El castillo de Achorroz[1]
Antes de entrar en Escoriaza se ve a la derecha del camino el suntuoso, vasto y triste edificio que a fines del siglo XV fundó con destino a hospital y hospedería, y con su correspondiente iglesia, don Juan de Mondragón y Ascarretazabal.
Media legua más adelante se encuentra la villa de Arechavaleta, situada al pie del montecillo denominado Arizmendi, y célebre por sus famosos baños y por su suntuosa hospedería, el mejor acaso que existe en todos los establecimientos de esta especie en nuestro país. En la sierra de Zaraya, no distante de la población que nos ocupa, hay una hermosa gruta o caverna caliza, y en la montaña de Achorroz, subsisten vestigios del antiguo castillo del mismo nombre.
Nada se sabe de la época de su fundación; pero consta que el año de 1200 tomó posesión de él el rey don Alfonso el Noble[2], y que en el siglo XV sirvió para contener a los revoltosos, habiéndole defendido los habitantes del valle; en el siglo XVI fue completamente destruido sustituyéndole una ermita del título de la Santa Cruz, que todavía subsiste, y en cuyas inmediaciones hace pocos años se descubrieron y sacaron armas y otros objetos que denotaban estar allí de tiempos muy remotos sepultados.
Esto es lo que dice la historia; la tradición por su parte ha embellecido también aquellos sitios con uno de esos cuentos patéticos e interesantes que no podemos menos que referir a nuestros lectores tal y como a nosotros nos lo refirieron.
El castillo de Achorroz, era, según la costumbre de aquellos tiempos, además de fortaleza un palacio donde habitaban los señores del mismo nombre, enemigos declarados de la famosa casa de Guevara. Esta casa tuvo gran empeño en apoderarse de la villa de Mondragón, y habiéndose negado a cedérsela el rey en varias ocasiones, don Pedro de Guevara[3] formó el proyecto en 1448 de posesionarse de ella aprovechándose de la turbación e injusticia de aquellos tiempos de revueltas, a cuyo efecto envió a su esposa doña Constanza de Ayala a explorar los ánimos de los mondragoneses, que opusieron tenaz resistencia, y muy particularmente los que seguían el bando Oñecino, que capitaneaba Gómez González de Butrón, señor de Achorroz.
Viendo el de Guevara frustrados sus designios, agavilló muchos forajidos y malhechores con ánimo de acometer la villa a la fuerza, como lo verificó en efecto el viernes 14 de junio del citado año de 1448, al amanecer, en que cayó sobre Mondragón como el ave de rapiña sobre su presa, y despiadadamente saqueó e incendió todas las casas, con grande escándalo e inaudita fiereza, dice el historiador Garibay.
La noche anterior a este atentado, conociendo que su triunfo seria efímero si no inutilizaba a su poderoso rival, Gómez González, dispuso que una partida de su desalmada —14—gente se emboscase en sitio oportuno, y se apoderaran del de Achorroz al tiempo de dirigirse a su castillo de vuelta de Bilbao, conduciéndolo luego a Guevara, a los subterráneos de la fortaleza. Era poco más de oscurecido cuando el castellano[4] de Achorroz, acompañado solo de dos escuderos, se dirigía a su palacio, y de repente vio salir de entre los matorrales un joven vestido de pastor que cogiendo por la brida el alazán[5] que montaba lo detuvo diciendo:
—No prosigáis, señor, adelante, sino queréis ser presa de unos bandidos que os esperan a muy corta distancia emboscados.
—¿Y quién eres tú que tal aviso me das?... ¿Cómo sabes el designio de esos hombres?
—Soy un pobre aldeano natural de Mondragón, y acaso algún día sabréis el origen del interés que os manifiesto; en cuanto al designio de esos hombres, solo os diré que me han elegido a mí para espía, porque no os conocen, con encargo de avisarles el momento de vuestra llegada; y aunque es cierto que nada me han dicho del objeto con que os esperan, por su mala traza, porque son extraños en el país, y por algunas palabras que les he sorprendido, no me queda duda de que os quieren hacer mal.
