El castillo de los fantasmas
Tradición gallega.
Yo la oí referir a un sencillo aldeano en una tarde que me servía de guía a través de los montes de Mertiñá, por donde, atravesado a perniabierta[1] en una yegua de alquiler, hacía el camino que conduce al pintoresco valle de Deza.
Era la hora del crepúsculo de la tarde.
Íbamos por un sendero practicado en el flanco de una de aquellas montañas. La escena era encantadora, como todas las de la naturaleza al morir los días de primavera. Los rojizos rayos del sol que se apagaban en el horizonte reverberaban en la nevada cima del Testeiro[2], que tomaba a nuestra vista las proporciones de un colosal diamante. A lo lejos veíase lucir el gracioso y verde ropaje del lindo valle, bañado por las plateadas aguas del Deza, que al deslizarse por su lecho de flores y verdura formaba mil giros caprichosos que encantaban nuestras miradas. Las madreselvas y zarzamoras que crecían y se enredaban en uno y otro lado del camino llevaban el ambiente de sus balsámicos olores; las nubecillas que salpicaban el azul del cielo recogían el tinte de ascua del sol poniente, y todo cuanto alrededor mío contemplaba parecíame tan lleno de poesía y encanto que anduve un gran trecho embelesado en la admiración de tanta belleza.
Un mundo de pensamientos pobló mi imaginación. Todas las ilusiones que en otro tiempo calentaran mi joven cabeza, acudieron a mi memoria una a una para ser comparadas por lo bellas y poco duraderas con las magníficas escenas de la naturaleza en aquellas horas del día.
I
Dormido en las reminiscencias del pasado iba caballero[3] en la perezosa yegua, cuando al trasponer un recodo del sendero, los rayos del sol vinieron a herir de plano mi vista despertándome de mis recuerdos para admirar tan solo al rey de la creación que al ocultarse parecía querer enviarme el último adiós del día
—¡Quién sabe, decían mis ideas, si esa misma luz que desaparece para esta tierra, será esperada en este instante por los hijos de la misma que habitan al otro lado de los mares, creyendo que al llevarles la claridad de la alborada les envolverá en dulces recuerdos de su patria y familia!
De pronto el guía para mi famélica cabalgadura y me dice:
— ¿Ve V. aquellas ruinas que alumbran los rayos del sol con su luz rojiza— hacia la parte de Osera[4]?... Pues si no le es a V. molesto, entre tanto damos fin al resto de jornada que nos falta y para hacerlo más llevadero, le contaré una historia que dicen haber sucedido ahí y que explica la presencia de los fantasmas que en las noches de tempestad aseguran haber visto las gentes de esta comarca, vagar por las ruinas.
Le di gustoso mi asentimiento, echó a andar la potranca[5], y entre sus tropezones y sacudidas que a cada triquitraque daban a mis huesos penoso tratamiento, oí la narración que procuro trasladar sin añadir nada de mi cosecha, en las siguientes líneas:
iI.
Cuentan que allá por los años de mil doscientos y pico, esas que hoy son ruinas, constituían la orgullosa morada del poderoso conde Alvar, intrépido guerrero que había ganado mil laureles en los campos de batalla.
Y cuentan también que al amanecer de un día, los árboles y matas que orlaban los senderos y caminos que llevaban a la señorial fortaleza, llenáronse del polvo que levantaron los cascos de los caballos que conducían los innumerables deudos[6] y amigos del conde, que iban en romería a disfrutar de la fiesta con que aquellos convidara con motivo de su casamiento con Berta de Silva, hija única del conde Silva, que tenía sus dominios regados por las auríferas aguas del Soldón[7], en las cuales tantas veces viera retratarse su lindo rostro la principal doncella.
Era esta de singulares bellezas que cautivaban a la primera vista. Blanca, rosada, con sus trenzas de rubios cabellos que más bien parecían de hebras de oro formadas con las preciosas arenas que arrastraban las aguas del río; con sus pupilas azules despidiendo mil encantos y dulzura entre el dorado cerco de sus rubias pestañas; con su carácter humilde y bondadoso que había robado las simpatías todas del soberbio conde Alvar en la sola vez que la viera, cuando había descansado en su morada al volver con el padre de ella de prestar obediencia a la autoridad del Rey D. Alfonso VIII.
