LA CASA DEL PASTOR
(TRADICIÓN MADRILEÑA.)
Bona et mala, vita et mors, paupertas et
honestas a Deo sunt.
Los bienes y los males, la vida y la muerte,
la pobreza y la riqueza vienen de Dios.
(ECCL. c. XI., v. 14.)
Cerca de Santecilla, pequeño lugar del valle de Carranza en las Encartaciones de Vizcaya, se veía por los años de 1660 una miserable choza donde cierta viuda sexagenaria vivía pobremente acompañada de su hijo, niño de corta edad. El hilado en la rueca era el único recurso con que ambos contaban para ir sobrellevando su desgraciada existencia; verdad es que aún no era llegada la época en que las grandes máquinas de tejidos movidas al vapor, habían de convertir a las desafortunadas ancianas de los pueblos rurales en una carga para las familias, a cambio de otras indudables ventajas, que a ser así más negra hubiera sido su fortuna. Pero con todo, la vida de estos dos seres era en extremo desdichada; siempre careciendo de lo más necesario, siempre ignorando el día de hoy cómo se alimentarían mañana, y a pesar de esto siempre resignados, si no contentos. Nadie con mayor razón que ellos pudo decir: Hágase tu voluntad. Los achaques propios de la vejez iban haciendo menos productiva la tarea, y la torta de borona[1] era cada vez más escasa, al paso que los pocos años del muchacho no permitían contar con su ayuda. Crecía este admirablemente en medio de tantas privaciones; sus pies nunca conocieron la importuna cárcel de ninguna especie de calzado, y era para alabar a Dios ver la firmeza con que el pequeño Francisco, a pesar de tanto desabrigo, hollaba[2] los espinos y zarzales que cubren aquellos montes. Casi perfecta relación guardaba el restante atavío de la persona con el natural aderezo de la parte inferior. En cuanto a llevar cubierto lo absolutamente indispensable no había que tener cuidado, pero nada más podía conseguir la buena madre, sin embargo de sus continuos zurcidos y remiendos de variadas clases y colores, pues a medida que los miembros del adolescente crecían en desarrollo protestaban de su opresión con tan rudo y expresivo, aunque silencioso lenguaje, rompiendo a través de la raída y desfilachada tela, que parecían haberse dado de ojo[3] para proclamar su independencia y salir a la luz libres de embarazosas trabas.
Por fin llegó un día en que la viuda no pudo abandonar el pobre lecho aquejada de una fuerte calentura. Su naturaleza, consumida por la miseria y el trabajo, no tardó en sucumbir a la violencia del mal, y aquella respetable víctima del deber, pasó a mejor vida llorada de algunas caritativas vecinas tan pobres como ella, que la habían asistido en su corta enfermedad.
Cuando por disposición del señor cura fue trasladado el cadáver a la iglesia a fin de darle sepultura, Francisco le siguió en su camino sin ser apercibido y llorando en silencio, pues el infeliz niño conocía por instinto, era importuno levantar sus gemidos donde nadie había de enjugar sus lágrimas. Oculto tras de una columna presenció toda la ceremonia, ahogándole la pena al ver desaparecer bajo la tierra con aquella madre tan querida, todo su cariño, su apoyo, su esperanza, su compañía y su recreo. El templo fue quedando desierto y el huérfano continuaba acurrucado e inmóvil sumergido en su profundo pesar e incierto en su determinación cuando otro muchacho de poca más edad que la suya, sobrino del párroco, a quien servía de sacristán y acólito[4], salió de la sacristía con ánimo de cerrar la puerta de la Iglesia. Diligente atravesaba el crucero a tiempo que unos ahogados sollozos sorprendieron su descuido llamándole la atención al sitio de donde partían. No tuvo mucho que hacer para descubrir a su afligido compañero y dirigiéndose a él con más compasión que enojo:
—¡Francisco!, le dijo, ¿qué haces ahí?
—Nada, contestó el niño, ¡han enterrado a mi madre!
—Sí, ya lo sé, pero tú no puedes quedar aquí; voy a cerrar la puerta. Toma, añadió el sobrino del cura alargándole un sabroso pedazo de torta de maíz que estaba comiendo, tratando de endulzar la orden de expulsión. El huérfano la cogió apresuradamente y principió a devorarla con ansia. Era el primer bocado que tomaba hacia treinta horas; luego volviendo a su llanto repuso con angustia cruzando sus manos:
—¿Y dónde quieres que vaya?
—Tienes razón, ¿dónde has de ir si no tienes padre ni madre? Pero, mira, vamos a hacer una cosa, avisaremos a mi tío a ver lo que dice. Y sin esperar contestación se acercó a la sacristía llamando a grito herido:
—¡Tío, tío! Francisco está aquí llorando, porque no sabe dónde ir.
Al escuchar tales voces en aquel sitio acudió el bondadoso sacerdote con toda la presteza que sus muchos años le permitían, y viendo a los dos niños llegose a acariciar al más pequeño diciendo al mismo tiempo con ternura:
—¡Pobrecito, hijo mío, no llores, que Dios cuidará de ti! Vamos, calla, que me vas a hacer llorar a mí también. Entra en la cocina y veremos lo que se ha de hacer.
Atravesando los tres las sacristías llegaron a una extensa pieza donde yacía el hogar, la cual servía de punto de reunión: en ella estaba la hermana del cura, madre del acólito, acompañada de otras varias mujeres que a porfía[5] se empeñaron en consolar al desvalido niño. Sentado cerca del fuego colocaron ante él un suculento tasajo[6] de cecina y un cuenco de leche, sin olvidar las castañas asadas y otras frutas propias del país. Era una comida opípara ofrecida al desamparado por la caridad femenina, siempre solícita en favor de la niñez. Atendidas las necesidades del momento, calmada la pena de su protegido a fuerza de caricias, pasaron todos sin levantar mano[7] a tratar de su futura suerte.
—No hay cosa mejor que mandarle a las Indias, solo allí hará suerte, prorrumpió el señor cura.
—Pero, santo varón, le repuso su hermana, ¿y el pasaje? ¿de dónde sacamos para pagar la travesía?
—Se le coloca de tripulante en uno de los galeones[8] surtos[9] en Portugalete.
—¡La Virgen del Buen Suceso sea conmigo!, exclamó espantada otra de las oyentes, ¡y cómo se cebaría el rebenque[10] del cómitre[11] en sus delicadas espaldas! No, por Dios, más le vale sudar en su país con el dalle[12] en la mano que no sujetarse a semejante herejía.
A este punto llegaban de su coloquio cuando a la parte de afuera de la casa se dejó oír una voz clara y varonil que atronando el valle cantaba con alegre acento:
En Bilbao lunes y martes,
Miércoles en Valmaseda,
Jueves, viernes, en camino
Y sábado en la mi tierra.
Domingo muy de mañana
Con una chica en la vega[13].
Tres hojitas tiene, madre, la arbolé,
Dos en la rama y una en el pie,
Dábalas el aire, meneabanse.
Inmediatamente apareció en la puerta que daba al campo el cantor de la copla (la cual, sea dicho de paso, la he tomado tal como es, en su mismo terreno, de consiguiente nada me debe.) Era este un mocetón como de treinta años, ancho de espaldas y de rostro leal y animado; en suma, un digno hijo del país vasco, dotado de aquel buen humor y robustez que parece van diciendo a golpe de vista: tan dispuesto me hallo a echar un corro[14] en cualquier romería, como a tender a un hombre del primer puñetazo.
—Ave María purísima, dijo al presentarse, ¿se puede pasar?
—Sin pecado concebida, contestó el párroco, entra, Echarri, entra y siéntate, que puedes sernos útil en el asunto que estamos tratando.
—Buenos días, señor cura y la compañía, continuó el recién llegado tomando asiento; vengo a preguntar a su merced si tiene algo que mandarme, pues pasado mañana salgo para Madrid con la galera[15].
—Bebe un sorbito antes de todo y luego hablaremos, añadió el cura acercando el jarro al arriero.
—¡Excelente vino de la Rioja!, exclamó este castañeteando los labios a guisa[16] de inteligente[17], después de haber apurado el vaso de un solo trago, ¡mucho cuerpo, pero buena embocadura[18]!
—Pues amigo, siguió diciendo el sacerdote, ya sabrás que ha muerto la viuda de Lorenzo Molinar, dejando ese muchacho que ves ahí sin más amparo que el de Dios. Tú que eres hombre honrado y has corrido mundo, podrás aconsejarnos con acierto la colocación más conveniente para este pobre niño. Yo opino por enviarle a las Indias.
—En mala recua[19] hay que hacer el viaje, repuso Echarri. doy al diablo el estornino que por el rabo se gobierna, y luego el mar está plagado de corsarios ingleses que no dejan pasar una sardina.
—Pero ¿qué hacemos de él tan pequeño para trabajar estos ingratos peñascales?
