Historia de un suceso del siglo pasado
I. LA TERTULIA DEL GOBERNADOR DEL CONSEJO.
—¡Señores, las Oraciones!
Al oír esta frase pronunciada por un eclesiástico de edad madura, se pusieron en pie y comenzaron a rezar devotos cuantos se hallaban en una sala bastante espaciosa y severamente adornada con sitiales[1] y sofá de damasco amarillo, un cuadro de la Concepción Inmaculada de mano maestra, y cuatro cornucopias[2], de cuyos remates arrancaban las correspondientes candeleras. Dos pajes acababan de encender las luces. A la parroquia de San Salvador de Madrid pertenecía la campana que allí había retumbado sonora, por dar frente a la casa de la Villa los balcones, y estar abiertos a causa de ser el 18 de junio, y no hay para que decir de qué año, pues al punto lo conocerá el menos lince, enterándose de la conversación anudada, así que hubo terminado el rezo, entre las personas reunidas en dicha sala, todas de viso[3], cada cual en su clase.
—Pues, como iba diciendo, se oyó al sacerdote citado, solo trece meses lleva corridos la revolución de Francia, y asusta cómo se desboca. Ahora andan tras de constituir civilmente al clero, y de seguro promueven un cisma.
—Razón tiene el señor don Joaquín Traggia, y mucha, dijo uno de los que le escuchaban atentos, hombre de frente despejada y abultado de vientre. Pero no debe olvidar que no se vienen encima las revoluciones de pronto como las tempestades. Sin los desórdenes de la regencia y los de la época de Luis XV, fomentados por los nobles y hasta por purpurados, no acontecería lo que deploramos a una.
—Y sin las nefandas predicaciones de la mal llamada filosofía, que blasfema de Dios y sus santos, señor don Casimiro Ortega.
—Con el ejemplo, señor don Joaquín, es como se predica más eficazmente, y los que hacen befa[4] de la religión de Jesucristo con su libertinaje, no tienen autoridad para reprimir a los escritores extraviados que corrompen los corazones su color de ilustrar los entendimientos.
—¡Dichosos los que vivimos en España!, interrumpió un sesentón de mirada vivaz y de alegre semblante.
—Amigo don Ramón de la Cruz, respondió el don Casimiro, mejor lo podíamos decir antes de bajar a la tumba el señor don Carlos III. Su hijo no carece de buenas dotes, pero aborrece el trabajo, y caza mucho... Ya veo que el señor don Joaquín se impacienta de oírme, y teme que se me vaya la lengua, pero ni este es caso de Inquisición, ni está bien que entre amigos íntimos no haya algún desahogo. Si se hallara delante el señor gobernador del Consejo, no me atrevería a decir en su casa, que en los tiempos del buen rey difunto jamás se vio un simple guardia de corps[5] y de veinte y tres años de edad, elevado de un salto a grande de España; ni que el señor conde de Floridablanca se retrae cada vez mas de los negocios, y que fuera de los días en que despacha nunca va a palacio, si no lo llaman sus magostados.
—Esto es terreno muy resbaladizo. ¿Por qué no hemos de hablar de cosas más amenas? ¿En qué se ocupa nuestro buen don Ramón ahora?, preguntó el don Joaquín dando a la conversación otro sesgo.
—Yo, señor Traggia, ya me despedí de las musas, y además ellas se muestran esquivas con las gentes entradas en años. He procurado pintar las costumbres populares y doy por terminada la carrera; y quizá obrara de igual modo, aunque fueran menos mis días y achaques, des[6]de que hace un mes vi el estreno de El Viejo y la Niña. Esta sí que es toda una comedia.
—Siento no haberla impreso: si hubiera vivido mi padre, que era muy amigo del que dio el ser al autor de esa producción excelente, sin duda saliera a luz de mi casa, dijo un joven como de veinte y ocho años.
—Amigo don Gabriel Sancha, me gusta oíros, mucho debe la literatura a la laboriosidad de vuestro padre, digno rival de Ibarra.
—Gracias, señor don Joaquín, repuso el joven haciendo una reverencia.
—Y aquí entre amigos, dijo don Ramón de la Cruz y Cano, séame lícito lamentarme de que los progresos de la escena española no correspondan a los conseguidos en los demás ramos. Se han reformado los estudios, se han abierto numerosos institutos de enseñanza, se han creado poblaciones, se han construido caminos y canales. De la arquitectura de principios del siglo a la de ahora, hay toda la distancia que están revelando la monstruosa fachada del Hospicio y la severa estructura del Museo, obra del señor don Juan de Villanueva, que me está escuchando y se sonroja de oír su merecida alabanza; también están presentes los señores Goya y Carmona, que sin adulación se las pueden apostar a los más hábiles en la pintura y el grabado.
Todos los que sobresalen en las diferentes carreras tienen asegurado el sustento, y solamente los poetas, por mucho que se les aplauda, no salen jamás de congojas, y tampoco les ayuda el gobierno. Por ejemplo, don Leandro Fernández Moratín, autor de El Viejo y la Niña, ¿de qué vive? Nadie puede tildar al señor conde de Floridablanca de indiferente al mérito, ni de poco liberal en promover que se galardone en todo el que lo tiene, pues Moratín le felicitó el día de su santo con un precioso romance, pidiéndole su protección poderosa; y quizá, quizá, el señor ministro se halló muy satisfecho de haber accedido a sus instancias; y todo ha venido a parar en darle un beneficio simple de trescientos miserables ducados, y para disfrutarlo se ha tenido que ordenar de primera tonsura[7] y que vestir hábito de abate[8]; y con todo se queda tan pobre como antes de ser protegido y con la gratitud a cuestas.
—Como un libro está hablando el célebre autor de la tragedia de Manolo y de la Comedia de Maravillas.
—Señor Traggia, cuando se tiene razón hasta es elocuente la rudeza. Se dan a decir mis amigos que me he conquistado una popularidad envidiable, y que mis sainetes vivirán mientras no muera nuestro hermoso idioma. Tal vez exageran mis merecimientos a impulsos de su desinteresado cariño, mas, aun suponiendo que la pasión no les ciegue, si no fuera por el sueldo de oficial mayor de la Contaduría de penas de cámara y el que me da por asistir a la suya el señor duque de Osuna, tendría que mantenerme de aleluyas[9] o que pedir limosna. Siempre he creído que a los autores dramáticos les cantaría otro gallo[10], si el señor don Carlos III les tendiera su mano protectora; pero como no asistía nunca al teatro, y el director de su conciencia, tan virtuoso como ignorante, lo tenía por cosa de los mismísimos infiernos, todavía hay que aplaudir que duren las representaciones teatrales contra la voluntad expresa de gentes hipócritas o fanáticas o sin seso; y que el marqués de Grimaldi lograra que en todos los sitios reales se construyeran teatros; y que el señor conde de Aranda fomentara el gusto a estos espectáculos civilizadores, asistiendo frecuentemente a ellos, cortando de raíz la descompostura del populacho y la algazara entre los que llenaban el patio y las que concurrían a la cazuela[11], y hasta dando representaciones en su casa. Ahora ni el señor ministro de Estado, ni el señor gobernador del Consejo dan muestras de amor al teatro. De oficio y por afición lo protege únicamente el señor corregidor de la coronada villa, donde nací por merced del cielo...
—Más a tiempo no podía llegar el señor Armona, dijo Villanueva, fijando la vista en un anciano, pálido y enjuto de carnes, que a la sazón entraba en la sala.
—Buenas noches, pronunció jovialmente el recién venido, y tras de responderle todos con la misma cordialidad y el propio agasajo, añadió mirando a un lado y a otro.
—No veo por aquí al amo de casa.
—No tardará en venir de seguro, contestó el eclesiástico, hoy como viernes ha presidido la Academia de la Historia, y desde allí ha ido a la Sociedad económica, donde parece que esta noche lee el señor Jovellanos el plan del Informe sobre la ley Agraria.
—¡Jovellanos, Jovellanos!, continuó don Ramón de la Cruz, este sí que protegería eficazmente la escena española, si fuera ministro o gobernador del Consejo, y entonces no tendría que bregar[12] tanto el señor Armona para que no decaiga, y serian fructuosísimos sus afanes.
—¡Hola, se hablaba de teatros!
—Cabalmente, señor corregidor, y estaba diciendo que solo vos los patrocináis en cuanto se halla a vuestro alcance, y me quejaba de la indiferencia con que los miran el señor conde de Floridablanca y el señor gobernador del Consejo. ¡Si los amaran como Jovellanos! Y eso que este varón insigne tiene a mis ojos el pecadillo de haber escrito unas jácaras[13] contra García de la Huerta, donde ni aun su Raquel se perdona, siendo así que un solo acto de esta tragedia famosa vale más que todos los versos de Jovellanos, sin exceptuar su descripción de la Cartuja del Paular de Segovia.
