DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Semanario Pintoresco Español, 43 [22/10/1848], 339-343.

Acontecimientos
Asesinato ordenado por el rey
Personajes
Fernando IV, el Emplazado, hermanos Carvajal.
Enlaces
La venganza de los hombres por la justicia de Dios

Sigue la traducción de “Los hermanos Carvajales”, en La España romántica: Colección de anécdotas y sucesos novelescos sacados de la historia de España. Obra escrita en inglés por Don Telesforo de Trueba y Cossío, puesta en castellano por D. Andrés T. Mangláez. Barcelona, Sellas y Oliva, 1840, III, 9-38. Versión algo abreviada de “The brothers Carbajal”, The Romance of History. Spain, by T. de Trueba. London, 1830, II, 188-222.

LOCALIZACIÓN

MARTOS

Valoración Media: / 5

Justicia de Dios

 

          Era de noche. El tiempo estaba revuelto y borrascoso, soplando tan recio vendaval que se hallaban enteramente desiertas las calles de la ciudad de Palencia. Ningún ser humano se mostraba en parte alguna, exceptuando solo un mísero mendigo, quien se había albergado bajo unos soportales, a la inmediación del real Palacio. Mas el temporal era tan deshecho, que a pesar de la suma fortaleza de este infeliz y de su hábito a resistir la intemperie, apenas pudiera soportar la violenta lucha de los elementos. Por fin apaciguóse esta un tanto: el viento comenzó a ceder, y, en breve, únicamente quedó del tumulto pasado una lúgubre y densa oscuridad.

En aquel momento divisó el mendigo dos figuras que se movían en la sombra, pasando desde el otro lado de la calle, hasta el sitio donde él estaba acobijado; pero la suma lobreguez de la noche no le permitió reconocer su traza, y solo pudo columbrar que eran dos hombres embozados en sus capas. Desde luego se excitaron las sospechas del mendigo, en vista de la singular apostura de aquellos misteriosos personajes; sin embargo, como lo miserable de su condición le hacía superior a todo recelo o temor de ser robado, entregóse exclusivamente su alma a la curiosidad más vehemente. Agachóse cuanto pudo en su escondite y, prestando atento oído, percibió la conversación que entre sí tenían aquellos dos embozados.

—No puede haber salido todavía, dijo uno de ellos; las once no han dado aún y, además, la tempestad que ha descargado le habrá detenido en Palacio.

—¡Vive Dios que la noche ha estado buena! Exclamó el otro... ¡Qué tempestad tan recia! ¡Y qué viento tan atroz!

—Es verdad; pero nos ha servido a pedir de boca despoblando todas las calles.

En aquel instante dieron las once: los dos apostados hicieron movimiento, y uno de ellos dijo en voz muy baja:

—Vamos, acerquémonos a Palacio, no sea que se nos escape nuestro hombre.

Diciendo esto se encaminaron lentamente hacia el punto que habían designado, dejando estupefacto a nuestro buen mendigo.

—¡Gloriosísimo San José! -murmuró haciéndose mil cruces-, ¡qué intento llevarán esos desalmados!... ¡Si querrán matar al Rey Fernando! ¡Es tan joven todavía!... Pero, aunque esto así fuese, ¿qué me importa o toca a mí?... Dicen que es un solemne tragón, y a fe mía que yo me muero de hambre... Y luego, si le matan, no faltará otro que le remplace y por cierto que poco perderé en el trueque... Además, bueno será ante todo que yo me ponga en franquía, pues si estos señores llegasen a verme, no sería extraño que me dispensaran los favores que preparan para otros que valen harto más que yo.

Así reflexionaba nuestro descamisado filósofo, en tanto que los dos embozados iban acercándose a Palacio; pero la oscuridad era tan completa que el mendigo les perdió luego de vista. Pocos instantes habían trascurrido, cuando percibió un rumor sordo, terminado con un profundo gemido, cual de un hombre que acabara de ser herido de muerte.