Desde aquella fecha nació el deseo en el conde guerrero de casarse con tan graciosa doncella, lo que consiguió después de varios desaires de Berta, que no tuvo más remedio que cumplir con el agrado de sus padres.
Como íbamos diciendo, todos los nobles de la comarca, deudos y amigos de las dos familias, se dirigieron al amanecer de un día hacia el señorial castillo en donde se iban a celebrar los desposorios del conde Alvar con la hermosa Berta de Silva.
Réstanos consignar ahora que no bien celebrados aquellos, y cuando iba a dar comienzo la fiesta en el espacioso gótico salón del castillo, un paje portador de un pergamino en una bandeja de plata, se acercó al conde y le dijo.
—Tomad, señor, este pliego que un correo acaba de traer, el cual sin apearse del caballo diz [8]que espera la respuesta que ha de llevar al capitán Román de Lugo, antes de que el sol se oculte.
Después que hubo leído el pliego y ordenado que llevasen la contestación al correo, se dirigió el conde a los circunstantes en estos términos:
— Una mala y a la par buena nueva encierra esta cédula que me han traído. Mala porque me obliga a aplazar la celebración del suceso que aquí nos reunía; y buena porque nos presenta una ocasión de ponerme al servicio de Dios y de la patria en la cruzada pregonada por nuestros muy amados soberanos para hacer frente al ejército de infieles que desembarcó de África amenazando invadir toda la península con sus hermanos de Andalucía. En esta cédula se hace una llamada a mi ayuda para esta santa empresa. No debo negarme, porque antes que nada está nuestra religión y nuestro pueblo; y como dentro de algunas horas debo ponerme en camino para engrosar, con mi mesnada, las huestes del esforzado capitán y noble caballero Men Román de Lugo, antes del medio sol de mañana, olvidemos lo que aquí nos llamaba y entremos al oratorio a postrarnos de hinojos ante la imagen de nuestro Señor rogándole por el buen triunfo de a causa cristiana.
En aquella época de luchas y de revueltas en que tanta sangre ha derramado el despotismo y las pasiones, la fe religiosa se conservaba pura o inalterable, y la idea de Dios se sobreponía a todos los intereses del mundo. Por eso cuando el conde Alvar notificara a los convidados el espíritu de la orden que había traído y la determinación que adoptaba sin pensarlo siquiera, de abandonar a su esposa a los pocos minutos de haberse unido a ella en la capilla, ninguno de los circunstantes hizo muestra alguna de desagrado, sino que, muy contrario, después que elevaron sus preces al Todopoderoso, muchos de ellos salieron escapados en sus corceles hacia sus tierras para aprestarse con tiempo a la empresa que iban a tomar muy en breve las armas cristianas de la península contra los enemigos de su Dios y sus haciendas.
Cuando la noche tejiera su manto oscuro sobre el castillo de Alvar, horas habían pasado desde que el conde se pusiera en camino con sus mesnadas hacia el Caurel[9] en donde debía reunirse con los soldados que mandaba Román de Lugo.
III.
Cincuenta días eran pasados y todavía no se supiera noticia alguna del conde Alvar ni del fin de la cruzada emprendida contra los sarracenos.
Cincuenta días pasaran por la vida de la condesa Berta que fueron para ella como cincuenta años, a juzgar por las huellas que el sufrimiento había impreso en su antes fresco y juvenil rostro.
Mucha pena retrataba en sus facciones el alma de la hermosa Berta. La repentina separación de su esposo debía haberle cansado grandes pesares; al menos así lo notaban los servidores que en el castillo habían quedado a su cuidado, al ver que apenas comía y descansaba menos y que todo el tiempo lo pasaba haciendo oración para que Dios conservase la vida al conde Alvar su esposo.
El desfallecimiento empezaba a enseñorearse de su cuerpo. Los primeros días solía pasear por las tardes en la alameda que circundaba el castillo, acompañada de una dueña que se quedaba a respetuosa distancia para dejarla en la abstracción en que la sumía la vista de un objeto que sacaba de su seno y que la dueña creía un recuerdo del conde. Pero el ningún descanso que su cuerpo tomaba, unido al poco alimento, había producido en ella una fiebre que no la dejaba andar dos pasos sin apoderarse de todos sus miembros un fatigoso cansancio; y por eso preciso le fuera, aunque con harta pena de su alma, renunciar al paseo, que era su única distracción.
