La piedra de Nuestra Señora
A la señora Doña Tarsila Villamil de Olavarrieta
En este rincón de Asturias, olvidado por sus representantes en Cortes y por los gobiernos que de nada se acuerdan más que de apremiar para el pago de contribuciones y cédulas, se conservan restos de edades ocultas por las nebulosidades del tiempo, restos que indudablemente arrojarían alguna luz sobre la debatida cuestión de nuestras prehistóricas razas.
A la salida de Coaña, por el camino que conduce a San Esteban, existe una piedra grande, cuya forma está pregonando a gritos su origen pagano; pero la extinguida piedad de estas que fueron sencillas gentes, y como tales, llenas de supersticiosas tradiciones, guardó como santo —40— legado una, inverosímil, que de generación en generación ha llegado hasta los primeros años de mi vida.
No preguntéis a la juventud presente, por qué la piedra, sobre la cual descansa muchas veces, con menos reverencia de la que sus ascendientes tuvieron, se llama La Piedra de Nuestra Señora.
Apenas si podrían responder a tal pregunta; pero los ancianos, los que van con el siglo, y felizmente hay muchos en esta parroquia, satisfarán vuestra curiosidad refiriendo cuentos, a medida y placer del narrador inculto.
Cuando yo era niña, y por desgracia apenas si guardo memoria de tiempo tan remoto, pasaba diariamente por delante de la piedra célebre.
Mi abuelita conservaba una costumbre que se había convertido en necesidad del espíritu y en ley de la perseverancia, para los señores de Canel: todas las tardes llegaba hasta el ídolo gentílico; pero la buena señora que vivía en oposición constante con la ilustración y adelantos intelectuales de su propia familia, enmendaba la plana a los suyos y no se conformaba con llegar, por vía de paseo, hacia una cruz sobre la piedra con el índice de la mano derecha, y besaba luego con reverencia digna de mejor objeto el imaginario signo que su fanatismo había trazado.
Apenas si podía yo darme cuenta del por qué hacía mi abuela tales garabatos, y menos me explicaba que una señora pulcra y exagerada en cuestiones de limpieza, posase los labios sobre el granito lleno de polvo siempre y de lodo muchas veces.
Con el vicio de la imitación innato en todos los chiquillos hacía yo la misma ridícula cere—41—monia que veía hacer, llenando de placer y de orgullo el corazón de la madre por partida doble.
—Tú serás una santina —me decía algunas veces— y para que nadie pueda torcer las doctrinas que yo voy inculcando en tu corazoncito, quiero enviarte a un convento del cual es abadesa una sobrina mía.
No me parecían aceptables los buenos deseos de mi abuela, pero en cuestiones inquisitoriales, nadie podía llevar la contraria a la muy autocrática señora doña Josefa Uría de Llano Flórez y algo más, pues la pacientísima borrega de Cristo se tornaba semejante a la hiena, hasta con sus propios hijos, si estos osaban replicar a sus exageraciones político-religiosas y tradicionales.
Callaba yo, por lo tanto, pero no me convencían las razones de abuelita, ni menos perdía la esperanza de que sus tan santos propósitos se convirtiesen en agua de cerrajas[1].
Una tarde, en la que el paseo se había prolongado hasta el montecillo de Mafaya, desde donde se dominan las fértiles vegas que baña el caudaloso Navia, regresábamos ambas un tantico molidas y despeadas.
—¿Nos sentaremos en la piedra de Nuestra Señora? —pregunté.
—¿En la piedra? —replicó asombrada. —En la piedra no puede sentarse nadie: no te sientes jamás, querida de mis ojos.
—¿Por qué?
—Porque esa piedra ha sido puesta ahí por la Virgen.
—¿Y cómo pudo traerla siendo tan pesada?
—Para la Virgen nada hay pesado más que los pecados de los impíos; de esos infames libe—p. 42—rales que todo lo pervierten y acaban con la santísima religión.
¿Y para qué habrá traído la Virgen esta piedra, abuelita?
—Para dar una muestra de su grandísimo poder, hija mía: escucha.
Había en Coaña hace muchos años, un hombre malísimo que odiaba de muerte a un vecino suyo, por el solo motivo de que este era tan honrado y trabajador como holgazán y bribón era el otro.
El vecino bueno sufría con resignación las infamias del malo, y siempre Dios le salvaba de las mil calumnias inventadas por el infame que había jurado perderle.
Todo el pueblo tenía mala voluntad a Pachín, pero nadie se oponía a su perversidad por temor a las venganzas que pudiera tomar y así vivió muchos años siendo el azote cruel de los tímidos aldeanos. Robó una vez el maíz que un labrador guardaba en su panera y acusó a Pedro, el vecino bueno, de haber cometido el robo. El labrador robado no tuvo en cuenta los antecedentes del uno y del otro y ayudado por las falsas declaraciones de Pachín y de sus hijos, logró que aplicasen el tormento al desgraciado Pedro: de nada le sirvió a este protestar de su inocencia y fue encerrado sufriendo atroces martirios, para que confesase un delito que no había cometido.