—No, señor, en el país no debe quedarse, contestó el arriero, sin una rebolla (1) ni un pedazo de tierra jamás saldría de comer judías y borona, bien claro lo dice la canta[20]:
Una pasiega[21] discreta le dijo a una carranzana[22]:
Si quieres ganar dinero
Ponte luego en tierra llana.
Y, ahora que me acuerdo, ese chico tiene una parienta en Madrid de mucho rumbo[23]: sí, la hija de Domingo Molinar, que fue joven a Méjico donde hizo gran suerte. A este no le conocí (Dios le tenga en gloria) pero a la señorita, ya viuda, voy a verla todos los viajes, pues siempre tiene encargos que hacerme. Es una moza muy campechana y que no desconoce su origen. La recomiendo a Francisquillo y si no le recibe no faltará donde acomodarle.
(1) Especie de roble muy común en las Encartaciones. (Nota del autor)
—Sí, hombre, añadió el párroco, hazlo en caridad por el hijo de un paisano, que no faltará quien lo haga con los tuyos, si algún día lo necesitan.
—No hay más que hablar, señor cura, pasado mañana al romper el alba vengo por ti, muchacho, y arrea hasta la corte. Para disponer tu maleta creo que poco tiempo habrás menester.
Habilitado de una manera algo conveniente con varias ropas viejas del sobrino del cura, emprendió Francisco el viaje a Madrid bajo la protección del ordinario Echarri, según quedó convenido en la
mañana misma del entierro de su madre, y si bien entonces como ahora, el trasladarse en galera de las Provincias Vascongadas a la corte era negocio de mucho tiempo y paciencia, por fin, solía llegarse al término, aunque no siempre salvos de algunos tumbos y tropiezos que no debemos tomar en cuenta. Despreciando tales
percances como cosa ordinaria, y sin detrimento notable en sus personas, arribaron ambos a la villa, aposentados en la cual y dado a las bestias recado[24] conveniente, se dirigieron desde luego a la Cava Baja cerca de Puerta Cerrada, en cuyo sitio vivía doña Laura Molinar, deuda[25] lejana del huérfano. Recibiolos esta con afable llaneza en su mismo gabinete tocador, y Echarri por su parte, sin faltar en nada al respeto debido a una señora de elevado rango, usó con ella desde luego la atenta familiaridad con que suelen tratarse entre sí los vascongados, aunque sean de muy diferente condición. Mas todo lo que en este era natural desembarazo, trocabase para el inexperto muchacho en timidez y encogimiento al pisar aquella primorosa estancia, a tal punto, que tentado
estuvo por doblar la rodilla y hacer devota reverencia ante dama de tan perfecta belleza que nunca en sus sueños pudo imaginar que en el mundo existiese. Y en verdad que su admiración tenía fundamento, pues entre la bien prendida hermosura a cuya presencia estaba y todas las que él había visto hasta entonces, con su saya de paño burdo, corta lo suficiente para dejar al descubierto la curtida y callosa pierna, digna por sus circunstancias de competir en aspereza con el silvestre roble de los montes cántabros, había una diferencia tal, que no comprendía fuesen seres de la misma especie. Por esta razón, oculto tras su corpulento y arrieril Mentor, no pudo en los primeros momentos darse cuenta de lo que alrededor de él pasaba, hasta que recobrado algún tanto, oyó a doña Laura interrogar al ordinario con su dulce voz, de la manera siguiente:
—Vamos, Echarri, cuéntame qué novedades hay por el país.
—Pocas y malas, señora, son las que podré contar. A Matías Bollaín se le cayó en una llosa (1) el mejor buey de dos que tenía, y ni aun para cecina se ha podido aprovechar su carne; luego a las ovejas las entró la morriña y no le quedó una. La mujer de Juanuco el de Limpias dio a luz dos gemelos y murió de sobreparto, dejándole al pobre con nueve hijos que caben todos bajo un harnero[26]. Pero lo que parte el corazón, es la desgracia de Manuel Carreño: él ya pasa de los setenta y su esposa contará, pocos menos; pues señora, este matrimonio tiene un hijo único que trabajaba para ellos, y a más para su abuelo, el más viejo de todo el valle, cuando quiso el diablo que haciendo leña días pasados en un rebollar[27] se diese un hachazo en la pierna derecha que le impide ponerse en pie, y lo peor es que habrá necesidad de cortársela, según dice el cirujano de Bárcena; de modo que con tantos trabajos mal se han de ver este año para pagar la renta a vuestra merced.
—¡Qué renta han de pagar los infelices! Diles que por eso no tengan cuidado, aún tendré precisión de mandarles algún socorro. Antes de marchar no se te olvide venir por aquí.
—Dios se lo premiará a vuestra merced, pues el hacer bien nunca es perdido. Por eso dicen:
La misión de los pobres
En este suelo,
Es hacer a los ricos
Ganar el cielo.
—¡Qué Echarri tan original!, repuso la joven sonriendo bondadosamente, para cada cosa tiene su cantinela. ¿Y qué me traes de bueno? Que no todo han de ser tragedias.
—Ahí fuera he dejado media docena de capones y un par de cestas de nueces, pero lo que juzgo ha de agradecer más vuestra merced es este muchacho, pariente suyo, que la presento, por si tiene alguna cosa en que ocuparle.
Y al decir esto volvió su poderosa mano y sacó a Francisco de detrás de sí con tan fuerte impulso, que a pesar de su resistencia, o tal vez en razón de esta misma, por poco le hizo dar de hocicos en el suelo.
(1) Dan este nombre en las montañas de Santander e inmediatas de Vizcaya, a unos hundimientos del terreno que forman pozos o precipicios profundísimos de imposible salida. (Nota del autor)
—¿Pariente mío has dicho? ¡Son muchos los deudos que yo debo tener en Carranza!, añadió con sorna doña Laura.
—Pariente de vuestra merced, sí, señora, continuó Echarri sin desconcertarse por el tono irónico de la dama, por línea derecha y con el mismo apellido. Ha quedado huérfano de padre y madre, y he juzgado muy puesto en razón venir a ofrecérosle antes de llevarle a ninguna otra parte.
—No tiene muy mala traza mi pequeño pariente, dijo la señora mirando al niño con atención; vaya, déjale en casa y veremos qué se puede hacer de él. Entrégale al mayordomo y que desde luego se dedique a ponerle en disposición de ser de alguna utilidad.
De esta manera encontró colocación y amparo, el que desvalido poco antes ni aún sabía dónde dirigir sus pasos. En el cuadro siguiente verá el lector las circunstancias del ama que le deparó la fortuna, con otros pormenores dignos de ser escritos.
II.
Casada doña Laura en el abril de sus floridos años con un viejo asentista[28] de los ejércitos de S. M., amigo de su padre, trocó la honesta compostura de doncella por las preciadas galas de señora principal, realzando con ellas a tal punto sus naturales perfecciones, que bien luego en todo Madrid solo fue conocida con el epíteto de la Bella Indiana, y no porque en tan remotos climas hubiese nacido, pues las frescas brisas del humilde Manzanares dieron aliento a su primer suspiro, sino por ser hija de quien largo tiempo residió en el Nuevo Mundo, tornando al cabo a las maternas playas con gran caudal de plata e incómodos achaques. Difundida de boca en boca la fama de aquella peregrina hermosura, llegaron sus alabanzas a herir los oídos del rey Felipe IV, que inteligente admirador de la belleza, aunque ya de edad provecta, quiso justipreciar por sí mismo los quilates de beldad tan ponderada y ver si en ella era todo oro de buena ley o más bien impura liga[29] y metal grosero, propio solo para deslumbrar a gente baladí, corta de vista y ordinario gusto. Para esto exigió de su marido, bajo pretexto de honrarle, presentase a su esposa en audiencia particular, donde otorgándola mercedes pudiese el monarca recompensar en ella los buenos servicios que al anciano debía. Así se verificó con tal contentamiento del gran rey que, viuda la joven al poco tiempo, no pudo el galán Felipe poner coto a su deseo que le inclinaba irresistiblemente a consolar en persona la aflicción de doña Laura, y no pudiendo esta por su clase, a pesar de su mucho señorío, ser admitida entre las damas de palacio, ni conviniéndole tampoco al soberano esforzarse por vencer esta dificultad, resolvió ser él quien visitase a la dama. No es del caso referir los medios de que se valió para ello, bástenos saber que el biznieto de Carlos I encontró a la Bella Indiana aún más encantadora arrastrando luengas y enlutadas tocas que antes la había admirado con brial[30] y guarda-infante[31], reputándose por dichoso en ser admitido a su intimidad, aunque observando siempre el recato debido al decoro de la dama y elevada condición del caballero, pues si bien pudo alguno de nuestros reyes abandonarse a tal cual extravío de aquellos que amor disculpa y condena, nunca hicieron pública gala del sambenito de sus flaquezas, según a la sazón acontecía en poderosas naciones comarcanas o vecinas, con grande aplauso y universal asentimiento de pueblos que dejándose arrastrar más de rutina y despecho que conducidos por la buena crítica, acostumbran echarnos en cara el lamentable atraso de la España del siglo XVII.