— Doy entera fe a tus palabras, buen mancebo, dijo el castellano, y en prueba de ello voy a volver atrás y a dirigirme por otro camino a mi casa; pero antes quiero saber tu nombre para recompensarte este servicio como debo.
— Yo no lo hago por el interés de la recompensa, señor, sino por cumplir un deber sagrado. Permitid que os oculte mi nombre y rehúse vuestros beneficios; si algún día necesitase de la protección que me ofrecéis, yo me presentaré en vuestro palacio a reclamarla.
—Y yo tendré un placer en dispensártela, añadió el de Achorroz, en fe de lo cual y para que en cualquiera circunstancia que sea pueda reconocerte fácilmente, toma esta cadena y consérvala como garante de mi palabra.
—La acepto, señor, y poneos en salvo al punto, pues me parece oír ruido de gente que se aproxima.
El castellano siguió el consejo, y apenas habían vuelto grupas, cuando aparecieron no distantes los partidarios de don Pedro de Guevara, que sospechando alguna traición del pastor iban en su busca. Al ver a Gómez González y sus escuderos, que huían a toda rienda, se confirmaron en sus sospechas, y no pudiendo ya, por la delantera que llevaban, apoderarse de los fugitivos, maltrataron al espía, y cuando a fuerza de golpes y heridas lo creyeron muerto, arrojaron su cuerpo por un derrumbadero y huyeron a ocultarse temerosos de la venganza del de Guevara por el mal desempeño de su comisión.
Confiado don Pedro en que se habrían cumplido sus órdenes y de que nada tenía que temer por parte de su poderoso rival, dio como dijimos, el ataque a Mondragón; pero Gómez González recelando alguna cosa en virtud de la emboscada, había reunido su gente, y al primer aviso, cayó sobre el pueblo, ayudado de los habitantes del valle —15— que se levantaron en masa, y derrotó a los agresores. Don Pedro de Guevara y sus principales caudillos fueron hechos prisioneros y enviados al rey don Juan II, que enterado del horrendo atentado, los mandó formar causa y fueron condenados a la última pena, la cual conmutó el rey, en 7 de agosto de 1449, por lo que toca a Guevara en tres años de servicio con destino a la ciudad de Antequera, y con obligación de resarcir los daños y perjuicios para que quedase libre su linaje de la nota de infamia.
Dos años poco más habían trascurrido desde los sucesos que acabamos de referir, cuando Gómez González de Butrón estándose paseando por los jardines del castillo, recibió una carta que le entregó un mensajero, y habiéndola leído dando muestras del mayor contento, hizo que llamasen al punto a Magdalena, su hija única, joven de diez y ocho años y verdadero tipo de belleza vascongada, con el pelo entre castaño y rubio, ojos de azul oscuro, talle esbelto, facciones acabadas y una sonrisa angelical llena de candor y de dulzura.
—Tengo, hija mía, que darte muy buenas noticias, la dijo el de Achorroz, cuando la vio aproximarse. Mañana llega aquí tu primo, que hace cuatro años marchó a la guerra contra los infieles, siendo solo capitán de los tercios de S. M., y vuelve ahora lleno de laureles y con el título de conde nada menos.
Magdalena se manifestó complacida pero no contenta.
—¡Qué! continuó su padre, ¿no te causa alegría semejante nueva?... Pues a fe que nadie tiene más motivos que tú para alegrarse, porque al cabo....
—No os entiendo, padre mío, replicó Magdalena visiblemente contrariada.
—¿Con que no me entiendes, eh?... Yo creo que me entiendes demasiado, y si no ¿por qué te has puesto tan colorada?
—Padre mío, yo no....
—Vamos, hablemos con formalidad y sin rodeos. Tu primo me dice que solo puede permanecer aquí un mes y que quiere aprovechar este tiempo para que se verifique la boda....
—¡La boda! exclamó Magdalena, y ¿con quién?....
— ¿Con quién ha de ser?... Contigo; pues ¿no te lo he dicho ya?