—¡Dios me valga! exclamó el mendigo, ya han hecho su tropelía enviando sin duda alguna alma al otro mundo... Dios le perdone y me perdone a mí mis muchas culpas y pecados.

En esto aparecieron los dos desconocidos, quienes se ocultaron presurosamente bajo de los soportales.

— Escóndemonos aquí, dijo uno de los dos con voz agitada; si corriésemos por la ciudad podríamos excitar sospechas, y tal vez hallaríamos a alguno que....

—¿Crees que aquí estaremos seguros? Preguntó el otro fugitivo.

—Sí, la misma oscuridad nos protegerá.

—Así me parece, pensó el mendigo encogiéndose más y más.

—¿Y si principian a hacer pesquisas? observó uno de los asesinos.

—Nunca pensarán que nos hallamos tan cerca, respondió el que mostraba más confianza.

—¿Te parece si el golpe habrá sido bastante bien dado, para asegurar la muerte de nuestra víctima?

—Nunca vaciló mi brazo, y mucho menos cuando la memoria de mil injurias, atizaba su violencia.

— Entonces, a Dios gracias, ¡estaremos vengados!

—Sí, desapareció ya el único obstáculo que contrariara la dicha de un Carvajal.

En aquel instante se oyó un confuso ruido hacia la parte de Palacio, percibiéndose poco después mucha claridad y un gran correr de personas.

—Bien pensado, dijo uno de los homicidas, mejor será que nos vayamos a otra parte, pues que podríamos ser descubiertos.

—Es verdad, razonó el otro, vale más que nos alejemos de este sitio.

Diciendo esto salieron cautelosamente de su escondite, encomendando su salvación a una rápida fuga.

—Gloriosísimo San José -repitió el mendigo lleno de asombro... ¡quién pensara jamás que los nobilísimos hermanos Carvajales fuesen unos asesinos nocturnos!... ¡Cómo cambian los hombres!... Y ahora, ¿quién podrá ya asegurarme, que mañana no haga yo también alguna diablura?

En esto se aproximaban las hachas y faroles, hacia los soportales donde se abrigaba nuestro menguado Zarrapastroso.

—Por aquí, por aquí, dijo una voz... Mirar bien por esos porches.

—En efecto, gritó otro, quizás se hayan escondido.

—Me parece que veo algo, exclamó el primero que había hablado... mirad bien... ahí... creo que es un perro.

—Sí, pensó el mendigo, perro soy y el más miserable de todos los perros.

—¡Dios eterno! gritó uno de los que estaban alumbrando a los pesquisidores... ¡Es un hombre! ¡Uno de los asesinos!... Hace ahora como que duerme, pero no le han de valer sus tretas... Vamos, mi amo, añadió pegando un puntapié al mendigo... arriba señorito, u os arrimo con mi hacha tan sendo linternazo, que se os quite el sueño para toda la vida.

Poco satisfecho el mendigo con el giro que tomaban las cosas, se levantó sin hacerse más de rogar, y, dirigiéndose hacia las personas que le rodeaban, comenzó a perorar del modo siguiente:

—Cuidado, valerosos caballeros, cuidado que una precipitación insensata, no os lleve al mayor de los errores... Yo no soy ningún asesino... mi miseria y escasez me han obligado a guarecerme bajo este abrigo, que por cierto no lo habría escogido a tener otro mejor...

—Vamos, vamos, miserable pecador, no te vengas ahora con remilgos; sabe que tenemos muy buen olfato para hallar la pista de fieras de tu ralea.

—¡Ah, señores! nunca entró en mi mente la idea de poner en duda la bondad de vuestro olfato; sin embargo, me parece que esta vez os ha engañado del modo más horrible.

—¡Calla, perverso! no nos embaucarás con tus escasas... Hola, muchachos amarradme bien ese nene!

