El ermitaño
I.
Hace algunos años que, recorriendo el monte Naranco, situado a media legua[1] de Oviedo, encontré hacia la parte Sur, que domina a la aldea de Villaperi, sobre una pequeña meseta oculta en un ancho declive, los restos informes de una morada modestísima.
Carcomidos por la lluvia y por el viento; cubiertos de ese musgo verdoso que germina en el abandono, con el trascurso de los años; destrozados por las tempestades y desparramados por la planta del hombre, harto difícil fuera determinar la época de la construcción de dicha morada, ni mucho menos cual hubiera sido su destino en un lugar tan apartado.
No hay objeto alguno que me infunda más religioso respeto que unas ruinas solitarias, ya cubran la humillada soberbia de un castillo famoso, ya guarden las cenizas del hogar de un pastor.
Impulsado por el interés nacido de este religioso respeto, traté de averiguar al punto la procedencia de aquellos restos, dirigiéndome al efecto a un grupo de muchachas que, a cien pasos de la meseta, animadamente departían acerca de sus sencillos adornos y de la próxima romería [2] con motivo de la fiesta de la Patrona, en su aldea, sin distraerse del cuidado de sus vacas y ovejas, que a las mil maravillas se aprovechaban de abundantes pastos en sus inmediaciones.
Con la afabilidad propia de las mujeres de Asturias me manifestaron que los restos abandonados correspondían a una ermita, que, según contaban sus abuelos, hacía muchísimos años que hubiera dejado de existir, y que no había memoria de que ninguno hubiese alcanzado a ver en pie, ni aun sus cuatro paredes.
Pregúntelas si sabían algo acerca de la historia de la ermita, y todas a la vez me contestaron afirmativamente; hablándome de un ermitaño muy viejo y corcovado que se había convertido en un arrogante mozo, y de una garrida[3] doncella que de su bizarría se enamorara. Por supuesto, contándola cada cual a su manera, siempre graciosa, y haciendo los comentarios que su credulidad o ingenio las sugirió, aunque sin apartarse, en lo esencial, de los fundamentos de su narración.
Pocas cosas son comparables al valor de una de estas narraciones tradicionales, hechas con el candor y la ingenuidad que caracterizan a las jóvenes aldeanas de aquellas comarcas pintorescas, cuando el sol va despidiéndose de la cumbre del Naranco, y la brisa de una tarde de agosto orea[4] blandamente la verde falda del monte.
Allí y en otros sitios innumerables de aquel privilegiado suelo, puede escucharse la tradición genuina, la tradición poética, y el eco dulcísimo de esas baladas melancólicas que ni el genio de Walter Scott o de Schiller lograría reflejar en toda su natural belleza.
Conservando en lo posible el carácter sencillo y la frescura, por decirlo así, de la narración, voy a trascribirla, sin apartarme un punto de la verdad, lo mismo en el fondo que en los detalles.
II.
Allá por los tiempos de nuestras interminables contiendas con los mahometanos; cuando el espíritu religioso exaltaba hasta el fanatismo las creencias y devociones de los dignísimos sucesores de D. Pelayo en la regeneración de la patria, con frecuencia se veían cruzar por los numerosos cuanto intransitables caminos de la provincia, a la sazón con categoría de reino, multitud de peregrinos y otros menesterosos, quienes no menos necesitaban de espirituales consuelos que de las limosnas y auxilios que donde quiera les prodigaba.
No obstante, por las cercanías del monte Naranco no se había visto todavía transitar a ninguno, bien fuera por la soledad y apartamiento en que se hallaba, bien porque ni en sus faldas ni en su cumbre hubiese algún santuario de conocida fama.
Y cabalmente se ocupaban de esta circunstancia, durante cierta mañana primaveral, una joven de diez y seis años, envidia de la misma primavera; la madre de la joven y sus abuelos, familia patriarcal que en sus quehaceres domésticos se recreaba al umbral de su choza, situada donde hoy existe la citada aldea de Villaperi.
—¡Madre, madre!... ¡Un peregrino! exclamó repentinamente la muchacha, fijando sus ojos con infantil alegría en el recodo[5] de una senda abierta entre espesísimas malezas, a corto trecho de la choza.
Allí, en efecto, se había detenido a reposar de las fatigas de un larguísimo viaje, según podía deducirse del espeso polvo que le cubría y del sudor que su rostro bañaba, un hombre de edad madura, cuyo aspecto revelaba la austeridad y las privaciones; vestido de un tosco sayal [6], con su correspondiente esclavina [7], cubierta la cabeza con un sombrero de anchas alas ornado de conchas y medallas, y apoyándose en un grueso báculo[8] .
Como animados de la misma idea levantáronse de sus asientos todos los individuos de la patriarcal familia y se encaminaron al encuentro del peregrino.
¡Qué placer para ellos la realización de una de sus más halagüeñas esperanzas, la de dar socorro a uno de aquellos héroes de la fe que, bajo el cilicio[9] de la penitencia, recorrían los desiertos del mundo; la de oírle referir alguno de los innumerables portentos que se contaban del famosísimo Santiago de Compostela, cuyas maravillas acudían a admirar desde los puntos más remotos de la tierra!