Una carroza sin armas ni divisas, guiada por servidores fieles y discretos, esperaba al monarca todas las noches cerca del arco de Santa María; desde allí le trasladaba hasta Puerta Cerrada, donde se apeaba dirigiéndose a la vecina casa de su amiga, a cuyo lado olvidaba por algunas horas los graves sinsabores que amargaron los últimos años de su reinado, volviendo antes del alba a tomar el coche para regresar a palacio con el mismo sigilo.
En plácida uniformidad se deslizaba el tiempo sin tropiezo, avivando su trascurso una correspondencia nutrida por el misterio y asegurada con tan minuciosas precauciones, cuando un acontecimiento no pensado estuvo para dejar al descubierto el prudente secreto guardado lealmente por todos los que en él parte tenían, preparando abundante cosecha de males que dieron su fruto en lo sucesivo.
El célebre Talleyrand, ladino[32] y grande amañero en este siglo tan abundante en amañerías, después de dar las convenientes instrucciones a sus encargados, acostumbraba repetirles con insistencia: Sobre todo, poco celo, poco celo, persuadido de que no hay cosa más perjudicial que un servidor demasiado oficioso.
A esta especie de funcionarios debía pertenecer, sin duda alguna, un teniente corregidor que enterado de las paradas y evoluciones del misterioso carruaje, tomó empeño en averiguar a quién conducía, dónde iba y qué objeto llevaba el incógnito conducido. Bueno será advertir antes de pasar adelante, que el severo magistrado solo obraba de esta manera animado por el laudable deseo de dar cumplimiento a una reciente y rigurosa pragmática publicada con acuerdo de los señores del Consejo contra las amistades ilícitas, y algo de esto creyó barruntar en el asunto que pretendía poner en claro, si bien con lamentable ligereza.
Para llevar a cabo su proyecto, emboscó en hora y sitio conveniente la ronda de alguaciles y corchetes, con tan notable exactitud, que a poco rato siguiendo cautelosamente los pasos del soberano, no bien entrado este en casa de doña Laura, llamaba a su puerta el alcalde haciéndola abrir en nombre de la justicia.
Ocupadas todas las salidas e intimada la orden de que nadie se moviese, hízose conducir el teniente a la presencia de la dama, a la cual dijo:
—Señora, en nombre del rey os intimo pongáis a mi disposición la persona que contraviniendo a las órdenes de S.M. ocultáis bajo vuestro techo: de no hacerlo así, os parará el perjuicio que haya lugar.
—Soy una leal servidora del señor don Felipe IV, respondió con serenidad la joven, y donde yo mande como dueña no pueden abrigarse sino personas que le sean afectas en extremo.
—En virtud de vuestro dicho se va a proceder al registro de la casa. Señor secretario, extended la declaración jurada de esta señora, ínterin[33] ella nos acompaña a practicar la diligencia.
Largo rato llevaban empleado en balde y el magistrado no cejaba en su empeño de reconocer minuciosamente cuantos aposentos componían el edificio, pues convencido por sus propios ojos de haber visto entrar en él un personaje desconocido, juzgaba menoscaba su autoridad al salir de allí sin obtener resultado alguno. Harto mohíno[34] con esta idea llegó a la alcoba de doña Laura, donde sus esperanzas cobraron brío al notar en la joven alguna sombra de turbación en lugar de la inalterable calma que hasta entonces había manifestado. ¡Pero, vano pensamiento! Nada se halló tan confundido, cuando advirtió una cortina corrida cubriendo al parecer un hueco o guardarropa. Dirigiose a ella en el momento preguntando a doña Laura:
—¿Qué se oculta detrás de esta colgadura?
—Un retrato al natural de S. M., que me atrevo a aconsejar a su señoría se contenga y no trate de examinar, pues semejanza con el original es tan grande, que cual el sol, podrá dañarle si se atreve a fijar en él la vista.
—Hay una flor, señora, que nutriéndose solo de la virtud que el astro del día la comunica, sigue su marcha y goza en su influencia cuando las demás cierran el cáliz a los ardientes rayos; así, yo que todo lo soy en nombre de nuestro monarca y solo por su mejor servicio me desvelo, bien podré contemplar impunemente su imagen cara a cara. Vaya, veamos esta maravilla del arte. Y uniendo la acción a la palabra, descorrió el tupido velo, apareciendo al descubierto la persona del rey de pie, inmóvil, ceñudo, con la mirada fija en el indiscreto alcalde que de aquel modo le comprometía a presencia de todos.
Mas a fe que este dio prueba de sagacidad y firmeza de ánimo, pues en lugar de desconcertarse ante sorpresa de tal consecuencia, quitose el sombrero e inclinándose profundamente, dijo volviéndose a doña Laura:
—¡Muy parecido está! Dios guarde la real persona.
Y tornó a correr la cortina.
—Señor secretario, extienda vuestra merced testimonio, prosiguió, de que personado yo con mis dependientes en casa de mi señora doña Laura, y después de verificado el más prolijo examen, nada se ha encontrado en ella que sea contra las reales ordenanzas. Ahora solo me resta, señora, pediros perdón por la incomodidad causada, y aseguraros que todo se ha hecho en cumplimiento de las leyes del reino.
Con esto se retiró acompañado de su ronda, sin que por entonces tuviese el lance consecuencia ninguna.
Durante los acontecimientos referidos, seguía el niño Francisco, a quien estamos muy lejos de haber olvidado, completando su educación bajo la suave férula[35] de su bondadosa protectora, y gracias al natural despejo[36] del muchacho, a los dos años de enseñanza leía correctamente y hacia notables progresos en la escritura y aritmética, en términos que viéndole su señora adelantar en conocimientos y adhesión a su persona, quiso tenerle cerca de sí dándole lugar entre sus inmediatos pajes. La rueda de la fortuna parecía haberse fijado para el huérfano, y como según el verdadero adagio[37] el que a buen árbol se arrima buena sombra le cobija, bien podía prometerse rápidos medros[38] al amparo del
que la suerte le había deparado en el deshecho turbión que le sobrecogió en su infancia, a no sobrevenir de improviso violento huracán que dando con él en tierra conmovió al mismo tiempo los inmensos dominios españoles.
Daré cuenta de tal catástrofe solo lo suficiente para inteligencia de los lectores.
El rey Felipe IV murió dejando a su esposa y sobrina doña Mariana de Austria por gobernadora del reino durante la menor edad del enfermizo Carlos II, auxiliada de un consejo de regencia, y comprenderá el lector que una de las primeras víctimas sacrificadas en el nuevo orden de cosas, debía ser la Bella Indiana. En efecto, su amistad con el rey difunto, hasta entonces comentada por muy pocos, y esto a corta distancia del oído, salió a lucir por calles y plazas, difundida por las cien trompetas de la fama; la escena de la cortina, cuyo secreto, aunque conservado por el estilo que el barbero del rey Midas, guardaba el de las orejas de su amo, no había entrado en el dominio público, fue objeto de todas las conversaciones, y excepto el pundonoroso alcalde que siempre negó fuese otra cosa que un retrato lo escondido en la alcoba de doña Laura, hasta el más ínfimo corchete o emborronador de la curia se creyeron obligados a dar pelos y señales[39] del caso sin consideración a la decencia, ni aun al sentido común.
Con tal escándalo y alharacas se autorizó la reina viuda para ordenar la prisión y secuestro de bienes de su rival, tanto más aborrecida cuanto más hermosa, sufriendo la misma suerte todos sus domésticos como reos de Estado.
Una noche a deshora se presentó a dar cumplimiento a esta disposición gran turbamulta[40] de esbirros[41] animados de rigor inaudito, a fin de hacerse agradables a los ojos de la regente.
Atemorizado Francisco a la voz de justicia y convencido de las intenciones que llevaban los que se decían representantes de ella, resolvió ponerse en salvo sin reparar en dificultades; pues cualquier contratiempo le parecía pequeño ante la perspectiva de un calabozo y la penca[42] del verdugo vapulando sus espaldas.
A favor de la confusión que reinaba en la casa y de sus pocos años que le hacían pasar desapercibido, escurriose bonitamente hasta unos graneros casi abandonados, de cuyas ventanas pudo descolgarse a la callejuela inmediata, merced a una cuerda en ellas pendiente de una polea para encerrar la paja con más facilidad. Apenas tocó la tierra tomó las de Villadiego[43] por la calle de Segovia adelante hasta llegar paralelo a las Vistillas de San Francisco, y encaramándose por aquellas cuestas arriba, saltando setos y cercados con la agilidad de un gato montés, logro salvar la tapia de la villa y dar con su cuerpo en el campo.