— No me habéis dicho nada, padre, tartamudeó la joven sin poder apenas sostenerse
—Pues es igual; ahora te digo que mañana viene tu primo, antes capitán Zarragati, y hoy conde de... ¡Voto va al diablo!... Con la prisa no me dice en la carta el título del condado... En fin, viene mañana para casarse contigo y hacerte nada menos que condesa. ¿Me has entendido ahora?
—Ahora sí señor, dijo lenta y tristemente Margarita, al mismo tiempo que corrían por sus hermosas mejillas dos gruesas lágrimas que trató de ocultar a su padre volviendo a un lado el rostro.
Éste, sin embargo, nada observó, porque al mismo tiempo que a su hija había llamado al mayordomo para darle órdenes respectivas al recibimiento de su sobrino, —16— y ocupado con él por una parte y no pudiendo por otra ocurrírsele ni remotamente la idea de que Magdalena no se volviese loca de alegría de pensar que iba a ser condesa, fijó muy poco la atención en el efecto que sus palabras habían producido en la infeliz joven, que en cuanto se quedó sola prorrumpió en amargo llanto. No necesitamos en verdad explicar el motivo de estas lágrimas; cuando una mujer llora en circunstancias semejantes, es claro que su corazón repugna el enlace que le proponen. Magdalena se había criado con su primo, siempre habían estado juntos, hasta que éste partió a la guerra, y sin embargo lo aborrecía con toda su alma. ¿Era este aborrecimiento hijo de alguna causa legítima, o solamente capricho y efecto de eso que se llama antipatía natural?... ¿Tenía Magdalena algún motivo oculto para temer dar la mano de esposa al nuevo conde, o amaba a otra persona sin decirlo?...
La simple narración de los sucesos que ocurrieron en el castillo de Achorroz nos aclarará estas dudas.
Diremos ante todo que llegó el capitán y fue perfectamente recibido y agasajado por sus parientes, incluso Magdalena, que procuró disimular sus pesares para que su padre no los penetrara. Pasados los primeros días se pensó en el matrimonio de los jóvenes; pero eran primos hermanos y la dispensa ofrecía algunas dificultades; fue preciso por tanto esperar más de lo que se creía al principio, con no poco sentimiento del castellano que cada día estaba más impaciente por ver a su hija hecha condesa. Un día llegaron por fin pliegos de Pamplona con sello del obispo.
—¡La dispensa! la dispensa gritó el de Achorroz antes de abrirlos, y fue corriendo en busca de su sobrino; pero calcúlese la sorpresa de nuestro buen Gómez González, al hallarse con una carta del prelado en que le decía que enterado el Sumo Pontífice de que no era gustosa la contrayente, y exigiendo las disposiciones del santo concilio, no solo voluntad libre, sino razones de más valor para poderse expedir bulas de dispensa matrimonial entre parientes tan cercanos, negaba las licencias que se le pedían.
Cuanto nosotros dijéramos aquí no bastaría para dar una idea ni aproximada del despecho del padre de Magdalena al leer esta carta; afortunadamente su hija no se hallaba delante, porque contra ella fue contra quien estalló su ira con tal violencia que de seguro la hubiera maltratado teniéndola orilla. «¿De qué medios, decía, se ha valido esa infame para hacer que llegue a noticias del Santo Padre su desobediencia a mis mandatos? ¿Por qué no me ha dicho a mí que no quería casarse?
Esto al menos hubiera evitado un escándalo. ¡Que venga, que venga Magdalena al instante!....» gritaba desaforado.
Mientras el de Achorroz hacia tales exclamaciones y se paseaba a largos pasos por la sala, el capitán por su parte manifestaba también el despecho que le causaba este inesperado contratiempo, jurando y amenazando cortar la cabeza con su tizona[6] a todo el que hubiese tenido parte en la jugada, aunque fuese el mismo obispo.
En este estado y cuando más acalorados estaban ambos, apareció Magdalena en el dintel de la puerta, un poco pálida, pero tranquila y serena, con su sonrisa de ángel, y con sus ojos de cielo, empañados solamente por —17 —una nube de tristeza que los cubría desde la tarde en que su padre la anunció la llegada del primo y sus proyectos de boda.