Llegados junto a él, después de saludarle con muestra del mayor respeto, besando sus manos, a pesar de su decidida oposición, invitáronle a tomar descanso en su choza y a que reparase sus fuerzas con algún refrigerio del estómago.
Con atractiva humildad dio el peregrino las gracias por el generoso ofrecimiento, alegando que su penitencia le impedía la satisfacción de sus necesidades bajo el techo de un hogar, habiendo ofrecido a la Virgen del Amparo construir una ermita, en su advocación, en el punto más desamparado de aquellas cercanías.
Grande alegría causaron estas palabras a la hospitalaria familia, e inmediatamente la joven corrió a la choza en busca de las provisiones ofrecidas, volviendo a los pocos momentos con una cesta de mimbres llena de requesón, huevos cocidos y pan de maíz.
Acto continuo el patriarcal abuelo distribuía las raciones, siendo la primera y más abundante la que puso en manos del peregrino.
III.
Antes de probar el alimento, después de elevar preces [10] al cielo, acompañándole con igual fervor la familia, sacó de su pecho un escapulario que contenía la imagen de la Virgen del Amparo; escapulario bendito en Compostela, y se lo dio a la joven, que no cesaba de mirarle.
Entonces pudieron reparar perfectamente en la dignidad de su aspecto y en la atracción de su actitud. Pudieron reparar asimismo que no podía tener una edad tan madura como parecía representar, a causa del extraordinario crecimiento de su barba negra y de la rigidez que la intemperie y las penitencias habría impreso a su cutis.
La austeridad de la mirada de sus negros ojos no podía velar su juvenil viveza ni su dulzura.
A pesar del quebranto [11]que ocasionaran las fatigas y privaciones a su cuerpo robusto, bien se echaba de ver un rigor extraordinario entre sus proporciones atléticas, con una armonía tan poderosa como la unión de la juventud con la virilidad.
Cuando se hubo despojado del ancho sombrero, descubrió a la admiración de la familia una frente majestuosa y una cabellera abundante, tan negra como su barba. Era un hombre hermoso el peregrino, y no debía tener más de treinta y cinco años.
María, que así se nombraba la joven, no cesaba de contemplarle con un enajenamiento[12] que hubiese envanecido a cualquiera hombre menos privilegiado que aquel. Mas era un enajenamiento harto respetuoso para que excediera de los límites de un pudor virginal y de una ingenuidad candorosa.
La elocuencia del peregrino igualaba a la distinción de su aspecto, participando del carácter de su fisonomía dulce y severa; pasión y austeridad.
Revestía de formas deslumbrantes la relación de los milagros del apóstol Santiago, y el lenguaje de la virtud y los acentos de la fe no podrían hallar intérpretes más dignos que sus labios.
Terminada la comida, manifestó su propósito de buscar el sitio en donde había de erigir la ermita a la Virgen del Amparo en el próximo monte Naranco.
Todos se dispusieron a secundarle con vivo contento, y antes de media hora de indagaciones, ya ascendiendo, ya bajando por la extensa cumbre, encontraron el sitio, cuyas ruinas, según anteriormente se ha referido, atestiguan aun hoy día la piadosa cuanto modesta obra levantada por las manos del peregrino.
Para ella aportaron los materiales, lo mismo el patriarca y su anciana compañera, que María y su madre, no habiendo permitido que le ayudasen en la construcción, porque sus votos así se lo prescribieran; porque había ofrecido a la Virgen ser el obrero único y el arquitecto de su ermita.
IV.
Pronto la fama del ermitaño de Nuestra Señora del Amparo se extendió por muchas leguas a la redonda, traspasando los límites de aquellas comarcas, penetrando lo mismo en las escondidas chozas de las aldeas que en los encumbrados palacios de las ciudades.
Teníasele en concepto de santo, y no era menos celebrado por el rigor de sus penitencias que por el inagotable caudal de sus consuelos para todos los menesterosos.
Pero nadie le admiraba, nadie le veneraba tanto como María.
La candorosa niña había experimentado en sus sentimientos una transformación inexplicable desde el día de la instalación del peregrino en la ermita, hacia la cual encaminaba cuotidianamente sus pasos, sin darse cuenta de que pudiera impulsarla otra causa más poderosa que la devoción, ni otro móvil más natural que el de la fe.
Preguntaba a su corazón, y sus latidos, por respuesta, la hacían estremecerse. Imágenes tan bellas como las blancas nubes del Oriente venían vagamente a calmar la inquietud de sus sueños virginales; y, al despertar bajo su influjo maravilloso, no se atrevía a rogar a la esperanza que volviese a ofrecerle la ventura que aquellas imágenes la prometían.
Ni se atrevía tampoco a revelar a su madre los continuos desvelos de su alma, por más que hasta entonces fueran estas inocentes revelaciones uno de sus placeres favoritos, la expansión más grata de su filial cariño.
