La corona nupcial
Leyenda cántabra
Ningún pueblo resistía ya a las victoriosas águilas romanas; Augusto era dueño del mundo, y el poder de la ciudad de los Quirites[1] había llegado al límite de lo posible; y, sin embargo, entre las fragosidades de unas abruptas montañas, existían unos hombres que aún no habían humillado sus altivas cervices ante la inmensa majestad del Imperator de Roma: estas montañas eran la Cantabria; éstos hombres los cántabros.
El orgulloso romano supo que en el centro de su imperio había quien no reconocía su poder, que aún existía algo por dominar... y el templo de Jano abrió sus puertas, y la esclavitud de los celtas españoles fue decretada.
Desde el país de los vacceos[2]—Palencia— se distingue perfectamente una alta línea azulada-verdosa, especie de ingente muro de sílice, granito y tierra, cubierto de rica vegetación, que limita el horizonte, deteniendo de repente la prolongada llanura que riegan el Pisuerga, el Arlanza y el Cardón: allí, allí, estaba la puerta que daba acceso a la enmarañada y áspera Cantabria.
II
Corría el año 19, antes de la era de Cristo y los habitadores de la orilla izquierda del ibero estaban tranquilamente entregados a sus rústicos ejercicios, disfrutando del abundante botín que a sus vecinos— súbditos de Roma— habían arrebatado hacía pocos meses.
Cerca de la puebla, villa o ciudad de Véllica[3], y asentada en el regazo de un cerro que sirve de falda a erguida montaña, cubierta de seculares árboles, se veía una cabaña.
En ella habitaba el viejo Pembel, su mujer, y su único hijo Idubido, mozo bravo y robusto, ágil y arrebatado.
¡Qué alegría reinaba en la vivienda del cántabro!
Se celebraba un banquete de bodas: Idubido acababa de casarse con la hija del jefe de su tribu, gran guerrero, poseedor de muchos bueyes y carneros, de muchas vacas corpulentas y de muchas baladoras ovejas.
Sentados sobre un poyo de piedra, cerca de un hogar donde humeaba una gran marmita de barro, estaban reunido buen número de varones, vestidos con sus negros sayos, y de mujeres engalanadas con sus largas túnicas.
Los vasos de cera y los cuernos ahuecados, rebosando de sus bordes la blanca espuma del «zytho»[4], circulaban entre los convidados; y sonoras carcajadas acogían las ocurrencias de algún malicioso viejo, y dulces palabras resonaban en los oídos de la bella Ñola; y el son de la aguda tibia se oía sin interrupción, acompañando a los gritos de los que, fuera de la cabaña, danzaban con el gimnástico baile de los valientes celtas.
¡Qué hermosa estaba la novia con su sencilla corona de blancas margaritas, de rojas amapolas, de azules clavelinas, de pálidos jazmines; con sus albas vestiduras; con sus cabellos tendidos sobre las espaldas, cual manto deslumbrante de hebras de oro; con sus ejes vergonzosos, llenos de lágrimas, de temores y de fuego; con su tez sonrosada; con sus labios de grana, húmedos y temblorosos!
¡Y qué bizarro Idubido, el hijo del viejo Pembel: la alegría en la mirada, la pasión en el pecho, el orgullo en la frente, el deseo en los labios.
Como nube que impulsada por repentina ráfaga, obscurece de pronto el brillo de rutilante sol, suspende la belleza del día, afea la hermosura de los colores y ahoga la alegría del corazón, así la presencia de un nuevo personaje, que se apareció en la regocijada vivienda, detuvo la voz en las gargantas de los convidados, heló la risa en sus labios y mató el gozo que alborotaba sus pechos.
Aquel hombre había dicho al entrar:
— «Varones de Véllica, suspended vuestro júbilo; empuñad vuestras cortadoras «sicas», y en vez de cantos de amor resuene en los huecos de vuestros peñascos y en el fondo de vuestros valles el grito de guerra, a cuyo eco, desde el Ibero hasta el mar, desde el Asón hasta el Deva, se levantará el Cántabro rugiente de ira y anheloso de pelea. Varones de Véllica, abandonad estas laderas y acogeos a los altos montes, que una cohorte romana avanza, como rastrera serpiente, para sorprenderos; y esta cohorte es la descubierta de las legiones del yerno de Augusto, del terrible Agripa.»
No bien dijo estas palabras el recién venido, cuando la nota penetrante y metálica de una trompeta romana vibró en las ondas sonoras.
Un segundo después, la cabaña de Pembel estaba vacía; pero sobre el suelo de tierra se podía ver, medio deshecha, la corona de la novia.
III
Por las asperezas de la vecina montaña trepaban Pembel y su familia, y sus amigos y los amigos de sus hijos. Abajo, en la ladera, sobre el cerrillo, relucían los cascos y corazas, las armas y escudos de los legionarios de Agripa.
Ligera y suelta como una cervatilla, la bella Ñola saltaba de peña en peña, corría perlas pendientes y salvaba barrancos y hondonadas; a su lado, brillándole los verdes ojos, ora de amor, ora de rabia e ira, marchaba con firme paso, como arrogante señor de aquellas breñas, el vigoroso Idubido.
Tras unas espesas matas habían desaparecido los convidados de la boda, dejando rezagados a los jóvenes esposos.
Ascendían éstos por un sendero escarpado y tortuoso: Ñola iba delante de su Idubido.
