El cubo de la Almudena
Sin descubrirle quién es,
La Zaida desde una almena
Le habló una noche cortés,
Por donde se abrió después
El cubo de la Almudena.
N.F. MORATÍN
I
Era en 1084, y al declinar de un día de noviembre: el sol se ocultaba detrás de un grupo de nubes blanquecinas, y sus postreros rayos doraban la cumbre de las montañas. Destacándose en la parda llanura se alzaba Madrid, robusta y temida fortaleza, vigía y antemural[1] de la imperial Toledo, y que como centinela avanzado ceñía dos montes con ancho cinturón de almenados cubos y murallas.
En una cámara del morisco alcázar o castillo, estancia adornada con el más refinado lujo oriental y que recibía la luz del sol poniente por una dilatada galería abierta sobre el parque que bordaba la orilla del río, se veían dos personajes ocupados, al parecer, en importante y animado coloquio. El primero era un árabe de rostro moreno, ojos vivos y penetrantes y rizada barba; con un rico turbante de seda verde; recostado muellemente en un diván, se envolvía con descuido en el blanco albornoz, por bajo de cuyos pliegues asomaba el brillante puño de su alfanje, incrustado en piedras preciosas. Aquel moro era el valeroso Omer Yahija, señor y —p. 6— alcayde [2]de la fortaleza de Madrid por el muy poderoso Hiscem Almenon, rey de Toledo.
El segundo personaje que se hallaba de pie y a poca distancia del árabe, era un viejo de aspecto imponente, encorvado bajo el paso de los años: sus ojos hundidos, su frente ancha, pero surcada por las arrugas y su barba blanca y prolongada hasta mitad del pecho formaban un conjunto extraño. Vestía un sayal azul ceniciento sobre esta túnica, que le cubría hasta los pies, llevaba otra más corta de lana negra; sus pies calzaban sandalias rojas, y la chía[3] egipcia ceñía su cabeza.
—Sí, decía Omer con acento sombrío y dirigiendo al anciano miradas penetrantes, esos perros nos tienen cercados como a ovejas en redil, y si el poderoso Almenon deja de socorrernos, Madrid, el inexpugnable baluarte de la media luna, sucumbe ante las enseñas cristianas.
—Alcayde, repuso el viejo astrólogo, desplegando sus delgados labios en una fría sonrisa imperceptible; ved cuán poco fías en el Profeta, y que para ti el esfuerzo de las armas es todo. Escúchame: misteriosa tradición vela por esta fortaleza; inmutable leyenda declara que mientras en estos muros no sea descubierta la imagen de María, oculta por los cristianos durante la invasión de Muza y Tarif, en tanto que aquí no aparezca ese ídolo Madrid resistirá el empuje de sus enemigos, aun cuando su número iguale a las arenas del mar y a las estrellas del cielo.
—¿Se podrá confiar en esa profecía?
—Y cómo no, si ella es el fruto de largos años de meditación y estudio.
—Said [4], interrumpió el caudillo; si cuanto dices es verdad, si los cristianos desaparecen de esas colinas, te he de hacer pesar en oro.
—¿Temerás aún? preguntó el egipcio.
—Mira, replicó Omer alzándose de su asiento, y conduciendo al viejo a la galería, elevó su brazo hacia la campiña.
Al lado opuesto del río Manzanares, casi envuelto por la bruma de la tarde, se divisaban numerosos puntos blancos, salpicando la falda de la colina.
Era el campamento cristiano.
—Mira aquella poderosa hueste, dijo el Alcayde, y dime si hay motivo para dudar del triunfo.
—Respirad sin temor, replicó el viejo; la predicción tiene que cumplirse; Madrid será libre, y la sangre del rey Alfonso y sus soldados aumentará las corrientes de ese río.
—Alá así lo quiera, exclamó Omer, y él con el astrólogo continuaron en silencio, contemplando la campiña que poco a poco iba desapareciendo bajo las sombras de la noche.
II
Madrid, castillo importante, valladar[5] de la poderosa Toledo, era refugio de las huestes moras, que desde la fortaleza, se lanzaban sobre las tierras de Castilla y volvían a Madrid cargadas de botín y después de haber sembrado la destrucción y la muerte. Alfonso VI al frente de sus victoriosos escuadrones, ansiando atacar a los moros de Toledo, imperio gigantesco que reflejaba la grandeza del califato cordobés, había traspuesto la sierra, y como torrente desbordado derrumbándose por la llanura, aventaba [6]con sus estandartes a los moros que amedrentados [7]se refugiaban en sus lugares y castillos. Aquella terrible avalancha de hombres de hierro, corriéndose[8] por las orillas del Manzanares, llegó a plantar su campo delante de Madrid.