Una mañana de aquellas en que el inocente gemía bajo el peso de tan terrible acusación, Carmina, su hija, muchachita de doce años, llevaba sus ovejas a Mafaya; apenas veía el camino, porque las lágrimas que sin cesar llenaban sus ojos, le impedían fijarse hasta en sus amados corde—43—ritos, que se quedaban atrás por no poder seguir el rebaño.
—Virgen Santísima —decía la pobre niña— Madre de Dios, llena de gracia, señora nuestra del Rosario, vuélvenos a mi padre y perdona al que ha jurado en falso, para que no lo castigue Dios como merece.
De pronto cesó de llorar la pastorcita, y se quedó asombrada mirando a una hermosísima señora que la llamaba por su nombre.
—Calla, Carmina —le dijo la señora— no llores más; la Virgen oye tu ruego y te devolverá a tu padre; vete al pueblo y di que la Virgen ha mandado que lo suelten, porque es inocente: acusa tú a Pachín.
—Virgen hermosa, señora nuestra del Rosario, no me creerán; háblales tú, santa bendita.
—Yo no puedo; pero lleva este papel; que lo lean, y si en el camino lo perdieres, vuelve, que aquí en una piedra encontrarás escritas las mismas palabras que contiene.
La dama sacó un pliego de la manga de su vestido y lo entregó a la hija de Pedro, desapareciendo inmediatamente.
Carmina corrió al pueblo dando gritos; pregonando la inocencia de su padre; mostrando el escrito bendecido y diciendo que Nuestra Señora se lo había entregado.
Pachín, como los demás, oyó el alboroto que promovía Carmina; se acercó a ella y le arrancó el papel haciéndolo pedazos, pero en aquel momento cayó al suelo preso de un ataque epiléptico, de resultas del cual quedó mudo y paralítico para toda la vida.
Carmina volvía, seguida de la gente que corría tras ella, al sitio en donde se leía la declara—44—ción irrefutable de la Madre de Dios asegurando que Pedro era inocente y que Pachín era el ladrón.
—¿Pero cómo trajo la Virgen esta piedra? —insistí yo después que mi abuelita hubo terminado el cuento.
—En la manga del vestido.
A decir verdad no me satisfizo la narración, porque a pesar de mis pocos años no podía creer como creían los coañeses, que la Virgen fuese una señora de manga tan ancha. Callé, sin embargo, y no había vuelto a pensar más en la inverosímil tradición de mi abuelita hasta hace pocos días que llegué paseando al mismo sitio, y advertí que la piedra no estaba en su lugar.
La profanación de una cosa santificada por la respetabilísima ley del tiempo, me hizo recordar la veneración de los antiguos y las cruces que, imitando a mi abuela formaba yo para besarlas luego, con lo cual no dejaba de mascar una buena cantidad de tierra que se me pegaba en los labios.
—¿Quién movió esta piedra? pregunté a un aldeano que por allí pasaba.
—No se sabe.
—¿Cómo que no se sabe?
—No señora, porque amaneció así una mañana.
—¿Y nadie ha tratado de averiguar quiénes y por qué han sacado la piedra de su sitio?
—Sí señora, suponemos que fueron unos cuantos del pueblo que buscaban al dios Apolo.
Creí perecer de risa al oír esta contestación dada con espontánea naturalidad, y como si hubiese dicho que buscaban una perra chica[2].
—Yo le diré a usted, continuó el aldeano, presumiendo que mi risa era provocada por la —45— incredulidad, aseguraban que ese dios estaba aquí enterrado con sus tesoros y por eso lo buscaban,
¡Oh tiempos de mi abuela! pensé yo entonces. Aquella generación creía en la Virgen de la manga ancha[3]; los coañeses del día, argonautas[4] por instinto, iconoclastas con los ídolos que representan la ciega fe de sus mayores, profanan la sagrada piedra para buscar el áureo borreguillo que suponen enterrado junto a un dios Apolo asturiano, y de fabricación especial.
¿Quién les ha dicho que no crean la tradición de la manga?
Nadie.
Los ciclones que reinan en el último tercio de este siglo, derrumban los edificios que tienen por base la tradición sobrenatural.
Pero en cambio, aquel perjuro Pachín, castigado por la señora que se apareció a Carmina, ha dejado una familia maldita extendida por estos contornos.
Coaña, abril de 1888.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
[1] Agua de cerrajas: expresión antigua que quiere aludirse a algo que se desvanece sin dejar rastro. La “cerraja” es una hierba “con tallo hueco y ramoso, hojas lampiñas, jugosas, oblongas y con dientecillos espinosos en el margen, y flores amarillas en corimbos terminales” (Diccionario de la lengua española, RAE).
[2] Perra chica: moneda de poco valor.
[3] Manga ancha: ser muy indulgente
[4] Argonauta: 1. m. Cada uno de los héroes griegos que, según la mitología, fueron a Colcos en la nave Argos a la conquista del vellocino de oro. (Diccionario de la lengua española, RAE).