—¡Pues no sabe el señor don Ramón cuánto me cuesta lo poquísimo que puedo hacer para ir dando lustre al palenque[14], donde lidiaron con tanta gloria Lope de Vega y Calderón do la Barca!, exclamó el buen Armona. Nadie respeta más que yo al actual gobernador del Consejo, nadie le tributa más expansivos elogios por sus no interrumpidos esfuerzos enderezados a que este país se ilustre. ¿Quién es capaz de enumerar los grandes bienes que debe España a los cuatro lustros de su inmortal fiscalía del Consejo de Castilla, que ahora gobierna? ¿A quién no pasman su laboriosidad y erudición portentosas, y patentes en el Tratado de la regalía de Amortización, en los discursos de la industria y la educación populares y en otros escritos inestimables?
Yo tengo todos los impresos, hasta uno de los treinta ejemplares que hizo tirar de sus Avisos al maestro de escribir sobre el corte y la formación de las letras, que serán comprensibles a los niños.
—También yo tengo otro, por señas que las reglas se hallan en verso, hasta el señor gobernador ha pagado tributo a las musas,
—Estériles han sido sus instancias y sus exigencias para que le entregue un ejemplar de sus Disertaciones sobre los Templarios; obra que publicó siendo mozo, y que le abrió las puertas de la Academia de la Historia, y que se arrepiente de haber dado a la estampa, y de la cual no quisiera dejar ningún rastro. Y así ya hace años que recoge cuantos ejemplares le es posible, pero lo que es el mío no da en sus manos, pues le tengo en aprecio sumo y más desde que escasea por extremo. Pues bien, señores, con todas sus campanillas, con todas sus despreocupaciones de las ideas vulgares, con todas sus luces, el señor gobernador del Consejo de Castilla por poco da que reír en los teatros.
—¿Cómo? ¿cómo?, preguntaron todos.
—Voy a decirlo, continuó el corregidor, sin que se entienda que rebajo en un ápice el mérito sobresaliente del personaje, honra de la magistratura y de las letras españolas, verdadero padre de los necesitados, y de quien se puede afirmar sin lisonja que eternamente ceñirá sus sienes la pura oliva, símbolo de la paz y felicidad que desea a los hombres, y de la luz y ciencia con que ilustra sus almas.
Pues, amigos, es el caso que un señor alcalde de corte, cuyo nombre paso por alto, ya que de su tontería le disculpan el buen celo por el servicio y la circunstancia de ser nuevo en un empleo tan delicado, expuso al señor gobernador del Consejo que, estando en el teatro del Príncipe de oficio, había observado que los alguaciles[15] salían a las tablas con el respetable traje de golilla[16], y que a veces se les dirigían pullas y dichos vulgares. Con la enérgica actividad que le es propia, expidió orden ejecutiva el señor gobernador para que los alguaciles vistieran de traje militar en las comedias, y para que no se les insultara con palabras, ni acciones.
Antes de dar cumplimiento a orden semejante, me pareció oportuno representar como corregidor de Madrid, y protector de los teatros, y amante de la merecidísima reputación de varón tan preclaro, que hartas faltas había en la escena española, después de las ya reformadas, sin añadir ahora la impropiedad de los trajes, que nuestros célebres autores del siglo XVII no pudieron dar otro que el de golilla a los jueces y a los alguaciles, que el llamado militar no se había conocido en España hasta el siglo XVIII; y que así los embajadores, los extranjeros y las personas cultas de la corte se reirían de un anacronismo tan grosero.
—Y se convencería de fijo, interrumpió el señor Traggia, porque una de las dotes que más recomiendan al amo de esta casa es su deferencia a la opinión ajena, cuando vale más que la propia. Me acuerdo mucho de lo que me expresaba quejoso y descorazonado contra su costumbre, cuando a punto de salir a luz su Juicio imparcial sobre el monitorio contra Parma, lo denunció el obispo de Tarazona, a nombre suyo y de los otros cuatro prelados que componían el consejo extraordinario, por contener máximas detestables, y proposiciones dignas de censura y otras ya condenadas; todo después de haberlo sometido espontáneamente el autor al examen de aquellos señores arzobispos y obispos, y de transcurrir cerca de un mes sin que le significaran ni asomo de inconveniente alguno.
—«Señor don Joaquín, me decía, o yo no entiendo las cosas o ese señor obispo me debía manifestar en confianza sus reparos o para satisfacerse con mis respuestas, o para desengañarse de mi ignorancia. Yo no rehuso las luces ajenas, ni soy capaz de combatir escritos de otro por tales vías y arbitrios: el mejor medio es el de escribir cara a cara, para que el público juzgue del talento de cada uno, y si no es este el ánimo, el trato amistoso puede reparar un descuido, mejorar una especie, aclarar lo que esté oscuro.
—Eso es muy de su genio, siguió el corregidor, y así lo puso en planta, al hablarle del modo que he indicado, pues toda su respuesta se limitó a pedirme la orden firmada de su puño y a hacerla pedazos en mi presencia.
—Otro que el señor Armona, dijo don Ramón de la Cruz, se hubiera atenido a la letra, y dando curso a lo mandado, ocasionara una ridiculez espantosa en desdoro del país y de uno de sus más privilegiados hijos. No necesitaba nadie tal prueba para saber que el corregidor de Madrid junta un alma excelente a sus demás cualidades, harto reconocidas por nuestro inolvidable Carlos III, cuando en el camino del Pardo, se negó rotundamente a relevarle de su empleo, y lo dijo con su benevolencia nunca bien ponderada:
—Mira, Dios nos ha de ayudar; más viejo estoy yo que tú y voy trabajando.
—Así fue en verdad, repuso Armona, y ahora el señor don Carlos IV y la señora doña María Luisa me atribuyen más parte de la que me corresponde en la brillantez de las fiestas con que ha celebrado Madrid su exaltación al trono, y encomian lo bien surtida que está la villa de granos, tarea más penosa para un corregidor que todas las demás de su oficio, y no hallo manera de conseguir que me permitan el reposo cada vez exigido con más premura por mis años y mis achaques.
—Su excelencia, se oyó decir a un paje, levantando la cortina de damasco de la puerta.
Y acto continuo se vio entrar al gobernador del Consejo, don Pedro Rodríguez Campomanes, dechado de gravedad no afectada y de ingénita bondad, y dignísimo a todas luces de respeto. A su casa concurrían todas las noches hasta las nueve y media las personas citadas y otras muchas, donde platicaban familiarmente de todas las materias en que se puede espaciar sin ningún riesgo el discurso humano. Todos le saludaron afablemente, a todos respondió con amabilidad extremada, y trocados los saludos, nadie pronunció una palabra, mientras sus pajes le quitaban el espadín y le tomaban el sombrero, pues no solo por cortesanía, sino hasta por egoísmo todos acostumbraban a dejar la palabra a Campomanes, como que siempre se aprendió algo sustancioso de sus más indiferentes conversaciones.
—Señores, dijo con gusto general de los tertulianos al ver que rompía el silencio, Jovellanos es un grande hombre. ¡Qué erudición tan sazonada la suya! Se ha amamantado en las buenas doctrinas. ¡Lástima que se halle a su sabor en el Consejo de las Órdenes militares, donde nada trascendental se puede llevar a cabo! Su capacidad necesita campo más espacioso: no hay cargo público en el reino, por elevado que se busque, superior al valer de este paisano mío. Por unanimidad ha acordado la Sociedad económica matritense que sin levantar mano[17] se dedique a extender el informe según el plan que nos ha leído. No es posible discurrir cosa más acabada. Si se plantean las sabias máximas expuestas en su escrito con el buen método y la pureza de lenguaje, que le valen justo renombre, dentro de pocos años florecerá pasmosamente nuestra agricultura, y las fuentes de la riqueza pública manarán oro y convaleceremos al fin de las angustias de tantos años.
—Me atrevería a rogar al señor don Pedro que nos indicara algunas especies del plan que elogia, dijo el señor Traggia.
—Por fortuna, añadió don Ramón de la Cruz, no se le conocen los años al señor Campomanes en la lozanía del entendimiento, ni en la frescura de la memoria, y si la voluntad le impulsa, de positivo nos repetirá palabra por palabra cuanto ha leído del señor Jovellanos. Aún no hace dos meses en la vista de un pleito, le oí citar punto por punto una ley mal alegada por un letrado.
—¡Qué cosas tiene este buen don Ramón!, exclamó Campomanes.
—Pues que soy hombre de verdad, lo están divulgando mis sainetes.
—Vamos, vamos señor don Pedro, instó el señor Traggia, suspensos estamos todos de vuestros labios.
—Excelentísimo señor, acaba de llegar el parte del real sitio de Aranjuez, y ya tiene V. E. los pliegos en el escritorio, interrumpió un paje entrando de repente y dirigiéndose a su amo.
—No podía llegar a peor hora, dijo don Gabriel Sancha, con asentimiento de todos.
—Aún no son las nueve, añadió don Juan Villanueva, y quizá antes de la hora de retirarnos pueda satisfacer nuestro deseo el señor conde de Campomanes, si la correspondencia no es mucha.
