Beltrán
En uno de los viajes que hice -solo, por diversión, aún no ha muchos años- a lo interior de las montañas asperísimas de Asturias, me detuve una noche, porque me obligó a ello una furiosa tempestad, en un pueblecillo de como hasta ocho casas, de cuyo nombre no me acuerdo; en este pueblo me alojé en una casa de un vecino de los más ricos, el cual me obsequió en cuanto estuvo a su alcance: su familia se reducía a él, joven todavía y de atléticas formas, y a cuatro hijos: llegó el anochecer y entonces cené en su compañía.
Apenas habíamos concluido nuestra frugalísima cena, cuando vi entrar en la casa a todos los vecinos del pueblo a pasar la velada[1] en casa de mi huésped; encendióse una abundante lumbrada y a la luz de un mustio candil se pusieron todos a trabajar. Ya habrían pasado así como cosa de diez minutos, cuando una jovencita de las más graciosas que allí había, con voz clara y aire desenvuelto dijo:
— ¿Y qué no nos ha de contar hoy ningún sucedido la señora Remigia? Yo creo, que porque este caballerito esté aquí, no ha de ser un motivo para que V. no nos cuente algo, y yo sé muy bien, prosiguió dirigiéndose a mí, que después que la haya V. oído me dará las gracias por haberlo recordado.
—¡Ay! no por Dios, dijo una de las hijas de mi huésped, que esta noche más está para rezar que para oír esas historias tan tristes que cuenta la señora Remigia.
Oyen Vds. los truenos y el viento y los relámpagos ¡Ay! ¡Dios mío!
— Calla tú bobuela, replicó su padre, eso que dices es muy bueno, pero más gana tenemos de oír alguna de esas historias que nos cuenta que no tus bachillerías[2].
Y volviéndose a un rincón de la chimenea dirigió la palabra a lui bullo en que yo no habla reparado todavía.
— ¿Nos contará V. algo esta noche señora Remigia? le preguntó
— ¿Sí, hijo mío, por qué no?
AI concluir estas palabras, que fueron pronunciadas debajo de un ancho pañuelo de paño pardo, con una voz cascada y ronca, descubrió el rostro la que las pronunciaba echando sobre la espalda el pañuelo que la cubría la cabeza. Todavía recuerdo, a pesar de los muchos años que han transcurrido, las facciones de aquella horrorosa vieja; tenia las mejillas pálidas y hundidas que formaban dos profundos huecos; los ojos cavernosos y sombreados con unas largas y cenicientas cejas; la frente despoblada y cubierta de arrugas, nariz remangada y enseñando dos agujeros más que grandes; la boca desmantelada, labios gruesos y blancos, tal es la figura que se presentó de repente a mi vista; al mismo tiempo la luz del mísero candil casi moribundo, agitada por el viento que entraba por la chimenea, alumbraba de lleno su cara; la contracción de sus ojos, cuya viveza era admirable, la hacía pasar en aquel lugar y a mi vista por algo más que humano.
Tal era el personaje que iba a divertir aquella reunión, en medio de una cabaña, cuyas negras paredes anunciaban la mayor miseria, y en que debía sonar su voz al horrible estruendo de una furiosa tempestad.
— Esta noche, principió, ya que estos vivos relámpagos, esta oscuridad, estas lluvias continuas y este salvar del viento, me recuerdan una historia que me contó mi abuelo, voy a referírosla; prestadme atención.
— Ya habréis oído hablar, aunque no sea más que por tradición, del conde de A: pues de este famoso dueño de todas estas montañas voy a hablaros.
Querido de todos sus vasallos el castellano de A. moraba en su fuerte castillo, cuyas ruinas aún se ven en la falda del monte de los Castaños[3]: joven de hermosa presencia y valiente cual ninguno, era el ídolo de sus súbditos y el terror de los moros.
A fines del siglo XII, después de la toma de Jaén por nuestras armas victoriosas, hallándose a las orillas del Guadalbullón, trataba ya de volverse al seno de su anciano padre y a sus queridas montañas, cuando un caso de que nadie tuvo noticia le hizo abandonar el ejército y no parecer en más de un año: sus soldados volvieron a sus hogares al mando del joven Ramiro. Todo aquí era confusión y congoja; en el castillo su padre y hermano derramaban copiosas lágrimas, y las bóvedas de la sepulcral capilla resonaban en continuos cánticos de los piadosos monjes del vecino monasterio, rogando al cielo por la pronta vuelta del adorado Beltrán. Mas en vano era todo; ni aun el eco de la fama traía a estas tristes montañas la menor noticia, ni el armonioso trovador al pie de la colina hacía temblar las cuerdas de su laúd para cantar los altos hechos del señor de las montañas. Ya había pasado más de un año, cuando una tarde se presentaron dos peregrinos en el castillo pidiendo hospitalidad; fuéles concedida al momento y, después de haber repuesto sus fuerzas con los manjares que les sirvieron, pidieron ser pre <pág. 137>sentados al señor del castillo, lo que les fue concedido al instante.
