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Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

El Periódico para todos, 18/01/1874, Año III, n.º 18   pp. 278-280  

Acontecimientos
Personajes
El conde de Arlanza, don Luis de Mendoza, el juez Albar Medina y su hija Margarita Medina, el alcaide de la prisión Maese Lucas, el guardián de San Jerónimo (Carlos I).
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PLAZA OCHAVO

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EL GUARDIÁN DE SAN JERÓNIMO.

CUENTO.

 

—¡Eh! No empuje así, Mari-Gómez... Cáspita, ¡y qué huesos tan afilados tiene! Me ha clavado un codo en la cadera... podían utilizarlos en sus ballestas los soldados de su majestad.

—Vos en cambio parecéis un tonel... como sois criado de una panadería, se conoce que acostumbráis a desayunaros con una hogaza.

—¿Es envidia o caridad?

—No te acerques a mi lado... anoche hablabas en el campo de San Francisco con Maruja la Barrientes.

—Y eso ¿qué importa, mujer? ¿No sabes que es prima del cuñado de la Rita, la que plancha las albas y las sabanillas al señor deán de la catedral, en cuyo servicio me empleo?

— ¡Y tú, por todas esas razones, hallas muy cómodo el dedicarte a galantearla!

—¡Qué aprensión!... ¡Cuando solo tú!...

—Dicen que el reo es muy joven...

—Y muy buen mozo.

 —¡Madre, que lástima!... yo no quisiera que cortaran la cabeza a ningún hombre que bajara de cuarenta años.

—¡Miren la compasiva! ¡Y todo porque don Luis es muy guapo!

—Yo le he visto muchas veces con el señor conde de Arlanza cuando iban al palacio del emperador.

—¿Quién había de decir que siendo tan amigos el uno había de matar al otro?

—¿Y le ahorcarán?

—¡No tanto!... ¿No ves que es noble?

—De modo que por serlo le perdonan.

—No, pero solo le cortarán la cabeza.

—¿A qué hora le sacan?

—A las nueve.

—¡Y son las siete!

—¡Qué fastidio! Aún tenemos que esperar dos horas.

—¡Eh! ¿Qué es aquello? Parece que la gente se arremolina...

—Es un piquete de arcabuceros[1].

—Vendrán a despejar la gente que se agolpa junto al cadalso.

—Yo quisiera quedarme en primera fila...

— ¡Y yo!...

— ¡Y yo!

—¡Silencio!

 

II.

Todos estos diálogos y otros parecidos tenían lugar en la plaza del Ochavo en Valladolid durante el alba de un día de enero que se anunciaba encapotado y triste.

Ya está enterado el lector que se trataba de uno de esos espectáculos que entonces, lo mismo que hoy, eran tan del agrado de la muchedumbre.

A pesar de lo crudo de la estación, desde las doce de la noche anterior habían empezado a aglomerarse los impacientes en la plaza, siendo muchos los que pasaron allí la noche en vela por procurarse una distracción que era bastante común en aquella época.

Sin embargo, el populacho ávido de emociones no deja nunca pasar la ocasión de distraerse.

Además, se trataba de un crimen que había llamado poderosamente la atención, a causa de que el asesino y la víctima, sobre ser dos personas principales en la corte de su majestad imperial don Carlos I, pasaban por íntimos amigos, circunstancia que hacia incomprensible y misterioso el asesinato. Y sabido es que no hay cosa como el misterio para excitar la curiosidad.

 

III.

He aquí lo que de público se decía.

Dos meses antes del día a que me refiero, esto es, a eso de las once de una noche del mes de noviembre, la ronda de ministriles[2] con el alcalde de corte a la cabeza que cuidaba de la tranquilidad del vecindario, como era justo, había hallado al pie de una tapia que comunicaba con un huerto, en la calle de Teresa Gil, el cadáver del conde de Arlanza, con una estocada en la espalda, lo que demostraba que había sido herido a traición, e inclinado sobre aquel cuerpo inerte el joven don Luis de Mendoza, presa de la mayor turbación y con los vestidos salpicados de sangre.

