Un rescate de sangre.
(…. ) Ramón Berenguer, todos los que han leído nuestra historia lo saben, hermanaba las empresas militares con las tareas del legislador. Era valiente en el campo, prudente en el consejo; impetuoso en el combate, previsor en el tribunal. En su tiempo la Iglesia se veía molestada por una plaga de abusos y de males que la perjudicaban en gran modo. Así es que, piadoso y justo el conde, suplicó al Papa Alejandro II, que enviase a sus tierras un legado para celebrar un concilio, el cual se congregó en Gerona el año de 1068, presidido por el cardenal Hugo Cándido[1], y con asistencia del conde y de su esposa Doña Almodis. Este concilio remedió los males que aquejaban a la Iglesia dictando severas disposiciones, mas el conde procuró —como dice un cronista—que las resoluciones benéficas de esta asamblea también alcanzaran a los negocios seculares; por lo cual llamando a todos los condes y barones de Cataluña, —235— se confirmó la paz y tregua de Dios, que entonces fue prolongada desde la octava de la Pascua hasta ocho días después de Pentecostés.
Ignoramos si sería esta reunión la que haría nacer en los barones la idea de otra más importante para la legislación catalana. En efecto, no tardamos en ver al conde congregar en su palacio a los principales individuos de la catalana nobleza, y proponerles el plan de una verdadera legislación. Muchas leyes del fuero juzgo subsistían aún, otras habían, por el contrario, caído en desuso, algunas no remediaban con la eficacia que se requería los abusos, y por fin los usos de los nuevos pueblos habían arraigado ciertas costumbres que poco a poco habían ido teniendo fuerza de ley.
D. Ramón Berenguer comprendió que sería un gran trabajo y una noble tarea hacer brotar una especie de código de todo aquel caos de leyes, código que atemperara las unas, robusteciera las otras y creara muchas nuevas, según lo reclamaban nuevas costumbres.
Por esto fue que congregó a sus barones y compiló con su auxilio el código llamado Usatges, quedándole la gloria de dar el primero a la Europa el ejemplo de semejante compilación.
Ahora bien, entre los barones que le ayudaron con sus consejos, se hallaba nuestro don Ramón Folch de Cardona, que fue el primero a quien llamó, el que encabeza la lista de los nobles legisladores. Los demás fueron Ponce el vizconde de Gerona, Uzalardo el vizconde de Bas, Gombal de Besora, Mirón Gilabert, Alemany de Cervelló, Bernardo Amat de Claremunt vizconde de Tarragona, Amat Eneas, Guillermo Bernardo de Queralt, Arnaldo — 236— Mirón de San Martin, Hugo Dalmau de Cervera, Guillen Dapifer, Gaufredo Bastons, Renardo Guillermo, Gilaberto Guitard, Umberto de Ses—Agudes, Guillermo March y Guillermo Borrell, juez de la corte.
D. Ramón Folch brilló entre todos estos ilustres varones por su prudencia y recto juicio, como había brillado por su valor y decisión en los campos de batalla. El conde de Barcelona conoció, y aún una vez lo dijo así a su corte reunida, que tenía en el de Folch un tan prudente y sabio consejero, como leal y adicto capitán.
Cargado de honores y distinciones, D. Ramón Folch se volvió a sus estados luego que hubieron terminado las conferencias, a esperar que de nuevo recurriese su señor a los leales servicios que pronto se hallaba a prestarle, siempre que le fueran reclamados.
De regreso en su castillo, el de Cardona se ocupó en completar la educación militar de su hijo Bermudo, joven doncel de arrogante y gallarda figura, de fuerza hercúlea y de corazón de héroe, que su padre miraba con orgullo por creerle destinado a ser el orgullo de su raza. Padre e hijo, ejercitando la montería y la cetrería, empleaban jornadas enteras en perseguir con el venablo y el azor a las fieras y bestias pacíficas. Con esta diversión y entretenimiento alentaba el padre los bríos del hijo, y hallaba siempre medio de deslizar en sus conversaciones sabios consejos sobre la guerra.
