Leyenda.
I
Venid a mí, trovadores, yo os contare la leyenda del amor recompensado.
Las cuerdas de mi lira modularán acentos armoniosos, que celestial inspiración anima mi frente.
Voy a relatar la historia de la más linda doncella de las agrestes montañas de Ronda.
De Isabel de Perada, la hija del bravo adalid[1] del castillo de Peñas Blancas, aquel que eleva sus almenas hasta confundirse con las nubes.
Y la de Hamet, el mancebo más galán que usara turbante en la siempre belicosa tribu de los Aldorandines.
Vedlo, la azulada marlota[2] ondula agitada por el viento de la tarde, el suelto alquicel[3] forma elegantes pliegues sobre el erguido talle del guerrero, que —8—refresca los ímpetus del negro corcel, oriundo de los arenales africanos.
En la aguda lanza lleva pendiente un bordado pendoncillo con esta divisa: libre. Frase que forma la desesperación de las doncellas de la corte del buen Mahomet V, octavo rey de Granada.
Al frente de doscientos jinetes, tostados por el sol, con relucientes ojos y aguda barba, armados de anchos alfanjes[4] damasquinos y aceradas gumías[5], a quienes sigue quinientos peones, de andar ligero, y de excelente puntería en las armas arrojadizas, sale al campo por la puerta de Elvira, dirigiéndose a las fronteras.
Va a talar las tierras enemigas, y solo escenas de sangre y de desolación dejará a su paso.
Las sombras de la noche los envuelven, y rápidos como el relámpago llegan al término de su viaje.
Ocultos en las sinuosidades de un hondo barranco, que en el invierno envía sus corrientes al Guadalhorce, aguarda que la aurora aparezca en la empinada cumbre, para saciar su sed de venganza de los desprevenidos andaluces.
¿Qué importa la fortaleza que a poca distancia se levanta, si desde sus torreones no ha sabido distinguir al enemigo?
La roja cruz de Calatrava que adorna el estandarte colocado en la sala de honor del caudillo, no ondeará sus pliégues en el combate. Sus guardadores ignoran el riesgo que les amenaza, y los soldados apenas sí tratan de vestir sus militares arreos, mientras los labriegos se esparcen por la fértil campiña que a la falda del cerro se dilata.
Rico botín y grandes tesoros, será arrebatados en cortos instantes.
Los primeros rayos del sol doran el paisaje, y Hamet sonríe y contempla a su hueste, que solo espera sus órdenes.
Antes de dar la señal quiere hacerse cargo del terreno a que como tigres ardientes ha de lanzar sus tropas.
Seguido del esclavo más fiel que le acompaña, sube ocultándose en lo quebrado de la sierra hasta lo más alto del monte, desde donde se domina una gran extensión.
No se conoce la más ligera señal de alarma. Ya se acercaba el moro a sus labios la bocina de marfil, a cuyo eco respondería la hondonada ronco grito de exterminio, cuando miró abrirse un postigo de la puerta principal del edificio que iba a combatir.
Cayeron pausadamente las cadenas del puente levadizo; y los guerreros que lo franquearon hicieron un respetuoso saludo con sus espadas, a la pequeña comitiva a que daba paso.
Esta se componía de tres personas.
Marchaba delante un alegre pajecillo llevando en el hombro el halcón encaperuzado y sujeto al brazo con una cadena de plata.
Seguíale una bellísima dama, en la primavera de su vida, que montaba con suma elegancia un pequeño caballo enjaezado con gran primor y que —10 –ufano de su ligera carga piafaba noblemente, obedeciendo la blanda mano que le conducía.
Cerraba la marcha una respetable dueña, asentada en un sillón de respaldo, sujeto a el (sic.) lomo de una pacífica mula, y que parecía ser la guardadora de los dos jóvenes acompañantes.
¡Qué hermosa era la castellana! Sus rubios cabellos se destacaban bajo de la blanca y rizada toca que con primorosas labores ceñía su frente, tapado por detrás su cuello, y la alta y abrochada túnica, que ancho cinturón sujetaba, cubría una esbelta estatura y un cuerpo de admirables proporciones.