Cincuenta días cumplía el tiempo desde la partida del conde a la guerra, cuando vemos a Berta sostenida por la dueña, pasearse por la sombra de la alameda. Aquella tarde había abandonado el reclinatorio en que pasaba la mayor parte del tiempo para ir a respirar el aire de la montaña, que lanzaba entre las altas ramas de los robles tristes lamentos como si llorara la penosa enfermedad que consumía a la hermosa doncella y casada.
A pesar de las repetidas súplicas de la dueña que consideraba peligroso para su salud quebrantada aquel paseo, la condesa Berta había querido visitar la alameda, porque aquella tarde sentía en su corazón algo misterioso que no pudiera definir y que la arrastraba hacia allí.
Su rostro pálido y el profundo amoratado cerco de la parte inferior de sus ojos aumentaban tanto los atractivos de su belleza que más bien que de forma humana parecía uno de esos ángeles que nuestra fantasía ha soñado algunas veces, bañados en una aureola divina como la que asemejaban los rubios cabellos de Berta caídos sobre sus hombros y espalda.
Había llegado apoyada en el brazo de su vieja dueña al paraje donde antes tenía por costumbre descansar, en el tosco sillar que estaba al pie de un roble de ancho ramaje, cuando le dijo a su acompañante:
— Dejadme que tome descanso en este asiento, mientras vos me buscáis algunos lirios y margaritas entre el césped del soto.
— Mejor era que diésemos vuelta para que la fatiga no os coja fuera de vuestra estancia.
— No; hoy me siento con muchas fuerzas y deseo estar sola un momento en estas soledades, como lo hacía en los días en que aquellas no me habían abandonado.
— Ya que ese es vuestro deseo lo cumpliré gustosa.
Alejóse la dueña atravesando la alameda en busca de las flores y en tanto Berta había sacado de su seno un pequeño relicario de plata con la imagen de la Virgen María, que tenía gran semejanza con los que aún hoy día se suelen ver con su estructura original colgando de los luengos rosarios de nuestras abuelas, como joya de gran valía por su estimación de haber venido heredándose de madres a hijas desde tiempos inmemoriales.
Miraba y apretaba frenéticamente el relicario, llevándolo repetidas veces a sus labios y no acertando a volver en sí del arrobamiento que le causaba la contemplación del recuerdo amoroso.
Abundantes lágrimas resbalaban silenciosas por sus marmóreas mejillas cayendo en su regazo, en donde morían mojándolo.
Lloraba mirando la efigie de la Madre de Dios y nuestra; pero lloraba sin gemir, murmurando tan solo entrecortadas palabras cuyo rumor se perdía no bien salían de su prisión de nácar y coral.
Muda, absorta y llorosa adoraba aquel, sagrado objeto cuando removiéndose nuevamente sus labios, llegaron a vencer la obstinación de los sollozos que ahogaban su voz en la garganta pudiendo exclamar:
—¡Ramiro, Ramiro!.... ¡Ramiro querido!....
— ¡Berta!.... — contesta otra voz detrás de ella.
El terror y el asombro que se pintaron en las facciones la joven fuera imposible describirlos. Volvió la cabeza y su terror aumentó viendo un joven, que de pie la contemplaba con arrobamiento.
—¡Tú!.... ¡Ramiro!....— pudo apenas balbucear cayendo desvanecida en los brazos del desconocido que se había apresurado a sostenerla.
Cortos momentos trascurrieron, al cabo de los cuales Berta recobró el conocimiento merced a los cuidados del joven y a la brisa fresca de la tarde, que empezaba a enviar la encañada vecina.
— ¡Ramiro!.... por Dios, vete! ... ¡vete antes de que la dueña te vea! le decía Berta en ademán suplicante.
— ¡No! ¡No me eches de tu lado ahora que he conseguido verte! ¡No me arrojes como a un criminal! Mis únicas faltas son el haber nacido y el amarte locamente. Escúchame breves instantes y después yo me iré, me iré lejos, ¡muy lejos! de dónde no pueda volver a importunarte con mis amores.....
—¡Ramiro!...
(Continuará)
— ¿Verdad que me amas siempre vida mía? ¿Y cómo no si ahora mismo te he visto besando el relicario que mi madre moribunda colgó de mi cuello y que yo te he dado en testimonio de mi cariño? ¡Ay! ¡Sí! ¡tú me amas! ¡Me amas!.... decía fogosamente Ramiro cogiendo las dos manos de Berta y llevándolas a los labios--¡No lo niegues!....
