

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Han pasado algunos años. El conde Muñazán ha tratado de ahogar el grito imperioso de los remordimientos dedicándose con febril actividad al ejercicio de la caza; pero en vano, siempre tiene presente ante su vista la terrible escena de la noche en que sus horribles celos le lanzaron a cometer un repugnante crimen.

Un día, sin embargo, en el ardor de la caza, había llegado a olvidar aquellos tristes y lúgubres acontecimientos. Montado en un soberbio alazán[8] , y blandiendo en su mano derecha un terrible venablo, seguía en furiosa carrera a un feroz jabalí, que se abalanzaba por el bosque, tronchando[9]  los arbustos como destructora avalancha.

El conde aguijoneaba [10]a su corcel; pero jamás lograba dar alcance al jabalí, que aumentaba la velocidad de su carrera a cada paso. Muñazán se había separado de todos sus compañeros de caza, ninguno de sus escuderos había podido seguirle en su frenética marcha, y el jabalí avanzaba siempre, siempre.

A los últimos rayos del crepúsculo, la fresca brisa del mar azotó la frente del conde, que creyó reconocer los sitios por donde pasaba; siguiendo al jabalí llegó a la misma costa, y desde la cumbre de la montaña percibió una rojiza claridad cerca de la playa. El conde se sintió arrastrado hacia aquel sitio por el jabalí, que había tomado aquella dirección, y por un impulso sobrenatural.

Cuando llegó cerca de la playa, observó que la luz salía de una pequeña choza, por cuya puerta penetró rápidamente la fiera. Apeóse el caballero y se dispuso a atravesar el dintel para perseguir al fugitivo animal; pero al llegar al dintel de la puerta se detuvo repentinamente, como si sus plantas se hubiesen adherido a la tierra; sus cabellos se erizaron y se sintió poseído de un vértigo horroroso.

Acababa de reconocer la choza en donde había cometido su horrendo crimen, y en vez del jabalí sólo vio una joven y un mancebo que se presentaban ante su vista rodeados de una misteriosa aureola de luz, y que con semblante melancólico y ademán triste le señalaban sus pechos, de donde brotaban raudales de sangre.

El conde cayó ante aquella visión y quedó sin sentido. Cuando volvió en sí, todo había desaparecido. El sol asomaba su luminoso disco por el Oriente, tiñendo de purpúreas [11]tintas las crestas ondulantes de las montañas, y la playa permanecía tranquila.

El conde se levantó tambaleándose y tomó lentamente el camino de la montaña. Pocos días después en aquel recinto, en donde hasta entonces sólo se había escuchado el rumor de las olas, se oía el ruido de los artífices que labraban la piedra, y que abrían los cimientos de un convento, en el cual hizo penitencia el conde Muñazán hasta el fin de sus días.

 

III

 

He aquí cómo los crédulos habitantes refieren el origen del monasterio de San Antolín de Bedón. Dejando a un lado la leyenda, cuyas circunstancias y pormenores revelan su adulterado espíritu, examinemos ahora las ruinas que todavía quedan en pie, y que atestiguan la suntuosidad de aquel majestuoso edificio.

Pertenecía en su mayor parte al género bizantino; pero en él se desdeñaron los acostumbrados adornos, viéndose tan solo la mano del arquitecto, no la del escultor.

En su conjunto puede asignarse esta obra a los primitivos tiempos del arte bizantino, a aquella época en que todavía no había llegado a su refinamiento, y en que la escultura inexperta apenas se atrevía a manifestarse aún en la esfera del arte arquitectónico; pero las tendencias que muestran ya las naves hacia la ojiva, le colocan más bien en la transición de las construcciones bizantinas a las góticas.

El monasterio, después de haber sido convertido en priorato, ha desaparecido, y sólo queda el templo para atestiguar su antigua grandeza. Desde la parte de afuera se destacan admirablemente todas las partes que componen el edificio, y puede juzgarse con completa exactitud acerca de la distribución interior.

La nave principal es, como en todas las obras de este género, de mayor elevación que las laterales. Si exceptuamos la parte de crucero y las tres capillas que se encuentran en la terminación de las naves, el resto del templo, en vez de bóveda, tiene un sencillo techo de madera, como si la obra no hubiera llegado a terminarse por completo. Por lo demás, la parte de bóveda del crucero, los arcos que comunican las naves entre sí y los de las principales capillas, adoptaron de un modo precoz la ojiva, cuando los pilares de cuadrada base, enterrada en parte en el suelo, están formados de un grupo de pilastras lisas, sin ornamento ni detalle alguno, si exceptuamos los cuatro arcos que sostienen la bóveda del cimborrio, en que los pilares pierden su monotonía y rigidez a favor de cuatro medias columnas pegadas al pilar para sostener los arcos cruzados de la bóveda.

