LA
VIRGEN DE LA ALMUDENA.
TRADICIÓN MADRILEÑA.
I.
No voy a referiros, mis queridos lectores, uno de esos fascinadores cuentos que plumas mejor cortadas que la mía, en otras ocasiones ya os han descrito; no voy tampoco, en alas de una entusiasta fantasía, a pintaros héroes o a retrataros caudillos que en otro tiempo llenaron el mundo con la gloria de sus hazañas; esta sería para mí, os lo confieso francamente, una tarea ímproba[1], de cuyo resultado no me atrevería a salir responsable, vistas mis escasas facultades.
En todos los pueblos y en todas las edades han brotado y existido narraciones más o menos fantásticas, más o menos poéticas, según el sentido en que se interpretan o el espíritu de nacionalidad que las caracteriza.
En la Edad Media, en esa edad que aparece ante los ojos de la moderna civilización como un sombrío fantasma sumergido entre las tinieblas de la barbarie y la superstición, han nacido, sin embargo, los primeros elementos que, regenerando al hombre, fundaron ese lema de Religión y Patria, por el cual tanto debemos a nuestros abuelos.
Desde la amorosa cantinela, cuyas apasionadas trovas[2] cantadas al compás del laúd por algún errante bardo, aún parecen repetir los artesonados techos o las derruidas bóvedas de los ya destruidos castillos feudales, hasta la humilde conseja[3], cantada en las largas veladas del invierno con voz temblona por el anciano de cabellos blancos y respetuosa frente al resplandor del hogar de la familia, todas han tenido un mismo principio y un mismo fin: la fe, que hermanada con la superstición, han sido su primitivo origen. En cuanto a su término, solo las necesidades de la época en la cual nacieron han sido su mejor disculpa.
Quizás la sonrisa del incrédulo o la desaprobación del positivista se cebe en tan sagrados recuerdos, pero ningún corazón que posea la nobleza y el amor del país que le vio nacer, dejará de sentir un fervor respetuoso al escucharlas por primera vez.
Las tradiciones son el compendio de una historia. España en sus largas luchas con los enemigos de su religión, encierra un sinnúmero de ellas; nuestros católicos antepasados más de una vez sintieron renacer el valor en su pecho con tan preciosas memorias; bajo la acerada cota[4] del guerrero de Castilla siempre encontraron un eco favorable. Si esto no basta, al menos, ya que pequemos de desconfiados, no seamos desagradecidos a aquellos que al precio de su sangre compraron la tierra que hoy nos sirve de sustento.
II.
Era a principios del siglo VIII. Aún no se había extinguido por completo el estruendo que produjo el total desmoronamiento de la monarquía goda. Aún las aguas del Guadalete arrastraban en su curso los mutilados restos del adúltero soberano y las reliquias de sus degenerados vasallos.
Una por una fueron cayendo las ciudades de la Península en manos de los hijos del desierto.
La media luna[5] se ostentaba triunfante donde poco ha el signo de la Redención[6] del mundo levantaba sus piadosos brazos.
Al devoto tañido de los bronces, había sustituido la chillona voz del muzzin musulmán.
Los templos perdieron sus labradas agujas y sus atrevidos arcos, para ceder su paso a la vez a los graciosos minaretes[7] y pintados arabescos.
A la voz de No hay más que un solo Dios único y trino, sustituyóse la de Aláh es Dios y Mahoma es su Profeta.
España fue árabe. El cristianismo había desaparecido ante las cimitarras[8] de los soldados de Muza, pero el Rey de todo lo creado se dignó tender una mirada de misericordia a tan desventurada nación, y creó un Pelayo en las escabrosidades de una Covadonga.
Entre los últimos pueblos que cedieren ante la fuerza de las huestes[9] sarracenas[10], se contaba uno, situado en el centro de la Península y reclinado muellemente a las orillas de un río, cuyas pacíficas aguas más bien le servían de belleza que de natural defensa.
Medio oculto por un lado entre los espesos jarales y madroños que brotaban por diversos puntos, parecía, con sus puntiagudas almenas y robustos torreones, el asilo postrero de los infortunados hijos de Witiza.
