DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Semanario Pintoresco Español, 5 de octubre de 1852, pp. 313-315.

Acontecimientos
Abuso de poder
Personajes
Alfonso XI, Conde de Orgaz, Rui Garci-Pérez, Clara, García del Castañar, Leonor de Guzmán
Enlaces

Muy frecuentes entre los años 1852 las reposiciones de la comedia de Francisco Rojas Zorrilla, y de adaptaciones en uno, dos y tres actos.

Lorenzo, L. G. (2007). “De la fortuna escénica de Rojas Zorrilla en los teatros de Madrid”. Revista de literatura, 69 (137), 235-247.

LOCALIZACIÓN

CAMINO DEL CASTAÑAR

Valoración Media: / 5

García del Castañar

I

Después de los graves conflictos que acarreó al país la minoría de Fernando el Emplazado, vertiéndose por esta causa copiosos raudales de sangre, veremos al recorrer los fastos históricos de aquellas épocas asaz turbulentas, que se renovaron en España por la centésima vez tan repugnantes escenas, siendo distintos los actores, pero iguales y uniformes los acontecimientos durante la menor edad de Alfonso el XI.

Ir enumerando una serie consecutiva de agresiones monstruosas y de encuentros tan violentos como repetidos que traían en pos de sí la desolación y las vejaciones más notables, fuera una torpeza, puesto que los estrechos límites de este artículo no permiten analizar los derechos que aducían cada uno de los cuatro partidos que por entonces se disputaban con fiereza la suspirada regencia del reino. Pudiendo por esta razón solamente mencionar con la mayor concisión posible los hechos principales que tuvieron lugar durante aquella década, insinuaremos que sus tíos D. Pedro y D. Juan repartieron entre sí las atenciones del gobierno, ora fuese porque disponían de más fuerzas con que imponer la ley al país, o también porque los pueblos, cansados de tantas reyertas les proporcionasen materiales de todos géneros, hombres y dinero con que vencer.

Pero esta suspensión de hostilidades duró muy poco, y presto la guerra civil, sofocada por algún tiempo, vino a hacer resplandecer con sus fatídicos fulgores la tea de la discordia al morir estos dos gobernadores; entonces fue cuando se suscitó de nuevo la cuestión que parecía estar ya olvidada, y las armas protegieron la causa de la reina Doña María,[1] abuela del rey; restándonos añadir que tres años después de estos sucesos  la defunción de Doña María fue motivo suficiente para que este azote de la humanidad, revestido de los atributos más violentos, ejerciera su terrible influjo, y este país, bastante vejado ya, llorase con lágrimas de sangre las consecuencias de tanta calamidad como pesaba sobre él.

Mas era llegado el momento ansiado de todos, en el que Alfonso el XI cumplía quince años. Proclamado rey y declarada su mayoría a la faz del pueblo, Alfonso el XI, revestido de un carácter severo que le cuadraba bien, dando a conocer un corazón resuelto y su indescribible energía, tomó sobre sí la grave responsabilidad que trae consigo el mando, dando pruebas inequívocas de sus profundos conocimientos, poniendo a raya las desmesuradas pretensiones de obstinados rebeldes que aun combatían su regio poder. Hecha esta breve nomenclatura de los males que acarreó a España la minoría de Alfonso el XI, penetraremos ahora en uno de los vastos salones que tenía el alcázar suntuoso de la imperial Toledo.

II.

Los pálidos fulgores que despedía un amortiguado sol perfilaban los contornos de dos personajes que, con los brazos cruzados sobre el pecho y la sumisión retratada en sus expresivos rostros, se mantenían a una respetuosa distancia, copiando con afectuosa solicitud hasta los más insignificantes movimientos de otro que, con la cabeza erguida y la frente radiosa y serena, leía con extremada avidez un pergamino, resbalándose por sus breves labios una simpática sonrisa.