Menos rojos eran los colores de las amapolas silvestres que florecía la pradera, que los labios de la joven; y para más contraste y mayor belleza sus ojos negros y rasgados tenían una expresión y una dulzura imponderables. Con razón llamaban a Isabel, el Encanto de la Serranía. Si temor al riesgo que no podía preveer tomaron, guiando el paje, un estrecho sendero que conducía a una vivienda, mitad casa, mitad cabaña.
Allí moraba una pobre viejecita, servidora que fue de la madre de la castellana, y a quien visitaba a menudo para socorrerla y consolarla.
Perdió un hijo en un rebato con los agarenos[6], y el otro que le restaba, quedó enfermo en el castillo a consecuencia de una caída por librar a su dueño de la acometida de un jabalí.
Pero nunca quiso abandonar el sitio donde naciera -11-, y sola, en el dintel de su vivienda, aguardaba con rostro placentero la llegada de la que era el ángel de caridad de los valles.
Este grupo fue el que divisó Hamete en su improvisada atalaya. Desde su aparición, no podía separar los ojos del rostro de Isabel.
El mahometano sentía latir su corazón de una manera para él desconocida, y sensaciones inexplicables y pensamientos extraños invadieron su cerebro. Habló breves palabras con su esclavo, y se deslizaron silenciosamente la hondonada a reunirse con sus guerreros.
En tanto Isabel se adelantaba alegre a recorrer el largo trecho que la separaba del objeto de su viaje.
A medida que avanzaba, el astro del día iluminaba los plácidos sitios, como si el sol se regocijara de contemplar otro astro humano, dechado de pureza y de candor.
Marcelina, la anciana servidora, salió a la puerta, al divisar la visita que tanto anhelara.
Isabel detuvo el paso de su cabalgadura.
Presuroso y con la más franca sonrisa, el paje se arrodilló para sostener el lindo pie de su señora.
Esta, de un salto, pisó la tierra, yendo a abrazar a la que esperaba esta muestra de cariño con las mejillas bañadas en lágrimas.
Mientras el paje y la dueña disputaban acaloradamente el rapazuelo malicioso no se prestaba a —12— servir de escalera a la guardia adusta, y a poco si la derriba en la bajada.
Una frase del Isabel la contuvo, y murmurando fue a recoger las bridas de las caballerías.
— ¡Qué gran consuelo experimento al veros, mi amada niña! exclamó Marcelina, sois el vivo retrato de la que a todas horas contemplo como si estuviese a su lado.
—Sosegaos, mi buena aya; vuestro hijo vendrá pronto a habitar aquí como antes, que el capellán del castillo le suministra sus más eficaces medicamentos. ¿Pero, y mi regalo de costumbre? añadió Isabel, mirando a todos lados.
—Allí se encuentra, sobre la mesa, respondió la anciana, pero la humedad de estos parajes hace que las flores no ostenten sus más vivos matices.
¡Ay! sus colores son pálidos, y solo reflejan los tintes de las nubes hacia las que constantemente elevan sus tallos.
Isabel entró en la casa apareciendo enseguida con un pequeño ramo de flores. Unos amarillos alelíes se destacaban en el centro, y varias campanillas azuladas los rodeaban.
—Pues así y todo, me gustan, mi buena Marcelina, añadió Isabel colocándose el ramo en el corpiño; siempre las llevo en memoria de mi querida madre, y me parece que las gotas de rocío, que entre sus hojas me encuentro, son lágrimas que vierte por su hija al pedir a Dios la libre de todos los peligros. —13 —
Un grito de espanto obtuvo únicamente por respuesta.
Marcelina vio salir de entre unos espinos que formaban un espeso vallado, las figuras de dos robustos negros, que se lanzaron sobre ella y la otra sirvienta.
El esclavo de Hamet, ágil como una fiera, sujetó al descuidado paje amordazándole y entrelazando sus brazos con fuertes ligaduras.