Era una noche de noviembre lluviosa y fría por extremo, el muchacho no llevaba dirección ni guía en su carrera, mas no aflojaba por eso, pues el miedo a los alguaciles y al sepan cuantos del pregonero no le dejaron reposo hasta que a pesar suyo tuvo que detenerse acometido de dos furiosos perros de ciertos pastores que a la vuelta de un collado[44] pasaban la noche cuidando sus ovejas recogidos en un desmonte inmediato. A los gritos lastimeros del asustado fugitivo acudió el mayoral y dos o tres zagales renegando del importuno que a tales horas les alteraba el sueño, y procurando calmar la rabia de los alborotados mastines. Conseguido esto a duras penas, no sin sufrir el atribulado Francisco algunas dentelladas y desgarrones, excitada la curiosidad pastoril al ver aquel mancebo vestido de seda, cubierto de barro y temblando de frío y de miedo errante por tales sitios a más de media noche, trataron de averiguar su procedencia.
En breves razones les enteró el joven de su infortunio, oídas las cuales el más viejo y malicioso de los rústicos, con el regocijo interior que experimenta toda persona soez al tener ocasión de mortificar a otra de aspecto decente y en la que a despecho suyo reconoce superiores dotes, moviendo la cabeza a uno y otro lado, le dijo entre burlón e irónico:
—En mal negocio estás metido, pulidito amigo. Aunque te ocultes siete estados debajo de tierra no te escapas de pagar la holgachona vida que has llevado en la corte. ¡Oh, pardiez[45], y qué bien sentará un remo en esas manitas tan blancas! Y ahora, señor Don Lindo, vuelve a seguir tu camino con gentil compás de pies, y agradece no te entreguemos a la Santa Hermandad como reo fugado. Con que, ea, marcha ligero, pues no me gustan dimes ni diretes[46] con la justicia, y no te detengas, ¡voto a Sanes[47]!, porque tentado estoy de encomendar a los dogos cuyos dientes conoces, el encargo de hacerte largar más que de prisa.
—¿Y por qué se ha de marchar, señor mayoral?, repuso uno de los jóvenes zagales con aire resuelto. ¿No se acuerda voacé[48] que dice el padre prior que en los pobres hemos de ver al mismo Jesucristo en persona? Pues a fe que bien responde amén a cuanto le oye a trueque de ponerse como un zaque[49] en la bodega de Barrio-Nuevo. Dios me perdone la falta de respeto a un hombre mayor, pero es una indignidad que no ha de llegarse un hambriento a la majada[50] sin que le llene de improperios. Con mil diablos ya que no dé nada no trate mal a los desvalidos, y si no se enmienda lo he de poner en noticia de los padres para que sepan a quien tienen entregado su hato[51]. Yo me encargo de llevar a este mozo al convento, donde podrá estar retraído por el pronto y a cubierto de toda persecución, pues nadie más necesitado que él, y obra de caridad será auxiliarle, y si la justicia tiene que ver en esto, cumpla ella con su deber que yo cumplo con el mío.
Apartose gruñendo el viejo sin ser osado a impedir las generosas resoluciones del joven, que a la hora del alba entró en Madrid acompañando a Francisco, y por las calles más escusadas[52], a fin de evitar un mal encuentro, se dirigieron ambos al colegio de Santo Tomás, fundado hacía pocos años por el Conde-Duque de Olivares en la calle de Atocha.
Sin contratiempo alguno llegaron a la portería del convento, donde el zagal, muy conocido del hermano lego[53], como pastor que era de los ganados de la comunidad, le recomendó su compañero, ponderando la desgracia de este, a fin de que lo hiciese a los padres, con objeto de proporcionarle asilo en la actualidad y algún medio de subsistencia para en adelante. Con la charla sempiterna y familiaridad acostumbrada por los de su clase y ropa, recibió el portero a los dos mozos, y aunque interrumpiendo a cada paso la relación para dar lugar a observaciones y paréntesis de su caletre, la dejó llegar a cabo exclamando al verla terminada:
—Lo que es asilo de seguro le tendrás, muchacho. ¡Buena excomunión le caería encima al que se atreviese a tocarte el pelo de la ropa! Pero en cuanto a darte colocación ya será más difícil, porque el padre prior es muy delicado en esto de escoger dependientes para la orden: veremos cómo te portas y para lo que tienes disposición. ¿Sabes ayudar a Misa?
—No señor, respondió el mancebo.
—Pues cuitado[54], si no sabes ayudar a Misa ¿qué quieres que se haga de ti?
¡Admirable candidez la del buen hermano que compendiaba en cosa tan fácil de aprender el sine qua non de la capacidad de un individuo!
Por dicha del joven no fue de la misma opinión el prior, ante quien se presentó a poco rato, pues enterado de sus circunstancias dispuso abandonase la Península trasladándose a la América Meridional en compañía de unos padres dominicos que marchaban al Perú dentro de breves días.
Como a la sazón no se hallaba presente Echarri el arriero, tan grande enemigo de los viajes marítimos, no hubo oposición a la partida, la que se verificó sin acontecimiento que de contar sea, desembarcando Francisco en el Callao, puerto de la ciudad de Lima. Dejémosle allí hasta el cuadro siguiente en el cual me propongo dar cuenta de la suerte que le cupo en la noble población fundada por Pizarro.
III.
Merced a la poderosa influencia de los religiosos de Santo Domingo se hallaba Francisco Molinar dedicado al comercio en una de las más acreditadas casas de la antigua Ciudad de los Reyes. Diez años habían trascurrido cuando su principal, en vista de la instrucción y actividad de aquel hombre experimentado a quien conoció mancebo imberbe, resolvió asociarle a sus especulaciones, con gran beneficio para el crédito e intereses del favorecido. Siendo preciso reconocer el estado de una mina explotada al otro lado de las Cordilleras, a nadie se creyó más a propósito e idóneo, tomando en cuenta el interés que debía tener en desempeñar fielmente la comisión, unido a su robustez que le colocaba en aptitud de sufrir impunemente la travesía, siempre penosa, pero mucho más en la estación del estío, tan abrasador en los países tropicales. Un zambo[55] de lealtad reconocida, sumamente práctico en los malos senderos que cruzan aquellas soledades, y dos esclavos negros, debían acompañarle en la marcha. El característico poncho de color oscuro, especie de sayo sin mangas y abierto por los lados, altas polainas atadas por encima de la rodilla, y un sombrero de paja de Guayaquil formaban el traje de Francisco, el mismo con corta diferencia que aún usa para el campo la gente del país. Sus pies iban provistos de largas espuelas y afianzados en anchos estribos. Dos excelentes pistolas en el arzón[56] delantero y un arcabuz[57] pendiente al lado constituían su armamento, sin contar el agudo cuchillo, de uso indispensable siempre que había precisión de alejarse algún tanto de la ciudad.
Con ánimo emprendieron su camino, y bien pronto los cuatro viajeros se internaron en las gargantas de las Cordilleras. El terreno solo les presentaba masas rojizas de origen
volcánico y algunos pinos y cocoteros esparcidos de trecho en trecho: la zona vegetal iba quedando detrás de ellos desapareciendo los algodoneros, aloes y campos cubiertos de maizales y altas mielgas[58]. Espumosas cataratas formadas de improviso a consecuencia del deshielo, interceptaban su marcha, al paso que otras veces aludes inmensos desprendidos de la alta cumbre bajaban a precipitarse en los abismos sin fondo ante sus ojos espantados. Animándose mutuamente, sin hallar una choza donde reposar ni más refrigerio que un agua sucia y fangosa, llegaron por fin a la cima de los Andes: 7.000 metros sobre el nivel del Océano. Allí cesaba completamente toda señal de vegetación: solamente algún oso de los muchos que pueblan aquellas peladas eminencias, les salía al encuentro como en testimonio del incesante trabajo productor de la naturaleza, que en los sitios más yermos anima con seres dotados de vida. Llegado el sol a su ocaso, frecuentes tormentas levantaban inmensos torbellinos de nieve sobre los picos más elevados, envolviendo a los caminantes en sus blancos pliegues, al mismo tiempo que el relámpago rasgaba aquellas fantásticas tinieblas, surcando el rayo las desnudas cimas y rebramando el trueno por las concavidades de las montañas. En este punto los expedicionarios notaron los primeros síntomas de esa rara incomodidad llamada sorroche[59] por los indios, que enerva las fuerzas del hombre mas intrépido paralizando su energía. Mas en la detención estaba la muerte. Siguieron, pues, marchando, y al cabo traspusieron la cadena de rocas estériles. Antes de mucho algunos árboles esparcidos acá y allá y la escasa yerba donde pacía un corto número de llamas y vicuñas[60], les anunciaron su aproximación a los niveles inferiores, y de consiguiente a las tierras habitables. Con efecto, no tardaron en llegar a los inmensos bosques que cubren las llanuras donde el Perú y Brasil parten términos, asentada en las cuales descubrieron una ranchería o grupo de bohíos[61] lleno de bullicio y animación. Allí estaba el distrito minero donde se dirigían y el término de su fatiga.