Este pueblo era el Mantua de Cartago, Matritum de Roma y el Magherit poco después bajo la dominación mahometana. A él vamos a trasladar a nuestros lectores a fines del siglo VII.
III.
Amanecía. Todo estaba sepultado en el más profundo silencio en la murada villa.
Al través de las sombras, que aún envolvían como un sudario los edificios, se alzaba un objeto informe, pero de majestuoso aspecto: era el Alcázar. Las flores inclinaban dulcemente sus perfumados cálices, desprendiendo liquidas perlas del rocío bienhechor que las abrasadas arenas absorbían con avidez.
El céfiro[11] matinal conmovía perezosamente el esbelto talle de la flexible caña y la fresca juncia[12], que en diversos grupos bordaba la ribera del pacífico Manzanares.
Allá a lo lejos, detrás de los negruzcos picachos de la sierra vecina, una opaca claridad que iba lentamente desarrollándose hasta tomar la forma de una cinta de fuego, anunciaba la salida del rey de los astros.
De vez en cuando solo llegaba a interrumpir la calma de la naturaleza la melancólica voz del soldado godo, que vigilaba desde la almena.
Alguna hoja que otra, impelida por la brisa, revoloteaba un corto trecho y concluía por caer al pie del arbusto que la vio nacer.
El ruiseñor lanzaba sus últimos trinos bajo las ramas del sauce oculto entre la espesura de los olivos.
Reinaba el más profundo silencio.
Todo era misterio y soledad.
La luna en tanto iba ocultando su rostro bajo el azulado velo del crepúsculo matinal.
El cierzo[13] helado de la mañana hacia arrebujarse en sus capas a los soldados que guardaban los portillos.
Y en tanto el coro de los pintados pajarillos, con sus arpadas lenguas, saludaban llenos de regocijo la llegada del nuevo día.
IV.
Las blancas tiendas de los hijos del desierto, semejantes a una bandada de palomas se extendían de la otra orilla del Manzanares, ya ocultas entre los matorrales y bosquecillos de madroños que por doquier[14] alfombraban la ribera, o ya tendidas perezosamente sobre la esmeralda de los prados.
En el centro del campamento árabe una tienda de mayor magnitud y riqueza que las demás ostentaba con ademán soberbio el rojo pendón[15] musulmán, que el soplo del aura perfumado desplegaba caprichosamente.
Algunas avanzadas de jinetes berberiscos[16] caracoleaban a la orilla del rio, contemplando con curiosidad y avidez el pequeño Magherit, a quien por última vez quizá tenía con sus dorados rayos el sol de la independencia.
Las huestes africanas habían resuelto atacar decisivamente la villa durante las primeras horas del día.
Numerosas partidas de guerreros de blanco alquicel[17] y rojo turbante surgían como por encanto de diversos puntos a la vez.
Los añafiles[18] y tambores moriscos llamaban a la próxima lucha a sus diferentes tribus.
Un terrible círculo de enemigos envolvía a la ciudad cristiana, oprimiéndola cual un fuerte y destructor anillo, desde el portillo de Balnabú hasta el torreón de la Vega.
Los madrileños por su parte no se habían descuidado tampoco en apercibirse para una resistencia heroica y desesperada.
Todas las materias combustibles y mortíferos aparatos de la época eran conducidos con patriótico entusiasmo, ya por las manos del robusto y esforzado campeón, ya por las tiernas y delicadas de la hermosa o inocente doncella, o las puras del infante y débiles del anciano.
Las escasas tropas reales, que a la sazón guarnecían la villa, escuchaban con el más fervoroso recogimiento y con esa fe y devoción propia de la edad media, una misa solemne que el clero parroquial de Santa María celebraba en demanda de auxilio a la Reina de los Ángeles.
¡Sublime espectáculo era el que presentaba aquel puñado de guerreros, encanecidos y de tostados semblantes por el fragor de las batallas, prosternados ante el Señor de los ejércitos, y prontos a derramar gozosos su noble sangre en el altar de la patria y en aras de su amada independencia!
