El molino de la escampada.
(Tradición segoviana)
Una de las más grandes y terribles calamidades, con que Dios suele poner a prueba la fe de los hombres, pesaba sobre la provincia de Segovia allá por el mes de junio del año mil setecientos ochenta.
Ocho meses iban trascurridos sin que las nubes hubiesen derramado, sobre los sedientos campos de aquella feracísima comarca, ni una sola gota de su benéfica y reparadora savia.
Los labradores segovianos, abrumados por la pertinaz sequía, que amenazaba destruir toda la cosecha en la que fundaban su esperanza millares de familias, no cesaban de pedir humildemente a Dios, ya con promesas, ya con oraciones y rogativas, remedio en aquella angustiosa calamidad. Pero de todos los pueblos de la provincia, en ninguno se dejaban sentir con más rigor los efectos de la sequía como en el de Caballar. Apenaba el ánimo ver aquellos campos. Los sembrados estaban secos y marchitos; las mieses sin granar y prematuramente agostadas, y los árboles, con el futo embebido, dejaban caer al suelo sus mustias ramas. Y como si no fuera bastante, la falta de trabajo había traído de la mano a la miseria, y la aterradora silueta del hambre comenzaba a extender sus fatídicas y negras alas sobre los hogares del Caballar.
Tristísima era por cierto la situación de aquel sufrido pueblo en la fecha a que nos remontamos. La ruina era inminente y, sin embargo, aquellos buenos y creyentes campesinos, que con edificante resignación cristiana sobrellevaban la sequía, no desesperaban de obtener del Dios de las Misericordias, a quien de todas veras imploraban, pronta y abundante lluvia, que volviese de nuevo la vida a los marchitos y sedientos campos.
Organizáronse, pues, rogativas y procesiones solemnes para desagraviar a la Justicia Divina, y cuando habían agotado cristianamente todos los medios de pedir a Dios, recordaron los más ancianos del lugar que allá en sus mocedades y en circunstancias análogas asistieron a una originalísima ceremonia que desde entonces llaman La mojada, y con la que sus padres consiguieron el beneficio de la lluvia. Dicha ceremonia consistía sencillamente en la inmersión de las reliquias de los santos hermanos mártires Valentín y Engracia en una charca próxima a la ermita de San Zoilo de dicho pueblo y en la que, según afirma piadosa tradición, y lo atestigua sencilla cruz de piedra, fueron halladas las cabezas de dichos mártires, cercenadas por el alfanje sarraceno, el año de setecientos treinta y seis.
Aquel recuerdo fue un rayo de esperanza, que avivó la fe de los vecinos de Caballar, e hizo volver los ejes de todo el pueblo hacía las venerandas reliquias de los patronos mártires, como remedio seguro e infalible de aquella espantosa tribulación.
Regía a la sazón la diócesis de Segovia, el R. P. Fray Francisco de Benavides[1], y a él acudieron en demanda del permiso para proceder a la ceremonia de La mojada, la autoridad civil y la eclesiástica de Caballar y numerosas comisiones de vecinos.
Causóle al Prelado gran sorpresa lo extraño de la petición de sus diocesanos, tanto, que quiso negar su asentimiento al acto por sacrílego; pero fueron tantas las súplicas y tan repetidos los ruegos con que asediaron a S. E. que al fin se dignó concederlo, con la condición de asistir en propia persona a La mojada para en caso de que no tuviese efecto el milagro, declararla supersticiosa y anatematizar a todos los que hubiesen tomado parte en ella.
Señalóse, pues, día para la ceremonia, que tuvo lugar el treinta de junio del citado año de mil setecientos ochenta, con asistencia del mencionado Arzobispo, párrocos y autoridades de los pueblos comarcanos, y más de veinte mil almas, incluso todo el vecindario de Caballar, cuyo párroco, revestido con los sagrados ornamentos sumergió por tres veces consecutivas, en la milagrosa charca, las reliquias de los santos mártires Valentín y Engracia. Y cuenta la tradición, que no había terminado la ceremonia cuando fue tanta el agua que descargaran las nubes, que el P. Fray Francisco de Benavides, Arzobispo de Segovia, vióse obligado en la huida a abandonar su coche y refugiarse en un molino cercano que desde entonces se conoce con el significativo nombre de Molino de la Escampada, siendo tanta la emoción que produjo el milagro en S. E. que en testimonio de él mandó construir a sus expensas una preciosa urna de oro, en donde aún se conservan las santas cabezas da los hermanos mártires Valentín y Engracia.
La fe, que como dicen los sagrados textos traslada las montañas, fue en esta ocasión la salvadora del pueblo segoviano, y la que dio motivo al piadoso suceso que acabamos de narrar.
Francisco Ruiz de Castro.
Granada, Febrero 98.
FUENTE
Diario de Murcia. Periódico para todos, año XI, núm. 7590, 28 de febrero de 1898, p.1.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
NOTAS
[1] Obispo de Segovia entre 1558-1560.