Consagrados los primeros días de su arribo a la aldea al descanso y buena gestión del encargo puesto a su cuidado, recreábase Francisco en vagar por las vírgenes selvas que a la vista tenia, acompañado siempre de su fiel arcabuz, pues rara vez faltaba ocasión de perseguir tal cual ave o cuadrúpedo de especie para él desconocida, a más que los zambos de tierra adentro solían acercarse por aquellos sitios, y si hubiesen hallado un español en su camino de seguro no hubiese quedado para contar el lance.
En una de estas excursiones se internó por la espesura, aún más de lo acostumbrado, dejándose conducir por el ansia de admirar aquella flora tan hermosa en su rareza. Ya se disponía a retornar sobre sus pasos a tiempo que a espaldas de una cercana floresta de aloes y magnolias le pareció escuchar lastimeros ayes mujeriles como de quién se encuentra en grande cuita y desconsuelo. Detuvo su caballo y aplicó el oído al paraje de donde parecían venir los gemidos y nuevos lamentos, expresados con mas angustia, cambiaron su recelo en certidumbre. Era indudable que alguna persona afligida demandaba socorro. ¿Qué hacer en semejante caso? ¿Sería quizá algún ardid de los indios para mejor haberle a la mano? ¿O tal vez una española apresada por los salvajes reclamaba su ayuda? Francisco era valiente, estaba bien armado y no titubeó en su resolución. Requeridas las pistolas y apercibido el arcabuz dio de espuelas al caballo camino al sitio donde los dolientes ecos sonaban, y pronto se ofreció a su vista el espectáculo que menos podía imaginar.
Un indio anciano yacía tendido sin movimiento, e inclinada a su lado una mujer de pocos años trataba en vano de volverle a la vida. A la presencia del recién llegado lejos de asustarse la joven corrió a su encuentro, y arrodillándose ante su cabalgadura,
exclamó estas palabras entrecortadas por la profunda pena:
—¡Socorro, señor! ¡Mi padre se muere y yo no alcanzo cómo auxiliarle!
Apeado Francisco inmediatamente, llegose a reconocer al viejo, y bien luego los ojos de éste inyectados de sangre, sus dientes apretados y al descubierto por la contracción del músculo labial y bañados de espuma blanquecina, unido a otras señales evidentes, le pusieron de manifiesto los mortales síntomas de una violenta congestión.
Sin detenerse en explicaciones, rompió la arteria del viejo con su agudo cuchillo, restableciendo algún tanto la circulación el desahogo que proporcionó al enfermo la sangre que en abundancia brotó de la cisura[62]. Un profundo suspiro fue la primera señal de tornar en su acuerdo. Algunos momentos después abrió los ojos paseando su vaga mirada por los objetos inmediatos, hasta encontrarse con Molinar, en quien la fijó asombrado, y extendiendo su brazo como el que trata de apartar de sí una visión aborrecida, balbuceó trabajosamente con voz cavernosa:
—¡Un español aquí, cuando mi brazo se halla inerte! ¡Oh rabia, ni aun la fuga me es permitida para evitar su aborrecida presencia! Mas ya que el gran Viracocha (1) así lo dispone, ven, acércate y contempla impunemente el rostro de un hombre que ninguno de los tuyos ha mirado sino a costa de su vida; pues si bien no puedo evitar te jactes de haberme visto caído, quiero recuerdes al mismo tiempo con admiración la indiferencia con que un descendiente de Manco Capac soporta las angustias de la muerte.
—No he venido, contestó Francisco, a satisfacer una horrible curiosidad, ni mucho menos a recrearme en tus padecimientos: los tristes quejidos de tu hija me han atraído donde sufría un
semejante mío, y tengo a gran dicha haber llegado a tiempo de aliviarle. Tan pronto como mis socorros sean inútiles te verás libre de mi presencia.
—Padre, repuso la joven india, sois injusto con el extranjero, porque ha sido humano y generoso para vos, y sin su auxilio pisaríais ahora la región de los espíritus.
—Tu dichosa inexperiencia, replicó el anciano, te hace desconocer cuan refinada perversidad encierra el corazón de estos malditos guerreros del Oriente: la mordedura de la serpiente hampillapa (2) es menos nociva que un beneficio recibido de su mano.
(1) Nombre que daban los indígenas del Perú al primero de sus dioses. (Nota del autor)
(2) Serpiente de veinte y cinco a treinta pies de largo, especie de boa muy célebre en el Perú. Era objeto de veneración para aquellos habitantes. Los Incas por magnificencia mantenían algunos de estos animales. El nombre de hampillapa pertenece a la lengua quicchua, que aunque corrompida, es la que se habla en Santiago de Chile, su significación es veneno todo. (H'impi veneno, y llapa, todo.) (Nota del autor)
—¿No sabes, continuó dirigiéndose a Molinar, que una serie de contratiempos desgraciados me han reducido a mí, que debía mandar en el vasto imperio de los Incas, a no tener oro ni plata con que recompensar tus servicios? ¿O tal vez calculas ávidamente las monedas que podrá valerle la vieja piel de este moribundo o la florida juventud de esa inocente sacerdotisa del Sol? Mira, aquí en el lado izquierdo conservo una bolsa llena de rica pedrería, último resto de mi fortuna. No es un gran tesoro, pero bien puede contentar tu avaricia, apodérate de ella y vete: déjame morir en paz.
—Todo cuanto poseo daría yo, respondió con dulzura el joven, por calmar los arrebatos de ira con que estás abreviando tu vida: conserva esa riqueza, pues las abundantes minas del Brasil no igualan en valor a la recompensa que espero si acierto a corresponder con beneficios a los injustos agravios de un enemigo.
Al ver tanta mansedumbre quedose pensativo el feroz peruano, y al cabo de algunos instantes, más calmada su exasperación, pronunció estas razones:
—Contaba yo bien poca edad, cuando allá, muy lejos, en el centro de nuestras pampas[63], se internó un hombre de majestuoso continente y blanca barba, predicando una religión de amor en nombre de un Dios pacífico y misericordioso. No hubo compasión para este misionero: era un cara pálida (1) y le condené a muerte. Sufrió el tormento del trépano[64] con valor extraordinario y murió bendiciéndonos. Tus palabras son las mismas que él pronunciaba, y si también es igual vuestra creencia, doy gracias a los dioses por haberte conducido en mi ayuda.
Un parasismo[65] embargó su voz en este punto, y nuevos síntomas, desconocidos para Francisco, se presentaron a agravar la situación del enfermo; mas a pesar de la poca ciencia de Molinar, no se le ocultaba que la fiebre cerebral ya indicada vendría a poner término a los días del anciano.
Movido a piedad por el triste desamparo de la joven, resolvió acabar su buena obra no separándose de padre e hija hasta la
(1) Así llamaban los indios a los españoles, y generalmente todos los europeos, por desprecio y en razón al color de su rostro. (Nota del autor)
conclusión de aquel sensible drama. Conducido por sus dos auxiliares encontró abrigo el indio en una cercana y ancha caverna, contra los ardores del sol, que había llegado a la mitad de su carrera, y algunas frutas ácidas, producto espontáneo de aquella vegetación extraordinariamente rica, proporcionaron fresca y saludable bebida que calmó algún tanto el fuego que le consumía.
Una noche serena y espléndida, cual solo puede verse a la inmediación de la línea equinoccial, descansaban a la entrada de la gruta el español y su compañera, sin abandonar el cuidado del anciano, algo mas aliviado al cabo de tres días de lucha entre la vida y la muerte. La luna alumbraba de lleno el rostro de la joven, y su dulce colorido, agradable combinación del blanco-amarillo y rojo, parecía tomar al ser herido por los rayos del astro nocturno, algo de la brillante claridad del topacio. Abundantes lágrimas se desprendían de sus ojos, negros como el ébano, y de su pecho se exhalaban profundos gemidos que trataba en vano de contener.
Largo rato hacia que guardaban silencio ambos jóvenes, y no era seguramente por falta de medios para entenderse, pues una y otro hablaban el quicchua(2) con soltura, sino que la situación llevaba en sí la suficiente extrañeza para dar pábulo a la meditación y apartamiento.
Más bien con objeto de distraer el duelo de la sacerdotisa que de contentar su deseo, se dirigió a ella Francisco diciendo:
—¿Por qué te empeñas en aumentar tu pena reconcentrándola en ti misma? Mira que el pesar depositado en un corazón amigo pierde mucho de su intensidad. Da treguas al dolor y, si no lo has por enojo, refiéreme la causa de tus desgracias, para que mejor informado, pueda ofrecerte algún consuelo.
—Extranjero, en quien he hallado sostén y apoyo cuando todos me perseguían, contestó aquella hija de la naturaleza, tu noble conducta para con nosotros te hace digno de nuestra confianza. Solo a ti, que no atribuirás a flaqueza el inmenso dolor que embargarais sentidos, daré breve cuenta de tan grande infortunio.