Todo ello fue ejecutado en breves instantes. Hamet, frenético, jadeante, se arrodilló ante Isabel, diciendo:
—Hurí[7] del verdadero paraíso de los creyentes, única imagen por que siento amor eterno; pues la fortuna me depara tan inesperada dicha, ven, y serás la reina y única señora de mi harem.
Pálida como el mármol quedó la castellana[8], en nada pudo apreciar las palabras que la dirigiera, pues desmayándose hubiera caído al suelo, si el agareno no la hubiese sostenido contra su pecho.
En esta situación, llamó a sus servidores, que aparecieron rápidamente.
—¡A caballo!, les dijo, plegad las banderas, mis riquezas son vuestras en cambio del botín que os he prometido. Un tesoro, por el que diera cien vidas, he conquistado en esta nazarena, ayudadme a conducirla a Granada, y que el viento iguale nuestra marcha.
Los guerreros siempre prontos a obedecer a su caudillo, ejecutaron sin replicar sus mandatos. Hamet montó en su poderoso caballo la desvanecida —14—belleza, y cogiendo el ramo de flores, lo llevó a sus labios, lo sujetó enseguida en el turbante, y arrancando el emblema de su lanza, dijo:
—Desde hoy más dejo de ser libre, pues quedo preso en los rasgados ojos de la hechicera cristiana.
Tal habló el caudillo de los jinetes granadinos.
Y rápido como el relámpago, al ejecutar su pensamiento, tomó, seguido de los suyos, sin dejar otra huella sensible de su paso, la vuelta para la ciudad que corona las nieves del Solair[9].
Únicamente el halcón rompiendo sus plateadas cadenas, se cernió un momento en los aires, lanzó un lastimero graznido, y fue a posarse en las desiertas almenas del castillo, presagio del dolor que esperaba a sus descuidados guardadores.
II
En la empinada cuesta de la Alhacaba, enfrente de la puerta de los Estandartes, se levanta un magnífico edificio. Es el palacio de Hamet, el walí[10] más poderoso entre los de su tribu.
Pero ya en sus lujosas estancias, y en sus afiligranados pabellones, no reina la alegría que antes.
La tristeza domina por donde quiera, y lujosas cabalgatas, y grupos de activos servidores — 18— salen de ella para dirigirse al alcázar de la Alhambra.
Y no es que el Monarca, siempre generoso con sus valientes capitanes, no le perdonara el poco éxito de su expedición; antes por el contrario, sabedor de la ardiente llama que abrasara al guerrero, le ofreció un rico presente para la que creía dichosa castellana.
Esta motivaba todos los pesares. Las emociones que experimentó, la rápida carrera sufrida hasta llegara Granada, y la vista de Hamet siempre a su lado, alteraron de repente su razón y se volvió loca.
Pero su extravío era pacífico, y su dolor mudo, lento, si darse cuenta de lo que a su lado ocurría, y como si se hubiese trasportado a otro mundo y a distinta naturaleza.
Vagando como una sombra por los hechiceros jardines del palacio de Hamet, seguida de dos esclavas que la guardaban cariñosas y que obedecían a sus menores caprichos, su ocupación consistía en formar incesantemente ramilletes de flores, que a seguida deshojaba como no satisfecha de su obra.
De todas las plantas que allí florecían, los rosales eran los que mayor atención prestaba.
Y cuenta que los había de distintas especies y matices.
Pero Isabel los recorría todos: arrancaba anhelante sus más lozanos capullos, los miraba un instante, una leve sonrisa entreabría sus labios, pero —16— duraba un solo momento, y después, los arrojaba desdeñosa vertiendo lágrimas de amargura.
Y el moro, testigo silencioso de tan apenadora escena, se consumía de dolor, y hubiese dado su existencia por devolver la salud a su bella cautiva.
Los más sabios alquimistas, los más famosos médicos de Córdoba la sometieron sus cuidados, y todo fue inútil. Ni un solo destello de razón volvía al cerebro de la joven. Pero el verdadero amor procura efectuar milagros.