¡No hay cosa más digna de admiración en toda nuestra historia, que aquel grandioso espíritu de fe, que latiendo en el corazón de nuestros antepasados, y dándoles valor y abnegación, les impulsó a lanzarse a la reconquista de su país, creando las magníficas epopeyas de una Covadonga, un Clavijo y unas Navas de Tolosa!
En tanto los moros, extendidos a todo lo largo de la ribera, solo esperaban impacientes una señal para vadear el río y lanzarse al asalto de la plaza.
El sol en todo su esplendor doraba majestuosamente las cúpulas y torres de la villa, despidiendo radiantes destellos al herir con sus rayos los ferrados[19] cascos y aceradas cotas de los combatientes.
Por fin las dos razas enemigas iban a disputar la victoria con todo el furor y coraje peculiar de aquellos tiempos.
De improviso inunda el aire el eco de los instrumentos bélicos sarracenos, y a modo de torrente destructor que asola todo cuanto encuentra al paso, luchan jinetes y corceles con la impetuosidad de la corriente, cubriéndose las túnicas y jaeces[20] de blanca espuma, bajo una granizada de saetas[21] que de toda la línea de las murallas le arrojan los cristianos.
La vanguardia musulmana, vadeado el Manzanares, se precipita a la carrera por las empinadas colinas, lanzando gritos de rabia y triunfo.
Llegan los más animosos al pie del muro y plantan multitud de escalas[22], que un momento después se ven atestadas de soldados.
La sangre enrojece las picas[23] castellanas y las corvas cimitarras[24] africanas, las escalas se doblan bajo el peso de los sitiadores, y estallan, arrojando al foso o estrellando contra la muralla a multitud de desgraciados.
Las máquinas de sitio derriban con estrépito un trozo de muro, a fin de facilitar un portillo libre a los muslimes[25].
Mas ¡ay!, tanto valor era inútil por parte de los cristianos; su número iba disminuyendo considerablemente, al paso que la fuerza de los sarracenos se aumentaba con nuevos tercios[26] llegados de Toledo y de Valencia.
El valeroso alcaide de Magberit dirigió una dolorosa mirada a los valientes que le restaban, y arrancando de la almena el pendón castellano, blandiendo una pesada maza [27]se precipitó en lo más recio de la refriega, cayendo por último cubierto de heridas, pero coronado de la gloria de los héroes y la palma de los mártires.
Los moros ya habían logrado franquear los primeros parapetos[28], y la lucha tomaba un carácter de barbarie y vandalismo digno de aquellos infieles.
Los madrileños iban cayendo uno a uno, defendiendo palmo a palmo cada pulgada de terreno conquistado.
Arrojados de sus primeros puestos, se habían refugiado bajo el Almuden[29] de la villa, y encerrando allí a sus familias, se separaron a intentar un último y desesperado esfuerzo.
Pero estaba escrito por la inmutable mano del destino que antes de esconderse el sol en Occidente habían de caer en manos de los infieles.
Visto lo inútil de su resistencia ante la superioridad del ejército sitiador, resolvieron, antes de que entrasen en la villa talando y saqueando, ebrios con la victoria como estaban, esconder aquellos de los principales objetos sagrados del culto, y cuya profanación era segura si los dejaban abandonados en manos de los vencedores musulmanes.
En tanto que unos resisten los ataques cada vez más formidables de los moros, los otros se dedicaron a cumplir esta misión importante.
La fe, ese destello sublime de la Omnipotencia, a cuya luz se despejan las tinieblas que confunden el corazón de la humanidad en los abismos de la duda, fue el último elemento de vida que se levantó en todos los pechos a un mismo tiempo.
Existía desde tiempo inmemorial en la Iglesia parroquial de Santa María una bellísima imagen de la Virgen María, tenida en gran veneración por los cristianos.
La tradición nada nos dice acerca de quién la esculpió: las opiniones que más se acercan a la verdad son que fue tallada por San Lucas, y traída a Madrid posteriormente.
En cuanto a la materia de que está forjada, es olorosa y suave, particularidad de ciertas maderas de árboles solo nacidos bajo el sol de Oriente.
Para que esta santa imagen no cayese en poder de los bárbaros, y la quemasen o la destrozasen como habían hecho con otras cosas sagradas, trataron el clero y el pueblo unidos de darla un asilo a la profanación que le amenazaba.