Uno de ellos, de como hasta cuarenta arios de edad, llevaba de la mano a una joven de veinte años, cuyas angélicas facciones nada dejaban que desear al admirador más escrupuloso del bello ideal. Su padre, pues tal era el que la acompañaba, llevaba en su rostro pintadas todas las tribulaciones de un alma emponzoñada y sobre su frente el sello de la reprobación.
Introducidos que fueron a la presencia del triste padre de Beltrán, el peregrino dobló humilde la rodilla diciendo: “Salud y paz sea contigo, piadoso señor de estas montañas”.
— Salud y paz—repitió Elmira.
— Gracias, amigos, gracias; contestó con un suspiro.
— No suspiréis Señor, le dijo un anciano sacerdote que ocupaba el sitial contiguo, Dios con su infinita bondad os volverá a Beltrán aun antes que creéis.
— ¡Ay! siempre me decís lo mismo, padre, y nunca llega el feliz momento.
— Sí llegará, contestó el padre de Elmira; yo le he visto en Granada cubierto de las gloriosas armas con que conquistó a Jaén, y su escudero me aseguró que volvía a las montañas.
— ¿Hablas de veras, peregrino? preguntó — tiembla si no.
— ¿Y por qué había de temblar? respondió fijando en él una mirada viva y penetrante; yo le vi y su escudero me aseguró que volvía a sus hogares: no es ya aquel joven lozano y fogoso: todo su exterior demuestra la tristeza, y la palidez de su rostro y la contracción de sus facciones en que está pintado el más vivo dolor, dan a su semblante un aspecto fatal. Mañana debe llegar.
—¡Dios mío! exclamó el anciano, e hizo una señal con la mano mandando que todos se retiraran, menos el sacerdote.
Raimundo, así se llamaba el padre de Beltrán, todavía temblaba, y ya hacía rato que Elmira y su padre hablan salido de su cuarto. Mi hijo— decía— volverá, pero desgraciado o criminal; ¡Dios mío! era esta mi esperanza? ¿son estos tus beneficios?
El sacerdote procuraba consolarle, y ya la noche con su negro manto principiaba a caer sobre las montañas: el azul del cielo se iba disipando poco a poco y negras nubes cubrían el horizonte
— ¿Veis, decía el anciano, esas oscuras nubes que se precipitan sobre mi castillo? ellas me representan la desgracia, y mi fiel corazón me anuncia que será fatal la entrada de Beltrán en mis hogares. Venid pediremos a Dios por él.
II.
Nuño del Espinar era el padre de la hermosa peregrina que le acompañaba; huérfano desde su más tierna infancia, había llegado a la edad de la razón sin haber hecho nada más que aumentar los vicios de que había sido dotado al nacer: libre ya a la edad de veinte años, dio curso a todas las pasiones de que era capaz un hombre, y así su fortuna, que era corta, la disipó en pocos años. Viéndose sin ningún recurso, abrazó la carrera militar, que en aquellos tiempos de turbulencias intestinas y de guerras con los vecinos moros daba libre curso a empresas del más alto provecho.
Poco después se casó con una joven hermosa y rica, a quien abandonó después de disipar su fortuna: de esta unión tuvo a la hermosa Elmira, y en esta joven desgraciada fundó el malvado todas sus esperanzas de fortuna. Había sido educada en Jaén por una tía suya que profesaba la religión proscrita en España, y esta señora había imbuido en la joven Elmira todo el odio que ella profesaba a los cristianos. Su padre, poco escrupuloso en materias de religión, nunca la había preguntado sobre este asunto ni una palabra; y además, más avaro que cristiano, con tal de lograr con que satisfacer sus vicios, nunca reparó en los medios, y siempre lejos de su hija solo la veía de vez en cuando y entonces era para ver en qué estado se hallaba su hermosura.
En la época de que hablamos, temeroso el rey de Jaén de la próxima guerra que le amenazaba y que no podía evitar, se valió de Nuño del Espinar para varios asesinatos secretos de grandes señores, con que procuró poner obstáculo a los grandes preparativos guerreros de los cristianos: varios homicidios cometidos en los campamentos de los nobles españoles, introdujeron la confusión en sus filas y la desconfianza entre todos ellos; de aquí principiaron a removerse los antiguos odios y rivalidades, que solo la guerra contra el enemigo común había apagado por el momento, y los servicios del sanguinario Nuño apartaron por algún tiempo la ira cristiana de los muros de Jaén.