¡No cometas ese crimen!
— ¡No lo niego, no!.... ¡Te amo más si cabe, que cuando se arrullaban nuestros amores en las riberas del Soldón!.... pero ¡vete!, ¡no puedo amarte! ¡no me pertenezco!
— ¿Qué no te perteneces? ¿Acaso ignoras que a mis oídos ha llegado, como a todo el campamento cristiano, la noticia de tus singulares desposorios? ¿Acaso crees que no sé que estás pura, tan pura como cuando nuestro amor se deslizaba tranquilo por entre los múltiples afectos de nuestros corazones?....
— ¡Por Dios, vete!
—¿Qué me vaya dices? ¿Verdad que no? ¡Vente tú conmigo, y entonces me iré! ¡Vente, Berta, a vivir retirados en el fondo de la montaña y viviremos felices!
— ¡Te lo pido por el recuerdo de tu madre, Ramiro! ¡Déjame morir esta vida de pesadumbre sin ningún remordimiento!
— ¡Bueno! ¡Me iré! — dijo el joven dando dos pasos como para alejarse; y cuadrándose continuó:
— ¡Volveré a la guerra en donde sabré encontrar la muerte entre las armas sarracenas, ya que hasta ahora se han conjurado a favor de mi existencia! ¡Adiós!
Desde este instante puedes rezar por un muerto más.
Y no bien se disponía a alejarse tal vez para siempre, cuando Berta deteniéndole por un brazo,
— ¡Ramiro! ¡Ramiro,... no te vayas! — le dijo— ¡Ay! ¡Mi dueña!..... ¡Vete, que no te vea!
—Pero de noche … En el castillo verás lucir una luz por tres veces en una ventana; lleva una escala de mano. ¡Adiós!
—¡Adiós!... contestó alejándose radiante de alegría Ramiro, internándose por la espesura de la alameda.
Al poco tiempo llegó la dueña con los lirios y margaritas, preguntando el nombre del que acababa de separarse de la condesa.
—Es Diego González, que iba al castillo a saber de mi mejoría, mintió Berta poniéndose roja como las amapolas.
Poco después se hallaba recogida en su estancia dando gracias a la Virgen del Relicario por haber conservado la vida a su amado Ramiro.
La noche extendiera sus grandes alas ocultando la luz del día y produciendo misteriosas sombras en el bosque, de castaños y robles que orlaban el señorial castillo de Alvar.
Hasta se oía el más pequeño ruido que pudiera acusar la presencia de un ser humano en aquellos lugares.
La negra silueta del castillo asemejaba estar guardada por aquéllos fantasmas de corpulentas formas que a su alrededor había, los cuales solían murmurar como medrosas amenazas al ser molestados por la fría brisa de la noche, que de cuándo en cuándo, turbaba el sueño de la naturaleza moviendo el ramaje del bosque y haciendo escuchar el lejano ruido del caer monótono de la cascada de Barrán, al que hacía coro el lenguaje seco y estridente de una lechuza y un búho que proclamaba a voz en grito un nocturno reinado.
La noche, con su densa oscuridad envolviendo todos los objetos parecía una de esas que la fantasía del pueblo crea, con sus duendes y quiméricas visiones vagando por los aires, y por entre las negras sombras influyendo con sus malignas mañas en aquellos infelices escogidos para sus maleficios.
Y esos ruidos, emanados del silencio mismo que la conseja reviste de terroríficas virtudes, parecían también tener vida en aquella noche de cita para los dos amantes.
En una de las ventanas del castillo apareció la señal que Berta había anunciado a Ramiro.
Al punto una sombra se despegó del tronco, de uno de los árboles y fue a situarse debajo de aquella ventana es que se abrió sin ruido.
—¡Berta!...— dijo una voz de abajo.
—¡Ramiro! ¡silencio!..... ata en esa cuerda la escalera de mano y sube pronto cuando haga la señal, — contestó Berta deslizando una cuerda a lo largo de la pared.
Llegó la cuerda a Ramiro, ató en ella la escalera y a los dos segundos penetraba por la ventana en la estancia de Berta que le esperaba con los brazos abiertos.