Mientras que éste permanece haciéndose cargo silenciosamente de aquel escrito, nosotros recorreremos con la vista su estancia: dobles cortinajes de gasa y terciopelo carmesí recamado de oro obstruían las ventanas, al través de las cuales se divisaba un laberinto de jardines, cuyos perfumes llegaban hasta allí; las paredes estaban revestidas de raso color azul, con festones y cornisas doradas; magníficas lámparas de caprichosas formas y de trasparente cristal pendían de un techo pintado al fresco y que había enriquecido el pincel con bellas alegorías; bustos primorosamente vaciados que representaban otros tantos reyes de la raza goda, en los que el escultor había trabajado con incansable solicitud para darles su aspecto fiero, logrando por fin que su envidiable cincel imitara perfectamente su ropaje y postura, su penetrante mirada y hasta su expresión; pórticos profusamente dorados con ricos florones y no escasos jeroglíficos; sillones engastados en nácar y marfil; refulgentes alfombras de costoso valor sobrecargadas de vistosos paisajes y, por último, grandes jarrones de China repletos de odoríferas flores, formaban el complemento de los muebles que engalanaban aquella y vivienda real. —314—

Tal era el aspecto grandioso e imponente que ofrecía la regia cámara de Alfonso el XI, al que acompañaban el conde de Orgaz y su fiel servidor y confidente Rui Garci-Pérez.

Alfonso el XI, con reposado continente y mesurado andar, se aproximó a una mesa, y cogiendo otro pergamino, hizo a la vez vibrar una sonora campanilla de plata: minutos después el de Orgaz se acercaba tímidamente a su rey acentuando estas frases:

— ¿Qué manda V. A. a su humilde vasallo?

—Que me leáis los ofrecimientos que me hace mi pueblo para la guerra de Algeciras.

—Señor, grandes son.

—Tanto mejor, así venceremos, añadió resueltamente Alfonso, y torciendo la vista, dirigió una penetrante mirada a Garci-Pérez, el cual, aproximándose obediente y sumiso hasta el paraje que se encontraba Alfonso, prestó atención a unas cuantas palabras que este profirió con cautela, y desapareció.

Durante este corto intervalo el conde había encontrado el pergamino, y se disponía a leer; pero el rey parecía estar distraído, y el cortesano lo contemplaba en silencio.

 

III.

Cinco leguas escasas de la imperial Toledo distaría la dehesa del Castañar, que yacía completamente oscurecida, merced a los enormes montes que la circundaban, y por cuyas ásperas vertientes se precipitaban los torrentes de una tan pura como cristalina agua.

Al pie de una sierra fría y escarpada se distinguía la dehesa del Castañar, cuyo frontispicio, que sobre tres arcos estribaba, mostrábase severo e imponente en el centro de aquella soledad; destacábanse de su fachada riquísimos balconajes con adornos de bajo relieve, y un tejado de relumbrantes pizarras con sus globos de metal dorado y sus incrustadas puertas, constituían la morada de García del Castañar.

Este hombre, cuyo carácter gozaba fama de rústico, hallábase ocupado en ofrecer a su bella esposa las pieles de oso y jabalí que en la última cacería había muerto, cuando se percibió el ruido de una cabalgadura, cuyas herraduras, al chocar con los duros pedernales, despedían rudas chispas, no tardando en apearse de ella un apuesto caballero, que vestido a la usanza de aquellos belicosos tiempos, y llevando pendiente del cinto una larga tizona[2], se personó en la vivienda donde moraba García del Castañar.

Una breve genuflexión siguió a esta improvisada visita, y un hermoso carmín coloró la mejilla pudorosa de aquella mujer.

—Vuestra merced me disculpará si os he interrumpido vuestros quehaceres, acentuó taimadamente este personaje dirigiéndose a Doña Clara, la que no osó levantar la vista del suelo, sin duda para que no notara su turbación.

—No, de ninguna manera, contestó por ella D. García, antes por el contrario, yo me alegro de vuestra visita, pues de este modo sabré las nuevas que corren por la corte.

—Pocas son, señor; la guerra de Algeciras es de lo que más se habla.

— ¿Y el rey, qué dice de la guerra?

—Al rey, señor del Castañar, profirió irónicamente Garci-Pérez, le ocupan más otras empresas; y levantándose rápidamente de un cómodo sitial después de pretextar una fuerte jaqueca, se retiró a descansar no sin deslizar entre las breves manos de Clara un billete.

Mientras que García del Castañar se daba mil parabienes por haberse aposentado en su casa tan cumplido caballero, el muy ladino del confidente ponía a prueba la virtud de Clara, excitándola a que recibiera clandestinamente a Alfonso.