Por lo demás, en medio del abandono actual en que yace aquel templo, que amenaza derrumbarse de un momento a otro, sólo queda que admirar allí la rigidez de la obra, aunque construida en un período de transición, y en el que dos distintos géneros luchaban entre sí, como haciendo gala de sus más delicados atavíos. Hasta los dos colosales sepulcros en forma de ataúd que se encuentran a uno y otro lado de la puerta principal se hallan desnudos de todo adorno, si exceptuamos una espada y dos pequeños blasones esculpidos en el uno, y en el otro un tosco y gastado relieve del calvario y un águila dentro de un escudo.

Las inscripciones, que suelen dar tanta luz para la interpretación de los monumentos, faltan también aquí casi por completo, y sólo en una pilastra del altar mayor por la parte del Evangelio, se lee la siguiente, que aunque incompleta, traza afortunadamente la época de la construcción del templo. Dice así: Era MCCXIII (año 1205 de C.), incoav. Abbs- Johs (Johannes) huj. Ecle. Además, Argaiz[12] inserta en sus escritos otra que ya ha desaparecido por completo y que está concebida del modo siguiente: era MCCXII Nicolaus Abbas comendatarios hujus eclesiae …, en la cual no deja de ser extraño que refiriéndose precisamente a la misma época, se haga mención de otro abad que el que figura en la primera inscripción.

El mismo Argaiz, que entre los escritores antiguos es el único que se ha ocupado con algún detenimiento de este monasterio, hace mención de los abades siguientes: Miguel en 1174, Juan en 1205, que según dejamos ya indicado, fue el que presidió la erección de la iglesia; Nicolás en el mismo año, Fernando Álvarez en 1258, Fernando Pérez en 1342, Gonzalo Sánchez en 1387, Diego Suárez de Guianda de 1448 a 1491, Juan de Lerma en 1509, Pedro Posada en 1517. De éste se refiere que acumuló en su persona multitud de dignidades y beneficios, y que fundó con licencia del emperador un mayorazgo [13]en favor de un hijo suyo, destruyendo de este modo las pingües [14]rentas del monasterio, que las asignó en su mayor parte en forma de fueros perpetuos a sus parientes que eran del país. Según se desprende también del citado Argaiz, el último abad comendatario fue don Francisco Ortiz, al cual sucedió en 1529 el P. Fray Juan de Estella, primer abad de la reforma, que unió poco tiempo después este monasterio con el de Celorio, dejándole en clase de priorato.

Por la parte exterior del edificio presenta los tres ábsides semicirculares, en donde se encuentran, tanto la capilla mayor como las que terminan las naves laterales, afectando graciosas formas, aunque su construcción es de mampostería, fortificada por sencillas cadenas de sillería[15]  que recorren el semicírculo, y por lisas pilastras, también de piedra labrada, que forman los contrafuertes [16].

Los ábsides laterales sólo tienen dos de estos contrafuertes, y en medio de ellos campea en el centro del testero[17] la ventana rasgada y prolongada, en la cual, aunque todavía no se encuentra caracterizada por completo la ojiva, se halla ya casi indicada.

El ábside central, naturalmente mayor que los laterales, tiene en el testero tres ventanas de la misma forma, aunque más rasgadas que las de los otros ábsides. Donde más caracterizado se encuentra el arco ojival es en las ventanas del crucero[18] , y más que todo aún, en la puerta lateral profunda, en la cual campea gallardamente la ojiva, si bien todos los adornos se reducen a la prolongación hasta la tierra de las sencillas molduras de los arcos, en vez de los pilares ricamente bocelados[19] y los capiteles caprichosamente esculpidos, que se notan por lo general en las obras del género gótico.

 

EVARISTO ESCALERA

 

Edición: Rosario Álvarez Rubio

 

NOTAS

 

 


[1] jaramago: planta crucífera, de flores amarillas, que abunda entre escombros y rocas.

[2] Del color del azufre

[3] Agareno: musulmán, descendiente de Agar, esclava de Abraham, de quien tuvo a Ismael, raíz del pueblo ismaelita o árabe.

[4] Mefíticos: irrespirables, de olor desagradable y de efectos dañinos.

[5] Tajo: tajuelo o asiento sencillo y rústico de tres patas

[6] Lascivia: lujuria.

[7] Venablo:  flecha.

[8] Alazán: caballo de color canela

[9] Tronchando: partiéndolos sin herramientas, a su paso

[10] Aguijonear:  clavaba la espuela en el caballo

[11] Purpúreas: del color de la púrpura, de un tono rojizo particular

[12] Corona Real de España por España, fundada en el crédito de los muertos (Nota del autor).

[13] Mayorazgo: mayorazgo: patrimonio familiar que debe legarse al hijo primogénito

[14] Pingüe: cuantiosas

[15] Sillería: piedras labradas

[16] Contrafuerte: arcos o pilares adosados a muros a modo de refuerzo o sostén

[17] Testero: muro de la construcción

[18] Crucero: cruce de la nave mayor con la transversal en la estructura de una iglesia

[19] Bocelado: moldeados en forma cilíndrica