Las tres sorores
Corría el siglo V de la era cristiana: el imperio de Occidente se hallaba en los estertores[1] de su agonía.
Los llamados bárbaros se disputaban entre sí y disputaban a los romanos los últimos girones[2] de la península española. Los suevos se habían posesionado de la Galicia, los alanos de gran parte de la Lusitania y de la provincia cartaginesa, los vándalos astingos[3] de la cuenca del Duero, y los vándalos silingos[4] de la Andalucía. La provincia tarraconense seguía las oscilaciones de la dominación romana, mientras los cántabros, vascones y muchos guerrilleros del alto Aragón proclamaban su independencia, y la dominación goda penetraba en nuestra tierra por donde había penetrado el romano, por Cataluña.
Las guerras, el hambre y las supersticiones, a que daban mayor pábulo [5]las luchas entre católicos y arrianos, en medio de los restos de un mal desarraigado paganismo, los enconos, la miseria —318— y la muerte eran los verdaderos señores de nuestra desolada tierra.
Al decir de los paganos, las grandes catástrofes eran antes anunciadas por lluvias de piedra, por centellas que caían en algún monumento público, por meteoros ardientes, auroras boreales, cometas, individuos que reunían en sí las apariencias de los dos sexos, vestales que faltaban a sus juramentos, imágenes de los dioses que sudaban, otras que daban gemidos, bueyes que hablaban, ciegos que de improviso veían, sordos que oían, y a veces terremotos, pestes, lluvias de leche y torrentes de sangre que salían de no sé qué regiones e iban a sepultarse en las entrañas de la tierra. Según los cristianos, sucedíanse también ahora milagros sin cuento, presagio de futuros y mayores desastres. Perorando [6] el ilustre Toribio en Palencia contra los herejes, y no pudiéndolos convencer con la palabra, los maldijo, levantó las aguas del Carrión e inundó la ciudad con sus moradores; en Galicia, al ponerse el sol, hasta bien entrada la noche, las rojas nubes parecieron teñidas de color de sangre, añadiéndose a esto un continuo y desusado relampagueo; y de ello, imitando a Tito Livio, sacó Idacio el presagio de una batalla tremenda. En Tolosa vieron los godos tomar varios colores los hierros de sus lanzas y salió sangre de la tierra; del Miño saltaron cuatro peces matizados de caracteres griegos, romanos y caldeos, y llovieron unas lentejas verdes y amargas … En el Pirineo aragonés un terremoto espantoso dio origen a las tres moles de que os ocupamos, eterna sombra de tres hermanas castigadas por una gran apostasía. —319—
Referiré lo sucedido.
Era Eurico, fratricida de otro fratricida, el poderoso rey de los visigodos que guerreaban en la abatida España. Miles de españoles de todas edades y sexos, impelidos por la miseria, habían emigrado al África, siguiendo las huellas del vándalo Geuserico. Otros empuñaban las armas, decididos a morir en defensa de sus hogares y por la independencia de su patria.
Las hordas de Eurico trataban de concluir con los romanos dueños aún de los montes, sus últimas trincheras. Casi todos los montañeses apoyaban a los romanos, católicos como ellos, en la desesperada lucha contra los invasores arrianos, lo que hacía mucho más sangrienta la guerra. Cuantos montañeses caían prisioneros de los visigodos, veíanse obligados a optar entre arrianismo[7] o la muerte.
En un pequeño pueblo del Pirineo vivían a la sazón tres hermosas jóvenes, en la flor de su edad, y galanteadas por otros tantos gallardos mancebos de la comarca. Las tres eran hermanas y huérfanas de madre, y las tres habían decidido casarse en un mismo día.
Vino en efecto el momento de la boda; pero desgraciadamente en día muy aciago[8]. Uno de los oficiales de Eurico se presentó en aquellas montañas, talándolo y saqueándolo todo.
