La mejor victoria
Pocos habrá que no conozcan, de nombre a lo menos, a Hacfsum[1], aquel temido aventurero que en el siglo IX consiguió dominar en la parte oriental de España inspirando serios temores a los emires cordobeses. Hijo de humilde cuna y dedicado al trabajo de sus manos en Ronda, trocó más tarde Hacfsum tan honrada ocupación por la agitada vida de los salteadores de caminos hasta que los azares de la suerte y las especiales circunstancias de nuestra patria, en aquel entonces, facilitáronle la conquista del fuerte de RoItah el Yehud[2]. Desde su inaccesible guarida, asentada sobre elevados picachos, Hacfsum desafiaba el poder del emirato como el águila desafía al rayo, y revolvía en su mente ambiciosos proyectos que no tardaba en realizar.
Barbastro, Huesca, Fraga, Lérida, y cien y cien poblaciones prestáronle obediencia y sumisión. Hacfsum dirigió entonces hacia Córdoba su altanera mirada y soñó por un momento en llamarse Emir.
Dulces recuerdos cruzaron por su mente: acordóse de Tarík sometiendo a casi toda España, y de Abderrahmán venido de lejanas tierras con la sentencia de muerte suspendida sobre su cabeza y el odio a los abasidas arraigado en su corazón. Pensó que quizá estuviera escrito que fuera él con el tiempo el señor de la península española.
II
Preocupado por tan gigantesco proyecto, Hacfsum salió una tarde a pasear por los alrededores de su castillo. Distraído como iba, fue alejándose de cada vez más, y caminando al acaso llegó a una gruta escondida entre jarales y maleza. Hacfsum detúvose un momento a contemplarla.
— ¿No ves, dijo al criado que le acompañaba, algo en el fondo de esa gruta?
— Señor, si no me equivoco, hay dentro de ella un hombre.
— ¿Un hombre? Haz salir al osado que intenta ocultarse a mis pesquisas.
Poco después un anciano de luenga barba y desordenada cabellera, vestido con tosco sayal, que una cuerda sujetaba, apareció llevando en una mano sencilla cruz de madera y en la otra un cofrecillo de plata.
— ¿Quién eres? le preguntó Hacfsum.
— ¿Y qué puede interesaros el nombre de un pobre ermitaño?
— Nada, nada; pero quiero saberlo, y estás en la obligación de contestarme.
— ¿En la obligación de contestaros?
— ¡Cómo! ¿No ha llegado a tus oídos el nombre de Hacfsum? ¿-No conoces al que por sus victorias conocen todos los hijos de Allah?
Cual fugaz relámpago que brilla en noche tranquila del estío, así la ira se dibujó un momento en la tranquila faz del anciano.
— Ocupado en otras victorias no menos difíciles, contestó con aparente calma, no había podido conoceros, dije mal... recordaros.
— ¡Insolente! ¿De qué victorias hablas? dijo Hacfsum rugiendo de cólera; pero antes de que ermitaño pudiese contestarle, fijóse en la arquita de plata, y se abalanzó hacía ella.
— ¡Jamás! exclamó enérgicamente el anciano.
—Ábrela pues.
El ermitaño levantó la tapa, y dejó ver una hermosa trenza rubia como el trigo.
— ¿De quién es ese pelo? preguntó imperiosamente Hacfsum,
— Es un secreto.
— Contesta o te hago morir ahora mismo,
—Haced lo que os plazca; más dejadme un momento para disponerme. Hacfsum reflexionó; la severa majestad del anciano, el pensamiento de que iba a cometer una cobardía y el poco motivo que para castigo tan cruel había influyeron de tal modo en su ánimo que se contentó con mirar desdeñosamente al ermitaño, y alejarse sin contestar una palabra.
III.
En el castillo de Rotah el Yehud[3] se nota extraordinario movimiento: hácense aprestos de guerra con actividad, y a toda prisa se reúnen en la fortaleza las tropas de Hacfsum. El walí[4] de Lérida, el célebre Abdelmelik ha acudido también allá.
La verdad es que no estaban de más los preparativos: Almondhir[5] al frente de un poderoso ejército ha acampado ya frente a la guarida del artesano de Ronda: el río Isabana[6] refleja en sus cristales los atezados rostros de los soldados del Emir.
No tardó en empezarse la batalla: los dos opuestos bandos al son de las trompetas v añafiles[1] se precipitaron el uno contra el otro, dando salvajes alaridos. Por algún tiempo estuvo indecisa la victoria, pero al fin las tropas de Almondhir llegaron a las puertas del castillo.
