DON MIGUEL DE MAÑARA
(CUENTO TRADICIONAL)
I.
LA CALLE DEL ATAÚD[1]
La calle del Ataúd, situada en una de las extremidades de Sevilla, ha sido por largo tiempo el teatro de infinitas tradiciones populares, nacidas, ora de su posición topográfica, ora del origen de su extraño nombre, ora de su singular aspecto melancólico y sombrío. Perteneciente al antiguo departamento de la Aljama[2] o Judería, fue por algunos años el estrecho círculo a que tuvo que reducirse la desgraciada raza hebrea, tan inhumanamente perseguida por los mismos que no hacía mucho habían recibido de ella su civilización y su cultura.
Según consta de un antiguo manuscrito, copiado de otro que poseía D. Juan Suárez de Mendoza[3], estrechados los judíos y bárbaramente perseguidos por los cristianos, formaron junta los más poderosos de Sevilla, Carmona, Utrera y otros puntos de Andalucía, con el objeto de alistar gente a su partido y oponer alguna resistencia a los continuos excesos de que eran inocentes víctimas. Susona, hija del caudillo de los hebreos, y célebre por su hermosura y seductoras gracias, tuvo el vil atrevimiento de acusar a su padre de jefe de la conspiración que se tramaba: “por lo cual prendieron a los que la componían, según dice el citado manuscrito, cuyas causas sustanciadas les impusieron las penas que les correspondían; y cuando llevaron a quemar a Susón, le iba arrastrando la soga con que le llevaban amarrado, y como él presumía de gracioso, dijo a uno que iba allí: "Alzadme esa toca, tunecí[4]”.
Arrepentida la hermosa Susona de la vida licenciosa que hasta entonces había llevado, y de la horrorosa muerte de su padre, a la que de una manera tan directa había contribuido, determinó retirarse al claustro siguiendo los sanos consejos del obispo D. Reinaldo de Romero. Muy poco duró esta abnegación religiosa, volviendo en breve a sus antiguas liviandades, y a seguir en la senda de la prostitución y los vicios que de antemano se trazara, hasta llegará tal miseria que vino a ser amiga de un especiero, valiéndonos de las palabras del referido manuscrito.
Muerta la hija del malhadado jefe de la conspiración judía, fue depositada su calavera, según dejó encargado en su testamento, en la misma calle donde había llevado una vida tan disipada, imponiéndosele desde entonces el nombre de calle del Ataúd.
Con precedentes tan extraños y de tan mal agüero, según las preocupaciones reinantes en el siglo XVII, fácil es adivinar el misterioso respeto de nuestros abuelos hacia tales sitios. Quién pretendería ver alzarse terribles fantasmas por donde quiera; cuál otro aseguraría haber oído en el silencio de la noche los espantosos chillidos de un ejército de brujas cabalgando sobre palos y celebrando sus orgias.
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Sin embargo, en las altas horas de una de las crudas noches de invierno, un hombre atravesaba rápidamente la oscura y tortuosa calle del Ataúd. Ni el viento que silbaba espantosamente, ni la lluvia que descendía a mares, eran bastantes a interrumpir la marcha de aquel hombre que continuaba presuroso su camino. ¿Sería tal vez una sombra que, aprovechando la oscuridad de la noche, se levantaba de su tumba a vengar algún crimen sobre la tierra? ¿O acaso algún ánima en pena que venía a este mundo a implorar sufragios de los hombres?
Nada menos que eso. Aunque ni una estrella ni un débil rayo de luz enviaba el cielo para distinguir a aquel hombre, sus pisadas se sentían claramente, escuchábase el sonido de su espada, y el ruido que hacía el viento al rozar la ligera capa que le cubría hasta los ojos. Tan extraña visión, en el sitio y en la época a que nos referimos, hubiera puesto pavor en el corazón más valeroso.
Apenas el incógnito personaje hubo llegado a una de las casas de más rara apariencia de aquella calle casi intransitable, dio un fuerte puntapié en la pequeña puerta, y meciéndose esta algunos instantes sobre sus enmohecidos gonces, dejó franca entrada al desconocido caballero.
—¿Quién va? preguntó una voz cascada y balbuciente que salía de aquella habitación cenagosa y casi subterránea.
Ni una palabra contestó aquél a tan natural pregunta.
