La barca del tío Antonio (Leyenda)
I.
En mi última expedición a Asturias, y durante mi permanencia en una de las más lindas poblaciones do la costa, me contaron el episodio que voy a referir y que desde entonces no puedo recordar sin que las lágrimas asomen a mis ojos.
Hallábame yo una tarde en un caserío de la montaña, oculto bajo ese manto de verdura que esmalta nuestras provincias del norte, contemplando desde allí el imponente espectáculo del mar alborotado que elevaba hasta el cielo sus olas, coronadas de espuma y agitadas con fuerza extraordinaria por el aliento de la tempestad. Mi vista se perdía en aquella inmensidad de agua que azotaba las rocas y se estrellaba en la playa sin darse un instante de reposo. El cielo se cubría más y más de negras nubes que ocultaban completamente el horizonte que poco antes se abría a mis miradas.
Entonces el dueño del caserío que a mi lado contemplaba tan imponente espectáculo murmuró como hablando consigo mismo:
— No tardará mucho en aparecer la barca del pobre Antonio.
Al oírle me volví sorprendido hacia él, extrañándome que un hombre en su cabal juicio fuera bastante osado a lanzarse al mar en aquella ocasión, y sobre todo de que no encontrase nadie que se lo impidiera; pero al observar mi movimiento se sonrió ligeramente mi compañero y me dijo:
— Es verdad; ignora V. lo que esto significa, y le debo una explicación de mis palabras.
Y en seguida me contó lo que sigue:
II.
No hace aún mucho tiempo que en uno de los pueblos inmediatos y en una pequeña choza aislada, que semejante al nido de un pájaro se elevaba sobre una peña batida constantemente por las olas, vivían unos pobres pescadores.
Nada más unido en todos los pueblecillos de la comarca que aquella familia compuesta del padre, a quien los años y sus continuos achaques vedaban ya el ejercicio de su arriesgada profesión, y tres hijos, uno que llevaba el peso de la casa y dos más pequeños que despedían todas las mañanas a su hermano, que iba a arrostrar peligros sin cuento para ganar el pan de cada día, o le saludaban con gritos entusiastas todas las tardes cuando la blanca lona de su ligera barquichuela aparecía en lontananza como un punto que se destacaba entre las brumas.
Su madre habla muerto hacía dos años, y aquellas cuatro almas estrechamente unidas vivían felices amando al mar con entusiasmo y bendiciendo a Dios con reconocimiento.
Nada más profundo que el respeto de los hijos a su padre, nada más grande que el cariño de éste a sus hijos. Para aquellos dichosos seres la desgracia no existía; desde la muerte de la anciana pescadora no se habían vuelto a derramar lágrimas en la choza y su recuerdo santo y bendito era una especie de alegría consoladora que les daba fuerzas y les mostraba claro el porvenir; fanal[1] limpio y resplandeciente que guiaba sus pasos hasta Dios.
Todos los días, apenas el alba despuntaba, levantábanse los cuatro habitantes de la choza, y entre todos parejaban[2] la barca, en la que entraba el hijo mayor después de besar respetuosamente la mano del anciano y abrazar con efusión a sus hermanos, y acompañado en su expedición por las oraciones puras y fervorosas de los que se quedaban en la orilla—79—surcaba el bravo marino las verdes ondas, bien pronto desaparecía a lo lejos. No permitía que ninguno de sus hermanos le acompañase, a causa de la temprana edad de éstos.
El día en que ocurrió el espantoso incidente que turbó para siempre la felicidad de aquella pobre familia, una tenue claridad anunciaba en el horizonte la salida espléndida del sol. El mar en calma rizaba sus olas y las lanzaba a la orilla retirándolas después, y dejando, como una huella de su paso, bañada la arena en blanca espuma.
Mecido por halagüeñas ilusiones, el joven pescador abrazó a sus hermanos, besó la mano trémula de su padre, lanzóse de un salto en la pequeña cáscara de nuez, y soltando su vela se alejó confiado y risueño; la brisa trajo durante mucho tiempo a la playa el eco de sus alegres barcarolas.
Pasó tranquila la mañana; pero al principio de la tarde una nube casi imperceptible se fue extendiendo poco a poco, y bien pronto cubrió el cielo con su manto de color de plomo.
La tempestad se desencadenó terrible, nada resistía a su empuje. El mar se retorcía en espantosas convulsiones y azotaba las rocas con atronador estrépito. La población acudió en seguida a la playa, y un alarido inmenso de todos aquellos seres, en el cual se adivinaban los ayes de las esposas que se creían ya viudas, de los niños que se veían ya huérfanos, de los padres que se consideraban ya sin lujos, mezclándose a los rugidos de las olas alborotadas, subía al cielo sin cesar como un canto de desesperación. Todos los ojos estaban fijos en el horizonte; pintada la ansiedad en los semblantes, porque todos tenían una persona querida que tal vez en aquel momento luchaba brazo a brazo con las olas, disputándolas una vida de la que dependían otras muchas. Los pocos pescadores que no se habían hecho al mar vagaban de un lado a otro, felicitándose de su buena fortuna y lamentando la desgracia de los demás.