Mientras los unos luchando con heroísmo hacían de sus propios pechos muralla contra los sarracenos, los demás, tomándola en andas[30] respetuosamente, y habiendo hecho antes una larga oración en su venerable presencia, con lágrimas que en abundante llanto destilaban sus ojos, la llevaron a aquella parte del muro que estaba cercano, y que precisamente era el Almuden de la Villa.
Colocáronla en un nicho, que abrieron en el sitio que menos sospecha inspirase, poniendo cual última prueba de su amor y respeto a sus dos lados dos velas encendidas.
Apenas el último golpe de piqueta[31] anunció que la piadosa obra estaba terminada, cuando los musulmanes entraron en la villa.
Escrito estaba que Madrid había de correr la misma suerte que las demás ciudades del imperio godo.
Cuando el sol lanzó sus últimos resplandores, solo se distinguía a la incierta luz del crepúsculo tremolar la media luna en el torreón del Alcázar.
El alerta de los centinelas se confundió con el lamento de sus moribundos defensores.
Todo había concluido ya.
V.
Madrid permaneció tres siglos y medio en poder de los califas del reino de Toledo.
Los disturbios y banderías que se suscitaron a la venida de Abderramán I, y las continuas revueltas de los reinados de sus ambiciosos sucesores, hicieron de la villa un lugar importante, que sirviendo a la par que de avanzada en las tierras de Castilla, desempeñaba en sus continuadas luchas civiles un papel no menos importante.
El emir Alrnumenin la concedió privilegios en premio de los servicios que en sus anteriores campañas le prestaran sus habitantes.
Tiempo hacía ya que en sus altos minaretes y robustas torres no se había escuchado ningún grito de alarma de los atalayas[32], cuando una tarde fría y nebulosa, en que ya los moribundos rayos del sol apenas bastaban para dar una luz imperfecta a la faz de la tierra, se alzaron con estrépito los rastrillos y puentes levadizos para dar paso a un aterrado musulmán que de tierras de Toledo venía.
A la sazón[33] que se abrían las puertas de la villa para dar paso al mensajero, un punto oscuro, que más tarde fue desarrollándose hasta convertirse en una enorme masa informe, iba por diversos puntos a la vez invadiendo las riberas del pacífico Manzanares.
La profunda oscuridad de la noche, junta con la niebla que envolvía en una densa oscuridad todos los objetos, no permitió distinguir a los sarracenos el peligro que les amenazaba.
De pronto entre aquella masa negra surgió un vivo resplandor seguido de otros mil, y entonces pudieron contemplar, aterrados a la luz de las hogueras de los vivac[34], las blancas tiendas de un campamento cristiano.
Don Alfonso VI, después de la muerte de su amigo y bienhechor Almenon, sitió y conquistó a la imperial Toledo. Talando y saqueando los pueblos enemigos, llegó con sus victoriosas huestes hasta los muros de Madrid, donde ordenando su ejército y confiando la dirección del mismo al Cid Rui Díaz de Vivar, se preparó a dar, un asalto general por todos los puntos más débiles de la muralla.
He aquí sobre poco más o menos lo que sucedía, y lo que el árabe fugitivo anunció a los defensores de la ciudadela.
La estrella del mahometismo se había eclipsado ya.
La unión y la fe de los cristianos, y la desmoralización y soberbia de los moros, aseguraban el triunfo de los primeros.
Dios se compadeció de Madrid.
Después de obstinada resistencia, tuvo que ceder la numerosa guarnición ante el valor y la constancia de D. Alfonso.
Tomado Madrid por tan valeroso monarca, este, llevado de su natural piedad, trató luego de purificarlo y restaurarlo de la inmundicia musulmana, consagrando el templo de Santa María, que había sido mezquita de los moros, desde su entrada en la villa, y dando gracias al Altísimo con un solemne Te Deum[35] por tan señalada victoria.
Había quedado entre los fieles una confusa noticia de que en aquella misma iglesia había sido venerada una imagen de María Santísima, y aún se asegura por algunos autores que el rey había ofrecido buscarla con todo cuidado, si Dios le daba victoria de los bárbaros sarracenos y le hacía señor de tan noble villa.