—Acabo de saber, padre mío— dijo aproximándose con calma, —que Su Santidad niega la dispensa para mi matrimonio; esta nueva no me sorprende, ni a vos debe afligiros, porque yo jamás me hubiera casado con mi primo. Así lo dije a mi confesor, y él ha sido quien haciendo justicia a las razones en que se apoya esta resolución, se encargó de hablar al obispo para que hiciera de modo que no viniera la bula. Sé que obré mal en no declararos mi resolución, pero me faltó valor, señor, para afligiros. Perdonadme la pena que os causo, y permitid que me retire al convento de Oñate en compañía de mi tía Purificación.....
Una víbora que hubiese mordido simultáneamente al tío y al sobrino no les hubiese hecho dar más tremendo salto.
—¡¡¡Monja !!! gritaron a un tiempo.
— Sí señor, monja; es el único recurso que me queda.
—Jamás, dijo el castellano, la dispensa se pedirá de nuevo y esta vez vendrá, porque yo emplearé los medios necesarios para que venga y te casarás con tu primo.....
—Nunca, replicó Magdalena con firmeza.
—Lo veremos— gritó el padre saliendo precipitadamente de la estancia.
—¡Lo veremos! dijo el primo dirigiéndola una mirada que la hizo estremecer.
La necesidad de ser breves nos obliga a dejar trascurrir tres meses y pasar en silencio el martirio que durante este tiempo sufrió la pobre niña, encerrada en un aposento de orden de su padre, donde nadie podía entrar más que la doncella que la asistía y el capitán, que cada vez le era más odioso, y donde sin ver a nadie, pasaba los días llorando y las noches en vela, oyendo silbar el viento en sus ventanas que daban al campo, o escuchando el graznido de las aves de rapiña que se anidaban en los viejos torreones de la fortaleza.
Una noche de otoño, en que los elementos parecían haberse desencadenado todos y el viento crujía con mayor fuerza que nunca, le pareció que al ruido de la tempestad se mezclaba el de una voz humana que entonaba alguna cantinela del país; al pronto creyó que sería ilusión, pero aplicando más el oído no le quedó duda de que al pie de sus balcones pronunciaban con melancólico acento estas palabras:
Bella joven, que tranquila
En blando lecho descansas
Sin recelar el peligro
Que tan cerca te amenaza:
Huye, cándida paloma,
Del gavilán que sus garras
Clavar medita en tu seno
Para saciar su venganza.
Huye por Dios, que aún es tiempo.
Pero no, no temas nada,
Que amor vela por tu vida
Y no se duerme quien ama.
—¡Dios mío!... exclamó Magdalena cayendo de rodillas en medio del aposento, y elevando las manos al cielo. ¡Es él!... ¡mi Genaro!... ¡Aún vive!... ¡Aún se acuerda de su infeliz Magdalena!... Pero ¿qué peligro me anuncian sus palabras? dijo levantándose de pronto poseída de un terror pánico. En mi misma casa, en la casa de mi padre.... ¡Oh, no puede ser!; sin duda entendí mal...
De nuevo se dejó oír la voz del trovador, que repitió las mismas palabras, pero entonces más cerca y con tal claridad, que no parecía sino que estaba dentro del balcón; a cada estrofa la agitación de la joven iba creciendo, hasta que al concluir la última, por un efecto maquinal, de que ella misma no supo darse cuenta, corrió a abrir las ventanas; un hombre se precipitó en el aposento.
—¡Genaro! gritó Magdalena.
—Magdalena mía exclamó Genaro, y cayeron uno en brazos del otro sin proferir más palabra.
Al cabo de breves instantes, recobrando el mancebo toda su serenidad
— Vengo a salvarte, Magdalena, dijo a la joven; estás amenazada de un grave peligro. Tu primo, viendo que son inútiles todos los medios empleados para obtener tu consentimiento a esa fatal boda, ha imaginado un plan horrible.... ¡Me estremezco solo de pensarlo!...
— ¿Qué es lo que intenta? ¡Dios mío!