 Bien notorio es hoy el carácter que dominaba a este rey en sus empresas amorosas, y la posteridad le juzga cual merece al analizar los variados episodios que constituyen su airada vida, corroborando estos asertos el trato ilegítimo que sostuvo con Doña Leonor de Guzmán, la que pereció a manos de D. Pedro el Cruel, pagando él a la vez este crimen con su cabeza en la memorable villa de Montiel. Lujurioso, lascivo y enamorado hasta dejarlo de sobra, estos eran los atributos que se vislumbraban al través de aquel rostro valiente y juvenil que ostentaba con orgullo Alfonso, el cual, habiendo sabido que en el Castañar existía una perla mal escondida entre aquellas ásperas rocas, se decidió a tenderle una red, cuyo proyecto comunicó a su leal confidente, viendo a poco marchar por un camino de travesía, y a lomos de un hermoso caballo de batalla, al célebre Garci-Pérez, en busca de esa perla que ansiaba poseer Alfonso. Mientras que Garci-Pérez asediaba a Clara, el conde de Orgaz leía con marcada gravedad el pergamino de que ya tiene conocimiento el lector.

 

IV.

Una sonrisa de triunfo se retrataba en el semblante expresivo de Alfonso el XI al escuchar las muestras de aprecio que le prodigaban los pueblos, cuando el de Orgaz pronunció con voz breve, sonora y clara la primera oferta que García del Castañar hacía a su rey. Entonces, Alfonso, al percibir aquel nombre, interrumpió bruscamente a su secretario, valiéndose de estas frases:

— ¿Qué nuevas cuenta ese pergamino de García del Castañar?

—Señor, escuchad, acentuó rápidamente el de Orgaz, y leeré  a V.A. lo que dice este pergamino; y Alfonso, dilatando sus pupilas, y duplicando la atención, se resolvió a oír con sobrada impaciencia todo lo que atañera a García, mientras que la poderosa voz del conde hería los oídos del rey, articulando las siguientes palabras:

—García del Castañar dará para esta jornada cien quintales de cecina, cuatro mil fanegas de harina, de cebada dos mil, de vino catorce cubas, seis hatos de sus ganados, y cien peones dispuestos para la guerra...

—Es grande su lealtad e inmensa su riqueza, conde de Orgaz...

—Oiga V.A. cuál termina tan espléndida donación.

—Doy tan corta poquedad, porque este año ha sido muy escaso; mas ofrezco a mi rey mi brazo, mi vida y hacienda, como todo leal vasallo debe hacer cuando el rey y la religión peligran.

—Castañar, presto mi omnímodo poder se extenderá hasta ti, pues a los hombres de tu calaña, Alfonso el XI los protege, ampara y cubre con su manto real.

 —Más grande sería la alabanza si V. A. supiera lo que vale este hombre.

—-Dadme a entender sus prendas, conde de Orgaz, pronto, muy pronto, porque hombres como este busco yo con afán.

Entonces el de Orgaz, reprimiendo su impaciente deseo y dando treguas para que se excitase más y más la curiosidad de Alfonso, comenzó así:

—Si a la guerra de Algeciras lo llevara V.A. os daría qué pensar su extremada prudencia, su tacto y agudo ingenio; notaríais que de su boca se desprenden las verdades sin embozo; pero lo que encierra, señor, en sí de más notable, es que siendo rico, sus aspiraciones son modestas, que es valiente sin hacer alarde de ello, y por último, un labriego sin doblez ni malicia.

Al terminar este panegírico el altivo conde de Orgaz, cruzó los brazos y esperó tranquilamente que interrumpiera Alfonso el silencio.

Poco después Alfonso levantó su vista fascinadora al cielo, en el instante que Garci-Pérez asomaba su puntiaguda cabeza por entre los pliegues de un cortinaje, escuchando de boca del príncipe estas palabras:

—Decid, conde de Orgaz, a García del Castañar, que mi real persona le manda llegue a las puertas de mi regio alcázar.

V

 

Dar a conocer los medios que con extremada sutileza puso en juego el entendido Pérez para inclinar el ánimo de Clara a seguir la senda bastante difícil que ante su calenturienta razón le delineaba revestida de brillantes coloridos el confidente del rey, fuera extendernos más de lo que nos hemos propuesto; por consecuencia solamente diremos que Clara, mujer tímida e irresoluta, que se turbaba y sobrecogía al oír tan solo el nombre del rey, que fluctuaba entre el deber y el amor que ya le inspiraba Alfonso, no pudo en manera alguna resistir con sus débiles fuerzas a los repetidos ataques de Garci-Pérez, ni permanecer más tiempo insensible a los ecos de la pasión, la que bien pronto, al verificarse una reacción espantosa en sus adentros, hizo que la llama que nacía en sus entrañas se convirtiese en un cariño de carácter nada vulgar, reconcentrándose con tanta violencia en el fondo de su joven corazón, que el mismo Garci-Pérez, ebrio de gozo, no podía calcular al punto que la conduciría aquel amor desinteresado.

