Tradiciones navarras.
Salquindaria. El traidor.
Hace pocos años que al anochecer de un día del mes de diciembre me encontraba extraviado, en compañía de un amigo, en medio de un espesísimo bosque vecino al monte de Azpiroz.
El terreno quebrado; la oscuridad que iba envolviendo aquellas soledades; una lluvia glacial, y el cansancio que nos había producido un día de fatigosa cacería por aquellas breñas hacían nuestra marcha cada vez más difícil y penosa. A cada instante un árbol o un peñasco nos cerraban el paso; nuestros pies resbalaban, y nuestras manos, ensangrentadas, daban testimonio de los esfuerzos que hacíamos para sostenernos, asiéndonos en medio de las sombras lo mismo a las asperezas de una roca que a las punzantes ramas de un acebo.
Más de una vez, agotadas ya nuestras fuerzas, pensamos en echarnos sobre los helechos y esperar al nuevo día; pero ¿cómo resistir a campo raso, la glacial temperatura de una noche de rigoroso invierno en medio de los Pirineos navarros? Andábamos pues, animándonos mutuamente —107—y sostenidos por la necesidad de salir de tan apurada situación, disparando de vez en cuando nuestras escopetas por si alguien podía venir a socorrernos; pero sin duda que, lejos de acercarnos, nos alejábamos del pueblo de Lecumberri, —donde debían esperarnos nuestros compañeros, pues nadie respondió a aquellas señales.
Sin fuerzas y abatidos nos encontrábamos hacía ya horas, cuando cierta vaga luz que brillaba a lo lejos vino a reanimar nuestro espíritu y hacia ella nos dirigimos tan gozosos como hasta entonces habíamos estado desesperanzados.
A los pocos momentos nos encontrábamos ante un pobre caserío, semi oculto entre gigantescos robles, y en cuyo interior se oía una fresca voz de mujer que cantaba una tierna melodía vascongada, cuya dulzura ofrecía singular contraste con los bramidos del huracán que hacia retemblar el bosque.
El golpe que dimos en la puerta hizo cesar el canto; oyóse ronco el ladrido de un perro, y al mismo tiempo una voz grave gritó:
— ¿Nor da or?1]
—Dos cazadores que piden hospitalidad—contestamos.
Abrióse al punto la puerta, y un hombre de unos cincuenta años, de gigantesca estatura y aspecto digno, nos dijo con afabilidad:
—Ongui etorri jaunac[2]— y nos condujo a la cocina, donde, como en todas las de la montaña de Navarra, ardían, bajo una inmensa chimenea central, de forma cónica, enormes troncos, verdaderos árboles que daban calor y luz a aquella estancia.
La cocina es el cuarto de la familia en nuestros Pirineos: sirve de comedor; de taller, de sala de conversación y de lectura: elemento importante de sociabilidad, en ella se reúnen todos los habitantes del caserío; allí se confunden, en santa democracia, amos y criados, y al calor del hogar parece como que brotan las cariñosas confidencias de los corazones, y las leyendas y los sabios consejos de los labios de los abuelos.
La familia de nuestro huésped se hallaba también agrupada en torno del hogar, y toda ella respiraba ese —108— aire de paz, de sencillez y de virtud peculiar de la raza euskara. En un ángulo, un rapaz de unos diez y ocho años bañaba sus pies en una cubeta de agua, costumbre que va desapareciendo, pero que hace poco practicaban nuestros montañeses después de volver del trabajo: a su lado, un enorme mastín tendido en el suelo, miraba con soñolientos ojos a un robusto chico que echado sobre él le abrazaba con alegría: una joven de aspecto candoroso hilaba con increíble rapidez, mientras que con el pie ponía en movimiento una cuna, hecha con un tronco de roble; su madre preparaba la cena, y sentado en uno de esos típicos escaños que no faltan en una sola cocina de la montaña, el patriarcal aitona[3], con sus luengas guedejas plateadas, signo de nobleza que con orgullo ostentaba nuestro pueblo en aquellas edades en que a los pecheros de otras tierras les estaba vedado el llevar la cabellera larga, hacía bailar sobre sus rodillas a dos hermosísimos niños.
