El Cristo de la cerca
I
Allá por el año de gracia mil setecientos once, en aquellos hermosos tiempos de grata memoria, en los que el tan decantado progreso social no había dado al traste con las órdenes religiosas, y los pobres y desheredados de la fortuna acudían solícitos a las puertas de los conventos en busca de la bien condimentada sopa, como hoy se disputan el rancho de las cárceles y cuarteles, habitaba en el rico monasterio de Cartujos de Granada un religioso, llamado el Padre Antonio; teólogo eminente y hombre de tan singularísimas virtudes que con sobrada justicia gozaba gran fama de santo entre los austeros moradores de la Cartuja y sus contornos.
El instituto principal de la orden que fundara San Bruno[1], ochocientos y más años ha en un monte cerca de Granada era, como es sabido, alabar a Dios en el mayor retiro y la más absoluta abstracción de la sociedad y cosas de la tierra; y a los tres votos de pobreza individual, castidad y obediencia comunes a las demás órdenes, unían estos religiosos, los de penitencia y recogimiento.
Más para mitigar un tanto la aspereza de la regla, y hacer más fáciles y llevaderos los rigores de la vida ascética, tenían los conventos de Cartujos grandes y dilatados espacios de terreno laborable dentro de los mismos, que servían,al par que de recreo y deleite al espíritu de los monjes, de provecho a la comunidad.
El que nos ocupa, y en que tuvo lugar la escena que vamos a describir, era dueño de los extensos olivares, huertas y cañadas que se conocen por Cerca de arriba[2]; dentro de la cual hállanse enclavados el artístico y celebrado templo de los Cartujos, preciado monumento que denunciando la grandeza de su época se conserva intacto a pesar del tiempo y de las revoluciones, y el suntuoso Noviciado, que a corta distancia de aquel ha levantado recientemente la famosa de ilustre Compañía de Jesús, a quien pertenecen hoy aquellos lugares santificados por la oración, y que la voluntad de Dios ha permitido vuelvan de nuevo a manos de la Iglesia.
Entre el laberinto de paseos, veredas y caminos que en distintas direcciones cruzan la mencionada cerca, y hacia el extremo norte de la misma, a un cuarto de legua del sitio donde estuvo emplazado el antiguo monasterio[3], existe una estrecha y solitaria senda que, atravesando valles y collados y perdiéndose a trechos por entre las sinuosidades del terreno hasta ganar la empinada cumbre, termina en una pequeña explanada, desde la que se divisan dilatados horizontes, y en la que, según piadosa tradición, se alzaba majestuosa e imponente en la época a que nos referimos severa cruz de piedra con la sagrada imagen del Redentor.
Aquel lugar, apartado y solitario, y apropósito para la meditación y el recogimiento, era el paseo predilecto y obligado del austero padre Antonio.
Allí, lejos de los hombres, postrado de rodillas y a presencia del sacrosanto signo de nuestra Redención, daba rienda suelta a los puros y ardientes afectos de su alma enamorada de la Belleza infinita, y elevando su dulce mirada hacia los cielos, entregábase en arrobadores éxtasis de contemplación divina en tanto que sus labios pronunciaban fervorosas oraciones que recogían los ángeles, para llevar, de nube en nube, hasta el excelso trono de Dios.
En aquel retiro cifraba, pues, el padre Antonio su deleite, siendo el devoto Crucifijo el objeto perenne de todos sus afectos. Por eso subía todas las tardes en la hora de recreación a rendir el alma a los pies de la piadosa imagen, y allí permanecía de éxtasis en éxtasis, y de deliquio en deliquio, hasta que la sonora campana del convento anunciaba el ángelus[4], que era la hora de partir. Entonces el venerable religioso, reanimando la materia, y pronto a la voz de la obediencia, saludaba con reverente y profunda inclinación al Crucificado, prometiéndole volver al día siguiente, con el corazón más amoroso todavía.
Aquel encendido amor con que alimentaba su alma el austero monje; aquel afecto puro y sublime, que no alcanza a comprender la sociedad escéptica y materializada ni conocen ni pueden apreciar los que viven engolfados en los negocios terrenos, fue correspondido con un suceso milagroso que recogió en distintas formas la leyenda, y que vamos a relatar, en cuanto nos lo permiten los estrechos límites de un artículo.
II
Mediaba la tarde de un hermoso día de mayo, y el venerable padre Antonio a quien gravísima dolencia había retenido algunas semanas en el duro lecho de su pequeña celda, con paso desigual y torpe, y apoyando su enflaquecida mano en tosco báculo de parra, subía trabajosamente por la escabrosa vereda en cuyo término cifraba todos sus encantos.
De trecho en trecho, aquel cuerpo debilitado por la enfermedad y macerado por los ayunos y cilicios tenía que fortalecerse con los alientos que nos presta la fe para no desmayar ni rendirse a la fatiga. Y de este modo, caminando unas veces, deteniendo su marcha otras, e impulsado siempre por el vivísimo deseo de conversar con su amado Jesús, logró llegar a la elevada cumbre do se alzaba la divina imagen, ante la cual, el Padre Antonio dobló reverente ambas rodillas y empezó a dirigirle tiernísimas plegarias.