—Por Dios, señores, tratadme con más piedad, pues tal vez os sirva de mucho para descubrir a los asesinos.

— ¡Vaya, pardiez! por fin nos vamos entendiendo.... Síguenos, bribón, y ven a prestar una declaración al Rey.

—¡Loado sea Dios! ¿con que el Rey vive todavía?

—¡Linda pregunta...! Vive lo que sobra para mandarte al palo como mereces.

—Está bien, entonces no le he de ocultar nada de cuanto sepa.

—Harás perfectamente, pues sino desatas la lengua como se requiere, te la soltaremos mal de tu grado.

          En esto se encaminó la triunfante cohorte hacia Palacio, llevando entre filas al pobre mendigo, cuya vista causó la mayor sensación, en cuantos le reconocieron.

—¡El asesino, el asesino! gritaban todos esforzándose ahincadamente por ver al presunto reo. De esta suerte fue conducido a un gran salón del alcázar, donde debía ser careado con el moribundo; pero era sobrado tarde, pues cuando llegó nuestro hombre, la víctima había ya expirado. Era esta un joven noble y gallardo, persona que obtenía la mayor privanza del Rey. Llamábase Benavides[1], y pertenecía a una familia de lo más distinguido de la corte de Castilla. No hay porque encarecer la pesadumbre que causó al Rey el alevoso asesinato de su favorito: llevado de un violento arrebato de furor, juró perseguir sin tregua ni descanso a los homicidas, y castigarles de un modo el más ejemplar. Pero por desgracia apenas había indicio alguno acerca de quiénes eran los delincuentes, porque el desdichado herido solo pudiera decir que fuera asaltado por dos hombres embozados; sin embargo, la captura del mendigo infundía ahora un gran vislumbre de esperanza, y su presencia pudo calmar un tanto los dolores de Fernando, puesto que aun cuando no le tuviera el Rey por el verdadero asesino, sus palabras habían dado margen a esperar que revelaría quienes eran los autores de tan execrable crimen.

—¿Conoces a este hombre que está aquí muerto? preguntó el Rey con voz terrible.

—Sí, señor -respondió el mendigo. Es el noble señor de Benavides, cuya generosidad he experimentado repetidas veces.

—¿Cómo te llamas?

—Diego Raposo, con perdón de su Alteza.

—¿Qué hacías cuando te han aprehendido?

—Señor, me hallaba cobijado bajo los soportales de ahí cerca, guardándome contra la intemperie de la noche.

—¿Quién ha sido el asesino de este infeliz?

—Los hermanos Carvajales.

          Al decir esto, estremecióse el Rey vivamente y su fisonomía fue tomando una amenazadora expresión de venganza. Entonces principió Raposo una sucinta relación de cuanto había presenciado, durante cuyo relato dirigía el Rey sin cesar, repetidas y dolorosas miradas, hacia el ensangrentado cadáver de su amigo y privado.

—¡Dios sea loado! exclamó el monarca en cuanto hubo concluido nuestro hombre.... ¡Por fin podré vengarme de un modo señalado y atroz!

          Luego mandó mantener a buen recaudo al Raposo, y dio sus órdenes para prender a los hermanos Carvajales.

          Llamábanse estos Pedro y Juan, y eran dos jóvenes hidalgos de muy noble alcurnia, pero estaban muy poco en gracia con el Rey, merced a la rencorosa animosidad que dividía a su familia de la de los Benavides. El excesivo favor que acordaba el Rey a su privado, causaba grandes celos a todos los demás cortesanos; mas ninguno demostraba más a las claras su repugnancia hacia el afortunado valido, como los dos Carvajales. Acrecíase por último el encono y ojeriza de estos señores, con la oposición que manifiestamente mostraba Benavides, con respecto al amor de uno de los Carvajales, hacia su hermana Doña Violante, a quien había prohibido severamente toda correspondencia con su amador; órdenes que como es fácil suponer no obtenían la mayor escrupulosidad de parte de la enamorada joven. Originóse de ello cierto día una seria pendencia entre los dos enemigos, faltando muy poco para que llegaran a las manos, de cuyo trance les había librado la oficiosa intervención de amigos comunes. Sin embargo Carvajal juró vengarse del aborrecido hermano de su dama, y como al Rey Fernando no se le ocultaban todos estos pormenores, unidas sus circunstancias a la relación de Diego Raposo, quedaron establecidas desde luego las presunciones más vehementes contra los dos referidos hermanos.

