La peña del castigo
No lejos del pueblo de Campomanes, después de pasar por el fértil valle que hacia la Cubilla[1] se descubre, y que enlaza con la de Oviedo a la provincia de León; si el caminante se detiene entre Telledo[2] y Riospaso[3], habrá de conocer necesariamente la Peña del Castigo, roca gigantesca de color sombrío que contrasta sobremanera con las blancas calizas de su rededor[4]. Pero no llamará tanto su atención esta circunstancia como el extraño aspecto de otra roca unida a la primera, pues semeja con notable exactitud el cuerpo de un hombre de proporciones colosales, en disposición de trepar por ella.
Y no faltará algún habitante de aquellas comarcas pintorescas, el cual de buen grado se preste a referir al observador curioso, en un lenguaje rudo, aunque no exento de atractivos, la dramática tradición con cuyo nombre se encabeza este artículo.
No hay memoria del año en que en el pueblecito llamado La Cortina[5] vivía una pobre viuda con dos hijos, y careciendo de recursos para su manutención, decidió enviarlos a otro pueblo, donde podrían ganar lo necesario, a dicho objeto, como pastores.
El mayor de ellos, Bernardo, representaba más de sus quince años, por el cuerpo alto y robusto de que estaba dotado y por la enérgica cuanto maligna mirada de sus negros ojos. Echábase de ver en todo su porte cierta rudeza salvaje que le daba un aspecto tan repulsivo como era simpático el de su hermano Antonio.
Tenía este unos trece años y las delicadas formas de una mujer. La palidez de su rostro, sus rubios cabellos que en abundantes rizos caían sobre sus hombros, sus ojos de un azul claro empañado por una nube de melancólica tristeza, y la sonrisa de resignación de sus labios descoloridos hacían a este niño tan interesante que inspiraba compasión a cuantos le encontraron el día de su partida del pueblo, caminando silencioso en compañía de su hermano, ambos descalzos sobre las punzantes piedras de aquel suelo.
Iban subiendo la cuesta de Cubilla, y mientras que a Antonio le agobiaba el peso de un zurrón, bien repleto, por la solicitud de su madre, de pedazos de borona[6], requesón y frutas, a Bernardo no le estorbaba en modo alguno un nudoso garrote de acebuche[7], único peso que llevaba.
La niebla húmeda y espesa que cubría las cimas de Penuviña descendía sobre el valle, precipitando la huida de la tarde.
—¿Crees, dijo Antonio, después de prolongado silencio, que hoy podremos llegar a la ermita de Flor de Acebos?[8] Llevo aquí una vela de cera, que me dio nuestra madre, para encendérsela a la Virgen porque nos saque con bien de nuestro viaje.
Bernardo no contestó, y continuó su marcha rápidamente, silbando con aire distraído.
—¿Por qué no me contestas, volvió a decir tímidamente Antonio? Si te he enojado, perdóname; ya sabes que te quiero mucho, y que no lo hice con esa intención.
—¿Cuándo has de callar con tus ternezas, tu Virgen y tus melindres[9]? contestó bruscamente Bernardo. Yo pienso en una cosa que importa más que todo eso; y es que está Lutano[10] como cabritos y pronto tendremos tormenta. Ea; date prisa; vamos a guarecernos en la cueva que hay bajo aquella peña.
—¿No te parece, Bernardo, que haríamos mejor en llegar hasta la ermita, donde estaríamos más seguros?
—¡Al diablo con tu ermita! …
—¡Jesús! no te enfades. Ya sé y —¡cuánto lo siento!— que no eres muy amigo de la Virgen. Vaya; por no verte con ese enfado, te seguiré al sitio que quieres. Pero … aguarda, hermano, que el zurrón no me deja caminar tan aprisa, y de seguir tú a ese paso, luego te perderé de vista.
—Si sucede así, no tendrás que culpar a nadie más que a ti mismo, por haber perdido tanto tiempo en lloriquear, despidiéndote de nuestra madre, como si no hubieras de volver a verla.
—¡Qué quieres! … ¡Me daba una pena tan grande!
En esto llegaron los dos hermanos a una estrecha senda medio oculta entre las malezas, y, deslizándose por ella, pronto llegaron a la margen del río Güerna[11]. El ruido de sus aguas al precipitarse sobre las rocas, formando una cascada de más de veinte pies, parecía un siniestro augurio a los amagos de la tormenta.
Agitábanse con violencia las ramas de los abedules a impulsos de un viento huracanado, y empezaban a caer gruesas gotas de agua. La tarde iba convirtiéndose en noche y aumentaban su tristeza las sombras proyectadas por las rocas, cuando el disco del sol que se alejaba de vez en cuando aparecía entre nubes amenazadoras.