Al penetrar nosotros en la cocina, pusiéronse todos de pie y nos saludaron cariñosos, invitándonos a que nos sentáramos: no nos hicimos de rogar: veníamos empapados en agua, transidos de frío y molidos de nuestra caminata, y aquella atmósfera templada y aquel alegre hogar nos parecían el ciclo. Diéronnos tan hospitalarias gentes ropa seca con que poder abrigarnos, y al poco rato sirvieron su frugal cena, que consistía en patatas asadas entre la ceniza, pan de maíz y un pantagruélico kaicu[4] de exquisita leche en la que habían sumergido piedras hechas ascua para cocerla. La cena nos pareció deliciosa, y satisfechos y gozosos como el más refinado sibarita, nos acercamos, después de terminada, a las alegres llamas que el hogar despedía.
El temporal arreciaba: oíanse lejanos esos truenos que en el invierno suelen presagiar grandes nevadas; el agua caía a torrentes y el vendaval parecía querer arrancar la casa; sentíase el crujido de las ramas que se quebraban y esas imponentes y misteriosas voces de las tormentas Pirenaicas, esos estridentes silbidos de los vientos, esas —109— siniestras armonías entre las cuales parecen escucharse gritos salvajes, imprecaciones iracundas; carcajadas fatídicas, ayes doloridos y lamentos espantables, cual si en los aires batallaran y se confundieran en tropel fantásticos ejércitos.
De pronto, en medio de aquel grandioso estruendo, oyóse un quejido prolongado y lastimero que se repitió varias veces, y el abuelo, poniéndose súbitamente de pie y santiguándose exclamó con extraño acento: —Salquindaroa!, — (el traidor). Levantóse el joven, examinó si la puerta estaba bien cerrada, y descubriéndose todos rezaron la oración dominical.
Después de terminarla—«Dios nos conserve honrados »—dijo el anciano, y se sentaron silenciosos y pensativos.
Esta escena despertó en nosotros una irresistible curiosidad.
¿Que significaban la palabra traidor, y aquellas oraciones, y aquella expresión de tristeza que reflejaban todos los semblantes? Viendo que el silencio continuaba nos decidimos a interrogar al abuelo acerca de ello.
—Es una historia bien triste, —contestó.
— ¿Os molestará el referírnosla?
—No por cierto, —dijo: y después de un momento de pausa, y mientras cargaba su pequeña pipa con la rizada belarra[5] que guardaba en una bolsa de piel de foca, añadió como hablándose a sí mismo: — al contrario, es bueno que la gente joven la tenga presente.—
Decididamente la Providencia nos favorecía. ¿Qué más puede apetecerse, después de una cacería en invierno, que una cariñosa hospitalidad, y como complemento una leyenda al amor de la lumbre?
Acercámonos pues al anciano: rodeáronle sus nietos para no perder ni una sola de sus palabras, y el venerable aitona dijo de esta manera:
Hace ya cientos de años, cuando en Navarra mandaban los navarros, los extranjeros de las tierras llanas vinieron a hacernos la guerra. Ellos eran muchos y nosotros pocos; ellos estaban vestidos de hierro, y nosotros nos cubríamos con las pieles de las fieras que poblaban estas breñas; ellos tenían espadas brillantes, y nosotros toscas hachas y makilas[6]nudosas; pero en cambio, a ellos les atemorizaban estos bosques sombríos y estas montañas cubiertas de nieve que son nuestra alegría.
En aquella época había menos pueblos que ahora, y todo el país era una inmensa selva, así es que los extranjeros ni encontraban dónde guarecerse ni adelantaban un palmo de terreno a pesar de sus esfuerzos repetidos, y entre tanto los rigores del clima y las acometidas de nuestra gente les diezmaban.
Intentó pues el enemigo salir de tan penosa situación, y quiso a toda costa apoderarse de una pequeña aldea de la que le separaba un desfiladero estrecho y profundo; —122— pero el atravesar aquella angostura era empresa difícil, y el apoderarse del castillo que a su extremidad se alzaba, dominando y protegiendo al valle, imposible.