          La mañana misma del día en que fuera cometido el asesinato de Benavides, habíase visto rondar a uno de los Carvajales alrededor del jardín de su contrario. La constante asistencia de Benavides en Palacio, daba lugar a que pudiesen avistarse Doña Violante y su galán, quien fuera a verla a la sazón, llevando el firme intento de proponer a su amada un medio muy seguro para librarla de la tiránica oposición de su hermano.

—Querido Carvajal, dijo la dama llena de azoramiento en cuanto vio a su amante, el cielo ha decidido que no se realicen jamás nuestros amorosos deseos, y el mismo sabe cuánto tiemblo ahora, por vuestra seguridad y ventura.

—No temáis, Violante, respondió el mozo; sabed que si por acaso me viese sorprendido, mi buena espada sabría hacerme respetar.

—Callad, callad, no digáis eso; considerad que habláis de mi hermano, mi único protector y amparo en este mundo.

—Y qué, exclamó Carvajal, ¿es justo que deba soportar el desdén de este orgulloso caballero, tan solo porque es vuestro deudo? La paciencia del hombre más tolerante, llega a tocar los límites del sufrimiento, y por cierto que la mía ha perdido ya todo aguante. ¿Acaso no lo brindé con mi amistad, solicitando vuestra mano, cual prenda de olvido de pasadas disensiones?... Todavía me avergüenzo ahora al recordar su presunción y arrogante menosprecio. Ni mi sangre, ni mis prendas, ceden a las que pueda él ostentar, y no he de permitir que se escude con la privanza de un monarca sin energía ni carácter, para desdeñar de esta suerte una alianza con mi familia.

— Sosegaos, amigo mío, dijo Violante con dulzura; convengo en que tenéis mucha razón de quejaros, pero no por esto me espanto menos al considerar los resultados de vuestro resentimiento. Habéis de saber que acrecen por instantes los riesgos que os cercan: esta misma mañana he traslucido de mi hermano, que se tramaba algún plan contra vuestra libertad. El Rey se acuerda todavía de vuestra parcialidad hacia el bando de D. Alfonso de la Cerda y, aunque la política le vede entregarse a la venganza, espera solo un pretexto para saciarla a su placer. Creedme, pues, bueno sería que salieseis por algún tiempo de Palencia, seguro de que la ausencia, no mitigará jamás mi amorosa pasión.

—Varias veces me habéis dicho ya lo mismo, pero siempre me retraía el pensamiento do dejaros entregada a la tiranía de vuestro hermano. Sin embargo, para sosegar vuestras cuitas aprovecharé ahora el consejo que me dais; pero día vendrá en que satisfaga el amargo dolor que ahora sufro, y en que pueda vengarme de los ultrajes que me agobian.

—No digáis eso, repitió la hermosa dama... ¿ignoráis acaso que el golpe dirigido contra mi hermano, atravesaría también mi corazón?... Vamos, ausentaos de Palencia tres meses no más, y todo irá perfectamente.

—Bueno, razonó Carvajal con voz lúgubre... bueno... me iré de Palencia, pero tal vez maldigáis vos un día, el momento en que me indujisteis a esta partida... Adiós, Violante... ¡Sabe Dios si nuestra despedida será eterna!

—Me estáis helando de terror, Carvajal, exclamó la doncella con gran tristeza. Para, veros marchar de esta manera, preferiría arrostrar mil y mil veces la cólera y furor de mi hermano.

