Mahomet el bermejo
Había el sol transcurrido su carrera, la pálida luz de la tarde bañaba las elevadas almenas y pardos torreones del alcázar de Sevilla, y sus rayos reflejaban sobre las aguzadas picas de los guerreros que coronaban sus muros.
El rastrillo[1] se había levantado, y las avenidas estaban custodiadas con puestos avanzados; el mayor silencio reinaba así dentro como fuera del alcázar; los salones que conducían a la cámara de D. Pedro estaban ocupados por sus donceles y escuderos, a quienes acompañaban, aunque formando diferente sección, los oficiosos cortesanos.
En el último piso del edificio, hacia la parte del norte, tenía su morada un israelita de avanzada edad, médico y astrólogo del rey; la habitación estaba amueblada con sencillez, pero sin faltar ninguno de los elementos que constituyen los goces de la vida, sobre la mesa había colocados algunos manuscritos egipcios: instrumentos y máquinas astronómicas, cuyo uso era desconocido a los profanos; y en la bóveda se había practicado una abertura, desde la cual se descubrían fácilmente los astros.
Todo reposaba en la mayor calma y el hebrero solitario parecía absorto en la lectura de sus misteriosos volúmenes, cuando la mano de un extraño —66— que dio dos palmadas sobre sus hombros, le distrajo de su meditación.
— ¿Quién es el osado mortal que se atreve a interrumpir mis observaciones? exclamó con voz balbuciente y pintándose la cólera en su trabajado semblante.
—Calmaos, sabio Datán, contestó el desconocido y presentándose ante el astrólogo.
— El Dios de Moisés os bendiga, poderoso Chanciller[2], y derrame su cólera sobre vuestros enemigos; creí que algún escudero vendría a importunarme con sus necias consultas; por lo demás ya sabéis que la humilde habitación del judío Datán está vuestra disposición.
— Lo agradezco, venía solo a consultaros sobre un negocio de la mayor gravedad.
— Decid lo que gustéis; si os conduce a mi morada el deseo de que registre vuestro horóscopo y lea en él las desgracias que os amenazan, voy a disponerlo todo , y en el momento estará satisfecha vuestra ansiedad.
—No os molestéis, Datán: aun cuando fuese cierta vuestra ciencia jamás me valdría de ella para averiguar mi destino, sabéis que si bien ejercen esos jeroglíficos una poderosa influencia en el ánimo del monarca, nunca los he dado el menor crédito; se trata solo de que a favor de esa misma superstición le hagamos instrumento e nuestra grandeza: pero tiembla si meditases alguna traición; la menor palabra de mi sobrina sería bastante para derribar tu caduca cabeza, y hacerla servir de espectáculo al populacho; ya sabes lo que es Hinestrosa cuando se trata de sus intereses.
El hebreo se estremeció inclinando la cabeza en señal de aprobación.
—Escúchame, tienes una hija, según dicen, hermosa; pues bien, es preciso que salga del alcázar y no vuelva a presentarse en la corte. Sus gracias han llamado la atención del monarca y podría peligrar la privanza de mi sobrina.
—¡Mi hija! ¡mi hermosa Dolila separarla de mi lado para entregarla a manos mercenarias! no, Chanciller, pídeme la vida, pero déjame morir a su lado; que ella cierre mis cansados párpados, y riegue mi sepulcro con sus inocentes lágrimas.
—¿Y te atreves a contrariar mis deseos, maldecido Israelita? ¿sabes que una simple indicación de Dña. María de Padilla será suficiente para colgarte de una almena? decídete; o sale antes de una hora tu hija de Sevilla, o voy a buscar la orden para tu suplicio.
—Estoy pronto a complaceros —contestó el astrólogo pintándose la consternación en su semblante; ¡pero mi hija!...
—No temas; Dolila será depositada en el monasterio de Santa Clara y tratada con el mayor decoro; toma esta bolsa, contiene ciento cuarenta doblas[3], recíbela en recompensa de tus servicios, pero es preciso que obres en un todo con arreglo a mis designios.
Los ojos del hebreo brillaron al ver entre sus manos suma tan considerable; Hinestrosa le dio entonces sus instrucciones, al fin de las cuales añadió:
—Dentro de cortos momentos subirá S. A. como tiene de costumbre; comunícale esas nuevas como leídas en su horóscopo, procurando inclinarle a... ya sabes que tu cabeza depende del acierto con que manejes este negocio.
Los pasos de una persona que se acercaba obligaron al Chanciller a retirarse apresuradamente por una puerta secreta: el nuevo personaje entra, y el judío le saluda con la mayor sumisión.
— Datán, consulta inmediatamente mi horóscopo.
El israelita, después de contemplar largo rato los astros, se expresa en estos términos con acento solemne:
—Dos fenómenos presenta hoy el planeta que preside el destino de V. A.; aquella estrella que por la parte de Oriente se dirige hacia él, es la de —67—un príncipe poderoso que viene a pediros protección: hablo del usurpador Mahomet el Bermejo[4]: dentro de pocos días llegará cargado de considerables riquezas; ¡infeliz! no sabe que su destino le conduce a la muerte: ¿descubre V. A. aquella nubecilla que va empañando su brillo? pues anuncia la destrucción del rey Bermejo; debe morir en Sevilla, y el poderoso D. Pedro ser el instrumento de la venganza celeste.