Escucha, pues. El nombre de mi padre es Yupangui, el mío Cora. Descendientes del Inca Huáscar, cuya diadema tenía usurpada
(2) Idioma de que se sirven las diversas razas que pueblan el territorio peruano en sus mutuas relaciones, sin perjuicio de conservar cada una el suyo propio. (Nota del autor)
Atahualpa a la llegada de tus compatriotas, la soberanía del
Perú volvió a mi familia después del suplicio de este último. Pero ni aun la precaria situación a que habían quedado reducidos los peruanos a consecuencia de la conquista, pudo apaciguar las disensiones entre las dos ramas aspirantes al trono, y la guerra civil ardió con varias alternativas. Hace dos años que una sublevación de las tribus chilenas obligó a mi padre a acudir a sofocarla con cuánta gente le fue posible. La victoria coronó sus esfuerzos y los rebeldes se disponían a demandar gracia sin condiciones, cuando el virrey español aprovechando en beneficio de sus intereses nuestras rencillas interiores, invadió los países independientes e hizo cambiar la situación. Los vencedores tuvieron que dividirse para hacer frente a dos enemigos a un tiempo, y esta desunión les perdió. Estrechados por todas partes, batidos con inteligencia, inferiores en armas y organización, marcharon de derrota en derrota, siempre batallando con más aliento que esperanza, dejando tendidos sobre el sagrado polvo de la patria los cadáveres de sus más valientes defensores. Por último, llegó el caso de ser imposible toda resistencia. Mi padre, ayudado de algunos fieles partidarios, se defendía como una fiera acosada en su cubil; pero después de haber visto perecer a mis dos hermanos, cuando ya no le quedaba un solo amigo que sostuviese la causa de la independencia, tuvo que pensar en ocultarse por no dar a sus enemigos el placer de verle morir en los tormentos. ¿Pero a dónde encontrar refugio? Retroceder era entregarse a las hordas salvajes, avanzar en busca de los hombres barbudos equivalía a subir él mismo, descendiente de tantos emperadores, a un afrentoso suplicio. Hostigado, hambriento, sin dirección, abandonándose a frecuentes accesos de cólera, siguió el curso del Madera, cuyos altos yerbazales podían ocultar nuestra fuga, llevándome en su compañía como única y débil salvaguardia de su ancianidad, hasta venir a caer en donde nos encontraste. Ya sabes lo demás.
Aquí terminó Cora su lamentable relato, y aun sin esto la hubiera suspendido para escuchar la fatigosa respiración del viejo que por momentos se agravaba.
—¡Oh Sol, exclamó la joven humillándose con el rostro pegado a la tierra, he ahí a tu hijo agobiado bajo el peso de los padecimientos y sin fuerzas para resistirlos; no permitas que llegue su fin antes de saludar el nuevo día!
—Álzate, Cora, repuso Molinar, y no pierdas el tiempo en vanas ceremonias; esos magníficos astros, objeto de tu admiración, no son otra cosa que brillantes luminarias esparcidas por el Supremo Hacedor en el firmamento como testimonios de su gloria y complemento del orden sublime que rige el universo. Yo te enseñaré en ocasión oportuna a dirigir tus plegarias al único Señor de lo creado, solo en cuya inmensa bondad, siempre favorable al infortunio, podrás encontrar la dicha y tranquilidad que anhelas En tanto acudamos al socorro de tu padre que se halla en el último trance.
Acercáronse al desgraciado Yupangui, agitado ya por las primeras congojas de la agonía, y conociendo sería inútil afanarse en aliviarle, solamente a dulcificar tan terribles momentos se limitaron los cuidados de Francisco. Un tronco de madera resinosa fijado en una hendidura de la peña iluminaba aquel cuadro tiñendole de luz opaca y rojiza. Nada interrumpía el silencio sino los ahogados sollozos de Cora y el estertor del moribundo, cada vez más penoso. Era en verdad una escena fantástica a la par que lúgubre y desconsoladora que agobiaba el espíritu llenándole de mil terrores desconocidos.
—Hija mía, tartamudeó el anciano atrayéndola hacia sí, siento el helado soplo del ángel de la muerte llegar hasta mi corazón paralizando el origen de la existencia y su curso al torrente de infortunios que han envenenado mis postreros años. Nada debo temer y consideraría como un bien el sueño eterno si no te dejase tan sola y sin ventura. ¿Pero quién acogerá tu desamparo? Nadie. Vendida cual una bestia de carga, azotada por el látigo de un amo desnaturalizado, la miseria, el envilecimiento serán tu patrimonio.
—Yo la serviré de compañero en el camino de la vida, si quiere unir su suerte a la mía, interrumpió Francisco con agitación creciente; también entre mis antepasados se cuentan héroes de ínclitas hazañas, y soy nativo de tan noble tierra que nadie en ella recibe el título de señor (nunca de rey) sino a cambio de ser el primero en observar sus justas leyes. Llevando tu hija el dictado de esposa mía será llamada señora en todas partes, y huérfano también y sin parientes mi sola ocupación se cifrará en hacer agradable su vida.
—Extranjero, contestó Yupangui, las palabras que has pronunciado son dictadas por el genio protector de mi raza. Cora, añadió dirigiéndose a la joven, tus votos como sacerdotisa se han hecho incompatibles con las circunstancias. Yo te dispenso de ellos: he aquí el dueño de tu suerte.
Dicho esto la impulsó en brazos de Francisco, que recibió con respeto aquella postrera donación de los últimos soberanos de la América del Sur, y la estrechó contra su noble pecho, en el cual ocultó la doncella su afligido rostro bañado en amargas lágrimas.
Las últimas emociones apresuraron algún tanto el fin de Yupangui, aunque ya por su mal harto cercano, y postrado sin voz ni movimiento solo daba señales de vida con tal cual anhelante quejido o estremecimiento nervioso.
—¡Cuánta sangre!, se le oyó balbucear con trabajo, ¡venganza, sí! ¡El mártir de las pampas! ¡que yo perdone! ¡El pecho te descubres y en él muestras la cruz! No ya es tarde, aparta. ¡Oh Sol, recoge mi espíritu!
Al acabar la última frase el indio había vivido.
Separada Cora de aquel fúnebre sitio a ruegos de su prometido, a la mañana siguiente trasladó este el cadáver a un lugar alto inmediato, donde según la antigua usanza de los Incas, levantó sobre él una especie de túmulo formado con piedras y tierra. Cumplido tan piadoso deber y acondicionada sobre el caballo la poco venturosa peruana, tomó el trote camino de la aldea, antes de llegar a la cual le salió al encuentro un grupo de colonos armados, que harto cuidadosos por su tardanza corrían el contorno en todas direcciones.
Por siglos contaba Molinar las prolijas horas que retrasaban el establecimiento de Cora de una manera conveniente; así fue, que sin darse un punto de huelga sino el mas indispensable para el acertado despacho del encargo origen de su llegada, dispuso la marcha para Lima, a cuya ciudad arribaron sin lance que de contar sea, yendo a apearse directamente al convento de religiosas de la orden tercera de Santo Domingo, célebre ya entonces por haber ejercitado en él sus virtudes la esclarecida Santa Rosa a quien reverenciamos hoy en los altares. En aquella venerable casa quedó depositada la hija de Yupangui, hasta que completamente instruida en las verdades sacrosantas de nuestra augusta religión, salió de ella regenerada en las fuentes bautismales donde recibió el nombre de María y a poco el título de esposa de Francisco Molinar.
Y ahora dejando a los dos nuevos esposos entregados a las dulzuras del primer año de la luna de miel, cuya averiguación no es de nuestra incumbencia, pues si algunos se han creído autorizados para hacerla, a fe no hemos de dar cuenta por ellos, con permiso del lector, puesto que los acontecimientos no apremian, hago punto y párrafo para decir algunas palabras acerca de doña Laura a quien dejamos en el cuadro anterior reducida a prisión por ojeriza de la gobernadora.
Después de una causa larga e intrincada, no resultando culpable la Bella Indiana, por más que se procuró comprometerla a toda costa, fue condenada a confiscación de bienes y destierro a larga distancia de la corte, como sospechosa de haber usado hechizos para atraer a S. M. En el pueblo de Santecilla, entre aquellas buenas gentes de quien había sido la Providencia, que a porfía[66] le prodigaban sus respetos y atenciones, encontró el premio de su buen proceder. Pero tan injustas persecuciones toleradas con ejemplar mansedumbre llegaron a su término. El aborrecido padre Nitard, confesor de la reina y omnipotente en el gobierno, cayó a impulso de la indignación pública, y la elevación de don Juan de Austria, hijo natural de Felipe IV, hizo rehabilitarse a cuantos habían sido perseguidos durante la anterior influencia. Los falsos amigos que antes huían de dona Laura como de persona contagiada se apresuraron a ofrecerla sus servicios, y reputación y bienes la fueron devueltos en corto plazo.
