La Virgen de la cueva
No hay nada tan encantador para las imaginaciones romancescas [1]como ese período de perturbación, de trastornos políticos, de gestación social que se desarrolla entre los dos grandes acontecimientos: la invasión de los pueblos del Norte del viejo continente europeo y el descubrimiento del continente nuevo. Todo ese pasado aparece envuelto en una niebla luminosa a través de la cual lo real toma apariencias de fantasmagoría[2] y lo fantástico perfiles de realidad; por donde la historia de aquellos tiempos parece una serie de leyendas y las leyendas casi se confunden con la historia.
Esos caracteres del período medieval en ninguna parte resultan más evidentes que en estos territorios montañosos, donde la luz y las sombras luchan constantemente y constantemente transforman el aspecto de la tierra, produciendo con esos cambios en la imaginación de sus habitantes transformaciones análogas, para ellos inexplicables, y que determinan en su espíritu una tendencia invencible a lo misterioso, a la confusión entre lo real y lo ideal.
Por eso nuestra Asturias está sembrada de tradiciones y leyendas: un accidente extraño del terreno, una oquedad de la peña, el perfil de un crestón[3] calizo, la caída de una cascada, todo tiene su conseja[4]. Y si cerca de la cascada, en el crestón, en la oquedad, en el accidente del terreno hay una ermita, una cruz, una imagen de la Virgen, entonces veréis cómo la leyenda se impregna de religión, de fe, de penitencia; veréis cómo todas parecen inspiradas en aquellos tres grandes sentimientos que inflaman el corazón de los paladines [5]de los libros de caballería: la religión, la patria, el amor.
Esos sentimientos forman también el contenido de la leyenda de la Virgen de la Cueva, santuario inmediato a la villa de Infiesto, donde se venera una imagen de la excelsa Madre de Dios, donde acuden enfermos en busca de salud, y romeros que van a exhalar la gratitud de su corazón en lágrimas y oraciones.
Como casi todas, la leyenda de la Cueva tiene varias versiones, que pueden reducirse a dos. En ellas el personaje principal es el mismo: un noble portugués; en una, prometido, en otra, esposo de una dama castellana o asturiana, que de esto nada seguro dice la tradición. La época a la cual esta se refiere, no es fácil determinarla; ninguno de los escritores que la reproducen ha puesto nota alguna de investigación sobre este punto; pero bien puede asegurarse que se trata del segundo período feudal, probablemente al poco tiempo de constituirse la monarquía castellana.
El caballero portugués de la leyenda viene a pelear contra el moro, bajo las banderas de Castilla, lo cual parece indicar que era el monarca castellano su señor natural, y entonces la época de la leyenda bien puede fijarse como anterior a la concesión del condado de Lusitania o Portugal a Enrique de Borgoña, es decir, entre los siglos X y XI.
Precisamente a este período se refieren la mayor parte de las tradiciones de esta índole, en las cuales desengaños de amor o desencantos providenciales transforman en austero cenobita o monje piadoso al guerrero de corazón duro, de valor indomable, de porte soberbio y de pasiones insaciables. Este tema de la leyenda tiene un ciclo que empieza con la invasión árabe, la humillación de todas las soberbias de los pueblos germánicos, y no termina hasta que la reconquista no se acaba.
Quizá se trata de un fenómeno moral propio de aquellos tiempos de agitación, de lucha; pero eso de pasar del bullicio del mundo a la soledad de la ermita, del fragor de la batalla a la paz y al silencio del claustro, es hecho frecuente en la leyenda de la primera mitad del período de la reconquista y en la historia del segundo. Ese ciclo lo abre la tradición del Rey Rodrigo convertido en anacoreta en las montañas de Portugal, y lo cierra la historia con la retirada de Carlos I a Yuste y la ruidosa conversión del Duque de Gandía. Desde entonces la repetición de esos hechos ha cesado seguramente, porque ha cesado también aquel estado del espíritu; después de todo, aquel es el período romántico de la historia.
Y dando aquí punto al preámbulo, contemos ahora lo que la tradición cuenta.