El astrólogo calla, dirigiendo hacia el rey sus maliciosas miradas: D. Pedro guarda silencio y permanece absorto en sus meditaciones; pasados unos instantes exclama con resolución:
—Mahomet fue el asesino de su soberano, yo seré el vengador de Ismael: ¿qué más tienes que comunicarme?–
—La llegada del Maestre de Calatrava, añadió el hebreo con mal reprimida alegría: el rey Bermejo queriendo granjearse la voluntad de V. A. remite los prisioneros que hicieron sus tropas en el encuentro de Guadix
—Nada me importa, ya tengo reemplazado el maestrazgo, y sin embargo la estrella de D. Diego García de Padilla[5] se ostenta en todo su brillo, y sería peligroso.
El Rey no dio lugar a que continuase el astrólogo, y levantándose con precipitación salió del aposento.
— ¡Miserable mortal! exclamó el israelita; la superstición te arroja en mis brazos, y creyendo obedecer tu destino, eres el juguete de mis pasiones.
II.
La luna derramaba sus plateados rayos sobre las solitarias calles de ranada, y aquella ciudad tan popular, tan fecunda en aventuras y tan altiva con sus jardines y su Alhambra, yacía sumida en el mayor silencio: no parecía Granada sino la imagen de su hermosura, dibujada en la cristalina superficie del caudaloso Darro.
Un sarraceno de gallarda presencia cruza velozmente las calles y se detiene al pie de un elegante edificio, cuyas doradas rejas dejan ver entre los hierros sus pintadas celosías; el amante dirige hacia ellas sus negros y rasgados ojos, y lanzando un suspiro templa el laúd, cantando al compás melodioso de sus cuerdas las siguientes trovas.
Adiós, Zoraida, mi estrella,
señora del corazón;
Adiós, Granada, la bella,
morada de bendición:
Yo te vi, Zoraida, hermosa,
virgen pura del Genil,
lozana como la rosa,
como la palma gentil.
Yo vi tu blanda sonrisa,
la sonrisa del amor;
yo triunfé con tu divisa,
yo me vestí tu color.
Y en tus ojos virginales,
ansioso busqué mi bien,
de cien moros mis rivales
venganza tomé también.
¡Más ay! que la suerte impía
me lleva lejos de tí:
mal haya esa celosía
que te separa de mí.
Adiós, Zoraida, mi estrella,
señora del corazón;
Adiós, Granada, la bella,
morada de bendición.
El moro calló, y sintiendo pisadas cerca de sí, tantea su alfanje[6] resuelto a defenderse: un esclavo se acerca y le dice con acento misterioso: valiente Almanzor, retiraos inmediatamente o peligra vuestra cabeza; mi amo tiene apostados espías a fin de sorprenderos; Zoraida me ha entregado esta caja para tú, encargándome te defienda a todo trance: puedes contar con el brazo de Malek.
El sarraceno duda un momento; abre la caja, descubriendo en ella —68— una trenza de los hermosos cabellos de Zoraida, la aplica con delirio a sus abrasados labios, y le dice al esclavo:
—Malek, agradezco tu oferta, dile a tu señora que esta noche salgo para Sevilla en compañía de Mahomet, nuestro soberano; pero que dentro de tres días Almanzor será su esposo, o habrá dejado de existir.
Un suspiro se exhaló de su angustiado pecho, y tomando el camino de la Alambra desapareció.
En aquel suntuoso palacio, lleno de aromas y de placeres, y engalanado con todo el lujo oriental, se habían reunido los pocos sarracenos, que acompañando en su desgracia al rey Bermejo, estaban resueltos a seguirle. Este ambicioso moro que desde la simple clase de Arraez se había colocado sobre el trono de los reyes de Granada, asesinando a su soberano, lleno de consternación al saber que las tropas de D. Pedro entrando segunda vez por sus dominios habían tomado las principales plazas; y viendo por otra parte que los pueblos se pronunciaban en favor de Mahomad, su competidor, y hermano del difunto Ismael, toma la resolución de abandonar a Granada y ponerse a merced del rey de Castilla.
Efectivamente, en la noche del 18 de enero de 1362 sale de la Alhambra, y dirigiéndose a Sevilla, deja vacante el trono que tan ilegítimamente había ocupado.
III.
Dios te guarde, el de Albornoz.
— Y a vos también, señor Chanciller.
— ¿Qué nuevas corren por Sevilla?
—Bien pocas; los pecheros[7] se ocupan más de la exorbitancia de los impuestos, que de las intrigas cortesanas: a pesar de eso ha llamado bastante la atención la llegada del rey Bermejo, y la caída de un favorito.
—¿Y quién es el desgraciado?