En cuanto a los tres habitantes de la choza, aquel padre y sus dos hijos que por la mañana abrazaron por última vez a su hermano, de rodillas, en la alta roca en que vivían, con las manos juntas y los labios trémulos, oraban llorando y devoraban con los ojos la inmensidad extendida a sus pies.
De repente el anciano se levantó, dejando escapar un grito de sorpresa a la par que de espanto y alegría.
Allá, lejos, muy lejos, acababa de aparecer una barca muy conocida para él; la barca de su hijo que en vano se esforzaba por ganar la orilla y dominar la fuerza de las olas.
Mucho tiempo duró aquella lucha espantosa de los elementos contra el hombre. La multitud, aterrada, seguía ávidamente todos sus detalles; el anciano y los dos niños, con el aliento comprimido, la contemplaban también, y en sus facciones descompuestas—86—hubieran podido seguirse todas las incidencias del combate.
Pero, por fin, vióse a la humilde barquichuela levantada a una altura prodigiosa, se adivinó más bien que se oyó un chasquido de madera que se abre, y después el frágil esquife se hundió en el seno irritado del océano para no volver a aparecer más.
Y el mar rugió con fuerza como si celebrase su victoria
¿Qué pasó entonces por la mente del pobre padre de la víctima que así acababa de presenciar la desastrosa muerte de su hijo? ¿Quién es capaz de imaginarse las angustias que torturaron su corazón y extraviaron su inteligencia? Cuando todo se hubo terminado, se irguió mirando con aire extraño a su alrededor. Vió cerca de sí sujeta fuertemente a la playa una antigua barca desprovista de todo lo necesario, y que sólo servía para guardar el pescado cuando la pesca era abundante, y sin verter una sola lágrima, sin pronunciar una sola palabra, hizo una seña a sus dos hijos, que parecieron comprenderle.
Bajaron la resbaladiza escalera de piedra, y saltando ágilmente sobre la barca, sentóse el anciano al descompuesto timón, asieron los niños dos remos, ya inútiles, que en ella encontraron, y antes de que nadie se pudiera oponer a su designio lanzáronse al mar, dirigiéndose al sitio en que la fatal tragedia acababa de tener tan espantoso desenlace.
Un grito de horror exhaló la multitud. Todos olvidaron por un momento su desdicha al ver a aquellos desgraciados volar a una muerte segura. La débil embarcación, empujada por las olas, arrastrada por el viento, se hallaba ya muy lejos.
Entre tanto, la noche se acercaba; la oscuridad se extendía rápidamente, y poco después sólo se vio en la líquida llanura un punto confuso que se perdió entre las sombras.
En los días sucesivos las aguas trajeron a la playa muchos cadáveres, porque el siniestro fue horroroso, y la tempestad duró cuarenta y ocho horas; otros pescadores más afortunados lograron escapar a la tormenta, y tornaron vivos a su hogar; pero los cuatro habitantes de la choza no volvieron a aparecer ni vivos ni muertos.
Desde entonces, y cada vez que el huracán se desata y conmueve nuestras costas, vése aparecer, cuando la tempestad se halla en su período más imponente, una barca dirigida por un anciano y conducida por dos niños que siguen las indicaciones que éste les hace, exhalando ayes profundos de dolor; es la barca de Antonio que busca el cadáver de su hijo que aún no ha podido encontrar.
III.
Cuando acabó de hablar mi compañero, presencié un extraño suceso que aún no he podido explicarme. Yo había seguido con atención su relato. Durante él la tempestad continuaba rugiendo con furia, y la oscuridad era casi completa.
De repente un grito de estupor se escapó de mi pecho.
Allí, entre las embravecidas olas, juguete del huracán, recorría el mar una sencilla barca pescadora. Sentado al timón, con la mirada extraviada, y descubierta la cana cabeza, estaba un anciano, y a sus pies, moviendo los remos con trabajo, dos niños macilentos y débiles fijaban en él sus ojos llenos de cariño y de compasión. Había momentos en que la barca se detenía; pero a un gesto del anciano los niños empuñaban con nueva fuerza sus remos, y la frágil embarcación volvía a moverse de un lado para otro, impulsada por el vendaval; otras veces podía creérsela tragada por una ola; pero no tardaba en volver a la superficie.
Los lamentos del anciano eran cada vez más desgarradores; las miradas que los niños clavaban en su padre eran cada vez más tristes, cada vez más compasivas. Después la oscuridad lo cubrió todo de tinieblas, y mis ojos no distinguieron nada, pero durante la noche los clamores del pobre viejo resonaron sin cesar en mis oídos, y el rugido de la tempestad se mezclaba a ellos formando un extraño concierto de horrorosa armonía.
Apenas amaneció me precipité a la playa. La tempestad había cesado. En vano dirigí al mar mi mirada. Nada alteraba su tersa superficie.
FUENTE
Olavarría, Eugenio, “La barca del tío Antonio”, El nuevo ateneo: revista científica, literaria, artística, de intereses y noticias locales y generales: (Santander) Año II núm. 10, 7 de marzo de 1880, p. 1 y núm. 11, 14 de marzo de 1880, p.1.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
NOTAS
[1] Fanal: 1. m. Farol grande que se coloca en las torres de los puertos para que su luz sirva de señal nocturna. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[2] Parejar: aparejar, preparar