Los días se sucedieron a los días, y la ansiedad sucedió al desvelo en la existencia de la niña. Y de la ansiedad nacieron los temores y los sobresaltos. Y en vez de calmarlos la oración en la ermita, acrecentábanse hasta el extremo de hacerla temblar como la hoja en el árbol, no pudiendo mirar al ermitaño sin colorearse como la grana, exhalando suspiros y murmurando palabras incoherentes, en lugar de los fervorosos acentos de la plegaria.
La cándida María adivinaba instintivamente un peligro para su corazón y no tenía valor para evitarlo. Ella no pronunciaba la palabra, pero estaba grabada en su pensamiento con caracteres indelebles.
El amor, en su esencia purísima, había arraigado pro—p. 43—fundamente en su corazón; había subyugado a su alma. El ermitaño debió haberlo adivinado; su mirada debió penetrar hasta el santuario de aquel corazón, y debió espantarse a la idea de que la mágica palabra resonase también en el suyo, acallando los ecos sublimes de la fe, porque empezó a esquivar la presencia de María, ausentándose de la ermita, siempre que la veía encaminarse a ella, subiendo las colinas de Villaperi.
Y la enamorada llegó a comprenderlo, exaltando su pena a su pasión, que los obstáculos más imposibles son, para las alas del amor, los de más fácil vencimiento.
V.
Aquel hombre ejemplar se llamaba Damián Peláez y purgaba con sus rudas penitencias las culpas enormes que cometiera en los primeros años de su juventud. Resuelto en su empeño, cuando conoció la pasión que inspiraba, hizo cuanto humanamente le fue posible por combatirla. Quien evita la ocasión, evita el peligro, se decía: y, en efecto, evitó la presencia de la joven.
Pero ¡ay! era un remedio muy pequeño para un peligro tan grande; peligro que no echó de ver en toda su extensión hasta que le creyó salvado.
El austero ermitaño amaba a la rosa de los valles. Era preciso huir. Era indispensable despedirse de aquellas comarcas hospitalarias. Era necesario abandonar la ermita, porque sobre el arca santa no habría de elevarse ya purificado el incienso de sus oraciones a la mansión divina; porque aunque no brillase impura la llama del amor en su pecho, no podía arder fuera del mundo, puesto que en el mundo naciera.
Damián Peláez luchó como un héroe contra la llama avasalladora, pero un héroe no es un Dios.
Derramando lágrimas de desconsuelo subía, a la caída de cierta tarde, la joven por la falda de la montaña, en dirección al santuario, cuando Damián se la apareció de súbito, arrojándose a sus pies y exclamando:
—¡María, María… perdón y piedad! … No vayáis a arrodillaros antes ese altar profanado por las lágrimas y los pensamientos de este pecador, el más grande de todos. Tan grande que se atreve… ¡a implorar el amor de un ángel! Dios ha descendido a anunciarme en mis sueños que este fuego tan puro que por ti me alienta, ni es un crimen ni puede ser desagradable a sus ojos. Unámonos, pues, en el mundo, cual nos hubiéramos unido en el cielo.
No dijo más aquel hombre. El ángel le tendió su mano para alzarle de la tierra, y el llanto de la felicidad sustituyó al de la amargura en los dos amantes.
Una aureola de grandeza y de gloria circundaba sus frentes, porque para enlazarse sus almas como estaban unidos sus corazones se habían elevado hasta el cielo.
Momentos después descendían de la montaña. Iban a la cabaña de los padres de María.
Damián Peláez había rejuvenecido. No aparentaba treinta años. En su varonil semblante, la austeridad del ermitaño había sido sustituida por la animación del amor. Su cuerpo ostentaba la bizarría de la juventud, y armonizaba admirablemente con la gentileza de María.
No hay memoria de un día de fiesta más celebrado en aquellas comarcas que el de la celebración de las bodas de María y Damián Peláez en la ermita del Amparo, ni de que los felices esposos hubieran dejado pasar uno solo de su larga vida sin orar fervorosamente al pie del altar, cuyas venerables ruinas no visita hoy el campesino sin balbucear también una plegaria.
LUCIANO GARCÍA DEL REAL
Edición: Rosario Álvarez Rubio
NOTAS
[1] legua: medida equivalente más o menos a unos cinco kilómetros y medio.
[2]romería: fiesta popular en las inmediaciones de una ermita o santuario tras los actos de devoción al santo del lugar.
[3] garrida: joven hermosa, lozana, de buena estatura y bien proporcionada.
[4] orea: airea, sopla
[5] recodo: vuelta, torcedura del camino con el vértice redondeado
[6] sayal: tela de lana muy basta
[7] esclavina: capa corta, a veces de cuero, usada por los peregrinos
[8] báculo: cayado largo
[9] cilicio: vestidura áspera para mortificar el cuerpo en penitencia; también cadena o cinturón con pinchos o cerdas con el mismo propósito
[10] preces: plegarias
[11] quebranto: abatimiento físico o moral
[12] enajenamiento: abstracción o incluso trastorno, o exaltación por una impresión profunda, en este caso, de embeleso o admiración