Los dos hermanos penetraron en la cueva. Momento después de la tempestad ya no se contentó con amenazar sino que principió furiosamente su obra destructora. Desencadenó el huracán, haciendo humillarse al suelo las altas copas de las hayas y de los robles.
Y el huracán no venía solo. El rayo le precedía. Las ondas del río rebramaban en la cascada, y hasta los gigantescos peñascos parecían próximos a desgajarse.
Aquella naturaleza, poco antes risueña y hermosa presentaba un aspecto salvaje, aterrador.
Antonio, entonces, arrodillado ante una imagen de la Virgen que siempre llevaba sobre su pecho, oraba con fervor; mientras su hermano, sentado en una piedra, miraba con desdén a la imagen que había sido toscamente esculpida en un madero de roble por su infantil devoto.
—Déjate ya de rezos, y vamos a comer, que el camino me ha abierto el apetito, y aun tendremos mucho que andar.
Siempre obediente a las órdenes de su hermano mayor, levantóse Antonio, vació su zurrón y esperó a que le diera su parte en las provisiones, a tiempo que un ruido a la entrada de la cueva le hizo volverse sorprendido.
Era la causa del ruido una mujer llevando de la mano a un niño de tres años, con el aspecto de la indigencia. El niño era muy hermoso, y la dulce fisonomía de la mujer inspiraba cariño y respeto.
—Un poco de pan para este niño, por el amor de Dios, dijo con la conmovedora elocuencia que sabe encontrar una madre a la anhelante mirada de su hijo hambriento.
Bernardo continuó comiendo, cual si no la hubiera escuchado. Antonio, que en aquel momento recibía su ración, se la entregó toda a la indigente. En su corazón resonaba la voz de su propia madre agradecida, y que tantas veces había pedido también, por el amor de Dios, un bocado de pan para él.
Y no bastaba esto a su ferviente caridad. Desprendió de sus hombros delicados el modestísimo abrigo que los cubría, dirigióse hacia el niño, besó su frente de azucena, y envolvió en el abrigo, con fraternal solicitud, sus piececitos amoratados y sangrientos.
El niño le miraba de hito en hito con celestial sonrisa, y su madre, balbuciente de emoción, radiando de sus ojos un tesoro de gratitud: “la Virgen te lo pagará, buen niño, la Virgen te lo pagará” le decía.
—Sí, y con eso no tendrá hambre en todo el camino, murmuró con enojo Bernardo.
Y sin obtener respuesta, levantóse impaciente y se dirigió a la entrada de la cueva, sintiendo que acababa de cesar la tormenta. En efecto, el horizonte se despejaba y el sol, próximo a su ocaso, hacía brillar como millares de rubíes los restos que dejara la lluvia en las hojas de los árboles. Tornaban las aves a posarse en las ramas placenteramente, y las enhiestas cimas de las rocas volvían a destacarse con gallardía en el azul de los cielos.
Nada de esto vio Bernardo. Un rumor extraño e imponente absorbía toda su atención. Lanzóse rápido fuera de la cueva, y con la misma rapidez volvió a penetrar en ella, reflejándose en sus rudas facciones un espanto indecible. Y no en vano, que el espectáculo que se ofreciera ante sus ojos era terrible, y hubiese helado la sangre en las venas al más temerario.
El Güerna había salido de madre y sus turbias ondas precipitábanse mugiendo por el valle, y crecían, y llegaban amenazadoras a la entrada de la cueva. Pronto empezó a invadirla, mojando los pies de Bernardo y las rodillas de su hermano y de sus protegidos, que oraban fervorosos entre el siniestro rumor.
Instantes hubo en que las ondas se detuvieron como animadas por el respeto, como contenidas por el temor y la pena de tener que devorar el bellísimo grupo de aquellas angelicales criaturas.
Entonces Bernardo se desembarazó de su ropa; lanzóse al agua fuera del recinto invadido y, ya nadando unas veces, y otras haciendo pie, logró alcanzar la cima de un peñasco, trepando a toda prisa, sin hacer caso alguno del suplicante acento de su hermano.
—¡Bernardo, Bernardo! le gritaba, por Dios, por la Virgen Santísima, por nuestra madre, por lo que más quieras, vuelve un momento, y salva a este niño y a esta mujer. Por mí no es necesario que te expongas, pues ya dirás a mi madre, ¡oh madre mía! que la muerte me llevó pensando en ella … pero … ¿qué haces? … ¿no me escuchas? … ¡Te alejas! ¡Oh! Este inocente niño al menos … ¡ah! ¡no viene! ¡no viene! pero … amigos míos, no creáis que es malo mi hermano, es … que tiene miedo … ¡vamos a perecer los tres! ¡y yo no sé nadar! … ¡no puedo socorreros!