Tal era la posición eventual de Clara, supeditada por este amor al capricho de un monarca asaz veleidoso, cuando el ejército de Alfonso el XI se disponía a repeler con la fuerza al caudillo musulmán, que conduciendo otro en demasía numeroso avanzaba rápidamente, desembarcando poco después en las costas de Andalucía.

Mientras que el célebre García del Castañar, rebosando de gozo por las lisonjas con que el rey constantemente le acariciaba su orgullo, se mostraba hasta displicente con su mujer, bella y envidiable, ocupándose en organizar, instruir y equipar su bizarra hueste, Alfonso, disfrazado de caballero, sin más séquito que el de Garci-Pérez, y aprovechando, no solo la corta distancia que mediaba entre Toledo y el Castañar, si no también protegido por las sombras de la misteriosa noche, partía a gozar en las brazos de Clara de las delicias con que le brindaba aquel amor.

Pero para que se forme un cálculo aproximado del carácter de Alfonso, podemos aducir para probar su inconsecuencia y hasta su maldad, que cuando tornaba de hacer mil protestas y juramentos a Clara, trocados por tiernos halagos, se internaba sonriéndose maliciosamente en las habitaciones que ocupaba Doña Leonor de Guzmán, siendo pródigo en palabras que rebosaban ternura y bondad, sosteniendo con artificioso cuidado este doble papel. —315—

VI.

Corría a todo esto hacia su fin el año de 1340... Año que cubrió de gloria a las armas castellanas capitaneadas por Alfonso el XI... año repetimos que forma época en los fastos españoles. Presentaremos pues a la vista del lector el cuadro sorprendente y admirable que ofrecía aquella inmensa línea de batalla formada por unos 50.000 infantes, entre los cuales serpenteaban 15.000 caballos, con sus clarines y estandartes estos, con sus banderas e instrumentos bélicos aquellos.

El ejército musulmán se presentó apiñado y peor distribuido, en una palabra, sin orden ni concierto, juntamente que su mal organizada caballería torpemente dispuesta para el combate.

Sin embargo, un entusiasmo sin límites se reverberaba en sus fieros y cetrinos semblantes, no siendo menor el de los españoles, los cuales combatían por la más santa de las causas, por Dios y su rey.

 Corría separando los dos campos el pequeño río del Salado: los cristianos fueron los primeros que le vadearon, arrojándose a él con tanto furor y tanto encono, que el enemigo se mostró reacio a la voz de sus jefes, cobarde ante el peligro: poco después el ataque, al principio gradual, se hizo general, y los sarracenos fueron perdiendo terreno. En este momento de perplejidad, de duda, de desconfianza, en una palabra de cobardía, el rey de Castilla, destacándose con un cuerpo de escogidas tropas, entre las que iba el escuadrón que comandaba García del Castañar, después de practicar un insignificante rodeo, cayó de improviso sobre el ala derecha del ejército enemigo, al mismo tiempo que su retaguardia era atacada por las tropas apostadas en Tarifa.

Entonces fue cuando el ángel exterminador principió a ejercer su terrible ministerio en medio de aquella apiñada muchedumbre, que moría ignominiosamente ante el poder de las armas combinadas. ¡¡¡Dichosos aquellos siglos en que los reyes también esgrimían su espada al frente de sus ejércitos, y exponían su vida como el último de los soldados!!!... La victoria del Salado se comunicó por toda la Península cual si fuera una chispa eléctrica, sucumbieron las plazas más codiciadas de los agarenos, tales como Teba, Alcalá la Real y Algeciras. Si bien es cierto que esta batalla, según el común sentir de todos los historiadores, costó muy poca sangre, sin embargo, entre la poca que se vertió se contaba la de García del Castañar. ¡Hermosa lección para esos hombres sin honor ni corazón, que únicamente ambicionan atesorar enormes sumas, montones de oro; pero que jamás prestan un servicio a la patria! Prosternaos pues y saludadle con respeto: así lo hizo Alfonso XI, el cual derramó una lágrima al pie de su féretro, mientras que la esposa de García del Castañar, renunciando sus derechos al corazón de Alfonso, rey querido y victorioso, purificaba su alma en el crisol de la religión penetrando en una clausura.

FUENTE

Joaquín Dalmau. “García del Castañar”, Semanario Pintoresco Español, 5 de octubre de 1852, pp. 313-315.

Edición: Pilar Vega Rodríguez

NOTAS

[1] Doña María de Molina.

[2] Tizona: espada