—Allá veremos, pronunció Campomanes al salir de la sala. De todos modos a las nueve y media nos despediremos según costumbre.
Apenas eran pasados tres minutos, y aún estaban impresionados los tertulianos por las palabras de Campomanes, cuando salió este precipitadamente y con sobresalto visible.
Todos se alarmaron y dieron muestras de la ansiedad más viva.
—¡Qué desgracia, señores!, exclamó Campomanes. ¡Increíble parece la alevosía! ¡Esta mañana han dado de puñaladas al señor conde de Floridablanca!
—¡Dios santo!
—¡Qué horror!
—¿Y quién ha sido el infame?
—¿Pero ha muerto?
A un mismo tiempo sonaron estas diversas frases arrancadas al dolor, que instantáneamente se pintó en los semblantes de cuantos oyeron la infausta noticia.
—Un religioso del convento de San Pascual me escribe algunos pormenores del terrible caso, pronunció con gran agitación el señor Campomanes, y reinando el silencio más profundo se le oyó leer lo que sigue:
—«Mi respetabilísimo señor conde y amigo: Estamos en la mayor consternación desde esta mañana, pues a cosa de las diez y yendo a entrar el conde de Floridablanca en el cuarto del señor infante don Antonio, le ha asaltado un hombre, y con un puñal le ha hecho dos heridas en la espaldilla[18] izquierda: al primer golpe tropezó en hueso el arma homicida, más certero el segundo ha hondado bastante. ¡Muere traidor!, gritó el asesino con el acento y el ademán de un desesperado furioso, y de seguro muriera a no quitársele de encima sus dos lacayos, arrojándose resueltamente al infame y sujetándole con sus robustos brazos, e impidiéndole que se suicidara como pretendía el bárbaro y desalmado. Sin demora se le condujo al cuartel de Guardias, y se ha enviado a buscar un alcalde de corte para que le tome las primeras declaraciones. Al señor Floridablanca le trasladaron por de pronto a la secretaria de Estado, próxima al lugar de la trágica escena. Siempre sobre sí y lleno de espíritu manifestó deseos de que lo llevasen a su posada: se le dio gusto, y pudo ir en su misma berlina[19]. Sus Majestades se interesan vivamente por la salud del señor ministro: a uno de sus cirujanos han prevenido que le asista con el mayor esmero, sin apartarse de su lado ni de día, ni de noche. Por ahora los pronósticos de la ciencia son consoladores. ¡Dios haga que se restablezca pronto el señor Floridablanca! Imploremos de su infinita bondad esta gracia, y esperémosla de su misericordia.»
—Sí, sí, clamaron todos.
—¿Pero quién será el delincuente?
—Forzoso es tener muy atravesada el alma para atentar a la vida de un hombre que no es capaz de desear mal a nadie.
—¡Oh, no se debe dilatar el castigo!
—¡Jesús qué espanto!
—No parece realidad funesta, sino pesadilla horrorosa.
—¡Se va a escandalizar toda España!
—¡Y quién sabe las ramificaciones que tendrá ese crimen horrendo!
A estas exclamaciones de los tertulianos puso término el señor conde de Campomanes, diciendo con voz dolorida:
—Señores, lo que importa es rogar a Dios y a su Santísima Madre por la salud del pobre Floridablanca. Al rezar hoy el rosario con mi familia, se lo suplicará muy de veras. Buenas noches, amigos, y hasta el domingo, si Dios quiere, porque mañana al salir del Consejo me voy a Aranjuez en una silla de posta[20], para saber personalmente del estado en que se halla mi antiguo compañero y amigo constante, leal servidor y sabio consejero de dos soberanos, y una de las más resplandecientes lumbreras de España.
—Buenas noches, señor Campomanes, dijo el señor don Joaquín Traggia: todos pediremos a Dios que nos permita ver sano y salvo muy pronto a un varón tan eminente y tan digno de ser amado.
—Sí, sí, todos, pronunciaron los tertulianos del gobernador del Consejo al saludarle respetuosos y afligidos por la novedad inesperada.
II.
UNA FUNCIÓN DE IGLESIA.
Con ser la calle de Alcalá tan ancha, se cruzaba difícilmente a los nueve días cabales de la escena ya referida y a la hora en que más se dejan sentir los rayos del sol de junio, y hacia la parte donde existían frente por frente el monasterio de las monjas llamadas vulgarmente Baronesas, y el convento de Carmelitas descalzos, parroquia de San José ahora.
Muchos coches había allí parados, y por las libreas[21] se conocía que eran propios de grandes de España[22], títulos de Castilla, generales, consejeros y otros personajes. ¡Imposible tarea la de enumerar el gentío agolpado en dirección de las varias puertas del convento citado! Abates[23] y majas[24], chisperos[25] y petimetras[26], pajes[27] y vendedoras de las plazas, frailes de diversas comunidades religiosas, hombres, mujeres, niños de todas condiciones se veían allí animados de idénticos sentimientos: muchos se hallaban tan distantes del punto adonde querían abrirse paso, que ni oían los ecos de los cantos sagrados, ni la música del templo, ni aun divisaban el resplandor de las numerosas luces que ardían en los altares. Así estuvieron más de dos horas hasta que sonaron a vuelo todas las campanas, y empezó a salir trabajosamente la multitud de fieles de ambos sexos y de todas jerarquías y edades que había logrado la fortuna de penetrar en aquel santo recinto. Poco a poco fueron tomando sus coches los que tenían este medio de autorizar su persona, y desfilando por las diversas calles contiguas los que no lograban tal fortuna.
—¡Famoso ha estado el reverendo padre fray Francisco Sánchez, famoso!, venía diciendo un señor de grave aspecto y con casaca[28] de color de plomo, poniéndose el sombrero de tres picos con una mano y sujetando el espadín con la otra, al salir de los últimos del templo.
—¡Vaya si ha estado!, le respondió un viejo que salía de toga[29]. Me está ocurriendo que, si le hubiera oído el padre Isla no le calificara de Gerundio, a pesar de ser carmelita, y no de este convento, si no del otro de calzados, porque sabido es que a esta orden religiosa tuvo presente para describir al héroe de Campazas.
—Y pudo hablar entonces con fundamento, repuso el señor de la casaca plomiza, mas ya van corridos muchos años desde la publicación de su libro oportuno, y la oratoria del pulpito ha ganado considerablemente.
—No han podido ser más del caso los textos de su sermón excelente, dijo el togado.
—En todo dad gracias, porque esta es la voluntad de Dios en Jesucristo para con todos Nosotros.
—Porque la limosna libra de la muerte, y ella es la que purga los pecados, y hace hallar misericordia y vida eterna.
—¡Bien los ha retenido el señor alcalde!, exclamó su interlocutor al oírle.
—De poco os maravilláis, caballero, interrumpió un mozalbete con manteos[30] de estudiante, poco hace que arrastro bayetas[31] y curso las aulas, y me atrevería a repetir desde la cruz a la fecha todo el sermón del buen padre, a quien cuenta entre sus calificadores el Santo Oficio y entre sus doctores teólogos la universidad de Zaragoza.
—Uso es bueno para dicho, replicó el anciano.
—Y mejor para hecho, que al buen pagador no le duelen prendas[32], y allá van dos solos pasajes, y calculen si se me haría cuesta arriba relatarlos todos.
—Oye, chico, oye, puesto que nos hemos tenido que estar a la puerta, dijo un paje a otro compañero.
Palabras semejantes se cruzaron entre dos majos, y cundiendo la voz de unas personas en otras, y llamando además la atención el tono que tomó el estudiante, poseído de lo que se propuso repetir a fin de justificar lo que tuvieron sus dos primeros interlocutores por jactancia, se formó en su rededor un gran corro, y sin que nadie perturbara el silencio, se escucharon estas palabras patéticamente pronunciadas por el mozalbete, ni más ni menos que en boca del predicador habían sonado.
—Bien público y notorio es el trágico suceso de 18 de los corrientes, que de orden de nuestro augusto monarca, cuya preciosa vida nos conserve el Señor, y prospere muchos años, se nos participó en los papeles públicos[33]. No intento yo, como el orador romano en el asesinato de César, conmover vuestros ánimos y excitarlos a la ira y la venganza de tan horrible atentado: nuestro ministerio es de paz y reconciliación, y aunque nos manda inspirarnos el amor a la justicia, nos intima igualmente el perdón y la compasión de nuestros más injustos enemigos; pero si el real ánimo de S. M. con el de toda su real familia y corte se conmovió al oírle, ¿qué admiración podrá causar que se haya consternado la nación toda a ejemplo de tan gran rey? ¿Qué no deberá hacer todo buen español que esté bien instruido y ame sinceramente los intereses de la España? Deberá rendir gracias al Todopoderoso, porque nos ha preservado la preciosa vida de un ministro, cuya sabiduría hará época en nuestras historias ¿Quién ignora el desvelo con que este celoso ministro promueve los intereses de la Religión y del Estado? La rectitud de sus intenciones, los sabios establecimientos ordenados a la pública felicidad, su corazón generoso, benéfico y nacido como el antiguo José para el bien de los pueblos, y especialmente de los pobres y los miserables.