Para alcanzar del cielo tan señalada merced, ya que otras diligencias habían sido infructuosas, se ordenó que toda la nobleza, clero y pueblo, acudiese al Señor con fervientes súplicas, ayunos y otras penitencias, y celebrar por último en masa una procesión general, en que todos fuesen suplicando se dignase la Providencia descubrir el tesoro que anhelaban.
Ordenóse tan acertada y solemne idea, empezando la procesión en la iglesia de Santa María, y caminando extramuros, con ánimo de rodear toda la circunferencia de la muralla.
Alfonso VI iba poseído del mayor fervor religioso, acompañado del rey D. Sancho de Aragón y Navarra, de los infantes D. Fernando Carvajal y don Martín, a quienes seguían varios prelados y señores de la corte, entre los cuales se hacía reparar por su gallardo y marcial semblante el Cid Rui Díaz de Vivar.
Las músicas religiosas y el canto de los salmos absorbían el espíritu de los circunstantes en un celestial arrobamiento, que daba un aspecto místico y misterioso a la devota procesión.
Las campanas de la villa lanzaban regocijadas y llenas de júbilo sus metálicos sonidos, cual si con ellos quisieran presagiar algún fausto[36] suceso.
Ese silencio inexplicable que preside los grandes acontecimientos, se dejaba sentir en todo el circuito de la villa.
Era evidente que todos esperaban un milagro.
En tanto la procesión había pasado bajo los muros del Alcázar, y daba vuelta a la Vega.
El sol, reflejándose en las joyas de los estandartes e imágenes, hacia resplandecer los brillantes cascos de los guerreros en mil chispas de oro.
Llegados al pie del Almuden, donde tres siglos antes sus antepasados habían encerrado la imagen, todos los concurrentes, como si obedeciesen a un impulso superior que les gritase en el fondo del alma, cayeron postrados de rodillas, y con lágrimas en los ojos entonaron una letanía[37] demandando a la Reina de los Ángeles se dignase dispensarles tal gracia.
Apenas los primeros cánticos se habían perdido en la región del viento, cuando ¡oh prodigio!, se dividió por sí propio el muro, y vieron todos la milagrosa imagen que buscaban, la cual tenía a sus dos lados las dos velas encendidas que trescientos sesenta y nueve años antes habían colocado sus mayores.
No se puede explicar con palabras el consuelo y regocijo de aquel piadoso monarca, de los prelados, nobleza y pueblos al ver tan singular maravilla.
Acercábanse todos a porfía[38] por ver más de cerca y adorar la santa imagen, admirando que en tantos años como había estado oculta en aquella oscura y lóbrega estancia, no hubiese padecido el menor deslustre su hermosísimo semblante.
Aunque el rey deseaba trasladarla acto continuo a su primitivo lugar, no obstante, para que la traslación fuese más solemne, no se verificó hasta el otro día, donde con gran pompa y magnificencia fue, después de paseada en triunfo por todas las calles de Madrid, colocada en su trono, que es casi el mismo que hoy ocupa en su primitiva iglesia, siendo venerada desde entonces con el título de la Almudena, por ser así llamado el sitio donde estaba oculta.
Almuden, alholí o albóndiga, palabras árabes que significa el recinto donde se guarda el trigo, y de la cual todavía conservamos en algunos pueblos cierta medida de granos con el nombre de almud, es la etimología que más se aproxima a facilitar una explicación a semejante título.
Colocada la antigua imagen en su primitivo trono y altar, todos los reyes se esmeraron a porfía en adornarla y enriquecerla con presentes de lámparas, cálices y demás ornamentos sagrados, o colgando de sus sagradas paredes las banderas y estandartes ganados a los moros, cual un testimonio de fe y de patriotismo.
Desde su aparición han pasado ya cerca de ocho siglos, y sin embargo, su recuerdo vivirá imperecedero en el corazón de los madrileños.