Una luz empezó a divisarse en el fondo de la casa, apareciendo enseguida una asquerosa vieja con un mugriento candil en la mano, que alumbraba débilmente el largo y estrecho callejón que los separaba.
—¿Quién va? volvió a preguntar con voz más agitada.
—¡Buenas noches, linda Susona! le dijo el desconocido, con acento sonoro y varonil, añadiendo una ruidosa carcajada.
La buena mujer retrocedió algunos pasos, pero repuesta algún tanto de su sorpresa, dijo:
—Decidme quién sois, ¡voto al diablo!
Pronunció estas palabras con voz tan firme y de una manera tan formal, que su interlocutor no pudo menos de prorrumpir en otra carcajada. Esto la irritó tanto, que dando una fuerte patada en el suelo, hizo saltar el fango de aquel sucio pavimento.
—¿No me conocéis, maldita vieja? Soy... vuestro querido... hermosa Susona, añadió el caballero con voz afectada y repitiendo su habitual sonrisa.
Luego que se acercó el desconocido y se hubo desembozado, exclamó la vieja llena de gozo:
—¡Vos por aquí y a estas horas cuando tan oscura y tempestuosa está la noche!
—Ya lo veis. Esto me acredita de vuestro más fiel parroquiano. He prometido no faltar ni una noche siquiera. ¡Qué queréis! He tenido la desgracia de comprender el mundo al revés que los demás hombres. Cuando ellos descansan, yo quiero gozar; cuando ellos temen a los truenos y los rayos, yo desafío a las iras celestiales; cuando ellos se horrorizarían de atravesar esta calle, yo vengo a insultar esos fantasmas, y me río de esa asquerosa calavera —y pronunció el nombre de Susona.
—¡Basta, amigo mío! eso es lo que no os perdonaré nunca, el que me llaméis con el nombre de la judía. Si vierais, me horroriza el oírlo pronunciar, solo por esos cuentos tan terribles que referían mis abuelos.
—Pues yo pienso por el contrario: os llamo con el nombre de Susona, porque siendo fama que era tan hermosa, la verdad, os agradecería veros convertida en la famosa judía, aunque fuera cosa de un momento.
La vieja contestó con un extraño visaje, manifestando el disgusto que la causaba esta conversación.
Mientras tanto que tuvo lugar este corto diálogo, ambos interlocutores se habían dirigido a una mezquina habitación, situada en el fondo de aquella oscura mazmorra que, si bien podía estar dedicada a cualquiera otra clase de comercio, a primera vista solo parecía una miserable taberna. Unas cuantas mesas colocadas en desorden, una porción de sillas en tropel, y un viejo mostrador coronado de jarros de licores, que servía de barrera al trono que habitualmente ocupaba la soberana del castillo, eran todos los muebles que constituían aquel establecimiento, erigido a la memoria del dios Baco.
—Con que decidme, hermosa Susona...
—¡Caballero! exclamó la mujer, interrumpiéndole nuevamente irritada, por Dios os pido que no pronunciéis más ese nombre.
—¡Por los diablos, os ruego, maldita vieja, que dejéis a un lado vuestros escrúpulos! Pero os quería preguntar si estamos solos en esta casa.
—Mucho siento que vuestros amigos, es decir, los míos, no hayan concurrido a celebrar vuestra diaria orgía. ¡Está la noche horrorosa! ¿No oís la tormenta y el agua que cae a torrentes?
—No hayáis miedo, buena mujer. Pero decidme, ¿estáis enteramente sola? —añadió el caballero con una expresión bastante significativa.
—Ya os comprendo.
—Basta. En esta habitación inmediata os espero, dijo el nuevo huésped, abriendo una puerta que daba paso a una pequeña sala en donde tomó asiento.
—Seréis servido como deseáis, caballero, contestó la vieja, añadiendo una ridícula cortesía.
II.