Ved, pues, por qué todos se apresuran a competencia a rendir gracias al Todopoderoso, que con una protección extraordinaria nos le ha conservado; ved por qué esta real Administración de arbitrios piadosos, instituida por Carlos III a influjo del excelentísimo señor conde de Floridablanca, primer ministro de Estado, objeto de nuestra actual y común alegría, convida hoy a todos a bendecir y alabar la bondad de nuestro Dios. No es esto, por más que quisiere interpretarlo así la necia malignidad enemiga de las ventajas de España, no es, vuelvo a decir, efecto de la lisonja; me valgo de la misma frase del Crisóstomo, no es una vana ostentación, ni un deseo de glorias o recompensas terrenas. Es sí convidar a todos a reconocer la bondad del Señor, que así premia las obras de caridad y los desvelos a favor de sus imágenes que son los pobres: es excitar a todos con este ejemplo a esmerarse en su socorro, trabajar en su alivio, y merecer por este medio los premios temporales y los eternos...
—Pues lo repite al pie de la letra, dijo el que había puesto en duda la aseveración del manteísta.
—Sin perder ni punto ni coma, añadió el de la casaca de color de plomo.
—¡Que siga, que siga!, prorrumpieron muchas voces. Y efectivamente continuó el estudiante de este modo:
—Yo no pienso errar en mis conjeturas, cuando atribuyo la preservación de la vida de un tan digno ministro en un lance tan peligroso a su próvida caridad para con los pobres; yo debo repetirlo para vuestra más particular noticia y edificación. En el año de 1785 el señor conde de Floridablanca, penetrado de compasión y ternura hacia los pobres, enterado de la escasez y falta de fundos y rentas en que se hallaba este santo Hospital general y de Pasión, el Hospicio de San Fernando y la Junta general de caridad de esta villa, para atender a todos los piadosos y necesarios objetos de su instituto, compadecido su ánimo generoso de los clamores y gemidos de los pobres, como dice el salmista, le inspiró un sabio consejo, es a saber, el establecimiento de una imposición moderada sobre los géneros de lujo que se introdujesen en esta corte, sin gravar las cosas más necesarias a la vida o de consumo de los pobres, ni las producciones más útiles a la industria nacional; este ilustrado ministro lo hizo presente al gran Carlos III, que adoptó tan útil proyecto, y este establecimiento está socorriendo actualmente tan graves necesidades. Yo paso en silencio otros muchos medios y arbitrios, con que por todo el reino ha procurado el socorro de los pobres; nada digo de sus limosnas privadas. ¡Quiera el cielo que algún día las celebre y refiera la iglesia de los santos! Pero repito con justa confianza que no creo arriesgar mis conjeturas, si atribuyo su extraordinaria preservación en un riesgo, por todas sus circunstancias gravísimo, al poder de la limosna y caridad con los miserables. Bien pudiera yo decir que era un efecto de otras virtudes políticas y cristianas que tan recomendable le hacen, no solo en España, sino entre las naciones cultas de Europa; de aquel tesón con que ha procurado y procura establecer una paz general sin perder el decoro de nuestras armas; la paz, digo, origen de tantos bienes para la Religión y el Estado; de aquel celo notorio por la recta administración de justicia, de aquella grandeza de ánimo con que ha sabido perdonar las injurias de… pero basta, la singular modestia de S. E. no me permitiera estos elogios, y el Espíritu Santo nos aconseja que no alabemos al hombre que, todavía viviendo, puede separarse, por decirlo con el Santo Job, de su primera justificación; pero juzgo ser más natural el atribuir este próspero acaecimiento a la virtud de la compasión con los pobres.
—¡Bien por el estudiante!, gritó una mujer del pueblo, y añadió bajando la voz de suerte que la oyeron muy pocos, si no fuera por dar qué decir le daba un abrazo.
—¡Admirable memoria!, exclamó el anciano de toga.
—Y con efecto, dijo el de la casaca plomiza, don José Moñino, conde de Floridablanca, es muy caritativo.
—No lo saben Vds. tan bien como los que le debemos la subsistencia, interrumpió una joven que daba una mano a su madre ciega, y tenía con la otra a un niño como de dos años. Yo le he visto entrar en mi pobre guardilla a deshora, y ocultándose como si fuera a hacer algo malo, cuando nos iba a llevar el consuelo, a mi pobre madre, casi en la agonía, a mí que acababa de perder a mi marido, infeliz jornalero, y a este hijo de mis entrañas, que me partía el alma, pidiéndome un pedazo de pan que yo no tenía. Bañada en lágrimas imploraba el auxilio del Señor que mantiene hasta a los pájaros de los campos, cuando de repente oí llamar a la puerta, y aunque ya había anochecido, y soy naturalmente miedosa, abrí al instante. ¿A qué madre le ocurre pensar en el miedo cuando no tiene que dar de comer a su hijo?
—Buena mujer, me dijo, noticioso de las angustias de esta honrada familia, vengo a cumplir con la obligación de buen cristiano, y a gozar el inefable placer de remediar sus necesidades; y nos socorrió muy generoso. Desde aquel día pude asistir esmeradamente a mi madre hasta conseguir verla buena, y hartar el hambre de mi hijo. Aquel señor excelente no se quitó el embozo, y se fue muy creído de que yo ni sospechaba por asomo que me acababa de visitar y socorrer todo un ministro; muy ajeno estaba su excelencia de que le conocí en las fiestas reales, porque me le enseñó mi marido, que esté en gloria, y de que no se me había despintado. Luego que mi madre se levantó de la cama, creí natural manifestarle mi agradecimiento, y dicho y hecho, un domingo le esperé a la puerta del convento de San Gil el Real, donde oye misa, y mientras bajaba del coche me arrojé a sus pies con deseos de besar su mano bienhechora. Por señas que se puso colorado como una grana, y me empujó suavemente, diciéndome:
—Señora, por el amor de Dios no me avergüence usted con esos extremos, y ya que me conoce contra mi voluntad, no ande divulgando los escasos auxilios con que he atendido a sus necesidades en descuento de mis pecados.
—No crea V. E. que le he de obedecer en eso, le respondí en voz alta, lo sabrá todo el barrio, y buscaré ocasiones de que lo sepa mucha gente.
Con interés oyeron todos a la joven viuda, y muchos se tuvieron que enjugar los ojos.
—Yo también debo mi toga al señor conde de Floridablanca, replicó el alcalde.
—Y yo, expuso el de la casaca de color de plomo, soy acreedor a su influencia de haber restablecido mi hacienda arruinada por causas independientes de mi laboriosidad a toda prueba y de mi economía bien entendida.
—A mí, añadió el estudiante, me costea la carrera, y cabalmente por haber tenido casual noticia de mi feliz memoria.
—Pues yo, dijo un paje vivaracho, por recomendación suya estoy al servicio del respetable corregidor de esta villa, quien no me dejó salir de su casa desde que le llevé hace tres meses unas breves líneas firmadas por el señor conde; aunque el bueno del señor Armona me dijo entre jovial y enojado, que no debía dar gusto al señor ministro ni razón de que hace ya mucho tiempo que le trae engañado con que le alcanzará de S. M. el relevo de su difícil cargo, sin que nunca llegue la hora.
—A todo esto, preguntó el de la casaca plomiza, ¿Quién de Vds. tiene más puntuales noticias del estado del señor conde de Floridablanca?
—Más frescas que yo nadie las tiene de seguro, saltó el paje, porque anoche a las once y media vine de Aranjuez con el señor corregidor, mi amo, después de estarnos allí lo más del día, y tuve el gusto de ver al señor conde, y no en su casa.
—¿Cómo es eso?, preguntó el magistrado.
—Como que ayer 26 de junio, siguió el paje de bolsa[34], fue el primer día que salió a la calle, y oyó misa en el convento de San Pascual, y desde allí se dirigió a palacio, y estuvo largo rato con SS. MM., quienes le recibieron muy complacidos, y le expresaron la satisfacción suma que habían experimentado al conceder en el primer despacho de Estado con el ministro de Marina cuatrocientos ducados anuales de pensión a cada uno de los dos lacayos que le libertaron de exhalar el último aliento lejos de los golpes del terrible asesino.
—¡Dios bendiga a SS. MM! pronunció la mujer ciega, a quien daba su joven y viuda hija la mano.
—¿Y qué tal os pareció el señor ministro?, pregunto el de la casaca de color de plomo.
—Perfectamente, contestó el paje, alguna palidez se le nota, pero va a mejor de día en día, y pronto, Dios mediante, volverá a su andar y a su temple. De humor se halla más jovial que nunca, y sin duda no son para menos las señales de estimación universal que ha experimentado con motivo de su desgracia, según le dijo muy bien el señor corregidor mi amo al despedirse a la puerta de su gabinete, junto a la cual le estaba yo esperando. Salvada su vida preciosa, le ha podido servir de consuelo en su tragedia el gran interés de los reyes y su augusta familia, acreditado también por todo Madrid y sus corporaciones y oficinas, y el reino todo en suma.