—Ha mandado hacer una llave igual a la que tiene tu padre de esta habitación, con el fin de introducirse en ella de noche, y abusando de tu sueño obtener por violencia lo que no ha alcanzado con ruegos, para obligarte así a que consientas en darle tu mano.
—¡Eso es espantoso, Genaro mío! ¿Y qué he de hacer para libertarme del infame?
— Huir conmigo....
—¡Oh! nunca, dijo con dignidad la joven apartándose de sus brazos.
—Déjame concluir, Magdalena.... La escala de cuerda que me ha servido para llegar hasta aquí, y que no sin mil afanes he podido amarrar al balcón, es bastante segura para que podamos ambos descender por ella. Yo te conduciré esta misma noche al convento de Oñate. Desde allí le escribes a tu padre refiriéndole todo, incluso nuestro amor; bien sé que no consentirá nunca en que seas mi esposa, pero tú sabes también que no alimenté jamás la menor esperanza, y que mi amor es puro y desinteresado. Solo pretendo que quitemos la máscara a ese hipócrita, y que vivas tú tranquila en aquel santo retiro, mientras que yo cumplo mi promesa....
—No, Genaro, nunca tendré valor para abandonar la casa de mi padre. Por muy santo, por muy puro que sea nuestro cariño, el mundo me acusará, porque el mundo no es indulgente ni sabría comprender tu abnegación. Cualquiera que sea la suerte —19— que la Providencia me destine, la sufriré resignada.... Te he ofrecido no ser de nadie sino tuya y lo cumpliré como lo he jurado, pero no exijas más de la pobre Magdalena.
— ¿Te olvidas, ángel mío, prosiguió Genaro, que tu primo medita tu perdición, que tiene en su mano los medios de deshonrarte, y que acaso esta noche misma....
—¡Oh! no le temo, yo me sabré defender; yo le mostraré lo que puede una mujer cuando quiere resistir.
—El corazón te engaña, Magdalena; por heroica que sea tu resistencia sucumbirás en la lucha, y entonces ya no tiene remedio.... Además, es preciso salir de este estado. ¿No tienes confianza en tu Genaro?
—¡Ah, si, mucha!...
—Pues bien, sígueme; deja al mundo que nos critique, Dios solo puede ser juez de nuestras acciones. ¿A qué correr los riesgos de una lucha que puede evitarse? ¿Quién sabe si enterada tu tía de tus infortunios alcanzará de tu padre nuestro perdón y lucirán para ambos días más felices?
—Imposible, Genaro; un secreto presentimiento me dice que hemos de ser siempre desgraciados.
Un ruido que se sintió en la puerta del aposento interrumpió este diálogo.
—Es tu primo, que viene a consumar su crimen. ¿Ves cómo se realizan mis pronósticos?... Sígueme, Magdalena, sígueme o los dos somos perdidos.
La joven se dejó arrastrar hacia el balcón sin tener fuerza suficiente para oponerse, y ambos dos amantes, estrechamente abrazados, empezaron a descender la escala. La siniestra figura de un hombre, envuelto en una capa y con una linterna sorda en la mano, se dibujó al mismo tiempo en la puerta de la habitación. Daba ésta frente a la ventana, y a la luz rojiza de un relámpago, vio como una sombra a los jóvenes en el momento que doblaban el antepecho; miró en rededor de sí, y notando que el cuarto estaba desierto lo comprendió todo. Entonces se dirigió precipitadamente al balcón, sacó un cuchillo de monte que llevaba a la cintura, y cortó la cuerda que sujetaba la escala; el ruido producido por el choque en el suelo de un cuerpo pesado que se desploma, y un grito lastimero que se confundió con el estampido del trueno, fue lo único que se oyó. En seguida todo quedó en silencio, y el hombre de la capa desapareció por donde había venido, cerrando cuidadosamente la puerta.
Al amanecer del siguiente día los gemidos y las voces que daban los aldeanos de las inmediaciones del castillo, despertaron al señor de Achorroz, quien dirigiéndose maquinalmente al lugar de donde partían, se ofrecieron a su vista dos mutilados cadáveres. Eran los de Genaro y Magdalena: pendiente del cuello del joven había una cadena que Gómez González reconoció al instante ser la misma que había dado al pastor que le libertó la vida avisándole la emboscada de los partidarios de, don Pedro de Guevara. El castellano alzó los ojos al cielo y no pronunció más que estas palabras: «¡Cúmplase la voluntad de Dios!»