A fuerza de observaciones, Hamet notó que la manía[11] de Isabel era encontrar una flor tal como ella se la pintaba en su fantasía. Tanto más, cuanto que al recogerlas, alzábase en seguida los ojos al firmamento, buscando un tinte, un colorido que no hallábase en sus hojas.
Entonces, plantó las especies más desconocidas; gastó enormes sumas en la adquisición de rosales de los más remotos países; y los pensiles de Alejandría fueron tributarios de los jardines del generoso musulmán.
Pero la época de los hielos, envolviendo los campos, detuvo las esperanzas que abrigara; y su pecho lacerado suspiraba ansioso por la vuelta de la dulce primavera.
El trino melodioso del pájaro, emblema de la fidelidad conyugal, fue su mensajero, y las sencillas violetas las primeras florecillas cuyo aroma aspiró con delicia Isabel.
Y ante el influjo benéfico de las auras de mayo, los rosales se cubrieron a porfía de espléndidos capullos, y blancos, y encarnados, y rojizos, y amarillentos, y de cuantos colores eran conocidos entonces, se ostentaban lozanos en sus erguidos tallos, saturando el palacio de deliciosos perfumes, y recreando la vista con tan múltiple variedad. Mas las ilusiones del sarraceno fueron disipadas por la más triste de las realidades.
Isabel siguió en su tarea de formar ramos, de escoger lo más selecto en aquel paraíso de verdor, pero sus caprichos no se cumplieron, y al ocultarse el sol en la serena tarde, volvía a caer en un banco, insensible, yerta, teniendo que ser transportada a sus habitaciones en los brazos de las esclavas.
Hamet se consumía de pesar; y no porque la joven huyese de su presencia, antes al contrario, muchas veces le agarraba de la mano, y le hacía recorrer las vistosas calles de sus jardines fijando sus ojos en los suyos, con una expresión de dulzura y de pena, que conmovía a cuantos la contemplaba.
Así es, que la joven era querida de todos los que moraban en el palacio, interesándose, aunque en vano, por su salud.
Una tarde en que más preocupada que de costumbre, se entregaba a su ocupación habitual, un anciano jardinero, el más respetable de todos los sirvientes, y favorito del padre de Hamet, que sentía al par de su dueño el sensible[12] estado de la cautiva, y que por ello seguía sus pasos, la oyó dar un — 18— gritó repentinamente, y descubrió la causa. ¡Un rayo de sol!, hiriendo de soslayo una nubecilla que flotaba en el firmamento, teñía del color de los cielos un hermoso rosal, cuyos entreabiertos capullos en vez de rojos, aparecía de un suave tinte azul.
Isabel cortó instantáneamente tres o cuatro, fue a unirlos, pero al mirar deshecha la ilusión de su acalorada fantasía, las lágrimas inundaron su rostro como de costumbre.
El anciano sirviente dispuso que la condujeran a su estancia, y buscando a su señor le dijo:
—Son inútiles todos nuestros esfuerzos, solo Allah, puede volverle la razón. Las rosas azules que la cristiana apetece podrán hallarse en los jardines del paraíso que pueblan las huríes prometidas al cumplido musulmán, pero no existen, noble guerrero, en los de la tierra.
Así habló el viejo; Hamet exhalo un suspiro de inmenso dolor; añadiendo:
—Su vida es la mía; y pues se necesita un milagro para salvarla, yo lo pediré a ese Dios, a quien los ojos de Isabel busca de continuo en las alturas.
III
El sigilo con que el batallador mahometano llevó a cabo la algarada que le hizo ser dueño de la joven, llenó de honda amargura al castellano de la serranía. En vano los espías y renegados[13] se ocupaban en hacer averiguaciones del paradero de aquella; ninguna noticia exacta recibió que pudiera dar luz a sus planes, y la pena le devoraba, aumentado sus padecimientos. Todas sus esperanzas estaban amortiguadas, cuando una tarde se le presentó la antigua servidora de su esposa, expresando su deseo de hablarle a solas.