Al mismo tiempo que Ramiro penetraba de tal manera en el castillo del conde, la brisa nocturna sopló con más fuerza haciendo murmurar a los árboles sordas amenazas por la invasión de la morada que ellos guardaban. Y si Berta y Ramiro pudieran oír algo más que el latido de sus corazones hubieran notado al cerrar la ventana como el lejano ruido del trotar de unos caballos y el que producían los cautos y voces de los mermaderos [10] del conde, que con este a su cabeza volvían aquella noche para sus hogares, de la encarnizada lucha que sostuvieran con los sarracenos en las Navas de Tolosa.
(Concluirá)
Más de una larga hora estuvieron los dos amantes entregados a su amoroso coloquio, bendiciendo al cielo por la dicha suprema que les había concedido al dejar que volviesen a verse y hablarse después de tanto tiempo como habían pasado desesperados por no abrigar ninguna esperanza de ser el uno para el otro.
Ramiro se había sentado junto a Berta teniéndole cogida una mano que estrechaba y besaba repetidas veces durante la relación que la hacía de las penas y trabajos que amargaran su alma desde que habían dejado de verse a orillas del Soldón.
Berta le escuchaba silenciosa, desprendiéndose de sus magníficos ojos elocuentes muestras de dolor cuando Ramiro le narraba algún paso difícil de su desesperada vida. Así es que cuando aquel le dijo que había estado a punto de perecer en la célebre jornada de las Navas de Tolosa a la que acudiera en busca del descanso de su maldecida existencia, no pudo ahogar los sollozos que involuntariamente el dolor arrancó de su corazón de ángel. Pero también algunas veces su afligido semblante tornábase radiante de orgullo y de nobleza al oír referir de boca de su amado las cien proezas que había realizado buscando la muerte; y sobre todo cuando le dijo que el mismo rey de León en persona le diera nobleza estrechándole la mano derecha y felicitándole por su valor y pujanza.
Así era la verdad. Convencido Ramiro de que todo cuanto pudiera hacer para romper aquel matrimonio, fuera inútil en él miserable hijo de un pechero del padre de Berta y no pudiendo resistir la vista de los lugares que fueran testigos de su dicha pasada y ahora lo eran de su desdicha presente, resolvió alistarse en una compañía de soldados con el animoso afán de buscar una muerte que diera término a sus males y desventuras, en la campaña que pregonaba ya la fama de los aprestos había de ser ruidosa y memorable en los fastos de la historia. Allá fue decidido a hacerse matar; pero muchas veces la muerte huye de quien la busca, como los tétricos fuegos fatuos de quien a ellos se acerca, y por eso en lugar de oscuro fin, encontró Ramiro una gloria no soñada, resultado de su intrepidez en el combate, en donde solo con un hacha de armas, había roto la fuerte barrera de cadenas que guarnecían el campamento enemigo el cual era guardado por la flor del ejército musulmán, que huyó espantada ante el denuedo del joven guerrero. Este hecho no pasó desapercibido para sus compañeros de armas los que le aclamaron por uno de los héroes del día, tributándole toda clase de honores y distinciones que a otro cualquiera hubieran llenado de orgullo y de superioridad hacia los demás, pero que a él le molestaban en un grado supremo. Huía de todos, no tenía tratos con nadie y cuando el rey le llamó a su presencia y le dio nobleza, experimentó un grande malestar, porque aquella alta distinción llegándole tan tarde para el logro de sus ideales, era otro recuerdo más doloroso de las desventuras que le afligían y que procuraba arrancar de su alma.
Sus compañeros le veían caviloso y mal humorado, no sabiendo a que atribuir tan adusto carácter en un hombre que tanta gloria había conquistado en un día. Una noche, cuando le llevaban las cédulas de nobleza conferidas por el rey, no pudieron hallarlo en el campamento. Se sucedieron otros días y tampoco apareció y desde entonces habían creído que desertara por su modestia o que era víctima de algún triste accidente que privaba a la causa santa de un fuerte brazo.
Entretanto Ramiro se ponía en precipitada marcha hacia a la nueva morada de Berta; porque en el campamento había oído referir la extraña relación del desposorio del noble conde Alvar con la más hermosa hija del valle de Soldón.
Y al castillo había llegado lleno de esperanza en busca de la única gloria que ansiaba; y ya hemos visto cuán colmada era esta gloria aquellas horas de la noche encubridora del misterio y del crimen.