Entonces fue cuando Elmira y su tía salieron de Jaén, para habitar una rasa de recreo que tenían a una legua de la ciudad, y allí fue donde Beltrán conoció -pág.138- a Elmira; su amor a esta joven fue tan rápido como la violencia del torrente, y ella a pesar de su odio inveterado a los cristianos, le amó también; pero fiel al juramento que había hecho, jamás consintió en darle la menor prueba de su cariño. Beltrán no podía hablarla jamás; siempre encerrada en su quinta, desesperaba al tierno amante que suspiraba debajo de sus ventanas.
Entonces principió el sitio de Jaén. Cada nueva acción que ganaban los cristianos aumentaba el odio y la desesperación de Elmira; lloraba por el joven que había conmovido su alma, pero al mismo tiempo la ira que profesaba solo al nombre cristiano, la hacía invocar con todo su corazón al falso profeta para el exterminio entero de la raza aborrecida. Amaba al joven cristiano con una pasión digna del país en que había nacido y tan ardiente como el sol abrasador del medio día: cuantas veces estuvo a punto de abrir las celosías y decirle “¡yo te adoro!” cuando él pasaba las silenciosas horas de la noche, dirigiéndola sus suspiros y sus quejas; pero el recuerdo de su religión la hacía enfrenar los impulsos de su amor. ¡Infeliz! La lucha interna entre su deber y sus pasiones la sofocaba, y la muerte no la hubiera parecido tan cruel como el estado en que se hallaba.
Ya hacía días que el caballero no se había presentado en aquellos sitios como tenia de costumbre, cuando una tarde le vieron venir montado en un soberbio caballo; su marcha era pausada y su exterior triste, pero decidido. Llegó al pie de la quinta y apeándose de su trotón, se dirigió con paso atrevido a la puerta, dio un fuerte golpe en ella y esperó tranquilo el éxito de su audacia. Viendo que tardaban en abrir, volvió a llamar y entonces fuéle abierta la puerta por un escudero que le introdujo en una sala alegre y risueña donde, encontró sola a su adorada Elmira.
La dicha sin igual que entonces experimentó y la conmoción que sentía al verse en la presencia de la belleza que amaba, le dejaron mudo por un momento: detuvo el paso al verla y permaneció en éxtasis, fijos los ojos en ella por espacio de algunos minutos; su corazón latía con una violencia inexplicable: no podía hablar, inmóvil como una estatua, se creía transportado en aquel momento a una esfera muy superior a la de un ser mortal, hasta que al fin, rompiendo el silencio, pudo articular con voz apagada y débil: “¡Elmira, yo te adoro!” Apoyó la mano al decir estas palabras sobre la coraza en la parte del corazón, con un movimiento rápido y convulsivo como si procurase contener de este modo los dolorosos latidos con que este se agitaba dentro de su pecho.
Elmira, vuelto el rostro a la ventana, apoyada la cabeza sobre la palma de la mano, parecía indecisa acerca de lo que había de responder: amaba a Beltrán, le amaba con delirio, y todo hubiera sido capaz de hacerlo por él, menos el sacrificio de su religión; mas de i-repente volviéndose hacia el caballero le dijo: “también yo te amo Beltrán, te amo desde el primer día en que te vi; pero la suerte ha puesto entre tú y yo una barrera impenetrable. Yo sigo la religión de Mahoma, y el que quiera poseer mi mano ha de profesar mi misma religión, si no,...¡es imposible! “
Un rayo que hubiera caído en aquel momento a los pies del caballero, no le hubiera trastornado tanto: en sus ojos estaban pintados el espanto, el dolor y la desesperación; revolvía sus miradas con delirio y no sabía dónde reposarlas. Al fin volvió la vista a Elmira y la dirigió una mirada expresiva, como preguntándola si había oído bien, y la tranquilidad que notó en toda su persona le convenció de que no se había engañado.
Ciego entonces y poseído de algún poder infernal, el señor de las montañas se arrojó a los pies de Elmira y juró sobre su espada abrazar la fe de sus enemigos.
Apenas pronunció el fatal juramento cuando negras nubes cubrieron el horizonte, y un trueno horrible resonó sobre sus cabezas e hizo estremecer la tierra hasta sus más profundos cimientos. ¡Hasta estas montañas llegó el sordo rumor del estampido horrible; pero el caballero en los brazos de su amada nada veía sino ella, y todo lo olvidó, gloria, patria, honor, religión... ¡todo lo arrojó de sí en un solo día !....