El alcalde, versado en tales materias, no dudó en afirmar que dicho don Luis era el asesino, por más que éste lo negase con indignación, asegurando que pasaba casualmente por aquel sitio en el momento de cometerse el crimen, y que solo la idea de poder ser útil al herido, le había detenido allí.

Todo esto era muy ambiguo; se ven pocos criminales que confiesen paladinamente[3] sus fechorías.

Verdad es que la herida era de daga, que don Luis solo llevaba espada, y que la hoja de esta estaba limpia y brillante, sin ninguna mancha acusadora, pero podía muy bien suceder que el joven hubiese arrojado lejos de sí el arma mortífera, lo cual era muy lógico.

Aún quedaba otro asidero: la amistad que uno y otro se profesaban. Pero la amistad mejor cimentada no está exenta de circunstancias poderosas y repentinas que la enturbien y la corten.

Ello es que todas las apariencias condenaban a don Luis de Mendoza, y que el señor alcalde no extralimitó ningún fuero, ni atropelló ningún derecho, llevándole a la cárcel enseguida.

La noticia circuló por la ciudad al siguiente día, causando gran impresión en los ánimos por tratarse de un crimen cometido con circunstancias tan misteriosas.

Hasta el mismo emperador que tenía en gran estima al conde Arlanza y a don Luis, hizo lo posible para averiguar la verdad, costándole trabajo creer que un hombre de las prendas del que pasaba por asesino, hubiera cometido una acción propia de rufianes.

Pero en la entrevista que tuvo el reo con el emperador, aquel declaró lo que de antemano había dicho al alcalde en el sitio de la ocurrencia, y posteriormente al juez de su causa Albar Medina, jurando que estaba limpio de toda culpa, que conocía al verdadero asesino, pero que circunstancias especiales le impedían revelar su nombre, lo cual en cierto punto podía pasar por una complicación.

Hay casos en esta vida destinados por sus extrañas circunstancias a impresionar vivamente la atención de las personas entre quienes acontece.

Y para que el de que se trata lo reuniese todo, presentaba la fase de estar el reo en relaciones amorosas con la hija de su juez Albar Medina.

El padre, movido por esta circunstancia, sin duda, quería salvarle a todo trance, y aseguraba, a todo el que quería oír, que el joven Mendoza era inocente, contra el parecer del señor alcalde de corte, el cual afirmaba que el joven en el momento de ser detenido por la ronda[4], manifestó en el rostro y el ademán la turbación peculiar al asesino que se ve cogido in fraganti[5].

Esta disparidad de opiniones venía a prestar más interés en la causa y más incentivo en la pública curiosidad.

 

IV.

A las doce de aquella noche, que debía ser la última para el reo, un golpe dado por una mano vigorosa fue a despertar a maese Lucas, alcaide de la cárcel, el cual, después de coger un manojo de llaves, un farol, y de calarse el gorro, bajó al portón del edificio y abrió la mirilla para ver quién era el importuno que tan a deshora turbaba su dulce sueño.

No era otro que el juez Albar Medina, el cual, teniendo acceso a cualquiera hora en aquel sitio, fue prontamente introducido en la sala que ocupaba el reo, que a la sazón le servía de capilla.

Su mueblaje consistía en un sillón antiguo, con las armas de la ciudad talladas en el respaldo. En uno de los testeros había sobre una mesa un Cristo entre dos luces de cera amarilla.

Allí pasaba el pobre joven las últimas horas de su vida: la luz del alba debía ser para él la señal del terrible tránsito de este mundo para el otro: castigo, si era culpable, sacrificio, si estaba inocente.

Su ademán era tranquilo y sosegado, como el del hombre que tiene limpia la conciencia de todo crimen.