—Así es la verdad, añadió el anciano de toga. No hay en Madrid persona de clase, ni ministro de alguna nota, ni prelado de orden religiosa, ni eclesiástico de viso, que no haya volado a Aranjuez para ver y acompañar a S. E. Semper liónos, nomemque suum, laudlsque manehunl; testimonio público dado a su vista y a la de sus amigos y contrarios, capaz de borrar para siempre las desventuras anteriores. Misas solemnes y acciones de gracias se celebran en los más de los templos, y a todas las órdenes religiosas debe innumerables y fervientes plegarias.
—¿Y qué particularidades se saben del agresor inicuo?, pregunto el de la casaca de color de plomo. He oído muchas especies confusas, sin poder sacar nada en limpio.
—No tardaremos en saber lo que arroja la causa, respondió el de toga. Hasta ahora lo único positivo es, que el agresor infame se llama Juan Pablo Peret, y es natural de un pueblo próximo a la capital de Francia, y ha rodado por el mundo como cirujano, charlatán o tuno de oficio, y se finge unas veces tonto, otras demente, y desmemoriado continuo. Tres días hace que de Aranjuez se le ha trasladado a Madrid, dentro de una galera[35], acompañado de un cirujano y con guardia al lado, porque siempre tira a quitarse la vida, escoltándole sesenta hombres de caballería y de guardias españolas. Ahora se halla encerrado en la cárcel de Corte, y de esperar es que antes de mucho se vea la causa de puerta abierta en la Sala de Alcaldes.
—¡Pues no han tomado mala manía los extranjeros al señor conde de Floridablanca!, dijo el de la casaca plomiza porque si no estoy engañado, también han sido extranjeros los que han echado a volar esos papelones llenos de injurias y calumnias contra un hombre tan de bien, y tan sabio, y de tanta justificación y de tan cristianas costumbres como su excelencia.
—Según los papelones a que Vd. alude, buen amigo, interrumpió el estudiante, de eso estoy yo muy enterado. En vida del señor don Carlos III, circuló el titulado: Conversación curiosa e instructiva que pasó entre los condes de Floridablanca y de Campomanes en julio de 1788.
—Sí, sí, dijo el magistrado, a esa sátira dio motivo el real decreto sobre honores militares, y se reduce a rivalidades de la gente de espada contra la de toga.
—De ese papelón he oído hablar mucho al señor corregidor mi amo, expresó el paje, y no hay quien le quite de la cabeza, que en la tal intriga terció mucho el señor conde de Aranda, y hasta da a entender que a manos del señor ministro de Estado llegó una copia de puño y letra de la condesa.
—Otro papelón se repartió en octubre del mismo año, prosiguió el estudiante, con el título de Carta de un vecino de Fuencarral a un abogado de Madrid, sobre el Libre comercio de los huevos. Esta sátira no hizo impresión alguna, hasta de sentido común carece, y posible es que mano extranjera la diese vida. Porque ¿a qué español puede inspirar censura que el comercio de Indias, estancado en Cádiz o Sevilla desde el descubrimiento del Nuevo Mundo, se declarara libre ahora hace doce años? Pues no es otra la sustancia de la tal satirilla, encabezada con el texto latino ¡Quod vides! Mulato nomine de Fábula narratur, y dicho se está que lo del abogado de Madrid alude al señor don José Moñino, conde de Floridablanca y primer ministro de Estado.
—Sobre el escrito que acaba de citar el señor estudiante, nada he oído hablar a mi amo, expresó el paje.
—Yo, dijo el de la casaca plomiza, le oigo mentar ahora por vez primera.
—Pues yo hasta me lo sé de memoria, prosiguió el estudiante. Indudablemente la sátira que ha hecho más ruido es la que empezó a correr en mayo del año próximo pasado de 1789, y se titula Confesión del conde de Floridablanca, copia de un papel que se cayó de la manga al padre comisario general de los franciscos, vulgo observantes. Aquí sí que jugaron extranjeros sin duda. Mi amistad con el paje de bolsa de don Francisco Cipriano de Ortega, procurador del señor conde, me ha proporcionado saber de buena tinta los pormenores todos del asunto, pormenores que ahora no son del caso, tratándose únicamente de probar la calidad de extranjeros de los viles calumniadores, que ni respetaron la vida privada del señor ministro, y hasta le supusieron casado secretamente con una tahonera por cuestión de intereses pecuniarios. Solo don Manuel Delitara, marqués de Manca y segundo introductor de embajadores, nació por casualidad en España. Sus cómplices don Vicente Salucci, don Luis Timoni y don Juan del Turco, son italianos todos. Dentro de poco, según mis noticias, se empezará a ver su proceso en el consejo pleno de Castilla a puerta cerrada.
—¡Malhaya[36] los extranjeros que no nos los podemos quitar de encima!, pronunció una verdulera desdentada; no, pues si las tías de Aranjuez tuvieran la sangre como las de mi barrio, ya estaría ardiendo en las calderas de Pedro Botero[37] ese pícaro franchute[38] que ha querido matar a un ministro tan principal y amigo de los probes[39].
—Cállese Vd., tía Chiripa, la dijo un muchacho andrajoso tirándola del zagalejo[40].
—¡No me da la gana!, gritó con más fuerza la vejancona[41]. ¡Pues no faltaba más que tras de cuernos palos! ¡A bien que las del Lavapiés no sabemos hincar las uñas! ¿Te acuerdas, Canene, cuando lo de Esquilache?¡Qué poco tardé yo en echar una soga al cuello de aquel walon[42], grande como un castillo, y que mató con la bayoneta junto al arco de palacio a mi comadre, la que vendía buñuelos en la esquina de la Merced! ¿No te acuerdas, Canene?
—Vaya, si me acuerdo, respondió un vejete encorvado y con una muleta, y nos le llevamos a la rastra; entonces no me pesaban los pies como ahora, que para moverlos me tengo que ayudar con este pedazo de pino. ¿Y te acuerdas Chiripa, cuando ya muerto el walonazo, se lo refregamos por los hocicos a sus camaradas formados en la Puerta del Sol, y no se atrevieron con nosotros? Más arriscados fueron después los del piquete de la Plaza Mayor, como que nos hicieron fuego a boca de jarro[43], pero poco tardaron en tomar soleta[44], cuando la emprendimos a pedradas, y dos que no pudieron correr todo lo que les pedía su miedo, ya sabes, Chiripa, quien les dio el primer chirlo[45]. Ahora, ya estoy hecho un pelgar[46], aunque me consuela que tengo tres hijos de pelo en pecho[47], y capaces de dar una puñalá[48] al lucero del alba[49].
—Pues yo, dijo la Chiripa, aún tengo mi alma en mi almario[50], y si como trajeron de Aranjuez a Madrid a ese Peréz o Pared, o como se llame, de noche y a la chita callándola[51], le traen a la luz del sol y a voz de pregonero, no le dejamos hueso sano ni tajada mayor que una oreja.
—¿No me ha oído Vd., buena mujer, que nuestra religión no es de sangre?, pronuncio fray Francisco Sánchez, que al salir del Carmen descalzo para el Calzado había oído las últimas frases de la desdentada furia. Se odia al delito, y se compadece al delincuente.
—Dice bien el señor predicador, añadió el alcalde, retirándose en su compañía y en la del viejo de la casaca de color plomo por tomar ambos igual dirección hacia la calle del Caballero de Gracia, pero a mí se me figura que no va tan descaminada la tía Chiripa.
—Efecto será de la irreflexión de mancebo, dijo el paje de mesa, y además ya hará su deber la justicia.
—No diré yo tanto, paje amigo, repuso el estudiante: lo que sí me puede es la larga tramitación de una causa como la del atentado contra Floridablanca, pues el delito es evidente, y los ánimos están exacerbados con el horror del insulto, y aun los más indulgentes claman por la pena. Según dice un compatriota nuestro y de este siglo, toda esa fogosidad se va mitigando poco a poco, se mezclan apotegmas[52] de piedad con los teoremas de la justicia, y la demora de medio año basta para que los ardores de julio se conmuten con la mayor atención.