Más de una hora hacia que estaban los dos amantes sentados uno junto el otro, embriagados de felicidad y formando mil proyectos para verse, burlando la vigilancia de los servidores del castillo, entretanto no encontraba Ramiro un refugio que fuera puerto de escondite para sus amores y dichas.
Entregados sus corazones y sus seres enteros a tanta dicha, no oyeron la infernal barahúnda[11] del llegar de numerosa tropa a la fuerte morada.
Solo cuando pudieron oír el ruido era ya demasiado tarde. Se levantaron apresuradamente de sus asientos, apagaron la luz, y temerosos, andando a tientas, encontraron la ventana que abrieron para que huyese Ramiro; pero casi al mismo tiempo que éste montaba en el alféizar, dando a su amada un abrazo de despedida, dieron dos gritos de angustia y cayeron muertos en la estancia.
IV.
Llegó la aurora con sus rosadas tintas despertando la soñolienta naturaleza y descubriendo a los servidores del castillo, el más sangriento espectáculo que pudiera imaginarse.
El conde Alvar, manchados de sangre sus vestidos y manos, con los ojos espantados, recostado en la pared, contemplaba los cuerpos inanimados de su esposa y Ramiro, que abrazados en medio de una charca de sangre juntaban sus rostros como dándose el ósculo de despedida de este mundo para unirse sus dos almas en el otro.
El conde Alvar, no bien había llegado al castillo, se dirigiera a la cámara de la condesa, a la que no quiso que despertaran para poder hacerlo él.
Vio luz en el cuarto y creyendo que Berta estaría velando se dirigió por una puerta secreta que escondían las colgaduras de la cama, y al penetrar en la estancia se quedó mudo de terror y de asombro.
Una oleada de sangre subió a su cabeza echó mano a un puñal y despacito, como el criminal que teme ser sorprendido, se fue acercando a los dos amantes que apagaron la luz para no ser vistos, y los alcanzó en el momento mismo en que el ladrón de su honra iba a escapársele.
Sin pronunciar una palabra, se avalanzó a él y le clavó la daga en el corazón. Ya hemos dicho como el pobre Ramiro cayó muerto instantáneamente en los brazos de Berta la que al desmayarse dio con su cabeza un fuerte golpe en uno de los esquinados pies del taburete caído, produciéndose primero una ancha herida y luego la muerte por la mucha sangre que de ella manaba.
El conde se volvió loco y nunca quiso salir de aquella estancia. Al cabo de poco tiempo murió y el castillo fue deshabitado, no atreviéndose nadie a aquellos alrededores por temor, decían, de la maldición que pesaba sobre la condal morada.
El tiempo, con la acción ruinas de las lluvias y tormentas fue desmoronando aquella fuerte obra, conservando en pie una parte con una ventana, que dicen las gentes del país se ilumina durante las noches de tempestad, y se ven sombras a través de ella y se oyen dos gritos agonizantes que infunden pavor a los pobres aldeanos.
A este punto había llegado de su relato el bueno del guía, cuando divisamos a Lalín entre la húmeda gasa que lo envolvía con las sombras de la noche, ya bastante densas. Apretamos el paso, él el de sus piernas y yo el de mi potranca y a poco llegamos al pueblo en donde pude descansar de las fatigas del día.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
FUENTE
C. A. Romay. “El castillo de los fantasmas”, El diario de Lugo: periódico político y de intereses generales: año IX, núm. 2335, 20 de julio de 1884, p.1.; núm. 2346, 3 agosto de 1884 p.1.; núm. 2375 – 7 de septiembre de 1884, p. 7.
NOTAS
[1] Perniabierta: a buen paso
[2] Sierra localizada entre la comarca de Deza y la de Tabeiró.
[3] Caballero: montado a caballo.
[4] Osera: Oseira
[5] Potranca: 1. m. y f. Caballo que no tiene más de tres años. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[6] Deudos: 1. m. y f. pariente (que tiene relación de parentesco). (Diccionario de la lengua española, RAE).
[7] Soldón: río afluente del Sil que discurre en la mayor parte de su tránsito por Lugo.
[8] Diz: dijo (forma antigua)
[9] Castelo de Carbedo, fortaleza militar situada en la sierra de Courel, residencia de Doña Ilduara, según dice la leyenda, y a donde iba a visitarla el conde de Lemos.
[10] Sic. Por “mesnaderos”, los criados del conde.
[11] Barahúnda: 1. f. Confusión grande, con estrépito y notable desorden.