Era el dueño de aquella sombría fortaleza un señor de ilustre abolengo, joven, apuesto y valiente; pero codicioso, de ambición insaciable y mal avenido con los sencillos usos y leyes de esta libre tierra. A pesar de las escasas simpatías de que por su carácter gozaba en ella, los respetuosos montañeses le reconocían como a su jefe; él guardaba las pesadas hachas y las enmohecidas azconas[7]que en los momentos de peligro las distribuía, y entonces, como siempre, combatían juntos, y unidos, hacían ver al enemigo que era insigne locura pretender apoderarse de aquellos desfiladeros.
Varias veces repitió este sus furiosos ataques, y otras tantas tuvo que huir; mas aconteció un día, que cerca de las primeras hogueras que los euskaldunacs[8] tenían en el monte se presentaron, en son de paz, algunos soldados extranjeros, y su jefe manifestó deseos de hablar al señor del castillo. Condújoseles a su presencia, y después de algunas horas volvió éste acompañándolos; anunció que iba a pasar al campo enemigo para tratar del bien de nuestra tierra y previno a su gente que permaneciese tranquila hasta su regreso.
¿Qué sucedió en esta entrevista? Nadie lo sabe; pero después de dos días de ausencia volvió el gazteluaren-jauna[9] tan sombrío y preocupado como antes era alegre y bullicioso: reunió en Batzarre[10] a los principales montañeses y les manifestó que la guerra podía darse ya por terminada; que los extranjeros, cansados de pelear inútilmente, habían conformado en retirarse, y que por consiguiente desde entonces debían ellos volver a sus aldeas y caseríos y descansar de las fatigas de la lucha.
Estas palabras fueron oídas por casi todos con inmensa alegría; pero algunos ancianos recelosos manifestaron que las promesas de los extranjeros ocultaban a no dudarlo algún infame lazo, porque de otro modo no se comprendía que no hubiesen abandonado ya el país y continuaran —123— todavía en las mismas posiciones que antes ocupaban. Dividiéronse las opiniones; tratóse con calor del extraño suceso y, a pesar de la proverbial credulidad de los confiados navarros, prevaleciendo, por fin, el parecer de los más viejos, declararon todos que no abandonarían las armas hasta que el último enemigo hubiera salido de esta tierra. Levantóse entonces iracundo el señor del castillo, y con asombro de todos manifestó el disgusto que le causaba la terquedad de los montañeses; declaró que él por su parte se retiraba, y les exigió que al punto entregaran las armas que les había confiado.
Disolvióse el Batzarre en medio de una horrible confusión y circuló rápidamente por la comarca la noticia de lo ocurrido.
Así corrieron algunos días en medio de una aparente calma: los euskaldunacs y sus enemigos permanecían frente a frente y se observaban con inquietud. Nadie había vuelto a ver al Gazteluaren-jauna; pero en los caseríos se susurraba que tenía frecuentes y misteriosas entrevistas con los extranjeros; y las viejas siempre murmuradoras, añadían muy bajito, muy bajito, que estos le habían enviado en presente pesadas arcas, ricas joyas, armas preciosas y hermosísimos caballos.
Una noche, por fin, noche terrible en que, como hoy, la tempestad rugía, un confuso clamoreo llegó hasta los guerreros euskaldunacs desde el fondo del valle; corrieron todos en aquella dirección, y vieron con espanto a sus mujeres y a sus hijos huyendo, sus caseríos incendiados, el castillo ocupado por el enemigo ¡y a su señor capitaneándolo!
Entonces lo comprendieron todo: ¡el traidor los había vendido! Deslumbrado por las riquezas de los extranjeros y por las brillantes promesas que le hicieran, el miserable les había franqueado su fortaleza, haciéndolos así dueños de aquellas inexpugnables montañas. En medio de la confusión y del estruendo alzóse un formidable grito de venganza: los navarros, desesperados— 124—, dieron fuego a sus bosques; bien pronto todo el país brilló como las siete bocas del herensugne[11] y las llamas cortaron el paso del enemigo. Quiso este retroceder: pero encontróse encerrado por todas partes en un inmenso circulo de fuego: entonces, dominando a los bramidos del incendio y a los bramidos de la tempestad, resonó un inmenso irrintz[12], y, como un torrente, cayeron los montañeses sobre sus contrarios, y los negros barrancos se llenaron de carnes palpitantes.