III. EL FUEGO DE LA PLAZA
Al caer están las once de la mañana, según apunta el reloj de San Isidro, en cuyos escalones y en cuyas verjas hay encaramada una pequeña porción de la muchedumbre que se divisa a ambos lados de la calle de Toledo, por el uno hasta la plazuela de la Cebada y en toda su extensión y hacia todas las esquinas, y por el otro hasta la calle de la Concepción Jerónima y cárcel de corte. Cuantos conozcan los célebres tapices fabricados a tenor de los cuadros debidos al airoso pincel de Goya, y especialmente el del juego del cucharon, el del baile en la pradera del Canal, y el de una boda de aldea, se pueden formar idea cumplida de los trajes de los individuos de ambos sexos y de todas edades y condiciones, allí atraídos por un mismo objeto. Nosotros debemos pararnos delante de la parroquia de San Millán, sin otro motivo que el de estar allí dos personas con las cuales tenemos ya buenas relaciones, el estudiante de feliz memoria y la verdulera apodada Chiripa. De cuanto sucede a la sazón[53] tienen más o menos exacta noticia el uno y la otra; ambos han recordado que a las puertas del convento del Carmen descalzo se conocieron casualmente. Con franqueza charlan y sin rebozo[54], de manera de excitar la curiosidad de los que están cerca, y aun cuando hace calor extremado, como que es el día 18 de agosto, no hay más arbitrio que correr el riesgo de sudar el quilo[55], si respecto de lo que pasa no nos hemos de quedar en ayunas[56].
—Yo, señor estudiante, se oye a la Chiripa, me estoy en mis trece[57], lo han prendido aposta.
—Pues se engaña Vd. de medio a medio[58], repone el estudiante, sino que el vulgo malicia de todo, y sus tragaderas[59] son tales que ni ruedas de molino[60] le dan empacho, y así todavía cree en brujas, y supone que existen fantasmas y duendes.
—Piensa mal y acertarás, decía mi agüela[61], Dios la haya perdonado, replica la verdulera.
—No siempre, interrumpe el estudiante. Mire Vd. que yo estoy al tanto de todo.
—Será lo que a Vd. se le antoje, amigo, insiste la vejancona; pero ello es que hace lo menos seis días que un aguacil[62] nos contó a varías compañeras, que el franchute se había dejado decir que no le ahorcarían en la Plaza. No se ría Vd. de ese modo, cuando el aguacil lo dice, sabido se lo tiene.
—Esa es una autoridad de escalera abajo[63], tía Chiripa. No atribuya Vd. al demonio más poder que el que le da la gente mala, dice con gravedad el estudiante. ¡Qué recursos, ni qué conexiones, ni qué nada tiene ese que Vd. llama franchute, para originar la calamidad terrible que espanta a Madrid desde la noche de San Roque, y reduce a la miseria a tantos centenares de familias? ¿Ni qué fin se podían proponer sus amigos, aunque los tuviera, con que se realizara su pronóstico de que no le ahorcarían en la Plaza? ¿Pues que solo allí puede hacer su oficio el verdugo, cuando la justicia sentencia a morir a un reo? Sobre las cosas de fe, todo el que blasona[64] de hijo de Jesucristo debe de creer a puño cerrado[65]; pero en todas las demás hasta es un deber reflexionar mucho, porque nuestra santa madre Iglesia católica, apostólica, romana, condena las supersticiones. Yo aseguro a la tía Chiripa que el fuego ha empezado del modo más casual del mundo.
—Y el señor estudiante está en lo cierto, como que yo conozco al que de puro bestia ha armado esa tremolina[66], pronuncia introduciéndose en la conversación un mancebo, a quien empezaba a apuntar el bozo[67]. ¡Y vaya si le conozco y le conocen todos mis camaradas los horteras[68] de la calle de las Postas! Por su torpeza es el hazme reír hasta de los chiquillos; y ya no se desasna, porque este año le llevamos a esperar a los reyes con una escalera enorme al hombro, y al remate un serón[69] de paja y cebada para los caballos; y no hay quien le apee de que si no los vio entrar repartiendo oro y plata entre los que salen a esperarlos, fue porque erramos el camino; y está deseando que llegue otra víspera de Reyes para cargar con la escalera y el serón y un hacha de viento[70] e ir solo a recibir a Gaspar, Melchor y Baltasar, muy seguro de que le van a hacer rico, y de que muy pronto se podrá volver a Asturias.
—¡Qué bruto!, exclamó la tía Chiripa. ¿Y dice el señor hortera que por culpa de ese animal se ha prendido fuego a la Plaza?
—Cabalmente, sigue el hortera. Se lo he oído contar a su amo, el mercader de paños de la primera tienda que había a la izquierda del arco de la calle de Toledo, según se sube. Es el caso que este buen mercader se puso a cenar antes de ayer, lunes 16 de agosto, a las nueve de la noche, como de costumbre, y le mandó que bajara a la cueva, donde tenían puesto a enfriar el agua dentro de un cubo del pozo. Allá bajó el muchacho con una vela de sebo y sin la precaución de coger la palmatoria; necesitando colocar la vela encendida en alguna parte, para sacar el cubo del pozo, le ocurrió ponerla en el agujero central de un rollo de esteras[71]. Por listo que anduvo, la vela se fue colando hacia dentro, y ya ardía el esparto, cuando el hortera sacó el botijo. No fue poco milagro que se le alcanzara echar mano al cubo y vaciarlo sobre el prendido rollo, todo acelerado y confuso, porque la criada le llamaba a voces dándole prisa con la impaciencia de los amos. Nada dijo del contratiempo, y además alegrase interiormente de haber librado las costillas de la vara de medir del mercader a quien servía desde hace ocho meses. Todos se recogieron tranquilos a la cama, cuando a poco más de las once de la noche se despertaron despavoridos, y se echaron a la calle en paños menores, porque la casa estaba llena de humo, y las llamas se cebaban en una de las puertas y estaban a punto de invadir la otra. Según parece, mal apagado el rollo de esteras propagó el fuego a otros enseres, subió la llama hasta crecer y salir por la rejilla de la cueva, y cundir a la puerta y a la cortina de uno de los balcones y a su maderaje. Como era tanto el de las casas contiguas, con velocidad increíble desde el arco de la calle de Toledo a la calle Nueva, junto a la puerta de Guadalajara, todas empezaron a arder y a formar un volcán espantoso, cuya luz vinieron de Fuencarral las hueveras aquella madrugada.
—Eso se lo he oído yo contar a la Serapia, mi conocida de hace muchos años, interrumpe la Chiripa.
—No se ha visto fuego más espantoso. Con agua solamente no se hubiera apagado nunca, dice el estudiante. Gracias a la presencia de ánimo y a la habilidad reconocida del teniente general de ingenieros don Francisco Sabatini, y del arquitecto mayor de Madrid don Juan Víllanueva, y al solícito celo del señor gobernador del Consejo de Castilla, don Pedro Rodríguez Campomanes, en cuya casa hay junta permanente, donde asisten el corregidor y los concejales y el síndico del ayuntamiento; y al auxilio de las tropas, que acudieron al toque de generala[72], que he oído por la primera vez de mi vida, se han practicado los cortes oportunos, y ya está reconcentrado el fuego al espacio que invadió de repente, y se va disminuyendo poco a poco, aunque para días queda sin duda. Largos serían de referir los casos particulares de valor temerario de los que concurren a apagar el incendio; solo diré que si en la calle Nueva no pasó de una acera a otra, se debe al arrojo con que se lanzó un teniente de guardias españolas, llamado Armada, a quitar unos maderos de los que se desplomaban de los edificios, con cuyo ejemplo se animó la tropa y evitó el inminente daño. No menos de tres pares de calzones se le quemaron al tal Armada, y su vida ha estado muy en peligro.
—¡Con qué estrépito se vino abajo la media naranja de la parroquia de San Miguel ayer por la mañana!, exclama un fraile trinitario de edad provecta. Gracias a Dios, Madrid es una población muy cristiana, y la caridad obra milagros.
—Brillante ejemplo de esa virtud ha dado el convento a que vuestra paternidad pertenece, expone el estudiante, pues no trae crecida la barba, y ostenta la cruz roja y azul en el manto.
—No hemos hecho más, contesta el religioso, que imitar débilmente el ejemplo de SS. MM. y augusta familia, que se han apresurado a franquear un millón y cuatrocientos mil reales; y de las comunidades de Santo Tomás, San Felipe el Real, la Merced calzada y otras, que amorosamente ejercitan las obras de misericordia con los infelices, que de resultas del incendio se han quedado sin techo que les abrigue, ni vestido que les cubra, ni pan que les sustente. Y de numerosas familias que se estrechan en sus casas para acoger a los que hace poco más de cuarenta y ocho horas lo pasaban con decencia, y aún quizá con holgura, merced al honroso trabajo; y del ayuntamiento, con cuyos fondos se atiende a los numerosos jornaleros que se relevan de día y de noche para que del fuego no quede ni rastro; y de los grandes de España y los curas párrocos y títulos de Castilla, que se ofrecen a cuestas para aliviar tantas necesidades.
—¡Ya viene! ¡ya viene!, prorrumpen varias voces, y hacia la parte alta de la calle de Toledo se dirigen todas las miradas, y ven hormiguear millares de cabezas, y aparecer casi ya por enfrente de San Isidro soldados de caballería muy despacio, y adelantarse poco a poco apartando la gente. Grande, aunque pausado movimiento se nota en cuanto alcanza la vista; instantáneamente se cuajan balcones y ventanas de espectadores. Se oye un prolongado murmullo: muchos avanzan en tropel hacia la plazuela de la Cebada, cuantos quieren permanecer a pie quieto, se empinan para extender la vista a larga distancia, forcejean por no perder terreno, y tienen en continuo ejercicio los codos.