Los tres novios y el padre de las tres hermanas, que habían empuñado las armas, fueron hechos prisioneros de los septentrionales.
Ellas pudieron milagrosamente librarse, permaneciendo escondidas durante la refriega y hasta tres días después, en el fondo de impenetrables —320— bosques. Sin ningún auxilio humano, sin más alimento que algunos frutos silvestres, de allí salieron extenuadas por el hambre y ateridas de frío.
¡Qué espectáculo el del pueblo! El robo, el saqueo, había desmantelado las pobres casas, y casi todos los habitantes útiles para alguna faena, habían desaparecido. No quedaban allí más que algunos moribundos, algún niño y tristes ancianas devoradas por el hambre y las angustias más acerbas.
¿Qué sería de las tres hermanas? Anegadas en llanto, quedaron clavadas en el umbral de su solitario hogar, y allí hubieran caído para no levantarse, víctimas de su inanición espantosa, cuando quedaron repentinamente sobrecogidas de extrañeza, oyendo unos lastimosos quejidos que salían de su propia casa.
Acercáronse al sitio de donde habían partido aquellos acongojados lamentos, y se hallaron con sorpresa ante un soldado herido. Su tosco y pesado traje de guerra y sus terribles armas eran las de un godo; pero sus ojos llenos de abatimiento, su rostro contraído por los dolores y su postura suplicante movían a compasión.
—¿Quién eres? le preguntó la mayor.
—Mis compañeros, dijo el enfermo, se han olvidado de mi y me han abandonado, creyéndome sin duda muerto … Socorredme, piadosas jóvenes, y tendréis la gratitud de un moribundo que os ofrece lo único que tiene, el poco aliento, la corta vida que le queda.
Las tres hermanas se callaron pensativas.
—Dime, preguntó la mayor, ¿qué han hecho los tuyos de los hombres de este pueblo? —321—
—Los hombres del pueblo han resistido, y es ley de guerra que sean cautivos. ¿Tenéis entre ellos algún hermano, un padre, un esposo?
—Sí.
—Pues yo los libraré, si me salváis.
—¿Qué hemos de hacer?
—El campamento de los míos no puede estar lejos. No puedo todavía andar. Llevadme.
—¿Y salvarás a nuestros esposos y a nuestro padre?
—Os lo juro.
La hermana mayor consultó con la vista a las dos otras, y tomó una resolución heroica.
—Te llevaremos a donde están los tuyos, dijo; y cumplirás tu palabra.
Dispusieron con ramas una improvisada camilla, y las tres jóvenes, sacando fuerzas de su misma flaqueza, salieron del lugar cargadas con su herido. Y así anduvieron sin descanso, temiendo más encontrarse con cualquiera partida de romanos o de españoles independientes, que con sus enemigos, los implacables saqueadores de su pueblo.
Llegaron al campamento más muertas que vivas. El herido se iba reponiendo por instantes, y a grandes trechos había ya podido andar, solo apoyado en las jóvenes. Ellas temblaban de miedo al verse entre los godos.
Sin embargo, en vez de malos tratamientos, fueron objeto de los más solícitos cuidados, observando que el guerrero que habían salvado tenía bastante influencia entre los suyos. Pronto se hallaron repuestas de sus pasados trabajos.
—¿Dónde están nuestros esposos? preguntó ansiosa la mayor de las hermanas. —322—
—Me informaré, contestó pensativo.
Y salió de su tienda, dejando solas a las hermosas jóvenes.
Volvió a los tres días más cabizbajo y pensativo que nunca.
—¿Dónde están nuestros esposos? volvieron a preguntar ellas.
—Vuestros esposos se han olvidado de vosotras…, dijo él, condoliéndose. Son arrianos. Cada uno de ellos ha tomado a otra de nuestras mujeres …, y visten ya nuestras armas y viven como nosotros, hallándose en este momento fuera del campo con una misión para el rey Eurico.