—No, Violante, observó el mozo con menos dureza; ello es bueno que nos separemos, pues sabe Dios hasta donde me habría llevado la indignación que fermenta en mi pecho.

          Dicho esto, se retiró con gran precipitación, dejando entregada a la pobre Violante a la mayor aflicción y desconsuelo. Luego que Carvajal hubo salido de casa de su amada, fuese a reunirse con su hermano, con quien le ligaba un tiernísimo y fraternal cariño, y en el momento mismo le notició la resolución tomada de ausentarse de la ciudad de Palencia.

—¡Dios sea loado! hermano mío, exclamó D. Juan... No podías pensar mejor... Siempre esperé que tu alma generosa se alzaría contra la indigna pasión que así te esclaviza a los pies de la hermana de nuestro enemigo... Y bien, ¿cuándo marcharemos?

—Esta misma noche, respondió el amartelado joven... Iremos a Toro sin tardanza, en cuyo punto deben reunirse nuestros partidarios, y así nos libraremos mejor de la persecución del Rey Fernando.

—No te entiendo... ¿Qué temes tú de parte del Rey?

—Apenas sé lo que digo, tal es el caos en que se pierde mi imaginación angustiada. ¡Amor, vergüenza, venganza!... Estos son los sentimientos que me devoran y parten el corazón... ¡Ah, hermano mío! Sabe que si no fuese por ti, habría seguido ya el consejo a que me impulsaba la desesperación!... Benavides no debe insultar impunemente a ninguno de los Carvajales....

—Tranquilízale, hermano mío, razonó D. Juan; Benavides llevará su merecido en el momento que menos piensa... ¿Te parece crimen poco grave ser favorito del Rey? ¿Cuentas por nada las muchas personas, interesadas en la ruina del privado?... Sosiégate, pues, hermano querido, y cuenta que no se nos hará mucho de esperar la venganza que tanto apetecemos.

          La declaración del mendigo, unida a los diversos antecedentes que obraban en poder del Rey, acerca de los ánimos y ojeriza de los Carvajales contra el triste Benavides, asentaron plenamente la culpabilidad de los dos hermanos, aumentándose mucho más las sospechas, con la noticia de la fuga de los presuntos reos, a quienes no fue posible encontrar en Palencia ni sus alrededores.

          Luego que Violante tuvo noticia de la triste catástrofe de su hermano, declaró en un acceso de desesperación la conferencia habida con su amante; cuyos misteriosos pormenores dieron todavía un inmenso peso, a los muchos cargos que gravitaban ya contra Carvajal. Aquí no fue posible contener el furor del Rey Fernando: profesaba este una sincera amistad al infeliz asesinado y, a sus impulsos de ternura, se unían poderosas razones de política que le hacían desdar vivamente la ruina de ambos hermanos Carvajales. Tenía aún muy presente la parcialidad de estos señores hacia las pretensiones de los Cerdas, y al indultar Fernando a los vencidos, no había olvidado por esto quienes fueran sus enemigos. Hallábase siempre en un continuo estado de desconfianza, justificado en parte con las serias turbulencias que tan frecuentemente alteraban al reino; pues bastaba la presentación de algunos derechos, y dinero con que sostenerlos, para hallar todo pretendiente eficaces auxilios en el pueblo.

          En situación semejante, no es de admirar que el Rey temiese a cada paso ver estallar nuevas disensiones y trastornos, y que por lo mismo trabajase con inquieta perseverancia para apoderarse de los personajes más dispuestos a atacar su corona. Entre este número figuraban muy particularmente los dos hermanos Carvajales y, ahora que D. Fernando hallaba en su crimen razones tan poderosas para refrenar su audacia, no quiso perder tan ventajosa ocasión, antes bien saciar de lleno toda su saña y resentimiento. Sin embargo la fuga de los cuitados ponía alguna traba a sus deseos; nadie sabía dónde se hallaban, aunque generalmente se creía que se habrían refugiado en la corte de Portugal, bajo el amparo del Rey D. Dionisio, constante protector de todos los agitadores de Castilla.