El padre de Isabel la recibió enseguida; y no sería desagradable para este la conferencia, cuando desarrugando el semblante y con una alegría en él inusitada, ordenó a su más fiel escudero obedeciese ciegamente sus órdenes.
¿Qué había ocurrido aquella mañana en la cabaña de la pobre Marcelina?
Un arrogante mancebo, vistiendo al uso de los soldados de la corte de Castilla y seguido de un esclavo negro, montados en briosos caballos, se le había presentado.
Al principio, la mujer denotó el más terrible espanto al encontrarse ante aquellas fisonomías que su cerebro conservaba impresas en un día de entero luto, pero tranquilizándose a medida que la conversación se animaba, escuchó los proyectos del joven, aprobándolos en silencio, y concluyendo por decir:
—La Santa Virgen de la Consolación nos favorecerá en nuestra empresa. Corramos a ver la amada de mi alma.
IV
Llevemos nuevamente al lector al palacio de Hamet. En el extremo de los jardines y penetrando en el cerro que los resguarda, existía un oculta mazmorra, donde encerraban a los míseros cautivos.
Mas el sitio ha sufrido una transformación encantadora.
En vez de cadenas o señales de tortura, las paredes están cubiertas de riquísimos damascos, tupida alfombra tapiza el pavimento, y suave perfume llena los ámbitos. En lugar de gritos de desesperación de los que sufren, se oyen tenues, pero dulces voces que murmuran plegarias, y en el fondo, bujías aromáticas iluminan un pequeño altar, donde la imagen de la Santísima Virgen presta su divina protección a los que la imploran
Arrodilladas se encuentran Isabel y Marcelina. —21— El moro las contempla con afanosa mirada, y a lo lejos el esclavo etíope, desenvainado el alfanje, guarda el sitio del misterio, que nadie, bajo pena de su vida, puede descubrir.
Los ojos de la niña demuestran más tranquilidad de espíritu. No los aparta de la sagrada imagen; mientras que la buena anciana cruzando las manos, espera se realice el milagro apetecido.
Ella se levanta de repente, un vivo rubor colora sus mejillas; y arrojándose en los brazos de Marcelina, la dice:
—¿Dónde estoy? Esta no es la capilla de la casa de mi padre, pero mi amada Virgen y mi buena aya, no me han abandonado.
—Nada temas, hija querida, aquí y en todas partes, su sagrada protección te cobija.
El gallardo musulmán se acercó entonces, antes que Isabel diera señales de temor. Antes por el contrario, señalándole a Marcelina, añadió:
—También recuerdo que siempre habéis querido mitigar mis pesares.
—Y esa será mi ocupación mientras aliente, contestó el enamorado joven; y suspirando, repuso: Si es que no me aborrecéis y me permitís que viva a vuestro lado.
Isabel le tendió la mano. Lentamente le condujo al altar, e inclinándole le dijo:
—Pedid a mi divina Protectora lo que ella únicamente puede otorgaros.
Pasaron algunas semanas. La bella cautiva recobró —99—por completo la salud, y Hamet, a quien sus deudos suponían encerrado en su vivienda, y sumido en honda amargura, empezaba a gozar de la más inefable de las dichas.
Una tarde, al ocultarse el sol en el lejano horizonte, dorando los altos picos de la sierra de Parapanda, se reunierose el jardín los jóvenes y la anciana.
—Hoy me despido de mis flores, murmuró ella, y sin embargo....
Hamet tembló como temiendo vacilase la razón de la cristiana, la que lanzando suspiros, aunque débiles, expresaba un deseo que no podía satisfacer.
—Amado de mi corazón, dijo al guerrero; busco una que llevarme como testigo de mi recobrada felicidad, y no la hallo. Tus flores aún no están purificadas. Y una sombra oscureció su frente; y empezó a vagar por las calles de rosales, como en los días de su fatal locura.