Informado Molinar de esta favorable mudanza a poco de haber acaecido, no tuvo inconveniente cuando lo creyó oportuno, en disponerse a regresar a España, así que advirtió el disgusto con que su esposa sobrellevaba la residencia en el Perú, donde nunca podía considerarse sino como una reina destronada. Francas para él las puertas de la patria, en ella vivió largos años este buen matrimonio, dichoso, sí hemos de atenernos al parecer de Napoleón I, según el cual, los padres de familia más felices son aquellos que no tienen hijos; desgraciado, según la expresiva y católica frase que los llama frutos de bendición. Cora bajó al sepulcro la primera y Francisco la siguió a poco tiempo con el sentimiento de no dejar inmediatos sucesores de su apellido y caudal.
Aquí parece naturalmente debiera dar punto y cortar el hilo con que voy hilvanando la presente relación; pero, amado lector, si no cierras el libro antes de leer el siguiente cuadro póstumo, hallarás que aún faltaba el verdadero remate y coronamento de todo lo referido en los anteriores.
IV.
A clarear empezaba, al tiempo que por la calle de Segovia, en dirección a la puerta del mismo nombre, bajaba diligente un grupo de cinco o seis embozados, sin cuidarse al parecer de otra cosa que de resguardar sus rostros del sutil vientecillo, producto legítimo del cercano Guadarrama, reinante por aquellas horas; céfiro juguetón, según diría un poeta madrigalesco, propicio siempre al despuntar la aurora a sacudir sus alas cargadas de frígido rocío sobre la Mantua Carpetana. Silenciosos marchaban sin hallar embarazo en su camino, cuando la mala ventura hizo que, al cruzar por delante de una de las enriscadas callejuelas que a la vía principal sirven de brazos y ramales de comunicación, topasen con la ronda de un señor alcalde de Casa y Corte, encargado aquella noche de sorprender cierto conciliábulo austríaco; verificado lo cual, aunque de una manera incompleta, volvía poco satisfecho a dar cuenta de su cometido. Tantos hombres bien portados a la madrugada en sitio no de mucho tránsito, unido a lo revuelto de los tiempos, pues acababa apenas de terminar la sangrienta guerra de sucesión, pusieron ojo avizor[67] al togado, que se propuso antes de permitir el paso a los transeúntes averiguar minuciosamente quiénes eran y adónde iban tan haldas en cinta[68] y como de negocio grave.
A la voz de ¡alto al rey! pararon todos, y puesto en faz el uno y otro bando intimó su señoría a los detenidos la orden de dar razón de sus personas.
—Señor, contestó el más adelantado de ellos, somos testamentarios de un caballero fallecido hoy hace tres días, y a dar cumplimiento a una de las principales cláusulas de su última voluntad nos dirigimos en este momento.
—Tentado estoy, don sandio[69] burlador, interrumpió el juez todo amostazado[70], por dar con vuestro cuerpo en la cárcel, donde más desocupado podáis acreditaros de gracioso y oportuno; pero a fe mía, que no ha de ser otro el paradero que os destino si no vais con tiento en esto de faltar al respeto debido a la justicia.
—No me burlo, señor, que he dicho la verdad, añadió turbado el así reconvenido, y si a vuestra señoría no satisfacen mis razones, aquí viene su merced el escribano de la testamentaría que abonará mi contestación.
—Así es, repuso el aludido, a bien que para mayor comprobante puede el señor juez leer por sí, o escuchar la lectura de la extraña cláusula que justifica nuestra presencia en este sitio, pues obra en mi poder copia del instrumento público donde está inserta.
—Que me place oiría, pues debe ser peregrina en extremo. Lea, lea, secretario, y enterados de su contenido ninguna otra averiguación tendremos que hacer.
Arrimaron la enorme linterna, mueble característico y distintivo de las autoridades civiles hasta nuestros días, ya su luz, ayudada por la del crespúsculo matutino, después de sacar un rollo de papeles leyó el notario lo siguiente:
«Íntimamente persuadido de la suma bondad con que la Divina Providencia dispone todos los acontecimientos humanos de la manera más conveniente, sin haber uno en que ella no intervenga, y queriendo dar público testimonio de esta fe y creencia, en que me han afirmado los maravillosos acontecimientos de mi vida, lego y cedo en legítima posesión y disfrute en la mejor forma que haya lugar en derecho, la casa de mi propiedad en que habito, sita calle de Segovia, con accesorias a la del Alamillo y vuelta a la Cuesta de los Caños Viejos, a la primera persona, de cualquier clase y condición que sea, que el día tercero de mi fallecimiento penetrare por la próxima puerta de Segovia, pasando desde luego a adjudicarla la expresada finca y ponerla en posesión de ella, pues no podrá encontrarse otra más digna que la elegida por la Sabiduría infinita.»
—¡Raro caso!, exclamó el alcalde, por Dios que me holgara poderos acompañar en el desempeño de vuestro encargo. Y decidme, por vida mía ¿quién es el otorgante de tan original legado?
—Un tal don Francisco Molinar, que hizo fortuna en el Perú y volvió de allá casado con una india brava, que era la admiración de la corte por su belleza de un género especial, contestó el escribano. Hoy es el día marcado para evacuar la diligencia antedicha, y a ello nos encaminábamos cuando su señoría ha tenido a bien honrarnos con sus preguntas.
—Con bien vayáis, señores, y acudid luego, pues no me perdonaría nunca haber puesto estorbo a una comisión tan de conciencia. En vos confió, secretario, haréis llegar a mi noticia el resultado.
Tributado este homenaje a la magistratura, cuya intervención era entonces indispensable para cualquier asunto, y cercanos ya de la puerta, poco tardaron en llegar a ella los albaceas, y aun tuvieron necesidad de esperar algún rato antes de que abriesen. Nadie aguardaba a la parte de afuera, solamente una mozona, digna rival de Dulcinea, y por tanto…
de rostro amondongado,
Alta de pechos y ademan brioso.
arreglaba su tenducho disponiéndole para la venta de buñuelos,
turrón y aloja (1). Muy distante, a la mitad del puente, se veía caminar un jinete, al parecer con dirección al pueblo, y hacia la derecha, pero mucho más lejos, en lontananza, asomaban dos personas a pie que solo confusamente parecían ser un hombre y un muchacho.
No tardó en irse aclarando la situación respectiva de cada uno de estos individuos, bien ajenos de pensar el albur[71] importantísimo que en aquella sazón jugaban.
La moza, colocada en su cantina, no daba muestras de penetrar dentro de Madrid, solo por el lado de la campaña debía esperar consumidores en aquellas horas. El jinete pronto llegó a la cabecera del puente: la distancia se iba acortando, y los testamentarios puestos en acecho comenzaban a fijar su atención sobre él. Venía montado en un malíchuelo, listo, aunque de mal aspecto, que el caballero aguijaba sin cesar con dos piernas flacas y colgantes a entrambos lados, sin apoyo de estribos ni zarandajas: su rostro cetrino y amojamado, sus barbas de a pulgada, y todo su aire de truhan picaresco, más trazas le daban de gitano o ladrón cuatrero que de hombre honrado. Ya llegó a emparejar con el puesto de comestibles; un paso más y la fortuna es suya.
Los comisionados, aunque con repugnancia, visto el mal aire de semejante pelgar[72], en cumplimiento del sagrado deber que han aceptado se preparan a notificarle su inesperada suerte, cuando ¡oh amor tirano, tú perdiste a Troya!, lanza una mirada al paso hacia la tienda nómade[73]; los buñuelos y aloja debemos creer no
(1) Bebida sana y agradable, compuesta de agua, miel y especias, fermentado todo con un poco de levadura. Fue de uso tan general en España, especialmente en tiempo de los árabes, que en todos los campamentos de moros y cristianos se divisaba la bandera blanca de la alojería luciendo en el centro la cruz roja o medialuna, según la respetiva creencia de los combatientes.
Aun se veían en Madrid varios despachos de aloja hace algunos años adornados con la misteriosa bandera y cruz roja a la puerta, en que se servía este refresco en grandes garrafones de vidrio con dos asas, y nunca de otra manera, no sé por qué. En el día ninguno existe, y esta memoria de la sobriedad de nuestros abuelos se va perdiendo de tal manera, que no he creído inútil consagrarle el presente recuerdo. (Nota del autor)
hubieran bastado a detenerle, pero la tendera es cosa muy diferente; dirígela al paso un requiebro de plazuela, verde como el
perejil y trasparente como una criba. Ella le contesta con una sonrisa de gimió[74], capaz de hacer perder su gravedad a un claustro de doctores, y no fue menester más; se apea del macho, ladéase el sombrero, suena la calderilla que en su faja atesoraba, y tomando el ademán menos comedido que le fue posible, échase a pechos un cangilón[75] de la refrescante bebida, preparándose de este modo a entablar plática con aquella encantadora Armida de Alcorcón, polo negativo de su dicha.
