Las lavanderas fantasmas
Leyenda. Fantástica de Cataluña
¡Oh! che terror.
La leyenda de las lavanderas fantasmas, como la de Comte I'Arnau, el Puente del Diablo, las Hijas del Rey Herodes, el Cazador, la Dama Blanca y otras de nuestra Cataluña, son comunes en nuestro país, en Francia, Inglaterra, Escocia y Alemania, de donde, a mi parecer, fueron importadas a nuestro Principado. Apenas son conocidas en otra región de España, si bien que, sea dicho de paso, nuestra tierra es la más rica, en leyendas y tradiciones de toda la Península.
La leyenda que vamos a relatar está algo olvidada, pero todavía recuerdo haberla oído contar a una parienta mía, anciana payesa del Llano de Barcelona. Me parece ver a la buena viejecita con su redecilla negra, de la cual salían sus cabellos blancos como la nieve, mientras sentada al fresco en la terraza de su casa peiral[1] hilaba lino en el torno debajo del emparrado, y nos contaba la leyenda de las lavanderas, que es como sigue:
Hace de esto muchos años. En el pueblo de Horta, cercano a Barcelona, habla dos muchachas hermanas que vivían con su abuela, que tenía más de cien años.
Las chicas lavaban ropa para mantenerse, y con lo que ganaban acudían trabajosamente a sus más perentorias necesidades.
Eran jóvenes, sin padres, y hacían lo que bien les parecía, sin encomendarse, como vulgarmente decimos, a Dios ni al diablo, escuchando a su abuela como quien oye llover.
Eran muy presumidas las dos hermanas y dadas a galanteos, por lo cual se gastaban en vestir lo que necesitaban para comer y para atender a las más apremiantes necesidades de la casa.
— Sois unas locas, les decía la pobre abuela; pero las muy descaradas contestaban:
— Cuando tengamos cien años como vos seremos cuerdas, y hacían burla de la pobre vieja.
Un día, en la víspera de Corpus Christi, las muchachas, después de haber cenado, miraban con delicia los perifollos con que se adornarían al día siguiente para, desde la ventana, ver la procesión. Entre otras cosas se habían comprado unos lazos colorados con que adornar su cabeza y unos pendientes de plata.
— Ni la más rica pubilla [2]del pueblo vestirá como nosotras, decían, y al vernos, los más ricos van a pedir nuestras manos. En lugar de ir a la ciudad, como ahora cargadas, con los cuévanos[3]llenos de ropa, iremos montadas sobre mulas con cascabeles de plata, a la grupa de los más ricos herederos que serán nuestros maridos y compraremos seda y joyas para adornarnos. Cuando las damas de la ciudad nos vean tan hermosas y acompañadas de tan gallardos jóvenes se van a morir de pura envidia.
Esto decían cuando compareció la abuela y dijo:
— Está bien, loquillas; pero mientras miráis estos dijes[4] para adornaros mañana y la falda colorada que vestiréis, no tenéis un mal cubrecama limpio que colgar de la ventana cuando pase Nuestro Señor y Dueño.[5]
Las dos jóvenes se miraron avergonzadas, pues la abuela decía la verdad, y tomando una luz registraron en vano los armarios y arcas de la casa, en las cuales no encontraron más que pingajos.
— Vais a quedar lucidas, ¡vive Dios! dijo la abuela.
¡Cargadas de lazos en la cabeza, de pendientes en las orejas, vistiendo falda de color de grana y sin un mal retazo de ropa para colgar en la ventana de esta casa!
¡No reirían poco todos los del pueblo al ver por un lado tanta fanfarria [6]y por otro tanta miseria¡
— Deshaced las faldas de grana, prosiguió la abuela viendo la confusión de las jóvenes y colgadlas en las ventanas, que estarán mejor que no en vuestros cuerpos, en los cuales ocultarían con una opulencia falsa la miseria de la casa.
Muy bonitas iréis y muy emperifolladas, no habiendo en casa sino unos pocos mendrugos de pan negro de centeno de la última hornada que hicimos, y sin una miaja de aceite con que aderezar una mala sopa de ajos.
Buena va la casa y bien sobrada, a fe mía.
Las muchachas daban al diablo la elocuencia de su abuela que, a la sazón hablaba como un libro.
—Os habéis criado sin padre ni madre, añadió la vieja; y yo, pobre centenaria, no acierto a gobernaros.
Por este motivo va la casa que no hay más que pedir, y mañana seremos la risa del pueblo, si no de los de tres horas a la redonda.
La mayor de las dos hermanas se levantó:
— No faltará algo que colgar en nuestras ventanas, iba diciendo mientras cogía las dos sábanas de las camas; lavaremos estas sábanas, las adornaremos con retama y rosas, y las colgaremos durante la procesión.
— ¿Y a dónde las lavareis a esta hora si los huertos en donde hay albercas están cerrados?
— En la riera [7]de Horta, contestó la segunda hermana. Por fortuna ha llovido hace poco y la riera trae abundante y clara agua.
— ¿Siendo media noche vais a poneros a lavar como si fuerais dos brujas en sábado? preguntó la abuela. Cuidado con que tengáis las sábanas limpias antes de dar las doce, pues no es caso de trabajar en el día del Señor.
— Para él trabajamos, abuela, advirtió la mayor.
— No, niña; por vuestra vanidad decid, contestó la anciana.
Las dos jóvenes cogieron las sábanas y las paletas y se dirigieron a la riera.