—Suponía que estaríais más al corriente en este negocio que os interesa tan de cerca; la voz más válida con todos los círculos de la población era la del nombramiento de D. Iñigo López de Orozco[8] para el Maestrazgo de Calatrava, y la deposición de vuestro sobrino, el cual parece ser ha caído en la desgracia de S.A. por la derrota de Guadix.
— Es imposible, interrumpió Hinestrosa, cubriéndose su frente de una palidez mortal.
— Pues yo pondría mi destino de copero[9] a que D. Iñigo se calza con el Maestrazgo: su carácter afable se ha granjeado la voluntad de D. Pedro, y mucho temo que vuestro sobrino...
— Por mas valimiento que tenga el de Orozco con S. A. no será mayor que el de Dña. María, y bien puedes conocer que esta sabrá inclinar el ánimo de D. Pedro, y su hermano no será privado del Maestrazgo.
—Sin embargo no debéis confiar tanto en su privanza, y recordar que S.A. prefirió en cierta ocasión a D. Juana de Castro; tal vez podría suceder...
—Basta, no me recuerdes tan desagradable incidente: supongo que Mahomet, a quien se invitó para la cena, habrá llegado al Alcázar.
— Más de una hora a que entró acompañado del Maestre de Santiago y otros caballeros moros.
— Pues bien, retírate, que S.A.. no tardará en llegar. El page salió, y el Chanciller paseando a lo largo del salón agitaba en su cabeza mil planes ambiciosos, cuando la voz de un escudero que anunciaba la persona del Rey vino a distraerle. D. Pedro, a quien seguía un cortejo numeroso, entró en el aposento llevando a su derecha a Mahomet, cuarenta sarracenos le acompañaban, y en sus trajes brillaba toda la magnificencia oriental: la mesa estaba cubierta de manjares deliciosos, los vinos se servían con profusión, y la alegría animaba —69—el semblante de todos los concurrentes. El mismo Mahomet participaba de ella, bien lejos de sospechar que aquella noche sería la última de su existencia.
Concluido el banquete, Martin López de Córdoba, camarero de D. Pedro, se dirige al rey Bermejo y le comunica su prisión: un número considerable de ballesteros aparece a la entrada del salón, y a una seña de Inestrosa se apoderan de Mahomet y le conducen a la atarazana[10].
La noticia de su prisión se divulga en la ciudad a la mañana siguiente; los que se creen más iniciados en los secretos de la corte añaden que será decapitado; y esta nueva llena de admiración a los habitantes de Sevilla, que censuran amargamente la depravada conducta de D. Pedro.
La muchedumbre se agrupa en la plaza, que designan como destinada para la ejecución, y un rumor lejano, semejante al que producen las olas blandamente mecidas por la brisa, anuncia la llegada del rey Bermejo. Un asno es su cabalgadura, una túnica de escarlata su traje, y en tan degradante posición cruza las calles, sirviendo de escarnio al populacho que se agolpa por todas partes. El pregonero impone silencio para leer la sentencia, que está concebida en estos términos: El muy poderoso D. Pedro, rey de Castilla, ordena esta justicia, para ejemplar castigo de Mahonet, asesino de Ismael, su Rey y Señor.
Nada se volvió a saber de los desgraciados sarracenos que acompañaban al rey Bermejo. Una mañana se anuncia en Ronda un mensaje de Don Pedro; conducido su portador a presencia de Mahomad, le entrega una grande caja que lleva consigo, y desaparece: los ojos de aquel Príncipe brillaron con diabólica sonrisa, al descubrir en esta urna fatal la cabeza del rey Bermejo, y las de sus más decididos partidarios.
FUENTE
E. Vives “El rey bermejo”, El siglo XIX, vol. 1. 1837, pp. 66-69.
NOTAS
[1] Rastrillo: verja levadiza que defendía la entrada de las plazas de armas.(DRAE)
[2] Juan de Hinestrosa fue Canciller Mayor del Sello de la Poridad del rey D. Pedro I desde 1352.
[3] Dobla: moneda castellana de oro, acuñada en la Edad Media, de ley, peso y valor variables. (DRAE)
[4] La historia de Mahomet (Aben Alhamar, Halhamar, Muhammad Abü SacTd, el Bermejo), es referida por Jerónimo Zurita, Anales de la Corona de Aragón, (lib.9 c.37.fol.3o9.col.3), Ginés Pérez de Hita en las Guerras de Granada, y la Corónica del rey D. Pedro de Pedro López de Ayala.
[5] Diego García Padilla y Villágera, maestre de la Orden de Calatrava y hermano de la amante del rey, doña María Padilla. ambos, sobrinos de Juan de Hinestrosa.
[6] Alfanje: especie de sable, corto y corvo, con filo solamente por un lado, y por los dos en la punta. (DRAE)
[7] Pecheros: los que cobran el pecho, o impuesto
[8] Iñigo López De Orozco, que fue señor de Tamajón, apoyó al rey D. Pedro en la guerra contra Aragón y en la guerra contra los Trastamara.
[9] Copero: dignatario que en las cortes de los antiguos reyes servía a estos la copa en las comidas solemnes. (DRAE)
[10]Atarazana: lugar donde se guarda el vino en toneles. (DRAE)