Y Antonio, delirante de pena, bañaba con sus lágrimas la imagen de la Virgen; miró a sus compañeros y ¡ah prodigio! apenas logró reconocerlos. Espléndidas aureolas circundaban sus frentes; aquellos rostros que poco antes aparecían macilentos, con la extenuación del hambre, irradiaban un fulgor divino, una majestad sobrehumana.
Mudo, estático Antonio al reconocer a la Virgen María y a Jesús en aquella mujer y en aquel niño, como las imágenes que se veneraban en la ermita de Flor de Acebos, cayó de hinojos besando sus pies, y sus labios trémulos no acertaron a balbucear la dulcísima plegaria de su corazón.
Cesaron instantáneamente los amenazadores mugidos de las ondas, y a su siniestro ruido sucedióse una armonía inefable de procedencia desconocida, cuyos ecos resonaban lo mismo en las alturas que en los profundos valles; ya en alas de la brisa llegaban suavemente a confundirse con el murmurio [12]de las aguas apacibles, ya en los raudos giros del viento, iban a prestar un encanto irresistible a los poéticos acentos que se desprendían de la cumbre de la montaña.
Era la armonía de aquella naturaleza; eran los ecos sublimes de su gratitud en presencia del Hijo de Dios y de su Santísima Madre.
—Antonio, dijo Jesús al niño, levántate y sígueme.
Y empezó a andar sobre las aguas que se solidificaban a su paso, siguiéndole la Virgen, y en pos de ellos ganó Antonio la opuesta ribera, cubierta a la sazón de flores, porque la fe y la caridad, ardientes y puras, reanimaban su corazón.
Y como no se olvidaba de su hermano, volvió la cabeza hacia la abandonada orilla, y vio al infortunado pugnando entre la vida y la muerte, asido a la gigantesca roca por donde había principiado a trepar, y en la cual parecían enclavados sus miembros. Un horror vertiginoso se retrataba en sus lívidas facciones, en sus ojos desencajados; y cuanto mayores fuerzas le prestaba la —8— desesperación para desprenderse de la roca, más y más se iban adhiriendo sus carnes a ella.
Antonio, fuera de sí de dolor, quiso volar en su socorro; pero una mirada de Jesús le contuvo.
—¡Hermano, hermano, exclamó Bernardo con voz de agonía; ven en mi auxilio, socórreme! Siento que mis manos y mis pies se van enfriando, y endureciendo todo mi cuerpo, y mi corazón, y … llega, llega, hermano mío, porque si no será ya tarde.
Al oír sus primeras palabras se había arrodillado Antonio a los pies de la Virgen suplicando su perdón, y cuando dijo “ si no será ya tarde”, exclamó:
—Bernardo, hermano querido, no es tarde si ruegas a la Virgen por tu salvación. Ruega, ruégala conmigo, hermano, que no te abandonará.
No debió oír Bernardo esta súplica, puesto que continuó con voz moribunda:
—¡Ay de mí! Esta maldita peña me despedaza … la siento penetrar hasta mi corazón … la sangre se me hiela … las fuerzas me faltan … ¡y no puedo arrojarme de aquí al torrente! … ¡Oh! ¡socorro! … ¡socorro!
Y Antonio no pudo socorrerle, porque el agua rechazaba sus pasos, y ni aun el ruego de la Virgen, unido al suyo, logró dulcificar la severa mirada de Jesús, porque ni un solo eco de arrepentimiento había resonado en el alma del moribundo.
—Si tú te has hecho acreedor a mi bondad, dijo Jesús al piadoso niño, tu hermano ha merecido el castigo que acabas de presenciar. De roca tuvo el corazón para los débiles; cual roca ha sido su alma para el arrepentimiento, y en roca ha de permanecer ahí convertido, ejemplo desde hoy a todas las generaciones.
Y, pronunciadas estas palabras, Jesús y su Santísima Madre ascendieron ante la absorta mirada de Antonio sobre una nube de nieve y grana, que desapareció dejando una huella esplendorosa en el azul del firmamento.
Así es la tradición de la Peña del maldito, una de las más profundamente arraigadas entre las creencias religiosas del pueblo asturiano; muestra elocuente de una fe inquebrantable, al par que de la sencillez de aquellos hijos de Covadonga.
García del Real, Luciano. “La peña del castigo”, La Ilustración de Madrid, tomo I, nº 13, 1870, pp. 7-8.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
[1] La Cubilla, alto en el parque natural de Las Ubiñas.
[2] Teyedo, localidad al sur del concejo de Lena.
[3] También llamado Rospaso.
[5] Caserío perteneciente a la parroquia de Rozadas del consejo asturiano de Boal.
[6] Pan de maíz (Nota del autor).
[8] En Fordaceos, en la parroquia de San Miguel de Pajares.
[9] Melindres: remilgos, ñoñeces.
[10] Nombre de la niebla en las montañas de Asturias. (Nota del autor).