Vióse entonces al incógnito ermitaño con su arquilla de plata en la mano penetrar sudoriento y jadeante en la estancia donde Hacfsum se encontraba.
—Huid, huid le dijo: Abdelmelik acaba de expirar: tus enemigos no tardarán en ocupar la fortaleza.
— ¡Estaba escrito! murmuró Hacfsum apesadumbrado.
Allah decretó mi muerte, pero ¿cómo escapar sin que lo adviertan los soldados, del Emir?
— Yo os enseñaré una senda que no conocéis pero que he recorrido muchas veces.
— Sea, más hagamos antes el último esfuerzo, ¡Soldados! El Paraíso está prometido a los valientes.
IV.
¡Rotah-el Yehud ha sucumbido! el estandarte del Emir ondea en lo más alto de la fortaleza.
Aquella noche la luna brilló tan hermosa como siempre, las estrellas aparecieron centellantes en la azulada bóveda.
— ¡El cielo es insensible a mis desgracias! pensó Hacfsum, que volaba a esconderse en las fragosidades de los Pirineos.
¿Qué hubiera dicho Hacfsum sí supiera que el cielo estaba de gala? Escuchad.
V.
Los mortales duermen: únicamente Álvaro el ermitaño vela en la apartada gruta donde vive.
— Ya, Señor, podéis llevar de este mundo a vuestro siervo, dice apretando contra su pecho el cofrecillo de plata,
¡Ah!,¡Hija mía! ¡Hija de mi corazón! Tu padre es digno, gracias a Dios, de unirse nuevamente contigo ... Hoy he salvado de la muerte al hombre que te hizo perder la vida... Hoy he salvado a Hacfsum.
Pero el antiguo salteador de caminos no se acuerda... ¡Solo lo sabe Dios! Dios y yo que guardé tu trenza como prueba de que jamás te olvidaré!
¡Dios mío! ¡Dios mío! llevadme al cielo para ver a mi hija.
Esto decía Álvaro con entrecortada voz, lanzando tristes gemidos que el eco llevaba de peña en peña.
Y mientras tanto una hermosa virgen cubierta con vestiduras más blancas que el copo de nieve, postrábase suplicante ante el trono del Eterno.
— Indigna soy de levantar la vista para miraros, pero no retardéis a mi padre el premio de sus virtudes sí tal es vuestra divina voluntad.
— Él, añadían los ángeles, ha alcanzado la mayor victoria que puede conseguirse en la tierra.
Él ha triunfado de sí mismo.
VI.
— Hacfsum y Almondhir no existen: sus estrepitosas hazañas hundiéronse con ellos. Con ellos que vencieron a ejércitos poderosos y dominaron.
Pero más allá de las nubes y del espacio donde los astros giran, en el alcázar donde Dios reúne a sus escogidos, Álvaro, el ermitaño de Rotah el Yehud reina eternamente. Y los ángeles cuando pasan junto a él cantan con melodioso acento como el día en que murió.
— Sea Dios ensalzado en sus santos. Loor a Álvaro que alcanzó la mayor victoria, porque supo triunfar de sí mismo.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
FUENTE
H.
La Verdad: diario de la mañana (Santander) Año III Número 869, 16 de diciembre de 1885. p.1. También publicado en “La Ilustración Católica”, año II, 19 abril 1891.
NOTAS
[1] 'Umar Ibn Hafsun, cfr. Carlos Soler y Arqués, Huesca monumental: ojeada sobre su historia gloriosa, Huesca, Jacobo M. Pérez, 1861.
[2] Rota- el-Yehud, “Roda de los Judíos”, actual Roda de Isábena, en Huesca. Perteneció al obispado de Lérida: Cfr. Carlos Romey, Historia de España, Barcelona, Bergnes, 1839, p. 383.
[3] Este castillo, construido sobre una fortaleza romana, en un promontorio, fue destrozado en 906 y no se reconstruyó nunca.
[4] Walí: o [wali] gobernador.
[5] Almondhir: Al-Mundir, sexto emir independiente de Al-Ándalus. Muere en 888.
[6] Isabana o Isábena: río que establece una frontera natural entre Aragón y Cataluña.
[1] Añafil: 1. m. Trompeta recta morisca de unos 80 cm de longitud, que se usó también en Castilla. (Diccionario de la lengua española, RAE).