Cuando vio al juez en su presencia, no pudo menos de hacer un ademán de sorpresa. Sin embargo, se levantó respetuosa y cortésmente, y salió a su encuentro.

—¿No me esperabais, es cierto? —preguntó el juez con balbuciente voz.

—Seguramente: creí que era el religioso a quien he mandado avisar. Y a la verdad que no sé lo que me anuncia vuestra presencia.

—Vengo a salvaros, don Luis.

—¿A salvarme? —preguntó el joven, sin que aquellas palabras despertasen su deseo de librar la vida. Tal vez no creía en ellas.

—Seguramente; todo lo tengo dispuesto para vuestra fuga.

 —No prosigáis, señor —dijo Mendoza interrumpiéndole. Esa palabra me lo explica todo; queréis que huya, comprometiendo mi buen nombre y mi honor de caballero, del que tengo que dar cuenta a mis nobles antepasados... no lo esperéis...

—Pero...

—Vuestras sugestiones no torcerán mi voluntad.

Reinó un profundo silencio, durante el cual se percibían claros y precisos algunos golpes secos a cierta distancia.

Albar Medina asió al joven de la mano y le llevó junto a la ventana.

—¿Oís?, le dijo.

—Sí, contestó Mendoza.

—Esos golpes indican vuestro fin próximo; el ayudante del verdugo levanta el tablado...

—¿Creéis que hagan eco en el alma de un caballero? No temáis por mí, Albar Medina, que la sombra de mi amigo el conde de Arlanza, no me espera en la eternidad para maldecirme.

El juez se estremeció involuntariamente. Un temblor convulsivo agitaba su cabeza, cuyos cabellos empezaban a blanquear.

—Venid, salvad vuestra vida... todo lo tengo dispuesto... ya sé que sois inocente…— le dijo con extraordinaria emoción.

El joven contestó con reposado ademán:

—Pues si lo sabéis, no me propongáis que aparezca culpable y que deshonre mi apellido.

—Habláis así, porque ignoráis lo que es morir escarnecido en un suplicio.

—No tardaré en saberlo.

Y el joven, al pronunciar estas palabras, dirigió la vista al Crucifijo que se destacaba sobre el fondo oscuro de la pared.

—¡Por última vez! — le gritó Albar Medina en el colmo de la desesperación.

—¡Jamás! Y el eco de la estancia de una manera lúgubre repitió la última sílaba de aquella enérgica palabra.

El juez detuvo una extraña mirada sobre el rostro del prisionero, que estaba sereno y tranquilo, pero decidido; después se dirigió con paso rápido y desigual, a la puerta de la estancia.

En aquel momento penetraba el guardián de San Jerónimo avisado para asistir al reo en sus últimos instantes. Aun cuando entraba con la capucha calada sobre su cabeza, al ver al juez que salía, acercó más los pliegues de aquella sobre su rostro, no dejando descubiertos más que sus ojos, que lanzaban miradas centellantes.

 

V.

La presencia del religioso borró de la imaginación de don Luis el mal efecto que le produjera la inesperada aparición del juez y el breve diálogo sostenido con este.

Cuando un hombre va a morir, inocente o culpable, fuera de su perdón, no ve nada más necesario y consolador que un religioso, quién en nombre de un Dios de paz conforta su alma para el terrible camino que va a emprender.

El joven acercó el sillón a la mesa que servía de altar, invitando con él al fraile jerónimo. Para hacer la relación de sus culpas quería estar lo más cerca posible del Señor.

El guardián, después de saludarle, ocupó su asiento y se preparó a escuchar y absolver, sin separar de su rostro ni una línea la capucha que cubría su cabeza.

Don Luis pareció no hacer alto en esta circunstancia: ocupó un escaño a sus pies y empezó la confesión.

 

VI.

—Padre mío, le dijo, no quiero molestaros con la relación de faltas cometidas en mi juventud, pecados leves, hijos de la poca edad y del desarrollo natural de las pasiones; pero pecados y faltas con los cuales no he manchado los puros timbres de mi apellido.