Allá, en aquellos tiempos, vivía en estos contornos el buen caballero señor de la Torre de Lodeña, hombre valiente y piadoso.
En sueños, cierta noche, aparecióse a él la Santa Virgen María en figura distinta de aquella en la cual veía su imagen en la iglesia, y a la sorpresa del honrado caballero, contestó la Madre de Dios diciéndole que la imagen y bulto de la figura con que la veía, se la había ella misma dado a un piadoso monje que vivía en las cercanías haciendo grandes y durísimas penitencias, y que a esa imagen quería se le diese devoto culto.
Al despertar de su sueño, el señor de la Torre de Lodeña pensó en asegurarse de la verdad del caso y ver si en aquel sueño había algo de realidad, porque de ser así debía de agradecer el favor extraordinario con que la Santísima Virgen le había distinguido, eligiéndole para propagar la devoción a una de sus imágenes.
Montó a caballo y emprendió sus investigaciones con grande afán, que vio satisfecho, puesto que cierto día, al pasar cerca de una caverna, creyó escuchar gemidos, y penetrando en ella, vio lo que con piadoso empeño buscaba.
La oquedad de la quebrada peña formaba extensa cueva, cuya boca casi cubrían jaras, espinos y rosales silvestres, tamizando, como a través de un velo de caprichoso dibujo, la luz del sol.
Los rayos de ella, deslizándose entre las ramas como espadas de oro, penetraban en la gruta, la iluminaban y templaban al par con su dulce calor la frialdad húmeda del ambiente.
En el fondo y en un nicho[6] tosco abierto en la piedra, encontró el señor de la Torre de Lodeña la misma imagen que en sueños se le apareciera, y mirando después en torno, vio postrado en tierra a un hombre, vestido con un pobre sayo[7], demacrado [8] por las penitencias, entristecido por la soledad, y en cuyos ojos brillaba esa mirada profunda y centelleante de los que viven en la contemplación constante de las oscuridades de la eternidad y de los resplandores de la belleza infinita.
Creyó el buen caballero que la fisonomía del penitente despertaba recuerdos lejanos en su memoria, y pronto reconoció en el extenuado anacoreta[9] a un su amigo, noble portugués, valiente guerrero a quien en otro tiempo había visto pelear bizarramente a su lado y bajo las banderas del Rey de Castilla.
¿Por qué lo encontraba ahora en tan agreste [10]retiro, entregado a una dura penitencia?
La historia de este cambio no tardó en conocerla el señor de la Torre de Lodeña.
Hacía algunos años, había dejado su casa el noble portugués para pelear contra los árabes invasores y en el ejército castellano; no traía a Castilla el valeroso caballero compañía de hombres de armas, sino que venía en la hueste [11]de un anciano conde que en tierra de Zamora tenía su castillo, en el cual dejaba a su hermosa hija enamorada y amada del caballero portugués, que debía unirse con ella al concluir aquella campaña. Terminó esta y volvieron vencedores el caballero y el conde a tierras de Zamora, y pronto avistaron los torreones de la feudal morada del zamorano; pero, en la torre del homenaje, la bandera condal no flotaba al aire, la servidumbre del conde no salía a su encuentro y el castillo parecía envuelto en una nube de tristeza.
Apenas los caballeros penetraron en la entonces sombría morada, supieron que la bella hija del conde luchaba en aquella hora con las angustias de la agonía.
Aquel fue un día de horror para el padre y el prometido de la hermosa joven; vieron cómo la vida se extinguía en ella, apagando la luz de sus ojos, helando su cuerpo, del cual la vida se exhalaba en un murmullo, en un suspiro.
Y cuando todo hubo acabado, cuando bajo las losas de la capilla del castillo quedaron enterrados los despojos de aquella a quien tanto amara, el noble portugués, sin despedirse del conde, sin la compañía de sus escuderos, montó en su caballo, salió del castillo y triste y solitario, como el personaje de un drama moderno, al rayar el día despechado se entró por la espesura.