Marcelina caminaba detrás sollozando, y Hamet en el parasismo[14] de su dolor, alzando la vista al firmamento se le oyó decir:
—Santa Madre de los afligidos, haced el milagro que os pedimos, ya que vuestra bondad es infinita.
Cuenta la tradición, que apiadada la Virgen del arrepentido musulmán, y para arraigarlo en su fe, hizo que repentinamente bajara una nube envolviendo en tenue y celeste gasa los jardines. Que enseguida, Isabel exclamó:
— Por fin encuentro las rosas azules dignas de —23— ser colocadas en el altar de la Virgen sin mancilla.
Y apresurándose a formar un ramo, se dirigió llena de placer al oculto oratorio.
Al amanecer del siguiente día, y ocultándose de todos, un grupo de cuatro personas de distinto sexo, marchaba con rapidez hacia la frontera.
¡Siempre la fuerza del amor ha sido invencible! El sabio Mahomet perdía una de sus mejores lanzas, y el rey cristiano adquiría en cambio un denodado capitán, que ostentando una roja cruz al pecho, pasaba a establecerse con ricos tesoros en las comarcas de la otra orilla del Ebro.
V.
Bajando la cuesta que termina en la puerta Monaita, y entrando en la de la Alhacaba, a mano derecha se ve un extenso huerto, poblado de punzantes nopales, y que pertenece a una humilde familia de jornaleros, que lo deja destruirse poco a poco.
¿Quién había de figurarse hoy ante aquellas miserables ruinas, que aquel sitio se levantara, hace algunos siglos, el palacio suntuoso del caudillo Aldoradin?
Y sin embargo, nada más cierto. Aún puede verse la oculta cueva incrustada en las entrañas del —24— cerro a que da nombre la iglesia de San Cristóbal, y donde se supone acaecido lo que se refiere en esta leyenda.
Otros vestigios no se descubren, más señales no pueden aparecer ante la vista; pero bajando, como yo lo he hecho, a las altas horas de medrosa noche, cuando las tinieblas dan al contorno un colorido vago y fantástico, deteneos ante el derruido arco de lo que fuera portón en otras veces, subid un poco hasta las pobres viviendas, y tal vez entre la yerba menuda que brota debajo de las chumbas, descubran vuestros ojos algún olvidado capullo, que os parezca, como a mí, vástago todavía de los rosales azules de Isabel.
¡Y es, que este purísimo color, nunca logrado en la tierra, está reservado solamente para los cielos, donde se halla la verdadera felicidad!
FUENTE
Afán de Ribera, Antonio Joaquín, Los días del Albaicín: tradiciones, leyendas y cuentos granadinos, Granada: [s.n.], 1886 (Imp. de La Lealtad), pp.7-24.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
NOTAS
[1] Adalid: guía, caudillo, jefe.
[2] Marlota: vestidura morisca, a modo de sayo baquero, con que se ciñe y ajusta el cuerpo. (Diccionario de la lengua española, RAE)
[3] Alquicel: vestidura morisca a modo de capa, comúnmente blanca y de lana. (Diccionario de la lengua española,RAE)
[4] Alfanje: especie de sable, corto y corvo, con filo solamente por un lado, y por los dos en la punta. (Diccionario de la lengua española, RAE)
[5] Gumía: arma blanca, como una daga un poco encorvada, que usan los moros (Diccionario de la lengua española,RAE)
[6] Agareno: de la estirpe de Agar, madre de Ismael, fundador del pueblo árabe.
[7] Hurí: cada una de las mujeres bellísimas creadas, según los musulmanes, para compañeras de los bienaventurados en el paraíso. (Diccionario de la lengua española,RAE)
[8] Castellana: habitante del castillo.
[9] Solair: Sierra Nevada.
[10] Walí: en algunos Estados musulmanes, gobernador de una provincia o de una parte de ella. (Diccionario de la lengua española,RAE)
[13] Renegados: los cristianos conversos al Islam.
[14] Paroxismo: exaltación extrema de los afectos y pasiones. (Diccionario de la lengua española, RAE)