Después que ya el incendio hubo cesado; y cuando del gran castillo sólo existían algunos desmoronados paredones, todo quedó en la oscuridad, todo en silencio: no se oyeron lamentos de dolor ni gritos de triunfo; los invasores habían muerto y los euskaldunacs, rendidos de fatiga, descansaban sobre los cuerpos de los enemigos.
Y cuando rasgando espesas nubes de humo vino el sol a alumbrar aquel horrible cuadro, se encontró entre las ruinas de la fortaleza el cadáver ennegrecido del traidor.
Nadie supo cómo había muerto; díjose por algunos que un grupo de montañeses penetró en ella durante el combate y lo concluyó a hachazos; otros contaron que en lo más rudo de la pelea, nuestro patrono San Miguel, el glorioso atalaya del monte Aralar, aparecióse airado, y con la misma espada con la que protegió a Teodosio de Goñi, el parricida inconsciente y arrepentido, mató al traidor, que vendió a su madre Navarra.
Lo que sí se asegura es que su cuerpo quedó largo tiempo abandonado sin que nadie se atreviera a tocarlo, y que hasta que los buitres de estos montes se apartaban de él con horror. Diéronle por fin sepultura algunos religiosos; pero al día siguiente apareció el cadáver insepulto; volvióse a enterrar varias veces, y otras tantas se encontró fuera de la fosa, como si la tierra navarra no quisiera cobijar a un traidor: fue arrojado al río Araxes y el río lo devolvió a la orilla. Así estuvo largos años, largos años, hasta que al cabo, ignórase cómo, desapareció; pero Salquindaria anda errante buscando dónde reposar, oyésele —125— durante las noches de tormenta gemir y vagar por estas montañas, buscando a quién le permita detenerse un momento en su hogar, a cambio de los tesoros que recibiera como precio de su horrible crimen, y en el país se sabe que en la casa que le abra su puerta habrá inmensas riquezas; pero que en ella nacerá un traidor. Eso os explica por qué la nuestra se cerró cuando hace poco ha pasado por aquí Salquindaria.
—¿Y no se dice si alguien le recibió en su casa alguna vez?—interrumpió mi amigo.
—Jamás, dijo irguiéndose con orgullo el anciano; ya habréis visto que en estos montes todos somos pobres! ...
Calló el aitona; púsose en pie; encendió un trozo de resina para alumbrarnos y nos condujo a un cuarto que hospitalario nos cedía.
Apretámosle la mano cariñosamente y mientras los truenos retumbaban sordos, y se escuchaba después del estrépito del huracán ese tembloroso quejido del viento y de las selvas que parece el sollozo de la naturaleza fatigada nos entregamos al descanso murmurando:
—¡Bendita seas, amada patria, refugio de la fe, del verdadero patriotismo y de la verdadera y cristiana libertad: bendita seas, noble Euskal-herria, que lo mismo en los altos hechos de tu gloriosa historia que en las poéticas consejas de tu humilde pueblo, apareces honrada, digna y fiel guardadora de tus santas tradiciones de honor!
FUENTE
JUAN ITURRALDE Y SUIT, «Salquindaria (El traidor)», en Revista Euskara, (Asociación Euskara de Navarra) 1878, pp.107-109 y 122-126
[5] […] “belarra, yerba, esto es, yerba que no vale”, cfr. Francesc Carreras y Candi, Geografía general del país vasco-navarro, Barcelona, Alberto Martín, 1915, vol. 1, p. 564.
[7] Azcona: arma arrojadiza, como un dardo, usada antiguamente (Diccionario de la Lengua Española, RAE)
[12] Irrintzi: estremecimiento