Al abrir la puerta de la casa un relámpago cruzó la atmósfera y un trueno hizo retemblar los ecos de las montañas que rodeaban el pueblo.
El cielo estaba negro y amenazaba tempestad.
Las jóvenes andaban a tientas apoyándose en las paredes de las casas hasta que el murmullo del agua les dio a entender que estaban junto a la riera.
Apartáronse entonces las nubes que cubrían la luna, y un rayo de ésta alumbró el paisaje.
Todo dormía en el pueblo; no se oía más ruido que el grito del búho y el monótono y discorde canto de las ranas.
Las dos jóvenes se arrodillaron junto a unas piedras y empezaron a lavar cada una su sábana, dando golpes con sus paletas. Oyóse en lontananza el reloj de la catedral de Barcelona, que daba las doce.
Las jóvenes no hicieron caso y continuaron lavando. El eco repetía el pin pam de las paletas al sacudir la ropa.
La tempestad comenzó de nuevo, y entre truenos y relámpagos las lavanderas terminaron su trabajo.
En lontananza se oía el agua, cuya corriente bramaba, y era la riera que venía de lejos engrosada por la lluvia, arrastrándose en turbia corriente cada vez mayor.
— La crecida de las aguas se acerca, dijo con terror la más pequeña de las hermanas. ¡Huyamos antes que nos alcance!
Ambas jóvenes cogieron sus cuévanos, pusieron en ellos las sábanas y se prepararon a huir, pero vanos fueron sus esfuerzos. La tempestad acababa de desencadenarse y el agua corría en torbellinos arrollándolo todo, llevando en su corriente árboles corpulentos que arrancaba de cuajo, piedras enormes y sembrando la desolación por do quier[8].
Nunca se había visto una cosa como aquella. En un cerrar y abrir de ojos el agua se precipitó por donde estaban las dos hermanas. Se oyeron dos gritos de angustia y la corriente arrastró entre sus amarillas ondas los cuévanos, las sábanas, las paletas y los cuerpos de las infelices.
Los vecinos del pueblo, con hachas de viento, avisados por el ruido que producía la venida de la riera, acudían para salvar a cualquiera que en aquella hora por su mala estrella estuviera allí.
Ya era demasiado tarde, no se veía sino una vasta sábana de agua turbia que inundaba las huertas y viñedos, amenazando hasta las casas, cuyos moradores sacaban a toda prisa sus muebles y sus bestias.
La noche fue terrible, y al romper el alba se vio tan solo una escena de destrucción, pues la riera había arrastrado consigo las mieses de los campos, las cepas de las viñas y las verjas y frutales de las huertas.
Los pobres payeses lloraban al ver perdido el fruto de sus trabajos, pero lo que más les hacía estremecer eran las voces siniestras que corrieron.
Dos jóvenes, las más bonitas del lugar, hablan sido arrastradas por las aguas aquella noche, y una pobre vieja, la más anciana del pueblo, lloraba la muerte de sus nietas, las cuales lavando ropa ganaban el sustento para sí y para su abuela.
Todavía se encontraban en su casa las faldas de grana, los lazos encarnados y los pendientes de plata que debían servir para adornarlas en el día de Corpus.
Buscáronse, en vano, los cuerpos de las jóvenes.
No parecieron ni se encontró rastro de ellos ni de los cuévanos, sábanas y paletas.
La caridad recogió a la pobre abuela, la cual murió poco tiempo después.
Desde entonces en ciertas noches y más en la que antecede al día de Corpus, se oyen a deshora el revolver el agua y el ruido de las papeletas que, sacudiendo la ropa, hacen; pim, pam, pim, pam.
Antes de amanecer se oyen unos chillidos espantosos y se ven como dos fantasmas que desaparecen en el espacio.
Toda Cataluña conoce ya en una comarca, ya en otra, a las fantásticas lavanderas, y desde la frontera aragonesa y valenciana hasta cerca de Narbona, en ambas Cataluñas, se relata la triste leyenda de las lavanderas fantasmas, la cuales están condenadas, por su pecado de vanidad, a lavar las sábanas para el día de Corpus.
Si bien nadie ha visto distintamente a los fantasmas, más de una vieja payesa de Cataluña y Rosellón jura y perjura haber oído con terror junto al río o a la alberca vecina de su causa, el ruido del agua agitada por las fantásticas lavanderas, y el pim pam de sus infernales paletas, turbando el silencio de la noche hasta la hora de cantar el gallo.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
FUENTE
Francisco de P. Capella, “Las lavanderas fantasmas”, La Verdad: diario de la mañana: Santander, Año III, nº 713, 11 de junio de 1885, p. 1.
[2] Pubilla: muchacha casadera, como se dice en Cataluña.
[3] Cuévanos: Cesto más pequeño, con dos asas con que se afianza en los hombros, que llevan las pasiegas a la espalda, a manera de mochila, para transportar géneros o para llevar a sus hijos pequeños. (Diccionario de la lengua española, RE)
[4] Dijes: joyas de pequeño tamaño.
[5] Se refiere a la costumbre de engalanar los balcones con colgaduras como homenaje cuando visitaba la ciudad una personalidad importante o en fiestas principales. En la fiesta del Corpus Christi es la Eucaristía la que pasea por la ciudad y recibe ese tributo de alabanza y alegría.
[6] Fanfarria: 3. f. coloq. Baladronada, bravata, jactancia. (Diccionario de la lengua española, RAE)
[7] Riera: corriente de agua, arroyo.