Como el Duque de Gandía había de hacerlo algunos siglos después ante el cadáver de la Emperatriz Isabel, el caballero lusitano, ante lo horrible de aquella realidad que convertía en miseria y podredumbre y hedor la hermosura, la gentileza y la juventud de su amada, sintió que se apoderaba de él un invencible sentimiento de horror a la realidad y un ansia infinita de lo incorruptible, de lo imperecedero, de lo eterno.
Anduvo errante muchos días, atravesando valles, montañas y bosques, y un día encontró aquella caverna en el fondo de un vallecito, sobre la ribera de un río y en ella buscó su refugio y abrigo para siempre. Como el personaje a quien antes nos referíamos. Abandonó el caballo y la armadura, cambió con un pastor su vestidura y desde entonces se entregó en el fondo de la cueva a una vida de meditación, de penitencia y de oración que poco a poco le transformó de guerreador audaz y mundano en varón de piedad y sacrificio.
En una noche memorable se le apareció la Virgen María y le dejó en la Cueva una imagen suya para que tuviese ante los ojos del cuerpo lo que ansiosamente buscaba de continuo con los ojos del alma.
Enajenado por esta prueba de la bondad divina, aumentó el solitario su devoción y la austeridad de su vida, y cuando esta se agotaba, cuando la Virgencita colocada en el nicho de la Cueva iba a quedar allí abandonada, para que esto no ocurriese la Virgen María se apareció al señor de la Torre de Lodeña.
Así que este buen caballero recibió el último suspiro de su antiguo compañero de armas, que le dejó el depósito sagrado de aquella imagen, venida del cielo, cuyo culto promovió después y favoreció cuanto pudo el de Lodeña en la misma cueva donde morara su amigo y donde la imagen apareciera, aumentándose después la devoción por los milagros que en la Cueva lograron los fieles, por intercesión de la Santísima Virgen que allí se venera.[12]
Tal es la leyenda de la Virgen de la Cueva, como la saben y la cuentan los aldeanos de los concejos cercanos al Santuario. Tiene este lo que a aquella le falta de originalidad, e impresiona vivamente a cuantos le visitan.
A menos de un kilómetro de Infiesto de Berbío, siguiendo la carretera a campo de Caso, sepárase de esta a la derecha un camino que salva por un puente el Piloña y sigue la margen izquierda río arriba, sombreada por esbeltos álamos, correctamente alineados junto a la vereda como soldados gigantescos que montaran la guardia en las inmediaciones de la gruta. Termina la vereda en una pequeña explanada; entrando en ella vése a la izquierda el hueco de la Cueva iluminado por el sol del mediodía y óyese a la derecha el rumor cadencioso [13]de las ondas del río que recuerda el murmullo de la oración de una muchedumbre.
No es la peña de la Cueva como la roca ingente de Covadonga, ni en nada se asemeja a ella, como no sea en que ambas son Santuarios de la Madre de Dios.
Covadonga es una montaña, la peña de la Cueva es apenas una colina; aquella tiene la grandiosidad del acontecimiento más importante de la historia nacional; esta, la sencillez, la originalidad, lo pintoresco del episodio de la tradición de un lugar, de un rincón de la montaña; Covadonga es la epopeya, la Cueva es el romance; para llegar a la gruta de Covadonga hay que escalar la roca, la de Infiesto está al nivel del suelo; en Covadonga el río brota de las rugosidades de la piedra por debajo de la capilla y se despeña desde gran altura para formar abajo una nube de polvo de agua, pedestal del santuario; en la Cueva el río se desliza a pocos pasos con un rumor de risas y sollozos y cánticos lejanos y la humedad de sus márgenes sirve para mantener siempre verde el tapiz que se extiende ante la entrada del santuario; Covadonga es la patria, la Cueva es el hogar.
La roca en que se abre el romancesco santuario es caliza y dispuesta en bancos casi horizontales, la oquedad viene a tener, a simple vista, de 23 a 24 metros de altura en la entrada, altura que va descendiendo hasta el punto de unión de la roca y el suelo; el ancho total de la boca parece de poco más de noventa metros, y el fondo será de veinticuatro a veinticinco.