Las primeras tintas de la alborada[9] se anunciaban en el límpido azul del cielo; el ejército de Alfonso VI comenzaba a ponerse en movimiento; la brisa de la mañana rizaba el blanco lienzo de las tiendas, y el sordo murmullo del río, que se deslizaba en la hondura, se confundía con el rumor del campamento. La niebla cerniéndose en el valle ocultaba las colinas; enfrente y confundidos en la oscuridad del crepúsculo se divisaban los rojizos murallones [10]de Madrid, y a la izquierda las altas cimas del Guadarrama, como gigantes cubiertos con sudarios de nieve.
Alfonso acababa de dar orden a sus capitanes para disponer las huestes al asalto. Toda la noche había estado el monarca esperando las gentes de Segovia que debían ayudarle en la empresa; al amanecer los vigías anunciaron que crecida tropa avanzaba hacia el campamento. Eran los segovianos, cuya llegada habían retardado las nieves que cubrían la sierra; vistiendo blancas dalmáticas[11] , tremolando[12] sus pendones [13], aparecieron los nueve soldados castellanos, recibidos con gritos de júbilo por leoneses y gallegos.
—Señor, gritó Díaz Sánchez de Quesada, caudillo de los segovianos, alborozado[14] al ver al monarca y tremolando en alto el estandarte de la ciudad; señor, aquí llegamos dispuestos a morir por nuestra santa causa.
—¡Tarde venís! respondió Alfonso sin disimular su enojo.
—La espada suplirá el tiempo perdido, replicó el castellano con mesura; señor, señaladnos alojamiento.
—Buscadlo en Madrid, exclamó el rey irritado.
—En Madrid, pues, le encontraremos, interrumpió Quesada.
—¡Sí, sí! repitieron los segovianos con entusiasmo, sus gritos se confundieron con los sonidos de clarín.
III
El sol esparcía sus brillantes rayos, y todo anunciaba una mañana clara y esplendente. Los cristianos avanzan sobre Madrid en impetuoso empuje; traspasando el río y dividiéndose en varios grupos numerosos, trepan los leoneses al asalto combatiendo la Puerta de Balnadú; los castellanos acometen el alcázar. Los árabes, coronando torreones y puertas, lanzan una nube de dardos y piedras sobre los sitiadores; el polvo oculta a los soldados; la inmensa gritería atruena los valles y montañas; el mismo rey Alfonso acaudilla a sus huestes, acometiendo el muro con intrépido arrojo; entonces es cuando los segovianos, agitando al aire sus enseñas rompen contra la muralla de las Vistillas; trepan a los cubos de la Puerta de la Vega, y salvando las alturas saltan a las almenas, sembrando la destrucción y la muerte. Cunde el espanto entre los árabes madrileños; corre la sangre en anchos arroyos, el polvo envuelve a los combatientes, la bandera de Castilla ondea en lo más alto de los baluartes, confúndese el grito de victoria con los alaridos de muerte y en tal momento, con horrendo estrépito, un torreón se desploma sepultando entre sus ruinas a los árabes defensores, y en el hueco del portillo [15], los moros espantados contemplan la imagen de la Virgen, oculta en aquel sitio desde la fatal derrota de Guadalete. El prodigioso hallazgo aterra a la morisma que ve cumplida la profecía de su perdición; anímanse los cristianos y Madrid es ocupado al fin por las huestes de Alfonso VI, vencedoras más tarde de la imperial Toledo.
La Virgen de la Almudena, apellidada así por encontrarse en el torreón o almude (depósito de trigo) de los moros, pasó a constituir una de las más bellas tradiciones religiosas de Madrid, unida a la gloriosa conquista de la heroica villa.
JOAQUÍN TOMEO Y BENEDICTO
Edición: Ana María Gómez-Elegido Centeno
[1] antemural:defensa o barrera
[2] alcayde: quien tenía a su cargo la guarda de una fortaleza
[3] chía: tocado que denotaba rango noble o autoridad
[4] Said: apelación común árabe para dirigirse al señor o al hombre de mando
[5] valladar: su firme defensa
[6] aventaba: dispersaba, ahuyentaba
[7] amedrentados: asustados
[8] corriéndose: deslizándose
[10] murallones: paredones
[11] dalmáticas: prenda de valor, abierta por los lados, encima de la armadura
[12] tremolando: agitando, haciendo ondear
[13] pendones: estandartes
[14] alborozado: que siente y expresa una gran alegría
[15] portillo: postigo o paso en la muralla