LA SORPRESA
El personaje de que hasta ahora nos hemos ocupado era el joven D. Miguel de Mañara, de una de las mejores familias de Sevilla, y heredero de una gran fortuna. Pero ¿cuál sería el objeto de sus nocturnas visitas a la taberna de la calle del Ataúd? Habiendo recibido una educación brillante, y dotado de un talento poco común, pudo sacudir el ominoso yugo de las preocupaciones de su época, hasta el extremo de haberse creado preocupaciones nuevas, tanto más graves cuanto que no estaban en armonía con las de su tiempo. Despreciando los consejos de sus amigos, perdió el respeto a sus semejantes, emancipándose, por decirlo así, de la sociedad, y entregándose a sus caprichos. Convencido de que encenagado en los vicios se hace menos aciaga nuestra efímera existencia, lanzóse a rienda suelta en la senda de la prostitución, cometiendo toda clase de excesos, hasta llegar a hacerse proverbial su extraordinaria conducta. Sus riquezas, modales finísimos y arrogante figura le habían hecho el ídolo del bello sexo, al cual subyugó bien pronto al soberbio carro de sus triunfos. Ni Dios ni ley eran bastantes a poner freno al joven disoluto. Un día que burlara a una dama, que matara en duelo a un esposo, y que gozara del estruendo y algazara de un festín, constituía indudablemente uno de los más felices de su vida.
Tal era la extraña conducta de nuestro héroe.
Algunos momentos se habían pasado, cuando volvió la vieja ama de la casa al cuarto de D. Miguel a servirle una botella de exquisito vino. Un instante después, una joven encantadora se presentó ante la vista de Mañara, afectando una sorpresa agradable por tan feliz encuentro. La frescura de su tez, sus maneras francas y sus gracias seductoras, armonizaban perfectamente con sus años juveniles.
—Buenas noches, D. Miguel, dijo la graciosa criatura.
—¡Tomad, hermosa Gitanilla[5], y brindemos por la tormenta! fue la única contestación de Mañara, alargando una copa de vino a la recién llegada.
— ¡Sois el más atrevido calavera[6] que he conocido! ¿Ni aun respetáis el furor del cielo para excusar vuestras aventuras, cuando la ira de Dios parece más exaltada?
—¿Qué os importa? Ahora mismo, estando a vuestro lado, desafiaría gustoso a los rayos celestiales.
—¡Por Dios, no digáis eso!
—Os amo tanto, que sería imposible pasar una sola noche sin haceros una visita! ¿Qué es eso, no lo creéis?
—¿Lo dudáis acaso, D. Miguel? Mi existencia os la debo, mis alhajas, cuanto poseo es debido, si no a vuestro amor, al menos a vuestra generosidad... ¿Pero no oís el viento que azota esos cristales y parece querer arrastrarlo todo en su velocidad? ¡Qué oscura y tenebrosa está la noche!
—Eso quiere decir que no será posible retirarme, y que podréis disponer de un nuevo huésped; porque os aseguro que más que nunca me interesáis esta noche.
—¿Es posible?... Acaso muy pronto llegará mi esposo...
—Vuestro esposo... ¡Qué horror! ¿Y llamáis así a un hombre a quien no os une otro vínculo que una ligera amistad tan solo en su provecho?
En este momento dos hombres de muy mala catadura habían entrado en la taberna, sin ser vistos más que por el ama de la casa. Tomaron asiento en la primera habitación, donde fueron servidos con un buen jarro de vino.
—¿Ha venido el querido de la Gitanilla? dijo uno de ellos, dirigiéndose a la tabernera.
—No señor, contestó esta secamente.
—¡Rayo! -dijo el mismo hablando con su compañero. ¡Qué noche!
—Tanto mejor para nuestra aventura, contestó el otro.
—¿Estáis enteramente en los pormenores del plan?
—Si; él viene infaliblemente todas las noches ¿eh?
—No acostumbra a faltar jamás.
—¿Y el golpe será aquí mismo?
—Veremos. El querido de la Gitanilla llegará ya pronto, y él es nuestro jefe por esta noche.
—¿Sabéis lo que me ha ocurrido acerca del joven que esperamos?
—Decid.
—Que bien puede faltar hoy a sus nocturnas excursiones, con motivo de esa lluvia tan abundante; o, tal vez, cuando esto no suceda, no traernos preparado el rico botín que deseamos.
— No lo creo: es un joven poderoso y despilfarrador, que por donde quiera va derramando el oro, y haciendo alarde de sus magníficas alhajas.
Este diálogo fue seguido en voz baja y de una manera misteriosa.
Poco después llegó un tercero a la misma habitación: era el querido de la Gitanilla. En el instante en que se conocieron brilló un rayo de alegría en los semblantes de aquellos ridículos personajes.
— Señores, ¿ha llegado nuestra victima? preguntó el recién llegado con una sonrisa amarga.
— Hace poco tiempo que hemos venido, y desde entonces nadie ha entrado, contestó uno de ellos.