De súbito, un grito de furor, escapado de la robusta garganta del esposo, hizo volver rápidamente el rostro a la recién casada. Idubido lanzaba relámpagos de sus pupilas; su semblante estaba lívido y contraído, entre sus cerrados labios aparecía una espuma amarillenta y sus puños se bajaban amenazantes en dirección a la parte baja de la montaña, donde brillaban las armas de los soldados romanos.
— Maldición, Ñola, maldición sobre mí — rugió el hijo de Pembel— que no he visto antes que ya no adornaban tu cabeza las flores del campo, que ya no lucías la corona de la desposada. ¿Qué dirán los mancebos de Véllica cuando te vean llegar sin la guirnalda que oprimía tus cabellos? ¡Qué mal presagio no será esto para la felicidad de toda nuestra vida! ¡Qué vergüenza para mí si esos orgullosos esclavos de un tirano pisotean las flores que besaron tu pura frente, o — ¡rabia del genio del mal! — las colocan a los pies de sus rameras, o adornan con ellas las aras de sus impúdicas deidades!... Ñola, adiós, vuelvo a la cabaña; te encontraré en Véllica si rescato las flores o sus arrancados pétalos, o en el cielo de Endovéllico te esperaré bendiciendo al dios y pronunciando tu nombre.
Esto dijo el cántabro; besó con ternura en la frente, en los ojos y en la boca a su esposa — que permanecía silenciosa e inmóvil — y comenzó a descender con rapidez de los altos riscos en que se hallaba.
Veinte pasos habría andado Idubido, cuando oyó la voz de Ñola, que le decía:
— No en Véllica, sobre estas breñas te aguardaré hasta que el sol del nuevo día apague la luz de la madre luna: si para entonces no has vuelto... iré a buscarte al mundo de los héroes.
IV
Idubido no consiguió rescatar la corona nupcial, a pesar de haber usado de la astucia del raposo, de la agilidad del mono y de la bravura del león. Como no tenía más remedio que suceder, fue hecho prisionero por los romanos que se habían posesionado de la cabaña y de todas las faldas de la gran montaña.
Los cendales[5] polícromos de la aurora se rasgaban dando paso a los primeros rayos del sol, desapareciendo en menudas briznas al soplo del aura matutina o convirtiéndose en blancas nubes, cuando el cántabro Idubido era colgado en una cruz, entre la bulla y algazara de los soldados imperiales, que le herían con las puntas de sus cortas espadas o le pinchaban con las aristas de sus agudas flechas. Pero el esposo de Ñola permanecía sereno y tranquilo: ni una arruga había en su rostro, ni un pliegue en su boca, ni una lágrima en sus ojos, ni un ¡ay! en su garganta: y la sangre corría gota a gota e hilo a hilo de las heridas de su cuerpo, y sus huesos crujían, y sus nervios se estiraban violentamente, y su faz se amorataba y sus sienes se bañaban en acongojado y frío sudor.
Los romanos suspendieron el suplicio de Idubido: comenzaban a llenarse de asombro al ver la fiera tranquilidad de aquel hombre, su desdeñoso silencio, su inconcebible desprecio al dolor.
Un centurión se acercó al crucificado y le dijo en defectuoso celta:
— Hombre, quéjate, pide gracia, implora la clemencia de los dioses de Roma, la piedad de los vencedores.
Entonces Idubido abrió los ojos, que ya se le velaban, y con voz tenante y vibradora, prodigioso esfuerzo de su indomable voluntad, habló así:
— Romano, ¡loor al gran Endovéllico! Tus dioses son mentidos, tus diosas prostituidas, tu emperador un tirano y tú y los tuyos unos cobardes sayones[6]. Romano, di a tu amo que nunca conseguirá hacer esclavos suyos a los hijos de estas montañas... y cuéntale, cuéntale cómo mueren los cántabros; cuéntale que desprecian su misericordia, que se burlan del dolor y que escupen vuestros rostros.
Y saliva espumosa y sanguinolenta cayó sobre la barba del centurión, el que lanzando una terrible imprecación, introdujo su acero hasta el puño en el pecho de Idubido, quien dio un ronco grito y, diciendo: «Ñola, te aguardo en el cielo; no tardes mucho», expiró.
Al mismo tiempo, a menos de cien pasos del sitio del suplicio, caía una cosa blanca, desprendida sin duda de lo alto de una roca, la que formaba un resalto o saledizo en la escarpada pendiente de la montaña, como a doscientos pies de altura.
Los legionarios corrieron a recoger el extraño objeto, y se hallaron con el destrozado cuerpo de una mujer: esta mujer era Ñola, que, oculta tras los matorrales de la montaña, había presenciado el suplicio de su esposo, y consumado aquél, se apresuró a unirse con el hombre que había perdido la vida, entre horribles tormentos, sólo porque no fuera profanada su corona nupcial.
EVARISTO RODRIGUEZ DE BEDIA
FUENTE
“La corona nupcial”, El Atlántico: Año VI Número 20 – 20 enero, 1891, p.1.
Edición. Pilar Vega Rodríguez.
NOTAS
[1] De los ciudadanos de Roma, quirites.
[2] González-Cobos Dávila, A. M. "Los vacceos." Estudio sobre los pobladores del valle medio del Duero durante la penetración romana (1989).
[3] La actual Olleros de Pisuerga (Palencia)
[4] Bebida alcohólica de los celtas, como una especie de cerveza.
[6] Sayón: 1. m. Verdugo que ejecutaba las penas a que eran condenados los reos. (Diccionario de la lengua española, RAE).