          Prolongóse algún tiempo este estado de incertidumbre, hasta tanto que el Rey recibió la nueva cierta de que ambos prófugos se hallaban en la villa de Martos, población célebre por el espíritu de rebelión de sus habitantes, hacia su autoridad soberana. Al misino tiempo supo que los Laras andaban también por aquellos contornos, todo lo cual daba lugar a sospechar no se fraguase alguna conspiración, en la que sin duda figurarían notablemente ambos Carvajales. Resuelto pues el Rey a cortar el hilo de semejantes tramas, reunió presuroso un respetable cuerpo de tropas, entre cuyas filas se hallaban todos los deudos y amigos de Benavides; y en tanto que hacía correr la voz de que se dirigían a Sevilla, cayó de repente sobre Martos, sorprendiendo súbitamente a los dos criminales, en el momento en que más tranquilos y confiados se hallaban en la mesa con varios de sus allegados.

—¿Qué significa esta insolencia, exclamó D. Pedro, el mayor de los dos hermanos; con qué derecho se atreve persona alguna a atropellar el sagrado de mis hogares?

—¡Daos al Rey! respondió D. Mendo de Benavides, primo del asesinado. Es vana toda tentativa de resistencia, por lo que valdrá más que me sigáis buenamente a la presencia de su Alteza.

—¿Y qué nos quiere el Rey? preguntó D. Juan.... Me parece que habría podido llamarnos de un modo más decoroso, ya que tanto desea vernos.

—Su Alteza obra cual requiere la condición de la gente con quien trata, observó Benavides con desdén.... ¡Hola, soldados, asegurad a los prisioneros!

—¡Prisioneros! exclamó entonces uno de los Laras que se hallaba allí presente.... ¿Y cuál es el crimen de esos nobles hidalgos?

—Como tal, señor de Lara, razonó Benavides, ¿acaso no os acusa también la conciencia? ¿olvidáis ya los planes que os han reunido en esta villa?... Pero felizmente la repentina llegada del Rey a Martos, trastornará los proyectos de la traición más infame.

—Equivocado andáis, señor D. Mendo, exclamó Lara con arrogancia; sabed que si realmente hubiésemos tramado lo que vos llamáis una traición infame, no nos sorprenderíais de este modo.

—No he venido para discutir con vos acerca de este extremo, interrumpió el Benavides, sino para prender en nombre del Rey a dos grandes criminales.

—¿Y qué crimen se nos imputa? exclamaron los dos Carvajales, llevados del mayor furor.

—Muy flaca será vuestra memoria, si tan pronto echáis en olvido vuestras obras, razonó el de Benavides. Sin embargo, añadió después con mucha sorna, si tanto es vuestra flaqueza, me tomaré la molestia de recordaros, haciendo también presente a estos nobles caballeros, que os prendo en nombre del Rey, bajo la terrible responsabilidad de un vil y cobarde asesinato.

—¡Maldita sea la boca que tal miente...! exclamaron a un tiempo mismo los dos hermanos.

Y en el propio instante se originó una general escena de confusión, entre todos los asistentes. Presumieron estos al principio que la prisión de los dos hermanos nacía solamente de una causa política; pero en cuanto vieron que se les achacaban las feas sospechas del misterioso homicidio de Benavides, comenzaron a ceder de su porfía hacia los presuntos reos, pensando que cuando el Rey se llevaba a medidas tan violentas, reconocería indudablemente razones muy poderosas.

La prisión de los dos Carvajales, produjo una extraordinaria sensación en todos los ánimos. Las pruebas que se alegaban en cargo suyo, demostraban una completa culpabilidad; y aunque muchos compadecieran a los acusados, todos aprobaban la justicia del Rey. Sin embargo, ambos hermanos negaban altamente toda participación en el crimen; mas de poco servían sus constantes y repelidas protestas comparadas con la inmensidad de pruebas que se elevaban contra ellos.

