Balada en prosa.
Donde juntan sus murmullos Guadamatilla y Zújar hay un llano rodeado de montañas. En el llano descuella una población; en una de las montañas se destaca sobre el azul del cielo un elevado castillo.
Aparece el castillo, cuando el sol se hunde en el golfo de líquida púrpura del ocaso, como un gigante formidable, aunque mutilado.
Mil varas de extensión ocupa aun hoy su muro de fuerte cantería; veinticuatro cubos lo guarnecen; defiéndele un castillo con ocho torres y un foso de treinta pies de anchura.
D. Gutierre de Sotomayor era dueño de la villa que dominaba la fortaleza. La villa mereció ser erigida en condado: el alcázar era la residencia habitual de sus condes.
Un nieto del maestre, D. Juan se llamaba, gozaba espléndidamente el condado establecido en su magnífico castillo. Era, aunque buen cristiano, de genio alegre y bullicioso, inclinado al juego, al galanteo, a los placeres propios de la gente moza.
Su madre doña Elvira de Zúñiga, dama juiciosa y timorata, le veía con disgusto hacer vida de soldado. Cuando el joven caballero se ausentaba del castillo para servir a los reyes en su corte y en sus guerras contra los moros, ella pasaba los días y las noches orando.
El conde, generoso y bien nacido, por agradar a su madre se iba poco a poco retirando del tráfago y bullicio de la carrera de las armas, y para no adormecerse en un ocio estéril se dio a la montería, ejercicio muy propio de los nobles de aquellos tiempos.
Salió de caza un día, y al fin de una calurosa siesta hirió a un venado. Acuden los monteros, el animal que parecía muerto salta un barranco, y cae al lado opuesto como rendido. Los monteros le persiguen, y el venado se lanza de nuevo a la carrera, y ligero como el viento traspone una loma.
Salva luego otra quiebra, luego otro collado, luego un torrente, luego, se oculta en un enmarañado bosque, y así de trecho en trecho los va burlando, llevándolos muy lejos del punto donde los espera el conde.
Ya el sol traspone la vecina sierra: la sombra va invadiendo la montaña. Se acerca la hora en que los árboles se engrandecen y sus ramajes dibujan fantásticos perfiles.
El conde está solo: la trompa de caza suena todavía muy lejos, el ladrido de las traíllas apenas se percibe. Dirígese lentamente hacia su castillo, y a poco rato advierte que le sigue a cierta distancia un hombre por la vera del monte. Era el hombre alto y amulatado, andaba muy ligero: cerca del conde se mantuvo largo trecho.
—Pasad adelante o quedaos atrás, le dijo este, viéndole ya muy junto a su caballo.
— Deseo tratar en secreto con su señoría, respondióle el desconocido, un negocio, de grande importancia.
— Quedaos atrás, replicó el caballero, y en llegando al castillo podremos hablar despacio. Y metió espuelas al caballo.
Llegó a su castillo, bajáronle el puente: tras él entró el desconocido. El hombre alto y moreno pidió al conde permiso para hablarle sin testigos.
El conde de Belalcázar despidió a sus criados presentes, y quedaron los dos solos.
Había en el salón dos velas encendidas, porque ya iba cerrando la noche: tendió el brazo el forastero, y las apagó, y bastaron su rostro de ascua y sus ojos de azuladas llamas para dar luz al aposento.
Lo que entre los dos allí pasó, no se sabe. El efecto sí; y fue, que el conde de Belalcázar, D. Juan de Sotomayor, siendo mozo mimado por la fortuna, renunció el condado en su hermano D. Gutierre, y dejando el mundo se hizo religioso.
La misma tierra que había sido teatro de su alegre mocedad, le vio, siendo Fr. Juan de la Puebla, vestido de franciscano ejercitarse en los oficios más viles y penosos.
Editado por María José Alonso Seoane
FUENTE
Madrazo, Pedro. “Balada en prosa. El conde de Belalcázar”, Semanario Pintoresco Español, 1856, 5 [03/02/1856], pp. 33-34.