En seguida mandó que diesen sepultura —20—a los dos amantes sin pompa ni aparato, y en el mismo sitio en que murieron, se elevó una cruz de piedra con esta inscripción en el pedestal.
GENARO. MAGDALENA
UN PADRENUESTRO POR SUS ALMAS.
Cuando en el siglo XVI se destruyó el castillo de Achorroz, sus propietarios, descendientes de Gómez González, mandaron erigir una capilla en el mismo sitio en que estaba la Cruz de piedra, dándola este nombre, y es la misma que hemos dicho subsiste aun en la cima del monte.
Réstanos todavía dar al lector algunas explicaciones más sobre los sucesos que acabamos de referir. La noche que ocurrió la catástrofe de los amantes, desapareció del castillo el primo de Magdalena, circunstancia que a todos llamó la atención, y más particularmente al castellano, que hacía algún tiempo empezaba a desconfiar de su pariente; pero era imposible atribuir a un crimen la muerte de los jóvenes, hallándose como se halló, cerrado el cuarto de Magdalena; y lo que generalmente se creyó fue que con el peso se había roto la cuerda que sujetaba la escala, lo cual suponía Gómez que era un castigo del cielo.
Sin embargo, preciso es confesar que el castellano hubiera deseado que la providencia se mostrase menos severa, y aunque a sus ojos el crimen era grande, el verse privado de su hija única a quien idolatraba, el remordimiento de haber contribuido quizás con su severidad excesiva a ponerla en este caso, y la pena que también le causaba el que fuese la otra víctima cabalmente el joven a quien debía la vida, fueron causas suficientes para que abandonado al dolor y a las cavilaciones a que el suceso daba lugar, contrajese una enfermedad incurable que iba consumiendo sus días con la misma lentitud que la luz de una lámpara a quien falta el alimento.
Una tarde en que al ponerse el sol se hallaba sentado en el pico de una de las peñas que rodeaban el castillo, contemplando la cruz de piedra, como de continuo hacía, fue un criado a decirle que acababa de llegar un peregrino que volvía de Roma y tenía que hablarle de asuntos importantes.
—Que venga aquí ese buen hombre, dijo el castellano, y hablará lo que guste, que aquí nadie nos puede oír, y luego hallará en el palacio la hospitalidad debida.
Acercóse en efecto el romero, y después de los correspondientes saludos, dijo que había conocido en su viaje a la Tierra Santa un joven que iba como él a cumplir una promesa, con quien trabó estrecha amistad; que este joven fue acometido de una fiebre maligna antes de llegar al término de su peregrinación, y que viendo próxima su última hora lo había llamado y lo había dado un paquete de papeles, exigiéndole palabra y juramento de que no los entregaría a nadie más que al señor de Achorroz, y de que los quemaría sin leerlos en el caso de que éste hubiese muerto. En seguida puso el paquete en manos del castellano y se despidió sin permitir pasar la noche en el castillo, porque dijo que la penitencia que estaba cumpliendo le impedía dormir bajo techado.
Gómez González abrió el paquete y se halló que era de su sobrino, quien después de —21—pedirle perdón por haberse marchado sin avisárselo a cumplir una promesa que hizo en el ejército, se manifestaba muy afligido por la desgracia de su prima, de que no había tenido noticias, decía, sino después de dos meses de ausencia, y le pedía, en fin, que rogase a Dios por su alma, pues se hallaba en el último trance. El buen anciano se echó a llorar y exclamó lleno de amargura: «¡También mi sobrino!... Todos en este mundo me han dejado...»
Al decir esto salió de entre unos matorrales el peregrino, quien quitándose el sombrero y las barbas postizas que lo disfrazaban, y arrojándose a sus pies.