En esto los dos personajes que a lo lejos se columbraron habíanse ido acercando paso a paso, conociéndose ya claramente ser un pastor anciano de rostro pacífico y venerable, acompañado de un mozuelo de la misma condición, cargado con un cántaro de leche al hombro. Muy próximos se hallaban a la puerta y su marcha en nada se detenía, únicamente al llegar frente al tenducho mencionado, el viejo dio una blanca (1) al chico para que comprase algunos buñuelos mientras él entraba en la villa, siguiendo siempre el mismo andar acompasado y tranquilo que había traído todo el camino. Ya no había problema ni género alguno de duda; el preciado lote dejado por el esposo de Cora en manos de la Providencia acababa de encontrar poseedor.
Apenas hubo pasado el anciano bajo el arco de entrada, fueron los testamentarios a su encuentro precedidos del escribano, y después de saludarle cortésmente.
—Amigo, dijo el notario, buen día habéis echado hoy.
—Señor, contestó el pastor con la llaneza propia de un corazón sencillo, yo siempre los he tenido buenos.
—¡Qué decís! ¿tan considerable es vuestra hacienda?
—¡Qué ha de ser!, no señor, en mi vida he pasado del pan nuestro de cada día, andando siempre de Ceca en Meca. Soy mayoral de un hato de ovejas de los padres del colegio de Santo Tomás, y tengo mujer y cuatro hijos, con ese que ahí viene, que es el mayor de
(1) Pequeña moneda de cobre que valía cerca de medio maravedí.
(Nota del autor)
ellos y mochil[76] de la majada, con que juzguen vuestras mercedes lo sobrado de mi ajuar, sino que como yo siempre he querido lo que Dios quiere, el Señor me recompensa dándome cuanto deseo.
Cambiadas estas razones preliminares enteraron minuciosamente al viejo del motivo de haberle detenido e inesperada mudanza de su fortuna, invitándole por último a trasladarse con ellos a la finca de su propiedad, donde con arreglo a derecho tomaría posesión de ella.
—Pero, nobles caballeros, exclamaba aturdido, ¿cómo tengo yo de admitir esa manda[77]? El difunto habrá dejado parientes pobres, y no puedo arrebatarles su herencia aprovechándome del delirio de un moribundo. Eso sería un cargo de conciencia.
—Tranquilizaos, buen hombre, replicó el escribano, el otorgante era sujeto muy rico, y ha dejado a sus lejanos deudos lo suficiente para no ser llorado por ellos, además de muchas mandas piadosas y fundaciones de obras pías; así que bien podéis cumplir su voluntad sin escrúpulo ninguno.
—¿Y cómo dicen vuestras mercedes que se llamaba ese señor? (que en paz descanse) quiero saber el nombre de quien tanto bien me ha hecho, para rogar por su alma toda mi vida, y ensenárselo a hacer también a mis hijos.
—Don Francisco Molinar, indiano bastante conocido en la corte, respondió uno do los presentes.
—A fe mía, continuó el pastor, que ese mismo era el nombre de un mancebo a quien hace muchos años recogí una noche en la majada, contra el parecer del mayoral, pues el desdichado andaba perseguido, y por la mañana le llevé al convento de dominicos de donde marchó a las Indias.
—Pues ese mismo es el que en muerte os paga tan noble acción, ya que no pudo hacerlo en vida, a pesar de sus muchas diligencias por encontraros buscándoos por todos los alrededores de Madrid. Era muy amigo mío, y repetidas veces le oí contar ese lance.
—¡Bendito sea Dios, exclamó el anciano con acento fervoroso, y no me tome cuenta de lo mucho que le debo, ya que tanto me recompensa una buena obra tan pequeña!
La casa en cuestión aún existe en excelente estado en la calle de Segovia, señalada con el número 19, y se la conoce con el nombre de Casa del Pastor, en memoria de este original suceso.
DIONISIO CHAULIÉ.
[2] Pisar dejando señal de la pisada.
[4] En el catolicismo, monaguillo que ayuda al sacerdote en la misa y en otros actos litúrgicos.
[5] Con emulación y competencia.
[6] Pedazo de carne seco y salado o acecinado para que se conserve.
[7] Sin cesar en el trabajo, sin intermisión alguna.
[8] Cada una de las naves de gran porte que, saliendo periódicamente de Cádiz, tocaban en puertos determinados del Nuevo Mundo.
[9] Dicho de una embarcación: Fondeada, asegurada al fondo de las aguas por medio de anclas o grandes pesos.
[10] Látigo de cuero o cáñamo embreado, con el cual se castigaba a los galeotes.
[11] Persona que en las galeras vigilaba y dirigía la boga y otras maniobras y a cuyo cargo estaba el castigo de remeros y forzados
[12] Guadaña (instrumento para segar a ras de tierra, constituido por una cuchilla alargada, curva y puntiaguda, sujeta a un mango largo que se maneja con las dos manos).
[13] Terreno bajo, llano y fértil
[14] Decir en público algo para ver el efecto que hace.
[15] Carro grande de cuatro ruedas para transportar personas, ordinariamente con cubierta o toldo de lienzo fuerte.
[16] Modo, manera o semejanza de algo.
[18] Gusto o sabor de un vino.
[19] Conjunto de animales de carga, que sirve para trajinar
[20] Cantar, canción o copla.
[21] Natural de Pas, valle de Cantabria, en España.
[22] Natural de Carranza, municipio español situado en el extremo occidental de la comarca de Las Encartaciones, provincia de Vizcaya, comunidad autónoma del País Vasco.
[23] Pompa, ostentación y aparato costoso.
[24] Suministrar lo necesario.
[27] Sitio poblado de ebollos (árboles fagáceos).
[28] Persona encargada de hacer asiento o contratar con el Gobierno o con el público, para la provisión o suministro de víveres u otros efectos, a un ejército, armada, presidio, plaza, etc.
[29] Cantidad de cobre que se mezcla con el oro o la plata cuando se bate moneda o se fabrican alhajas.
[30] Vestido de seda o tela rica que usaban las mujeres.
[31] Especie de tontillo redondo, muy hueco, hecho de alambres con cintas, que se ponían las mujeres en la cintura debajo de la basquiña.
[32] Astuto, sagaz, taimado.
[34] Triste, melancólico, disgustado.
[36] Claro entendimiento, talento.
[37] Sentencia breve y, la mayoría de las veces, moral
[39] Pormenores y circunstancias de algo.
[40] Multitud confusa y desordenada.
[41] Oficial inferior de justicia que se encargaba de prender a los delincuentes.
[42] Tira de cuero o vaqueta con que el verdugo azotaba a los delincuentes.
[43] Ausentarse impensadamente, de ordinario por huir de un riesgo o compromiso.
[44] Tierra que se levanta como un cerro, menos elevada que el monte.
[45] Par Dios, fórmula de juramento.
[46] Contestaciones, debates, altercaciones, réplicas entre dos o más personas.
[47] Sanes: Plural de "san", usado solo en las interjecciones de enfado desusadas "¡por vida de sanes!" y "¡voto a sanes!".
[50] Lugar donde se recoge de noche el ganado y se albergan los pastores.
[51] Porción de ganado mayor o menor.
[53] En los conventos de religiosos, el que siendo profeso, no tiene opción a las sagradas órdenes
[55] Dicho de una persona: Nacida de negro e india, o de indio y negra.
[56] Parte delantera o trasera que une los dos brazos longitudinales del fuste de una silla de montar.
[57] Arma de fuego portátil, antigua, semejante al fusil, que se disparaba prendiendo la pólvora del tiro mediante una mecha móvil incorporada a ella.
[58] Planta herbácea anual, de la familia de las papilionáceas, de raíz larga y recia, vástagos de 60 a 80 cm de altura, hojas compuestas de otras ovaladas y aserradas por su margen, flores azules en espiga, y por fruto una vaina en espiral con simientes amarillas en forma de riñón, y que abunda en los sembrados.
[59] Soroche: mal de montaña.
[60] Mamífero camélido del tamaño del macho cabrío, al cual se asemeja en la configuración general, pero con cuello más largo y erguido, cabeza más redonda y sin cuernos, orejas puntiagudas y derechas y piernas muy largas, que tiene un pelaje largo y finísimo de color amarillento rojizo, y vive salvaje en manadas en los Andes del Perú y de Bolivia.
[61] Cabaña de América, hecha de madera y ramas, cañas o pajas y sin más respiradero que la puerta.
[62] Herida que hace el sangrador en la vena.
[63] Cada una de las llanuras extensas de América del Sur que no tienen vegetación arbórea.
[64] Instrumento con el que se horada el cráneo u otro hueso.
[65] Paroxismo: exacerbación de una enfermedad.
[66] Con emulación y competencia.
[67] Alerta, en actitud vigilante.
[68] Preparados para hacer algo.
[71] Contingencia o azar a que se fía el resultado de alguna empresa.
[72] Hombre sin habilidad ni ocupación.
[74] Emitir sonidos que expresan dolor, pena o placer sexual.
[75] Recipiente grande de barro o metal, principalmente en forma de cántaro, que sirve para transportar, contener o medir líquidos.
[76] Muchacho que sirve a los labradores para llevar o traer recados a los mozos del campo.
[77] Legado de un testamento.