Pero los agudos remordimientos sucedieron bien pronto al furor del amor, y Elmira se vio abandonada de su amante a los pocos meses. Errante por la España huía por todas partes; pero la llaga que llevaba en su conciencia, ese Dios justiciero, que siempre persigue al delincuente, no le abandonaban jamás; en vano buscó la muerte en los combates, en vano procuraba sacrificarse en continuos desafíos,.... no podía encontrar la muerte, ni nada alcanzaba a sofocar los gritos de su conciencia. Desesperado, se entregó a la disipación y a toda clase de vicios, pasando en orgías escandalosas todos los días y las noches de su miserable existencia.
Ya últimamente, fatigado su cuerpo de los excesos -pág.139- a que se había entregado y su alma por los remordimientos que le despedazaban, trató de volverse a su castillo y a sus montañas, para ver si en los brazos de su padre podía hallar algún consuelo. Y tal vez lo hubiera conseguido, si no hubiese encontrado dentro de su mismo palacio al áspid fatal que acibaró su vida y le arrojó en el abismo del infortunio y del crimen
III.
Al amanecer del día siguiente, un sin número de trompas guerreras y el continuo campaneo del vecino monasterio, anunciaban algún grande acaecimiento en el castillo: acudieron todos los habitantes de los pueblos inmediatos, y vieron entrar a Beltrán en sus hogares.
Venía montado en un caballo negro, y seguido de un solo escudero; su persona era tan distinta de cuando abandonó aquellas montañas, que nadie podía conocerle: estaba consumido y pálido como la muerte.
Su mirar torvo y sanguinario, se fijaba con rapidez sobre los objetos que le rodeaban, y más de un valiente tembló al encontrar sus ojos fijos en los suyos. Su padre salió a recibirle y le dio el ósculo de paz en la frente; tembló Beltrán al recibirle, y toda su armadura resonó como si se hubiese roto en aquel momento.
El capellán del castillo acudió a darle su bendición; pero rehusó tomarla lanzándole al mismo tiempo una mirada amenazadora; y apretando los ijares de su caballo se internó en el castillo. Lo que pasó dentro de él nadie lo supo; solo sí que principiaron a hacerse sentir en estas pacíficas montañas las iras de Beltrán: robos continuos, y todo linaje de insolentes demasías marcaban por todas partes su ira contra los cristianos; y al mismo tiempo, la muerte de su padre que anunció una bandera negra colocada en la torre más alta del castillo, nos quitó nuestro único protector: la voz general atribuyó esta muerte a la mano despiadada de Beltrán.... y además, el destierro de su convento de los piadosos monjes que le habitaban hacía muchos años, acabó de llenar de espanto y de terror toda esta desgraciada comarca.
Por fin, Dios con su infinita bondad, oyó las súplicas de todos los vasallos de aquel hombre cruel, y se dignó arrebatarle de la tierra de la manera más estupenda y horrible. Oíd.
Hacia cosa de tres meses que Beltrán de A. había llegado a su castillo, antes asilo del desgraciado y ahora mansión de los más abominables crímenes, e impenetrable a todos los que no eran o soldados o satélites de Beltrán: todos murmuraban, pero en voz baja, pues no faltaban denunciadores viles que delatasen a los descontentos y que arrastrasen al infeliz al fatal castillo de donde no debía volver a salir. El hambre se hacía sentir aun en las casas de los más ricos, pues apenas el cielo había concedido alguna buena cosecha, cuando los agentes del déspota la conducían al castillo para satisfacer la avaricia del bárbaro señor. Tal era el estado de estas desgraciadas montañas, cuando se verificó el memorable suceso de que voy a hablaros.
Una tarde del mes de diciembre, se oyó un gran ruido de trompas en las almenas del castillo: esta era una señal de llamada a todos los habitantes de la aldea.
Acudieron todos, y por primera vez después de la llegada de Beltrán, entraron en el castillo los moradores de estas montañas: un número infinito de personas de todas edades y sexos se precipitaron en la capilla, y; cuál fue su asombro, al ver reducido a templo de Satanás, el santuario de Dios, donde moraban las sombras y las cenizas de los ilustres y gloriosos ascendientes de Beltrán, y a un vil sarraceno revestido de los ornamentos de su culto esperando en las gradas del altar ¡la llegada del conde!