—Nos decía el señor estudiante, clama la Chiripa, que es patraña[73] lo del pronóstico del franchute de que no le ahorcarían en la Plaza, y que de todos modos había de montar el verdugo sobre sus hombros; pero a mí no hay quien me quite de la mollera[74] que con alguien se ha entendido para que arda la Plaza Mayor y no pongan allí la horca, sino más lejos, por la vanidad de que le vean más présenos.
—Buena tía Chiripa, pregunta el estudiante. ¿Y sabia ese mal francés dónde se iba a poner el suplicio? ¿Y si lo hubieran plantado en la plazuela de Santa Cruz por auto de la Sala de Alcaldes y del gobernador del Consejo?
—Pues ello, replica la Chiripa, lo de querer matar al menislro[75] en Aranjuez no lo hizo a humo de pajas[76].
—Lo hizo, tía Chiripa de mis pecados, dice el estudiante, porque es un monstruo en figura de hombre, sin Dios ni ley, desesperado contra todo el mundo y contra sí propio.
Así resulta de la causa. Yo asistí a la vista el sábado pasado en la Sala de Alcaldes, y para coger puesto madrugué, mucho, y me convencí de que Juan Pablo Peret obró por sí y ante sí en el horrible atentado, sin que mediara pariente ni habiente, ni le excitara ni impeliera nadie al crimen más que su frenesí de hombre descreído y su mala conciencia. A la reina doña María Luisa entregó un memorial el día antes de su delito, llamando la atención que la tirara con descompostura del vestido para que le oyese, y que pronunciara algunas palabras de que no se hizo aprecio, a causa de que se le tuvo por loco; y la misma noche se empeñó en que había de ver al mariscal de campo don Gerónimo Caballero en su secretaría del despacho de la Guerra, y costo lo indecible obligarle a que se resignara a la repulsa.
—Ahora, manifiesta el religioso trinitario, lo sensible es la obstinación del reo, por cuya vida temporal solo se ha afanado una persona, el señor conde de Floridablanca, pero sin fruto, pues el señor don Carlos IV le ha dicho rotundamente: —«No te canses, Moñino, es la única gracia que me puedes pedir y que no te otorgue, porque la vindicta pública[77] no quedaría satisfecha, por edificante que sea tu instancia, si yo indultara a semejante criminal de la pena (la muerte).». Pero porque le alcance la vida espiritual nos interesamos todos, y sus oídos están cerrados a las exhortaciones, y su corazón al arrepentimiento. Muchos frailes hemos ido a la capilla, con el santo fin de lograr que se le abran las puertas de la mansión de los bienaventurados; muchos eclesiásticos seculares han rivalizado con nosotros, y si no estoy engañado, hasta el mismo venerable arzobispo de Toledo, el señor Lorenzana, le ha pedido de rodillas y con lágrimas en los ojos, que alce a Dios los suyos, y las entrañas empedernidas de ese hombre han esterilizado nuestros esfuerzos. De todos ha hecho burla, y se ha negado pertinazmente a cumplir las obligaciones cristianas.
—¡Ya llega, ya llega!, se escucha en torno. Y así era de cierto, y se podía conocer hasta sin levantar los ojos, por el recrecimiento de las apreturas y el melancólico sonido de las campanillas de la Paz y Caridad, y el acompasado toque del tambor del piquete.
—¡Con qué descaro mira a un lado y a otro!, grita el estudiante.
—Y eso, dice el hortera, que va metido en un serón como arrastrado, que si fuera en burro…
—¡Qué bárbara entereza!, exclama el religioso.
—Tentaciones me están dando, grita la Chiripa, de meterme por medio, y sacar a ese infame los ojos con estas uñas que se han de comer los gusanos.
—¡Silencio!, clama el fraile.
A la sazón pasaba el lúgubre cortejo por delante del punto donde se hallaban nuestros interlocutores. Junto al reo Juan Pablo Peret iban dos religiosos capuchinos del convento de San Antonio del Prado, y dos de mínimos[78] de San Francisco de Paula. Le exhortaba en aquel momento uno de los capuchinos, de pálido rostro, calva frente y barba entrecana, ojos penetrantes y voz robusta. Y se le oía decir muy claro: «¡Hijo, todavía no es tarde!, toda una vida de crímenes se borra con una lágrima do contrición ante el que por redimirnos vertió su sangre en el Calvario. Allí Nuestro Señor Jesucristo, próximo a exhalar su grande aliento, abrió las puertas del Paraíso al buen ladrón, solo por haberle suplicado que le tuviera en la memoria cuando se hallara en el reino de su Padre!» Alejándose lentamente, no se le pudo entender más palabra.
—¡Hasta a las peñas ablandaría ese pico de oro[79]!, pronuncia la Chiripa, limpiándose con el delantal las lágrimas que la corrían por la cara.
—¡Dios mío, tocadle en el corazón antes de que expire, como os supliqué esta mañana al celebrar el santo sacrificio de la Misa!, exclama el trinitario.
—¡Qué mar de cabezas!, dice el estudiante. ¡Y cómo se agita! Vean Vds., vean, señores; no se juntan más presurosamente las olas detrás de la popa de un navío, cuando las surca a toda vela, que la muchedumbre que llena la plazuela de la Cebada, así que pasan los últimos soldados que van custodiando al reo.
—¡Caramba, yo no me voy hasta que esto acabe!, se oye decir al hortera de la calle de las Postas, vacilante entre la curiosidad que allí le retenía, y la obligación que le empujaba hacia la tienda de su amo. Desde las diez estoy fuera de casa: me enviaron a la calle del Mesón de Paredes con unas cotillas[80] y unas cofias[81] para dos parroquianas de rumbo[82]. Me vine acá solo a ver pasar el reo y no me sé ir antes de que se ejecute la justicia.
—Mal hace el mancebo en no correr adonde su deber le llama, expresa con tono de reprensión benévola el trinitario.
—Mire Vd., padre, repone el hortera, poco puede tardar el fin de todo; ahora está llegando el reo al pie de la horca.
—¡Dios mío, borra su iniquidad según la multitud de tus piedades!, clama el religioso, y dirigiéndose a sus interlocutores, les dice en ademan suplicante: Hermanos míos, recemos un Padre nuestro y una Avemaría, porque el delincuente se arrepienta de sus culpas, y porque Dios acoja su alma.
Todos cruzaron las manos y oraron en silencio: solamente la tía Chiripa lo interrumpió devota, rezando en voz alta y sollozando compungida.
Después del rezo y de una breve pausa, vuelve a hablar el trinitario y dice:
—Aun no suben al reo: buena señal, hermanos, sin duda se está reconciliando al pie del patíbulo con fervientes deseos de subir por su terrible escalera a la gloria. Para la infinita misericordia del Señor nunca es tarde y sus ángeles celebran con más gozo el arrepentimiento de un pecador que la salvación de cien justos.
—¡Ya le suben, padre, ya le suben!, se oye al hortera, y millares de bocas forman un rumor sordo al repetir la misma frase, y millares de ojos se fijan sin pestañear en el cadalso.
—¡Jesús que herejote!, clama horrorizada la tía Chiripa. ¡Pues no aparta la vista del Santo Crucifijo que le presenta el fraile que va subiendo a su lado!
—¡Padre mío!, expresa el estudiante, ese hombre sigue contumaz en su descreimiento.
—¡Ah, los altos juicios de Dios son incomprensibles!, repone el trinitario.
—Al último escalón de la horca han llegado, pronuncia el hortera, y sigue describiendo lo que se observa desde todas partes en esta forma: Le echan la soga al cuello. Se conoce que le habla fervorosamente el capuchino... También parece que el verdugo le quiere manifestar algo. Nada, el reo tan sereno como si tal cosa... Ahora hace un gesto de impaciencia.... ¡Adiós, ya va por los aires el verdugo sobre sus hombros!
—Quien tal hizo que tal pague.
—Nunca te alegres del daño de otro.
—Le está bien empleado.
—¡Monstruo!
—Caridad, caridad hasta con los enemigos.
Estas y otras muchas frases resuenan en torno. Muchas madres, cogiendo a sus hijos pequeños en brazos, y haciéndoles que miren a la horca, les dan de bofetadas y les dicen a voces:
—¡Toma, para que te acuerdes!
—¡Antes te vea yo muerto que en ese trance!
—¡Que te miren a la cara, pero no a las manos!
— Si no has de ser bueno que te lleve Dios ahora mismo.
—No matarás, dice Dios en el quinto mandamiento.
A estas exclamaciones hechas a un tiempo mismo sucedieron otras instantáneas de igual suerte, y cuya reproducción literal basta a describir el espectáculo que a la sazón ofrecía la plazuela de la Cebada. Ya decía yo que habría tumulto.
