La mensajera de la muerte
Con la palidez y las lágrimas en el rostro, y con el dolor y la amargura en el corazón, una dama de negras vestiduras, cabalgando en brioso cordel y seguida de un joven escudero, más bien volaba que corría por el camino que, desde las tierras castellanas, conducían a la ciudad Mindoniense, último asilo en aquel tiempo de las franquicias populares.
Parecía la dama un fantasma de oscura niebla, arrebatado en alas de la tempestad, o un espectro que, huyendo de la tumba, fuese agitando en el viento los negros girones de una túnica mortuoria. Los pliegues del vestido que estremecía el aire, la enlutada toca desprendida de las sienes, los cabellos en desorden y la velocidad de la carrera, todo contribuía a dar a aquella mujer el aspecto de una aparición fúnebre.
Por otra parte, la naturaleza, cual llorosa viuda del amor, reclinada sobre un lecho de flores marchitas, pretendía dormitar entre las lágrimas del rocío y los menudos copos de nieve de una triste mañana de invierno.
Los árboles, desprovistos de sus hojas, como los corazones —214— secos, desprovistos de la ilusión y de la esperanza; un sol naciente, tímido y medio oculto entre densos nubarrones, cual el pensamiento de un agonizante luchando con el último crepúsculo de la vida; los campos exentos de vigor y lozanía como los desiertos de arena sin yerbas y sin rosas; una montaña escabrosa y un castillo medio derruido y teñido todavía con la sangre del reciente combate, formaban los melancólicos detalles de un cuadro de dolor, en el que se destacaba majestuosamente la figura de aquella dama negra, cual en un cielo aplomado y oscuro se destaca el negro vapor de la tempestuosa nube.
Era el 17 de diciembre de 1483, y, como si en aquel día funesto la enlutada dama tuviese que convertirse en genio de la tempestad, volaba arrastrada por el brioso corcel que, con su carrera, parecía desafiar la velocidad del rayo y de los huracanes.
Más, al pasar cerca de una miserable choza de pastores, un labrador que esperaba a la dama negra, la preguntó con ansiedad:
— ¿Qué traéis?...
— ¡El perdón!... contestó sin detenerse aquella mujer.
— ¡Corred, señora, que salváis las libertades de la patria!...
Y después, más lejos, se oyó la voz de otro campesino que gritaba así:
— ¡Corred, señora, que salváis la independencia de Galicia!....
II
Y el corcel continuaba su vertiginosa carrera…
Entonces, el escudero, rendido de fatiga y que ya apenas podía contener su desbocado alazán dijo con entrecortada frase:
—Se nos persigue, o alguien quiere adelantarnos en el camino… Mirad a la derecha.
La dama volvió la cabeza en la dirección indicada por el pajecillo y, en efecto, vio que un hombre iba trepando ágilmente por un escabroso sendero, con el ánimo de ocupar cuanto más antes la cima de una montaña. —215—
— Ese hombre es un espía, o un traidor… Lleguemos al mismo tiempo que él a la cumbre y reconozcámosle.
Y en pocos minutos la señora y el paje subieron a la altura, en el instante que el desconocido viajero acababa de aparecer entre las rocas y matorrales que se hallaban a la orilla del camino.
Apenas la dama negra lanzó una mirada sobre aquel hombre, exclamó con mal reprimido enojo y deteniéndose un corto intervalo.
¡Alonso Yáñez!.[1].. ¡Alonso Yáñez!... En vuestro mismo domicilio de Castro de Oro, se entregó al verdugo la mejor cabeza de Galicia, y aun os atrevéis a poneros en mi presencia!!... ¡Atrás el miserable que no tuvo sangre en las venas para derramarla en defensa de su honra y de su señor!!...
— No soy yo lo que decís, contestó el desconocido.
Y aquella mujer, agitando un látigo en la mano, cruzó con él la cara del viajero, el cual, lanzando un grito de dolor, cayó de espaldas sobre los abrojos del monte.
Después la dama negra siguió su rápida carrera, como si fuese tan misteriosa enlutada un genio de los aires que volase en alas de un torbellino, o una paloma mensajera que al término de un prolongado viaje fuese a caer muerta de fatiga, al pie del viejo torreón en donde se hallase oculto el nido de sus primeros amores y de su última esperanza!!
III
Ya se divisaban las elevadas torres de la ciudad Mindoniense, y la dama y su escudero no cesaban de galopar, cuando he aquí que en medio del camino y bastante próximos a la población, vieron algunos hombres con trajes talares, que parecían intentar cortar el paso a los expedicionarios.