Allá cuando en las tardes de verano alumbra el sol con sus últimos destellos, tiñendo de púrpura y grana el horizonte, y cuando fatigado de un largo paseo se sube por la Cuesta de la Vega, lo primero que se distingue son los dos mezquinos farolillos que señalan y recuerdan su aparición, ¿Qué impulso secreto se alza desde el fondo del corazón, que hace entonces descubrir nuestra cabeza y murmurar una oración? ¡Oh! Esto se siente, pero no se explica.... Es la religión, es la fe.
¡Feliz el pueblo que tan gloriosos recuerdos tiene en los días de amargura donde volver los ojos!
FLORENCIO ÁNGEL GAMAYO
Edición: Ana María Gömez-Elegido Centeno
[1] Dicho del trabajo o de un esfuerzo: Intenso, realizado con enorme aplicación.
[2] Canción amorosa compuesta o cantada por los trovadores.
[3] Cuento, fábula o patraña de sabor antiguo.
[4] Arma defensiva del cuerpo usada antiguamente, que en un principio era de cuero y guarnecida de cabezas de clavos o anillos de hierro, y más tarde, de mallas de hierro entrelazadas.
[5] Islamismo (religión de Mahoma).
[6] En la Iglesia católica, salvación del género humano llevada a cabo por la pasión y muerte de Jesús.
[7] Alminar: Torre de las mezquitas, por lo común elevada y poco gruesa, desde cuya altura convoca el almuédano a los musulmanes en las horas de oración.
[8] Sable corto, de hoja curvada y ensanchada hacia la punta, que usaban turcos, persas y otros pueblos orientales
[9] Ejército en campaña.
[10] Mahometanas.
[11] Tela de algodón casi transparente y de colores variados.
[12] Planta herbácea, vivaz, de la familia de las ciperáceas, con cañas triangulares de 80 a 120 cm de altura, que tiene hojas largas, estrechas, aquilladas, de bordes ásperos, flores verdosas en espigas terminales, y fruto en granos secos de albumen harinoso. Es medicinal y olorosa, sobre todo el rizoma, y abunda en los sitios húmedos.
[13] Viento septentrional más o menos inclinado a levante o a poniente, según la situación geográfica de la región en que sopla.
[14] Por cualquier lugar o por todas partes.
[15] Insignia semejante a la bandera, de la cual se distingue en el tamaño, pues es un tercio más larga que ella, y redonda por el pendiente.
[16] Bereber (natural de Berbería).
[17] Vestidura morisca a modo de capa, comúnmente blanca y de lana.
[18] Trompeta recta morisca de unos 80 cm de longitud, que se usó también.
[19] De hierro.
[20] Adorno de cintas con que se entrenzan las crines del caballo.
[21] Flecha (arma arrojadiza).
[22] Escalera de mano, hecha de madera, de cuerda o de ambas cosas.
[23] Especie de lanza larga, compuesta de un asta con hierro pequeño y agudo en el extremo superior, que usaban los soldados de infantería.
[24] Sable corto, de hoja curvada y ensanchada hacia la punta, que usaban turcos, persas y otros pueblos orientales.
[25] Musulmán.
[26] Cuerpos de tropa.
[27] Arma antigua de palo guarnecido de hierro, o toda de hierro, con la cabeza gruesa.
[28] Terraplén corto, formado sobre el principal, hacia la parte de la campaña, que defiende de los golpes enemigos el pecho de los soldados.
[29] Ciudadela (recinto de fortificación permanente en el interior de una plaza, que sirve para dominarla o de último refugio a su guarnición).
[30] A hombros o en vilo.
[31] Herramienta de albañilería, con mango de madera y dos bocas opuestas, una plana como de martillo, y otra aguzada como de pico.
[32] Hombre destinado a registrar desde la atalaya y avisar de lo que descubre.
[33] En aquel tiempo u ocasión.
[34] Campamento militar instalado de manera provisional para pasar la noche al raso.
[35] Te Deum (latín: ‘A ti, Dios’, primeras palabras del cántico). Es uno de los primeros himnos cristianos, tradicional de acción de gracias.
[36] Feliz, afortunado
[37] Oración cristiana que se hace invocando a Jesucristo, a la Virgen o a los santos como mediadores, en una enumeración ordenada.
[38] Con emulación y competencia.