Gruesas lágrimas saltaron de los ojos de las tres hermanas, y se entregaron al más amargo desconsuelo. El guerrero respetó su dolor y volvió a dejarlas solas.
Pasaron días; siguió la cariñosa solicitud del mismo guerrero, y pasaron también las primeras impresiones de las jóvenes.
Ya llegó el momento en que él pidió resuelta y cariñosamente a la mayor la mano de esposa, y presentó otros dos apuestos guerreros a sus hermanas, induciéndolas a todas con mentidas, pero vivas y tiernas razones, a abrazar antes el arrianismo. Lo que no hubieran ellas aceptado al principio, lo hicieron al fin. Los ruegos y las atenciones de todo género obtuvieron lo que no habría conseguido la violencia.
Las tres hermanas trataron de olvidar a sus antiguos novios, y tal vez por despecho fueron arrianas y admitieron el lecho de tres godos.
La noche de su boda, cuando los soldados que —323— las poseían acababan de cerrar sus párpados, rendidos de sueño, aparecióse a las tres hermanas, como espectro evocado del otro mundo, la airada figura de su padre.
—¡Infames y perjuras! les dijo con voz terrible el fantasma. Habéis renegado de la santa religión de vuestra madre, y, libidinosas[9] , os entregáis a nuestros feroces enemigos … Sea. Yo y vuestros heroicos desposados, que pudimos escapar de sus garras, execrando vuestra memoria, seguiremos haciendo guerra sin tregua ni cuartel a vuestros nuevos señores. En cuanto a vosotras, el cielo se encargará de vuestro castigo, y yo, entre tanto …, ¡os desprecio con toda mi alma y os maldigo! …
Y el padre de aquellas jóvenes desapareció, dejándolas aterradas.
A las caricias de los godos, contestaron entonces ellas con continuos torrentes de lágrimas, sin tener un instante de consuelo. Cansáronse ellos de aquel cambio y de tan incomprensible e inaguantable tristeza, y hasta llegaron, andando los días, a maltratarlas, movidos por su despecho y su amor burlado.
Ellas, sin comunicárselo, tenían formado el proyecto de fugarse, abandonando a los arrianos, y así lo practicaron.
Poco tiempo después, las tres jóvenes construían tres barracas a espaldas del Monte Perdido, y allí solitarias, vestidas con los toscos sayales[10] de la penitencia, buscando mortificaciones y disciplina y consagradas al rezo de continuo, solo vivían de los míseros y ásperos vegetales que la naturaleza allí deparaba. —324—
El cielo, sin embargo, no las creyó aún bastante castigadas.
Su padre y sus amantes desposados, los católicos, cayeron por segunda vez y a una misma hora en poder de los septentrionales, y como reincidentes en rebelión, fueron sentenciados a sufrir en el acto el último suplicio. La noche en que de un árbol fueron los cuatro ahorcados, levantóse un furioso vendaval en el Monte Perdido; una terrible avalancha sepultó debajo de un monte de nieve las chozas de las tres solitarias, y un terremoto removió las entrañas de la tierra.
Al rayar el alba, veíanse los tres picos de las tres sorores, con su negra vestidura veteada de blanco, como convenía a la enlutada sombra de las tres desgraciadas, maldecidas por su padre.
Edición: Mª del Rosario Álvarez Rubio
[1] estertores: respiración dificultosa del agonizante
[2] Girones: jirones, despojos
[3] Astingos: o asdingos, así llamados por su cabellera larga.
[4] Rama del pueblo de los vándalos, establecido en Silesia. Llegaron a la península ibérica en torno al año 409.
[5] Pábulo: fomentar, literalmente hacer crecer la mecha de la llama.
[6] perorando: pronunciando discursos y homilías
[7] arrianismo: secta cristiana de los seguidores de Arrio, tachada de herética por los cristianos católicos
[9] Libidinosas: lujuriosas.
[10] Sayales: estameñas, prendas de telas muy bastas