— ¿Qué gentes son aquellas? preguntó la dama.
— Son sacerdotes… son canónigos de Mondoñedo que vendrán a pasearse, contestó el pajecillo.
— ¡Alto!... ¡deteneos! gritaron los clérigos a una voz.
—Mirad lo que hacéis… Vais a atropellar a los ministros de la Iglesia. —216—
—De mi carrera pende la libertad de mi patria.
—Y de nuestras vidas la religión y el trono.
—No os extralimitéis de vuestras atribuciones y os respetaré.
Encabritáronse los caballos, estrechados por aquellas gentes, y se detuvieron con impaciencia.
— ¿Qué exigís de mí?... interrogó la enlutada.
— ¿Sois vos la esposa del Mariscal? dijo uno de los canónigos.
—Sí, lo soy.
— ¿Hallaríais tal vez un correo que dice trae un pliego del rey, perdonando al vida a los mismos caudillos que han sembrado la cizaña en la nación?...
—Miente quien tal habla. Ni mi esposo ni mi hijo, condenados hoy a muerte, han hecho otra cosa que defender la honra de Galicia. Ese correo por que preguntáis soy yo misma. El rey me ha dado un mensaje y este papel para arrancar dos víctimas inocentes de la mano del verdugo.
Y la dama presentó un pliego a los circunstantes.
— Mucha confianza os inspira vuestra causa, y debierais de tener presente —replicó el clérigo—que vuestro esposo después de tiranizar al pueblo como lo hicieron el conde de Andrade, el de Altamira y Sánchez de Ulloa, y después de correr el riesgo en las luchas, unas veces por doña Isabel y otras por la Beltraneja, se valió de los hermandinos, para sembrar el terror en esta comarca.
—Sí; pero una vez sofocadas tantas revueltas, supo sostener él solo con energía, durante tres años, el pendón de la ley y de la nacionalidad galaica; y ni los ataques de Ladrón de Guevara en Vivero, ni la demolición de baluartes y castillos, pudieran abatir su entereza y dar lugar a que se le condenara a muerte en Santiago, si el bastardo de Mudarra no acudiese al soborno y no tomase por traición la fortaleza de Frouseira para prender más tarde al mariscal en la casa de Alonso Yáñez… pero observo, señores canónigos, que habéis intentado distraerme de mi cometido… ¡Abridme paso!...
—Esperad un solo momento…
— ¡Atrás!... ¡Atrás!...
Y aguijoneando los caballos, la señora y su escudero iban a lanzarse a la carrera, cuando en las torres de la ciudad doblaron las campanas con un toque de agonía.
El rostro de aquella mujer se cubrió de la palidez de la muerte —217—y dejando escapar del pecho un gemino e dolor, exclamó.
—¡¡Dios mío!!... Esas campanas me anuncian la proximidad del suplicio ¡!... Canónigos de Mondoñedo… ¡¡Me habéis herido en lo más profundo del alma!!...
Y atropellando con el corcel cuanto a su paso se opuso, la dama negra aterrorizada, triste como un cadáver, con los ojos ensangrentados y un pliego en la mano, echó a correr gritando como una loca:
—¡¡El perdón!!... ¡¡El perdón!!...
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Mientras tanto las campanas doblaban pausadamente el toque de los moribundos.
La dama llegó a la ciudad atravesó a galope sus calles silenciosas y, con la velocidad del rayo, corrió hacia el sitio en donde un mar de cabezas humanas rodeaba las gradas de un patíbulo.
Una exclamación horrible de la multitud acogió la presencia de la enlutada.
—¡¡El perdón!!... ¡¡El perdón!!...dijo aquella mujer.
— Tarde llegáis—contestó el verdugo desde el cadalso— El mariscal Pedro Pardo de Cela y su hijo han muerto hace un instante. Si de orden del monarca erais la mensajera de sus vidas, ¡podéis volver a la corte y decir al rey que ahora sois la mensajera de la muerte!
Temblando de terror, la dama alzó los ojos hacia el patíbulo, y dando un grito con todas las fuerzas del alma, contempló allí dos cadáveres... Llevóse después la mano al pecho, cual si quisiese sujetar el corazón despedazado de dolor, y dirigiéndose al pueblo, exclamó.
—¡Llorad, hijos de Galicia, sobra la tumba de la libertad de la patria!!
Apenas dijo esto, la dama negra perdió el sentido y cayó rodando al lado de su brioso corcel…
FUENTE
Alfredo García López-Dóriga, “La mensajera de la muerte. Leyenda galaica”, Galicia revista regional. 1888; II, n.4, ab. 213-7.
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