—Adelante, hijo mío. Comprendo, porque también he sido joven, las tempestades de esa época de la vida, en la que generalmente impera en nosotros la naturaleza más que la reflexión: proseguid.

—Vengamos ahora a la misteriosa circunstancia que me ha traído a este sitio, de donde estoy próximo a salir para entrar en la eternidad.

El fraile acercó más su cabeza a la del penitente, como si no quisiera perder ni una sola de sus palabras.

Don Luis prosiguió:

—Hace dos meses que en una noche fría y oscura me retiraba yo, abandonando la ventana de una purísima y honrada joven con quien me hubiera unido a prolongarse más mi vida.

—Sí, Margarita Medina, la hija del juez que os ha sentenciado a morir.

—¡Ah! sabéis...

—Adelante.

—Pues bien, padre mío, caminaba yo por la calle de Teresa Gil entregado a los más dulces sueños de amor, cuando en la escasa claridad que producía un farol delante de un Crucifijo, vi un hombre que saltaba la tapia de un huerto hacia la calle: en el mismo momento, un bulto que espiaba sin duda la ocasión, oculto en el dintel de una puerta, se precipitó sobre el que acababa de saltar, y con la daga en la mano le hirió cobardemente por la espalda, arrojándole en tierra.

Fue tan violento el golpe y tan iracunda la intención, que, al sacar el acero del pecho de aquel infeliz, tropezó su mano con el sombrero, que cayó al suelo, dejando ver por completo el rostro del miserable iluminado con los destellos de la luz que ardía ante el Cristo. Yo le reconocí perfectamente, el asesino recogió su sombrero y huyó con precipitación, perseguido sin duda por sus remordimientos. Yo me acerqué a la víctima por si aún vivía, y entonces reconocí a mi amigo el conde de Arlanza; su corazón no latía, la vida acababa de abandonarle. Llegó la ronda... y ya sabéis lo demás... Pero juro en este momento supremo en que tan próximo estoy a penetrar en la eternidad, que muero inocente del crimen que se me imputa, sin que por ello se me haya ocurrido nunca hacer recriminaciones a Dios, puesto que si yo abriera mis labios, me salvaría del suplicio.

El joven cesó de hablar, mientras la fulminante mirada del fraile caía a plomo sobre su rostro, pero era tan franca y sincera su expresión, que no había lugar a duda sobre la veracidad de sus palabras.

—Y bien, dijo el fraile, ya que conocisteis al matador, ¿no sospecháis qué idea pudo inducirle a tan negro crimen respecto de un hombre tan apreciable como el conde de Arlanza?

—Sí, padre mío, ambos dedicaban sus obsequios a la misma dama; el conde era el favorecido, y sin duda el otro por celos...

—Pero es necesario que habléis, joven; lo que estáis haciendo es muy parecido a un suicidio, y ya sabéis que la Iglesia reprueba este delito.

— Padre mío, si como no dudo sois honrado, en mi caso obraríais como yo; en una ocasión lejana el matador salvó la vida a mi padre, y yo no puedo ni debo pagar tamaño servicio haciendo que pierda la suya en el cadalso.

—No obstante, hay exageración en vuestros sentimientos.

—Yo los encuentro muy naturales.

—A lo menos decidme el nombre del asesino, tal vez pueda yo arreglar el caso con el emperador.

—¡Imposible, padre mío!

—¿Y si yo me negara a absolveros?

—Buscaría otro sacerdote... y otro y otro... y si todos opinasen como vos, entonces... Dios, más misericordioso que los hombres, tendría compasión de mí.

—Y eso, ¿no puede ser un subterfugio para interesar la piedad del emperador, que tanto os estima? —le dijo el fraile con la intención evidente de que, picada su susceptibilidad, fuese más explícito.

—Cesarán vuestras dudas injuriosas en el momento en que, solo bajo el sagrado secreto de la confesión, os revele un nombre que, de otro modo, nunca saldría de mis labios.