Entre tanto que esto tenía lugar, D. Miguel y la Gitanilla, que ignoraban la escena que pasaba en la habitación contigua, casi embriagados ya, se entregaban a requebrarse mutuamente. Cuando Mañara hubo alcanzado la hospitalidad que deseaba, gritó lleno de gozo:
— ¡Vieja Susona! traed más vino; y dando un fuerte porrazo sobre la mesa, rompe los vasos que acababan de servirle.
A tan extraño ruido se sorprendieron los tres hombres que ocupaban la pieza inmediata. El querido de la Gitanilla, no pudiendo contener el placer que experimentaba, exclamó alborozado:
— ¡Albricias, amigos míos, él es! Ese cuya voz hemos oído es el corderito que vamos a devorar: veamos si está solo.
Ajeno D. Miguel de Mañara de ser el objeto de las siniestras intenciones de aquellos hombres desalmados, solo pensaba en aquel momento en lo que él llamaba su felicidad.
— ¡Hermosa mía, esta es para mí una noche deliciosa! decía a la seductora Gitanilla que, sintiendo ya los mágicos efectos del vino, mientras sus mejillas se coloraban por el más precioso carmín, y sus ojos bañados de un líquido trasparente estaban fijos e inmóviles en D. Miguel, apretaba con un movimiento convulsivo entre sus cariñosas manos las de aquel arrogante joven.
No pudiendo Mañara resistir impasible tan interesante perspectiva, arrimó sus labios a los de la graciosa Gitanilla, y abrazando maquinalmente su delgadísima cintura, parecía querer beber hasta el último aliento de aquella encantadora y voluptuosa criatura.
Un fuerte golpe descargado sobre uno de sus hombros fue lo único que pudo sacarle de su dulce arrobamiento.
Volvióse D. Miguel rápidamente, y se halló en su presencia con el de más feroz aspecto de aquellos tres hombres.
— ¡Qué atrevimiento, voto al diablo! ¿No sabéis, caballero, que esa mujer me pertenece? -dijo el querido de la Gitanilla. Fueron pronunciadas estas palabras con tanta frialdad, que desde luego dejaron entrever las intenciones del que las profería, que eran solo de aprovechar esta feliz coyuntura para mover una quimera con Mañara, y llevar a cabo sus fatales proyectos.
Púsose en pie D. Miguel, y sin contestar palabra, sacudió tan tremendo bofetón a su contrario, que hízole guardar la distancia que naturalmente existía entre ambas personas.
Viéndose D. Miguel bruscamente acometido por aquellos tres hombres, desenvainó su espada deseoso de pagarles bien cara su intentona; pero sentía Mañara muy embriagado su cerebro para sustentar aquella lucha. Los gritos de la vieja y de la Gitanilla, y las blasfemias de aquellos hombres sedientos de oro, alternaban con los fuertes golpes que de una y otra parte se repartían. D. Miguel llevaba precisamente lo peor de la pelea, por la desigualdad de las fuerzas; empero, su valor y osadía hasta entonces jamás desmentidos, suplían en gran parte la escasez respectiva de aquellas. Por una sagacidad combinada de antemano, fueron los bandidos retrocediendo paso a paso, hasta que con tan baja artería consiguieron sacar a la calle a su desgraciada víctima.
La Gitanilla privada enteramente de sentido y, atropellada la tabernera en el furor de la lucha, no pudieron seguir a los infames que, fuera ya de la mezquina casa, acometieron con más osadía al atrevido joven, que sin contar entonces con todas las fuerzas de que podía disponer, se defendía valerosamente. La calle del Ataúd presentaba el aspecto más aterrador y sombrío: mientras el agua descendía a torrentes y el viento zumbaba de una manera espantosa, un relámpago vino a disipar aquella densa oscuridad, iluminando tan encarnizado cuadro. Una fuerte cuchillada sacudida en la cabeza del mancebo, privándole completamente de sentido, hízole exclamar con voz casi exánime y balbuciente:
—¡Infames, me habéis muerto!
— ¡No hayas miedo, Mañara, que estás dentro del Ataúd! contestó una voz gruesa e imponente, añadiendo una horrible carcajada.
