Leyenda de Estella
En Estella se refiere una leyenda, que no podemos resistir al deseo de darla a conocer a nuestros lectores.
Pertenecía Navarra a Francia, y gobernaba a Estella en nombre de Luis X, denominado el Hutin o el Amotinado, un caballero noble de aquella nación, que tenía por nombre Gualtero Marigni, hombre liviano, desleal, cruel e injusto.
Apenas llegado se prendó de una ilustre dama de la ciudad, llamada doña Blanca Garcés, mas ésta, enamorada desde sus primeros años de su primo Ramiro Garcés, denodado paladín, rehusó decididamente los obsequios continuados del gobernador, y este desde luego buscó medios para deshacerse de su afortunado rival. Con tal objeto lo envió a París con la importante misión de entregar unos pliegos reservados al rey, y Ramiro partió inmediatamente seguido de un solo escudero. Al penetrar ambos viajeros en las asperezas de los Pirineos, se vieron rodeados de una veintena de agentes de Gualtero disfrazados de bandidos. Resistiéronse desesperadamente, más el escudero de Ramiro fue muerto, y este aprisionado, vendados los ojos y conducido a una fortaleza aislada en la que se le encerró cuidadosamente. Blanca esperaba en vano a su amante que no podía volver, y Gualtero redoblaba, aunque inútilmente, sus galanterías. Los torneos, las trovas y los saraos, se repetían sin cesar en obsequio de la bella navarra, mas ni una sola sonrisa había endulzado la negra melancolía que oscurecía su bellísimo rostro.
Un día la dijo el desdeñado gobernador: «He aquí nuevas de vuestro fiel caballero que acabo ahora de recibir. No era de extrañar el retraso de su vuelta.»
Diciendo así, dejó sobre un taburete un pergamino arrollado del que pendía un sello de plomo en que se veían grabadas unas armas cimadas [1]de un sombrero episcopal, y dejó sola a doña Blanca.
Recorrió esta ávidamente el escrito, más nada pudo comprender, pues estaba en lengua latina, más en el instante hizo llamar al capellán de la casa, que lo descifró sin dificultad. Era una certificación en debida forma en que el arzobispo de París expresaba que en la catedral de aquella ciudad había él mismo desposado a Ramiro Garcés, caballero navarro, con Isolina de Fontenay, joven heredera de una de las primeras casas de Francia.
Blanca quedó desmayada al escuchar tan terrible relación, y aunque convencida de la infidelidad de Ramiro, jamás quiso escuchar las importunas exigencias de Marigni, y la tristeza más profunda se apoderó de su corazón. Resolvióse por fin a tomar el velo en el monasterio de San Benito de la misma ciudad de Estella, y a pesar de los ruegos y súplicas de sus parientes y amigos, se verificó la ceremonia de su entrada en el claustro con desusada y regia magnificencia.
Gualtero de Marigni, aunque parecía resignado, meditaba terribles planes que pronto se vieron realizados.
Una noche que la bella novicia rezaba en su celda humedeciendo con lágrimas su devocionario, se sintió de repente cogida entre los robustos brazos de dos enmascarados, que con un lienzo que apretaron a sus labios ahogaron el grito en que iba a prorrumpir.
Pocos instantes después era conducida en una litera al mismo castillo donde gemía Ramiro, que privado de toda comunicación nada sabía de Blanca desde su salida de Estella. No tardó Gualtero de Marigni en dejarse ver de su prisionera, y decirle que no saldría jamás de aquellos muros, o que sería su esposa. «Antes morir mil veces, contestó Blanca, menos me espanta la muerte que vuestra odiosa pasión, yo soy la esposa de Dios.»
Así pasó mucho tiempo.
Gualtero, aunque residía ordinariamente en Estella, visitaba con frecuencia a su cautivo, mas nada alcanzaba de su corazón de hierro.
Tornaba una noche a la ciudad, cuando estalló de improviso la más furiosa tormenta que le obligó a acogerse al solitario castillo, del cual se había apartado pocos pasos.
No bien atravesara el foso, cuando un rayo que cayó en el torreón que defendía la puerta principal, no solo derribó dos almenas, sino también incendió el edificio. Gualtero al frente de sus hombres de armas hacia los mayores esfuerzos para apagar el fuego, mas este tomaba un incremento espantoso. Una enorme viga abrasada, al desprenderse, hirió mortalmente al pérfido caballero, que en su lecho de muerte, por alcanzar el perdón del cielo, mandó se diese libertad a Blanca y a Ramiro.
Sin embargo, aquella aunque sintió todo el placer posible en volver a encontrar libre y fiel a su amante, no consintió jamás en casarse con él por no romper los santos votos que, aunque no formalizados exteriormente, había ya pronunciado en su corazón. Ramiro trocó su brillante armadura de caballero por el tosco sayal del ermitaño, y fue en peregrinación a Jerusalén, de donde más no volvió, habiéndose fijado, según se dijo en Estella, en el hueco de una roca del Carmelo.
FUENTE
Nombela, Julio, Crónica de la provincia de Navarra, Rubio, Grilo y Vitturi, 1868, p. 106.
Edición: Pilar Vega Rodríguez