—No correr, no correr, señores. ¡Tunante!, aquí te vienes a robar pañuelos.
—¡Que me ahogo! Pues me he quedado sin zapatos.
—Yo no vuelvo más a estas cosas.
Afortunadamente, como de costumbre, las gentes se habían dado a correr sin motivo; terminada la ejecución del reo, y al romper las tropas el cuadro para marchar a sus cuarteles, hubieron de retroceder poco a poco los más delanteros para abrir paso. Entre los que estaban algo detrás se notó susto; los que cerca de estos se hallaban al ceder al movimiento imaginaron peligros y emprendieron la fuga, y en un abrir y cerrar de ojos cundió la confusión a todo el ámbito de la plazuela y calles contiguas. Nuestros interlocutores, guarecidos en el hueco de una puerta, vieron correr a las gentes despavoridas, sin más contratiempo que el de algunos apretones; y a los pocos minutos hallaron restablecida la calma, en términos de poder oír al paso a algunos que habían estado muy cerca del lugar del suplicio, Conformes estaban los dichos de todos en asegurar que al hacer el reo Juan Pablo Peret el gesto de impaciencia señalado por el hortera de la calle de las Postas, había manifestado su disgusto por creer que el ejecutor de la justicia le iba a decir alguna cosa en caridad cristiana, disgusto que significó al verdugo con el grito claro y sonoro de ¡Arre!
Despidiéndose unos de otros los individuos que con su diálogo nos han descrito esta verídica escena, dijo el hortera:
—Antes de un credo estoy en casa de mi amo.
Y la tía Chiripa:
—A la paz de Dios, señores. ¡Qué cosas ve una!
Y el religioso:
—¡Insensato, después de perder la gracia recibida en el bautismo, no se quiere asir a la tabla de salvación de la penitencia!
Y el estudiante:
—¿Cómo le han de enterrar en sagrado?
Y un alguacil que le oyó al pasar por delante, le dijo:
—No, señor estudiante, después de cortar al cadáver la mano derecha para colgarla de una escarpia en el camino real de Aranjuez a Ocaña, se le esconderá esta noche bajo las arenas del arroyo de Acromial, en un rincón distante de los pasos trillados.
Tal es la puntual historia del atentado contra el señor conde de Floridablanca. ¡Puñaladas más hondas había de recibir poco más tarde con su destitución repentina, y su destierro a Murcia, y su prisión en la ciudadela de Pamplona! ¡Puñaladas de aquellas que solo el bálsamo de la religión cura!
ANTONIO FERRER DEL RIO.
[1] Asiento de ceremonia, especialmente el que usan en actos solemnes ciertas personas constituidas en dignidad.
[2] Espejo de marco tallado y dorado, que suele tener en la parte inferior uno o más brazos para poner velas cuya luz reverbere en el mismo espejo.
[3] De categoría.
[4] Burla grosera e insultante.
[5] Cuerpo que se destinaba a guardar la persona del rey.
[6] Obra teatral de Leandro Fernández de Moratín.
[7] Tonsura (rito preparatorio).
[8] Clérigo dieciochesco frívolo y cortesano.
[9] Versos prosaicos y de puro sonsonete.
[10] Las cosas serían de otra forma, sucederían de forma distinta,
tendrían distintas consecuencias.
[11] En los corrales de comedias, sitio que ocupaban las mujeres.
[12] Luchar, reñir, forcejear.
[13] Romance alegre en que por lo regular se contaban hechos de la vida airada.
[14] Valla de madera o estacada que se hace para la defensa de un puesto, para cerrar el terreno en que se ha de hacer una fiesta pública o un combate, o para otros fines.
[15] Funcionario subalterno de un ayuntamiento o un juzgado.
[16] Adorno hecho de cartón forrado de tafetán u otra tela negra, que circundaba el cuello, y sobre el cual se ponía una valona de gasa u otra tela blanca engomada o almidonada, usado antiguamente por los ministros togados y demás curiales.
[17] Sin cesar en el trabajo, sin intermisión alguna.
[18] Cada uno de los huesos de la espalda en que se articulan los húmeros y las clavículas.
[19] Coche de caballos cerrado, de dos asientos comúnmente.
[20] Carruaje, de dos o de cuatro ruedas, en que se corría la posta (caballerías que se apostaban en los caminos cada dos o tres leguas, para que los tiros, los correos, etc., pudiesen ser relevados).
[21] Traje que los príncipes, señores y algunas otras personas o entidades dan a sus criados; por lo común, uniforme y con distintivos.
[22] Persona que tiene el grado máximo de la nobleza española y que antiguamente podía cubrirse delante del rey si era caballero, o tomar asiento delante de la reina si era señora, y gozaba de los demás privilegios anexos a esta dignidad.
[23] Clérigo dieciochesco frívolo y cortesano.
[24] En los siglos XVIII y XIX, persona de las clases populares de Madrid que en su porte, acciones y vestidos afectaba libertad y guapeza.
[25] A finales del siglo XVIII y principios del XIX, vecino del barrio de Maravillas de Madrid.
[26] Persona que se preocupa mucho de su compostura y de seguir las modas.
[27] Criado cuyas funciones eran las de acompañar a sus señores, asistirlos en la espera de las antesalas, atender al servicio de la mesa y otras actividades domésticas.
[28] Vestidura ceñida al cuerpo, generalmente de uniforme, con mangas que llegan hasta la muñeca, y con faldones hasta las corvas.
[29] Traje de ceremonia con que se revisten magistrados, letrados y algunos docentes.
[30] Capa larga con cuello, que llevan los eclesiásticos sobre la sotana y en otro tiempo usaron los estudiantes.
[31] Cursar en una universidad.
[32] Quien desea alcanzar un objetivo no pone reparos en utilizar los recursos necesarios.
[33] Periódicos.
[34] Paje del secretario del despacho universal y de los tribunales reales, que llevaba la bolsa o cartera de los papeles.
[35] Carro grande de cuatro ruedas para transportar personas, ordinariamente con cubierta o toldo de lienzo fuerte.
[36] Maldito.
[37] El demonio.
[38] Francés.
[39] Pobres.
[40] Refajo que usan las lugareñas.
[41] Vieja.
[42] Natural del territorio belga que ocupa aproximadamente la parte meridional de este país de Europa
[43] A bocajarro: A quemarropa, desde muy cerca.
[44] Andar aprisa, correr, huir.
[45] Herida prolongada en la cara, como la que hace la cuchillada.
[46] Hombre sin habilidad ni ocupación
[47] Dicho de una persona, especialmente de un hombre: Vigorosa, robusta y valiente
[48] Puñalada.
[49] Cualquier persona, por importante que sea.
[50] Tener facultad y aptitud para hacer algo.
[51] Hacerlo con mucho sigilo, con disimulo o en secreto.
[52] Dicho breve, sentencioso y feliz, especialmente el que tiene celebridad por haberlo proferido o escrito alguna personalidad o por cualquier otro concepto.
[53] En aquel tiempo u ocasión.
[54] Franca, sinceramente.
[55] Sudar mucho.
[56] Sin tener noticia de algo, o sin penetrarlo o comprenderlo.
[57] Mantener a todo trance su opinión.
[58] Completamente, enteramente, de todo punto.
[59] Tragaderos (facilidad de creer cualquier cosa).
[60] Creer lo más inverosímil o los mayores disparates.
[61] Abuela.
[62] Alguacil.
[63] De poca importancia.
[64] Hacer ostentación de alguna cosa con alabanza propia.
[65] Con gran firmeza
[66] Bulla, confusión de voces y personas que gritan y enredan, o riñen.
[67] Vello que apunta a los jóvenes sobre el labio superior antes de nacer la barba.
[68] En Madrid, apodo del mancebo de ciertas tiendas de mercader.
[69] Sera (cesta) más larga que ancha, que sirve regularmente para carga de una caballería.
[70] Mecha que se hace de esparto y alquitrán para que resista al viento sin apagarse.
[71] Tejido grueso de esparto, juncos, palma, etc., o formado por varias pleitas cosidas, que sirve para cubrir el suelo de las habitaciones y para otros usos.
[72] Toque de corneta que significa la alarma máxima.
[73] Invención urdida con propósito de engañar.
[74] Parte más alta del casco de la cabeza, junto a la comisura coronal.
[75] Ministro.
[76] Sin hacer ni decir algo vanamente, sino con su fin y provecho.
[77] Satisfacción de los delitos, que se debe dar por la sola razón de justicia, para ejemplo del público.
[78] Integrante de la Sagrada Orden de los Mínimos, fundada en Italia por san Francisco de Paula en 1435
[79] Persona que habla bien.
[80] Ajustador que usaban las mujeres, formado de lienzo o seda y de ballenas.
[81] Gorra que usaban las mujeres para abrigar y adornar la cabeza, hecha de encajes, blondas, cintas, etc., y de varias formas y tamaños.
[82] Pompa, ostentación y aparato costoso.