—Hablad, le dijo el jerónimo con la mayor emoción, yo os prometo mi sacerdotal reserva.

—Pues bien, el asesino es...

—¿Quién?

—El juez Albar Medina.

 

VII.

Al oír aquella confesión tan explícita e inesperada, el fraile, como movido por un resorte de acero, se puso en pie, irguiéndose sobre su talle: separó de su cabeza la capucha y arrojó el blanco hábito sobre el sillón de madera, presentando el busto inmoble[6] de un cumplido caballero.

— ¡El emperador! —gritó Mendoza cayendo a sus pies sin saber lo que le pasaba.

Efectivamente, el guardián de San Jerónimo no era otro que el altivo Carlos I de España.

 

VIII.

 

Una hora después, poco antes de romper el día, y mientras la curiosa multitud esperaba en la Plaza del Ochavo el instante de la ejecución, dos hombres hablaban en la calle de Teresa Gil al pie de la efigie del Crucificado, en el sitio en que se había cometido el asesinato del conde de Arlanza.

Algo más distantes, y medio ocultos en el dintel de una puerta, otros dos hombres contemplaban con febril ansiedad el grupo formado por los primeros.

El emperador y Albar Medina sostenían el siguiente diálogo:

—Ya sabéis lo que ocurre, decía Carlos I, ese hombre niega su participación en el crimen, pretende hacernos creer que está inocente... Y esto cuando se acerca la hora del castigo.

—Y bien, señor...—contestó el juez temblando y manifestando su emoción por su balbuciente acento.

—Vos que tenéis práctica en tales asuntos, ¿creéis de buena fe que la ley llegue a equivocarse alguna vez en sus aplicaciones? Precisando más la cuestión, ¿creéis que el fallo de vuestra conciencia es justo, y que al morir dentro de pocas horas don Luis estará bien muerto?

—Preciso es que así lo crea, señor, cuando yo mismo le he sentenciado.

—Pues bien, juradlo ante esa divina imagen que parece que nos contempla desde su propio suplicio.

—Señor…

—Albar Medina, yo lo quiero.

Y el emperador, asiendo de un brazo al juez, le condujo al sitio indicado, diciéndole con ademan airado:

—Jurad.

Albar Medina extendió la mano sin atreverse a levantar su vista hacia el Cristo, pero el juramento espiró en sus labios, y cayó a los pies del César, diciendo:

—No puedo.

—¡Ah miserable! ¡Y sois vos uno de los encargados de la administración de justicia en mis dominios! ¡Vos, el asesino del conde Arlanza! Albar Medina, el cielo ha querido que mi majestad intervenga en este lance para salvar a un inocente. Ocuparéis en la opinión el sitio de don Luis Mendoza; no obstante, quiero ahorrar a vuestras canas la vergüenza de un suplicio infamante: ceñís acero en el cinto... creo inútil deciros lo que debéis hacer.

Y apartándose hacia el sitio donde le esperaba don Luis Mendoza y su ballestero de confianza, dejó al infeliz anciano entregado a los más crueles remordimientos.

—¡Cúmplase mi destino! —exclamó el juez introduciendo la daga en su corazón y cayendo sin vida sobre el pavimento.

 

IX

A lo lejos se oyó el rumor de una campanilla, y una voz bronca que interrumpía el silencio de la noche, con estas lúgubres palabras:

—Para hacer bien por el alma del que van a ajusticiar.

 

Pedro Escamilla

 

 

NOTAS

[1] Soldado armado de arcabuz (arma de fuego).

[2] Ministro inferior de poca autoridad o respeto, que se ocupa en los más ínfimos ministerios de justicia.

[3] De manera pública, clara y patente.

[4] Vigilancia de las calles y de los puestos exteriores de una plaza.

[5] En el mismo momento en que se está cometiendo el delito o realizando una acción censurable.

[6] Inmovible