Claro es que el santuario ha sufrido transformaciones; nosotros lo recordamos como le vimos por última vez el día en que se inauguró el camino de hierro de Oviedo a Infiesto. A la derecha de la boca de la Cueva hay una capilla dedicada a San José; a la izquierda otra fundada por D. Diego Alonso de Posada a principios del pasado siglo, bajo la advocación de la Virgen del Carmen. En el fondo de la cripta y hacia la derecha se ve la capilla donde se venera la imagen de la Virgen que se apareció al Señor de la Torre de Lodeña. A la izquierda también y debajo de la bóveda, como las demás construcciones, está[14] la casa del capellán.
Llama desde luego la atención que la imagen principal, que por cierto es de talla tosca, no tenga capilla de más importancia y riqueza que aquella donde está, y que los señores de Lodeña, a quienes sucedieron después en el patronato del santuario la casa de los Riveros y últimamente los marqueses de Vistalegre, no hubieran cuidado de instalar mejor aquella sencilla estatua. Pero, cuenta la tradición, que cuanto se ha hecho para esto ha sido inútil; se construían altares lujosos en el fondo de la Cueva, se colocaba la imagen sobre ellos y a la mañana siguiente se encontraban con que la imagen había vuelto milagrosamente a su nicho humilde, oscuro, modesto.
La devoción que hay en la comarca a la Virgen de la Cueva es grande, a pesar del trabajo demoledor que las ideas modernas hacen en las creencias populares.
La crítica religiosa, filosófica y artística sonreirá con incredulidad y lástima ante aquella imagen tallada sin arte, pequeña, pobre, mal pintada; pero el hombre de corazón que, rendido en los combates de la vida, desalentado por los terribles desengaños de la experiencia, busca en las concavidades azuladas de la altura el lugar de la paz, el camino de lo inmutable, no verá una simple conseja en la de la Cueva. Verá un símbolo de su propia vida en aquel caballero portugués que, con el cuerpo fatigado por el esfuerzo de las batallas, con el alma agobiada por las tristezas infinitas del desengaño, peregrina a través de las selvas y los valles de Asturias buscando un lugar de descanso, penetra en una caverna para encontrar abrigo en ella y, cuando acaso sumido en la desesperación levanta al cielo los ojos en demanda de consuelo, divisa en un agujero de la peña la imagen que allí ocultó un cristiano fugitivo, la imagen de la Virgen Santísima que parece decirle cuál es el camino de lo eterno, donde está la paz del espíritu; y, juzgando aquello celeste aparición, cae de hinojos [15] ante ella gimiendo y sollozando, mientras los rayos del sol, penetrando entre las malezas, forman en torno de la imagen de María un nimbo [16]de oro, y el murmullo del río y el rumor de los árboles del bosque parecen los últimos ecos de coros angélicos que cantan las alabanzas de la Madre de Dios en las profundidades del cielo.
ROGELIO JOVE Y BRAVO
Edición: Rosario Álvarez Rubio
[1] romancescas: novelescas
[2] fantasmagoría: ilusión de los sentidos
[3] crestón: parte de un filón o roca que aflora a la superficie
[4] conseja: narración fabulosa referida a tiempos pasados
[5] paladines: caballeros valerosos
[6] nicho: hornacina o cavidad en la roca
[7] sayo: prenda de vestir, simple, amplia y sin forma
[8] demacrado: desmejorado, con aspecto ojeroso, pálido, enflaquecido
[10] agreste: terreno silvestre, escabroso
[12] Rada y Delgado llama al noble portugués Roderico, como pudiera llamarle Alfonso, Enrique o Sancho. Se encontró con un personaje sin nombre y se lo dio a su gusto; porque, en realidad, en la leyenda no lo tiene. (Nota del autor)
[13] cadencioso: de ritmo agradable al oído
[14] O estaba, a lo menos, cuando nosotros la visitamos en 1890. (Nota del autor)
[15] de hinojos: de rodillas