Así permaneció por algún tiempo el religioso bebiendo su alma justa en los inmensos raudales del Amor divino, hasta que un transporte de aquella contemplación elevada, vertiendo lágrimas sus ojos, fija la mirada en el Cristo, y los brazos extendidos hacia Él en ademán de súplica, sus labios acertaron a decir con inexplicable acento de ternura:
«Señor, tuyo soy; por tu infinita misericordia apiádate de este pobre siervo que ansía gozar de tu presencia; saca su espíritu de la miserable cárcel en que vive aprisionado, y condúcele a las excelsas regiones de tu santo amor. Hazlo así. Padre mío, y bendito seas eternamente».
Dicha esta súplica, que en olor de santidad llegó hasta el lugar de la clemencia, quedó el Padre Antonio con los brazos abiertos en forma de cruz, mirando confiadamente a la imagen, con el alma anhelante, y el corazón temblando por el bien que presentía, cuando perdiendo el crucifijo su natural rigidez e inclinándose hacia el religioso, se oyeron estas sencillas y cariñosas palabras que la Divinidad se dignó poner en labios de aquella estatua de piedra: «Pláceme tanto, hijo mío, el sacrificio que me haces de tu amor, que en el exceso de mi Bondad infinita te prometo, has de gozar muy pronto de las inefables delicias que tengo reservadas allá en el Cielo a los que como tú de tal modo me aman».
Esto dijo el Cristo de la Cerca a aquella alma tan pura como las brisas de la mañana, que le había consagrado todos sus afectos. Y apenas se extinguió el regalado acento de aquella dulce voz, quedó como petrificado el religioso y sin darse cuenta de lo que en sí mismo pasaba, imitando en la inmovilidad de su cuerpo la piedra del crucifijo que tenía delante.
El sol, hundiéndose en el horizonte, iluminó con sus pálidos fulgores la devota imagen; las piadosas golondrinas, lanzando a los espacios sus cantos armoniosos, revoloteaban contentas en torno de la Cruz, y a lo lejos, la campana del convento anunciaba con pausadas vibraciones, la poderosa y dulce voz de la salutación angélica.
III
Pocos días después de la escena que acabamos de narrar, y cuando ya la noticia del milagro haciendo pública la santidad del padre Antonio se había extendido rápidamente por Granada y sus cercanías, aquel varon piadoso y justo, reclinado sobre las duras tablas de un humilde lecho de la Cartuja, exhalaba su último suspiro, dejando acá en la tierra el recuerdo imperecedero de sus virtudes, en tanto que su alma bienaventurada, subía al cielo envuelta en aureola de gloriosos resplandores.
Francisco Ruiz de Castro.
FUENTE
El Diario de Murcia: Periódico para todos: Año XVII, nº 6664, 30 de junio, 1895, p.1.
NOTAS.
[2] Los cerros del pago de Aynamdar, antiguo dominio árabe. Según explica Gómez Moreno: “A poca distancia de este paraje hacia el norte, precisamente en el ángulo de la cerca encuéntrase el terreno llamado Cartuja vieja, por haber sido allí la primera y abandonada fundación que se refirió; del edificio trazado por Ledesma, subsisten varias paredes y cimientos, arcos, arranques de bóvedas y otros restos. Actualmente se construye dentro del Cercado un extenso edificio para Noviciado de la Compañía de Jesús “ (p.342); “Más arriba extiéndese la meseta llamada Golilla de Cartuja y Panderete de las Brujas , al parecer cortada intencionalmente en sentido vertical por occidente y sur; sobre ella se alza un montecillo, de origen artificial a juzgar por su forma y disposición del terreno, que tal vez sea un túmulo céltico; todavía no ha sido explorado, mas dicen las gentes de aquellas cercanías que en su interior hay una habitación con poyos para sentarse. Por aquí pasa la acequia de Ainadama, que naciendo por encima de Alfacar abastece los barrios del Albaicín y Alcazaba. En llegando de retorno al Triunfo encuéntrase cerca del Hospital Real la nueva plaza de Toros, hecha en 1879 y reconstruida después en su parte alta. Algo más lejos estuvo la antigua , que pereció en un incendio, y fue levantada por la Maestranza en 1768” (p. 343); “Al final de la calle Ancha de Capuchinos extiéndese un llano denominado eras del Cristo, por la antigua cruz que allí subsiste entre los caminos de Jaén y Pulianas; (p. 355) (Manuel Gómez Moreno, Guía de Granada, 1892).
[3] Posiblemente en el lugar donde hoy se emplaza la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Granada.
[4] El ángelus es una oración dirigida a la Virgen con las palabras de la Anunciación del arcángel San Gabriel; se rezaba tres veces al día y era recordada por el toque de la campana.