El horror de la muerte se pintó en todos los semblantes: entonces, a nadie le quedó ya duda de que el castillo se había convertido en un infame asilo de impiedad e irreligión, y todos temblaban como la hoja en el árbol, esperando algún grande suceso, no pudiendo creer que las sagradas sombras ni la Divinidad ultrajada dejasen impune tan abominable delito.
De repente se abren las puertas de la capilla y aparecen Beltrán y Elmira asidos de las manos; se arrodillan al pie del impío altar, y Nuño del Espinar principia la ceremonia del matrimonio. Su ambición ya estaba satisfecha.
En tanto la noche principiaba a caer; negras nubes cubrían el cielo, el viento zumbaba con un furor terrible, y la lluvia y los relámpagos se sucedían cada vez con más violencia. El trueno rodaba sobre el castillo haciéndole temblar hasta sus cimientos, pero nada alcanzaba a conmover aquellas almas criminales, y la ceremonia continuaba lentamente..., pero al llegar al sí fatal, un trueno horroroso hace estremecer la tierra, y el viento con nueva furia rompe las pintadas vidrieras de la capilla, entra silbando por entre las pilastras y apaga las antorchas nupciales, quedando todo -pag. 140- iluminado solo por la lámpara funeral de los sepulcros.
Los mismos aldeanos caen al suelo juntando sus rostros con la tierra y gritando con voz dolorida. “Salvadnos Dios mío, ¡piedad! ¡piedad…!”. Huye el sacerdote despavorido, y Beltrán levantándose de las gradas donde había caído desplomado, revuelve sus miradas a todas partes con las convulsiones del más completo delirio; su cuerpo tiembla y su pecho agitado arroja suspiros dolorosos; pero ¡oh, prodigio! de comedio de los sepulcros se ve alzarse un guerrero con torva vista y gesto amenazador. Todo él está rodeado de la luz más viva; fija sus miradas en Beltrán, le ase con una mano fría y descarnada, y quiere precipitarle en el sepulcro de que había salido. En vano Beltrán se resiste y forcejea, la sombra con un impulso violento le levanta del suelo y se hunde en la tumba con su presa. Solo se oyó un triste gemido y el choque de las losas al juntarse con violencia.
Apenas desapareció Beltrán calmó la tempestad; las nubes se disiparon y la blanca luz de la luna entró por las rotas ventanas. Elmira sola estaba aún exánime y sin dar señal de vida en las gradas del altar; fueron poco a poco los aldeanos reponiéndose de su pasado susto y salieron con precipitación de aquel lugar de calamidades.
— Allí murió el impío, dijo la vieja Remigia con voz aguda, y señalaba con la mano por una ventana un sitio en el centro de las ruinas.
Yo he estado varias veces a contemplar los restos del soberbio castillo y he visto entre sus escombros vagar las sombras de los malvados: he visto en las tristes horas de la noche aparecer de cuando en cuando la sombra de Elmira, ya en un lado ya en otro. Pero en las noches tempestuosas, en aquellas en que el huracán furioso arranca los árboles, entonces es cuando se hacen más sensibles los suspiros y más visibles las sombras que allí habitan: se oyen sordos gemidos y rumor de cadenas: se ven levantarse aquí y allá horribles espectros, y también alguna vez no ha faltado quien haya visto cruzar de un lado a otro luces misteriosas.
Desde aquel día fatal ha estado el castillo deshabitado; ningún ser viviente llegó a poner los pies en él sin que hubiese vuelto contando horribles cosas y grandes visiones, y así el castillo fue poco a poco cayendo en ruinas; y aun ahora que solo se ven sus escombros, es peligroso acercarse a él, pues las sombras que allí moran hacen pedazos al infeliz que osa pisar su recinto
Así concluyó su leyenda la vieja Remigia, dejando a todo su auditorio en la mayor consternación y a mí agitado por la expresión diabólica de su rostro y la verdad con que expresaba lo que sentía: pasé la noche en tristes ensueños y al día siguiente continué mi viaje.
Septiembre 1835. J. AUGUSTO DE OCHOA
FUENTE
El Artista, Madrid, (1835) tomo II, págs.135-140.
NOTAS
[1] La velada en aquel país es como en muchos de Castilla, en donde la escasez de medios no permite a todos los habitantes de los pueblecillos el extraordinario gasto de la luz; para hacer más llevadero este dispendio se reúnen en una casa, por semanas, para trabajar, las indujeres hilando y lo» hombre» en otros quehaceres de su sexo. (Nota del autor)
[2] Bachillerías: Charlatanería irreflexiva.
[3] El castaño es un árbol muy frecuente en Asturias; pero en algunos lugares pueden localizarse parajes como el descrito, por ejemplo el Castañeru Montes en el parque natural de Redes.