Los bandidos, luego que saquearon al desgraciado joven, desaparecieron precipitadamente. Todo quedó en un profundo silencio. Un nuevo relámpago vino a iluminar aquella tranquila y horrorosa escena. Solo se vio el cuerpo del infeliz mancebo sumergido en un lodazal inmundo y revolcándose entre la espuma de su propia sangre.
III
EL ENTIERRO.
Algunos momentos después de la catástrofe que acabamos de referir, un prolongado suspiro exhalado de lo más hondo del pecho daba claros indicios de que D. Miguel tornaba a la razón perdida. Entonces intentó levantarse a duras penas; pero el estado de excesiva embriaguez que embargaba sus sentidos, la extraordinaria conmoción que su cerebro había experimentado, y la gran cantidad de sangre que manaba de su herida, no le permitían hacerlo con entera libertad. Cuando trabajosamente se hubo levantado, y apoyado en la pared dirigió una mirada entorno suyo, como queriendo recordar lo que acababa de suceder; pero todo fue en vano. En estas ocasiones de fuertes sacudimientos cerebrales, difícilmente puede retrogradar la memoria ni aún al último suceso. Así es que, ajeno de lo que le había pasado, contentóse con tocar su cuerpo, y al ver el mal estado en que se hallaba, sintióse apoderado del miedo por la primera vez en su vida, y un frio glacial corrió por sus miembros en un instante. Un trueno espantoso se escuchó en aquel momento, y un rayo de luz vino a alumbrar claramente la fatídica calle del Ataúd. A tan sombrío cuadro, mil dolorosos recuerdos asaltaron la imaginación de D. Miguel, que ciego de ira llevó las manos á los ojos y lanzó un grito de furor, sintiendo de nuevo desfallecerse sus sentidos.
Hay ocasiones en esta vida en que el hombre más desmoralizado y de corazón más empedernido se halla dispuesto a recibir las dulces emociones que proporcionan los sublimes recuerdos de nuestra religión santa. Cuando el más perverso y encenagado en los vicios llega a ver el mundo por el prisma de la realidad, su alma elevándose en intuitivas meditaciones y asombrada ante el horroroso aspecto de la disolución, huye veloz de ella y busca ansioso la paz de los bienaventurados.
Tal era el período transitivo que realmente estaba próximo a atravesar el desgraciado joven D. Miguel de Mañara, cuando un lúgubre campaneo vino a herir melancólicamente sus oídos. Un sobrecogimiento religioso se apoderó de él en aquel momento, disipando el terror que al mismo tiempo podía causarle una luz fuerte que vio aparecer pausadamente por una de las extremidades de la calle. Esperando obtener el amparo de alguna persona en medio de su lastimoso estado se dirigía, aunque con trabajo hacia el lugar en que divisaba aquel resplandor que veía aumentarse sucesivamente, acompañado de un agradable murmullo que le traía el viento. Pero, ¡cuál fue su sorpresa al ver multitud de luces que formando dos largas hileras guardaban exacta simetría, ocupan de del uno al otro lado de la calle! Mañara tenía suficiente valor y despreocupación para no creer en brujas ni fantasmas; pero no pudo menos de retroceder algunos pasos casi involuntariamente. Al mismo tiempo observó que todas las campanas de la ciudad empezaron a tocar a muerto, formando una lúgubre armonía que puso miedo en su corazón. En vista de aquel fúnebre acompañamiento, conduciendo en medio un féretro, y de los ritos que la Iglesia consagra a los que mueren. Juzgó que sería algún entierro lo que se le había aparecido.
D. Miguel quedó mudo de espanto y como petrificado: dudó si sería todo un sueño, o efecto acaso de su embriaguez, determinándose finalmente a esperar el desenlace de aquella escena.
—Un entierro... se decía a sí mismo, a estas horas... y en esta calle... esto... ¡por Dios, que es misterioso!... en fin... veremos! — Al primero de los de la comitiva preguntó de esta manera:
—Buen hombre, ¿sabéis quién es el muerto?
—D. Miguel de Mañara, contestó el acompañante.
—Mientes, bribón -díjole enfurecido, y sintiendo el mal estado en que se hallaba por no poderle pagar bien cara una broma tan pesada y de tan mal gusto, en su concepto.
Deseoso Mañara de tener conocimiento de aquello, no titubeó en preguntar a otro por segunda vez:
—Amigo, ¿queréis decirme el nombre del que llevan a enterrar?
—El joven atolondrado D. Miguel de Mañara, a quien más que yo conocéis.