Una tarde de agosto en que el sol dejaba caer sus rayos como lluvia de fuego derretido, el conde caminaba en compañía de su hijo por una apartada vereda. Detrás de ellos seguía un escudero teniendo los tres caballos por la brida.— 237—
Entretenidos en la conversación, llegaron a un sitio apacible y delicioso. Una fuente brotando de una peña dejaba escapar un límpido manantial que, después de quebrarse entre las rocas que le destrozaban con sus calcáreas puntas, iba manso y sosegado a deslizarse como una ondulante cinta de plata por el césped, acabando por perderse en el laberinto seductor de una floresta. Allí, una grata enramada, poblada de murmullos, llena de perfumes, respirando frescura, ofrecía sombra apacible y muelle descanso al fatigado viajero. El vizconde y su hijo decidieron hacer alto en aquel sitio encantador, y dándole orden al escudero para que aguardara su reposo sin moverse del pie de la fuente, se internaron en la alameda y, tendiéndose bajo unos árboles, los dos caballeros se entregaron a la dulzura del reposo, mecidos por el susurro de la arboleda y arrullados por el canto de las aves. Una hora haría poco más o menos que estaban entregados al más dulce sueño, cuando despertaron sobresaltados al ruido de un extraño clamoreo y se vieron rodeados de una horda de árabes que habían puesto preso a su escudero. Fue en vano que intentaran defenderse. Los enemigos se habían aprovechado de su sueño para quitarles todo medio de defensa. Los prisioneros tuvieron que resignarse a su destino y seguir a los árabes que los llevaron al castillo de Maldá. Al llegar allí fueron sepultados en una oscura mazmorra de donde no salieron hasta nueve días más tarde para ser conducidos a presencia del alcaide de la fortaleza. Era éste un viejo cuyo rostro demostraba haber—238— envejecido más por las aflicciones que por los años, más por el corazón que por el tiempo. Así que el anciano moro vio a los prisioneros se estremeció todo cediendo a un movimiento involuntario, pero el vizconde de Cardona, sin reparar en ello, se adelantó y con firme acento le hizo ver la injusticia de retenerle prisionero, añadiendo que fijara su rescate pronto, que un hombre de pro como él no estaba destinado a morir como un perro en las tinieblas de una mazmorra. Mientras hablaba, el alcaide no cesaba de mirarle con la más escrupulosa atención, separando solo de él la vista para fijarla en su hijo, y este, más sosegado y menos furioso que su padre, pudo observar que los ojos del moro brillaban con cierto siniestro fulgor como si se formara una tempestad terrible y amenazadora en los abismos de su alma. Cuando el noble vizconde hubo concluido de hablar, el alcalde dejó caer su cabeza entre sus manos y, después de una larga meditación, de una tempestuosa lucha acaso volvió la levantar su rostro demudado por la cólera y la ira, y como hablando consigo mismo, rugió, más bien que dijo:
— ¡Rescate!... ¡rescate...! ¡Sangre es lo que quiero!
Enseguida hizo seña que se llevaran a los prisioneros sin hablar más palabra, sin que estos hubieran oído el metal de su voz más que para pronunciar aquellas extrañas y misteriosas palabras. Al anochecer del día mismo en que tuviera lugar esta entrevista, las cabezas de los dos nobles rodaban por el patio del castillo. Padre e hijo habían muerto como mil veces han demostrado que saben morir los Cardonas.—239—
Ya nuestros lectores habrán quizá conocido al hombre que ordenó su sentencia. Efectivamente, el alcaide, el anciano, el moro, el señor de Maldá, finalmente, era nuestro antiguo conocido Abdala. La suerte había hecho que cayeran en sus manos los dos descendientes de Fulco, el hombre que tanto mal le había hecho, y su corazón, empedernido a fuerza de una larga vida de sufrimientos, no pudo resistir al placer de coronar su obra de venganza con un desenlace que él, ¡el impío!, pensaba debía llenar de regocijo a Amaltrudis en el fondo de su tumba. No disfrutó Abdala mucho tiempo del placer de su venganza. Los deudos y amigos de los Cardonas, sabedores de su muerte, reunieron un ejército de valientes y cayeron a los pocos días sobre el castillo de Maldá, que no pudo resistir a la decisión y al empeño con que fue atacado. Los deudos de Cardona se apoderaron del castillo, pasaron a cuchillo la guarnición y ajusticiaron al alcaide en el mismo patio donde su venganza implacable había hecho rodar las cabezas de los dos nobles caballeros. Con la muerte de Ramón Folch y de su hijo Bermudo quedó extinguida la línea varonil de los Cardonas.
FUENTE
Balaguer, Víctor. Manresa y Cardona: historia y tradiciones. Editorial: [S.l.] [s.n.] 1851 ( 235— 239)
Edición: Pilar Vega Rodríguez
NOTAS
[1] Legatario del Papa en Gerona, presidió el concilio de Barcelona.