«¡Yo no, tío mío dijo, la providencia me ha conservado para que os sirva de apoyo; he querido emplear esta estratagema solo para saber si me conservábais aun algún resto de cariño: ya que sé que me amáis, jamás me separaré de vuestro lado. –
No hay para que decir que desde entonces el capitán quedó en la casa como único amo de ella, pues el pobre anciano de nada se cuidaba más que de sus penas y de sus achaques. Así pasó mucho tiempo, hasta que un incidente imprevisto cambió de pronto el aspecto del castillo.
La habitación en que Magdalena estuvo encerrada hasta la noche de su muerte no se había abierto después, porque el castellano, que era quien tenía la llave, a nadie quiso confiarla, ni él tuvo nunca valor para abrirla. Un día que se paseaba con su sobrino por el corredor contiguo, refiriendo a éste la catástrofe de su hija, que era siempre su conversación favorita, le ocurrió abrir la puerta del cuarto y penetrar en él: el capitán lo siguió sin el menor recelo, pues ignoraba que fuese aquella la primera vez que se abría desde la noche fatal; pero calcúlese cuanto seria su asombro y turbación al ver a su tío, que como dijimos le precedió al entrar en la estancia, con un cuchillo de monte en la mano, que acababa de recoger del suelo leyendo el nombre que había grabado en el puño. Este nombre era el del capitán, porque ya habrá adivinado el lector que él fue quien cortó la cuerda de la escala. Joven vicioso y lleno de deudas, concibió el proyecto de casarse con su prima para mejorar de fortuna. Conociendo que el flaco de su tío era la vanidad logró en la corte, a fuerza de intrigas, un título de conde que creyó le sirviese de escudo para saciar su ambición; pero Magdalena, que siempre lo aborreció porque conocía sus pérfidas inclinaciones, y que además amaba a Genaro desde niña con toda su alma, le opuso una resistencia tenaz y contrarió todos sus proyectos. Consumado el crimen por el capitán, en el acceso de ira que le produjo el ver escapar su presa cuando la juzgaba más segura, se creyó en el primer momento perdido, y huyó; pero informado luego por un criado de confianza de que nadie había sospechado la causa de la muerte de los jóvenes, cambió de plan y volviendo a su primitivo proyecto, que era conseguir a todo trance la herencia del de Achorroz, se presentó en el castillo de la manera que hemos visto. La providencia, que en su alta sabiduría no permite la impunidad de tamaños delitos, se valió del mismo puñal, instrumento de la muerte de los amantes que el capitán no recordaba dónde ni cuándo había perdido, para que sirviese de delator. Viéndose descubierto, se arrojó a los pies de su tío y le confesó todo —22— implorando su perdón; pero éste se mostró inexorable y lo entregó en manos de la justicia para que sufriese el castigo a que se había hecho acreedor.
Muy poco tiempo después murió Gómez González a impulsos de su dolor, que se hizo más intenso con el descubrimiento del crimen de su sobrino. Las caseras del monte Achorroz cuando cuentan esta historia a los viajeros, añaden que en las ruinas del castillo se oyen lastimeros ayes las noches que hay tempestad, y que son las almas de Magdalena y Genaro, que sin duda están en el purgatorio por haber muerto sin confesión, y vienen a pedir oraciones. El capellán de la ermita de la Santa Cruz, les ha repetido mil veces en sus sermones que lo que se oye es el silbido del viento al través de los matorrales; ellas lo escuchan con atención, pero todavía no ha logrado convencerlas.
FUENTE
Mellado, Francisco de Paula, Recuerdos de un viaje por España. vol. 1-2. 1849, pp.13-22.
NOTAS
[1] Atxorrotx (peña aguda, afilada)
[2] Alfonso VIII de Castilla, llamado «el de Las Navas» o «el Noble».
[3] Pedro Vélez Ladrón de Guevara, conde de Oñate. cfr. Monarquía Española, Blasón de su Nobleza, en la imprenta de Alfonso de Mora, 1736, vol. 1. p.235.
[4] Castellano: en el sentido de dueño o señor del castillo.
[5] Alazán: dicho de un color: Más o menos rojo, o muy parecido al de la canela (DRAE); y metonímicamente caballo de este color.