Fue pronunciada esta contestación con un acento tan expresivo que, altamente irritado D. Miguel, lanzóse sobre el que de tal modo se la diera, el cual escapando súbitamente le dejó burlado. Quiso Mañara echar mano a su espada, sin acordarse de que la había perdido en la refriega; pero un poder misterioso parecía detenerle: un movimiento convulsivo se apoderó de él en aquel momento. Sin embargo, no quiso dejar de preguntar por tercera vez.
— Padre mío, dijo humildemente a uno de los que iban al lado del féretro, si es posible que me lo digáis, quisiera saber el nombre de ese desgraciado.
El sacerdote se dirigió atentamente a D. Miguel, y con voz solemne le dijo:
—¡Caballero Mañara, sois vos mismo! acercaos y lo veréis.
Con la velocidad del rayo se lanzó D. Miguel en medio de los de la comitiva; fijó los ojos en el cadáver con tal expresión que parecía quererlo devorar con su vista. De repente, se inyectaron sus ojos, adquiriendo una expresión feroz; sus labios cárdenos se agitaron convulsivamente; sus mandíbulas chocaron de una manera espantosa; sus cabellos se erizaron, flaquearon sus piernas y, como en un acceso de delirio exclamó con voz atronadora:
— ¡Dios mío, qué veo!... ¡Mi imagen!... ¡Yo mismo...! ¡Socorro!... ¡Dios mío!... ¡¡¡Perdonadme!!!...
Apenas acabó de pronunciar estas palabras, lanzó un grito horroroso y cayó sobre el cadáver.
IV.
LA CONVERSIÓN
Pasado algún tiempo de esta visión extraordinaria, y desengañado D. Miguel de la pompa y de las vanidades del mundo, consagró los restantes años de su vida al ejercicio de la virtud más austera, cediendo sus riquezas para la fundación del Hospital de la Caridad, que hoy existe en Sevilla, en cuyo benéfico establecimiento hizo una vida ejemplar, dedicándose él mismo a los actos de piedad y misericordia para con sus semejantes, por lo cual ha conseguido dejar para siempre eternizada su memoria.
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Algunos años después tuvieron un día de luto todos los que habitaban aquel piadoso establecimiento. En una de las principales enfermerías se hallaba el cadáver de un hombre, perverso y orgulloso en otro tiempo, y que acababa de morir como modelo de virtud y mansedumbre. A su lado se encontraba una de esas caritativas mujeres que, vistiendo el tosco sayal, se dedicaban a cuidar de sus hermanos en el lecho del dolor. Arrodillada al lado de aquel cuerpo inanimado, y dirigida al cielo en religiosa plegaria, parecía elevar sus fervientes votos por la salvación de aquel hombre. La virtuosa criatura que esto hacia era la Gitanilla, que derramaba abundoso lloro sobre el frío cadáver de su buen amigo y protector D. Miguel de Mañara.
José GUTIERREZ DE LA VEGA.
Editado por María José Alonso Seoane
FUENTE
José Gutiérrez de la Vega “Don Miguel de Mañara. Cuento tradicional”, Semanario Pintoresco Español, nº 52 [28/12/1851]
NOTAS
[1] La calle del Ataúd, en la Judería, desapareció en 1833; su rótulo se colocó en un patio del Hospital de la Caridad. http://leyendasdesevilla.blogspot.com.es/2011/03/la-leyenda-de-don-miguel-manara-y-el.html
[2] Diccionario de la Real Academia: Aljama 4. f. Barrio donde vivía la comunidad judía.
[3] Todo el fragmento correspondiente al antiguo manuscrito está tomado de la Relación histórica de la Judería de Sevilla, de J. M. Montero de Espinosa [1820] de la que hay edición próxima a leyenda de Gutiérrez de la Vega (Sevilla, Imprenta de Gómez, 1849). Juan Suárez de Mendoza fue Oidor de la Casa de Contratación en Sevilla.
[4] Diccionario de la lengua española, RAE: tunecí: 1. adj. tunecino. Apl. a pers., u. t. c. s.
[5] La gitanilla es el título de una de las novelas cortas de Cervantes, a quien Gutiérrez de la Vega parece querer homenajear dando este nombre a su personaje.
[6] Diccionario de la lengua española, RAE: calavera: 5. m. Hombre disipado, juerguista e irresponsable. U. t. c. adj.