Pedro y Juan fueron conducidos al Rey, ante quien parecieron con intrépido y sereno conveniente; cuyo porte fue tomado por unos cual convincente prueba de inocencia, al paso que otros le consideraban resultado del apático endurecimiento del crimen.

—Señor, dijeron al monarca luego que este hubo declarado el crimen de que se les acusaba... Señor, a Dios tomamos por testigo de nuestra inculpabilidad e inocencia... ¿Quién nos acusa?... ¿En que se funda tan negra y calumniosa sospecha?

Desde luego fue presentado el Diego Raposo quien repitió su narración de los sucesos de la noche del asesinato, añadiendo que si bien no podía asegurar rotundamente que los Carvajales fueran los mismos individuos a quienes viera bajo los soportales, sin embargo, notaba en ellos mucha semejanza, así en la voz como en la talla. Oyéronse después otros varios testigos, quienes refirieron algunos hechos relativos a la enconada animosidad que reinara entre Benavides y los dos hermanos acusados.

—¡Dios eterno! exclamó D. Pedro llevado de la mayor indignación... Es posible que bajo tan vanos indicios, quiera condenarse a dos nobles caballeros?... ¡Oh, Rey de Castilla!... Despójate de tu injusta prevención contra nuestra casa, y pesa bien los actos que intentas cometer... ¿Qué razón teníamos para asesinar de un modo tan villano a Benavides? Era enemigo nuestro, lo confieso, pero ni mi corazón ni mi mano le temían, y nunca le hubiera asesinado en las tinieblas de una noche, cuando tan fácilmente pudiera vencerle en leal combate, a la luz del mediodía.

—De nada sirven tus excusas, respondió el Rey; tu delito está más que probado, y así malamente querrás luchar contra la evidencia de los hechos... Harto indulgente fue mi corazón, al perdonar la rebelión infame de ti y de tus allegados; pero ya no puedo resistir a la justicia, ante la que debe ceder ahora una mal entendida piedad.

—Pero ¿quién ha probado nuestro pretendido crimen? exclamó D. Juan.

—¡Calla, asesino! interrumpió el Rey... ¿Qué otras pruebas se necesitan para convencer al más incrédulo?... A todos consta vuestro odio inveterado hacia mi triste é infeliz amigo; sabemos ya la misteriosa entrevista que uno de vosotros tuvo con la hermana de la víctima; un testigo presencial del hecho, depone confirmando vuestra semejanza, con los homicidas; las palabras fatales pronunciadas después de la ejecución, en las que sonó vuestro nombre; vuestra precipitada fuga de Palencia luego de cometido el crimen; la manifiesta oposición de Benavides hacia vuestros deseos, con respecto a la mano de Doña Violante... Y qué, ¿por ventura no bastan estos vehementes indicios, y otros muchos que aun callo, para establecer la culpabilidad más solemne e indisputable?...

Por fin, después de haber mediado serios y acalorados debates, en los cuales los acusados sostuvieron siempre su inocencia, mandó el Rey que fuesen llevados a lo alto de una peña que se eleva junto a la villa de Martos, y que desde ella se les despeñara a lo más hondo del abismo, en justo castigo de su infame alevosía; cuya sentencia oyeron ambos Carvajales con noble y solemne talante, al paso que helara de horror, a todos los espectadores de esta tremenda escena.

—¡Rey desalmado e injusto! exclamó el menor de los hermanos. No hay duda que has logrado reunir contra nosotros, un caudal de presunciones y artificios; pero ¿ha de valer más el dicho de un miserable vagamundo, que la palabra de dos nobles castellanos?... ¿Han de poder más unos innobles resentimientos, que la justicia e inocencia que nos asiste?.... ¡Rey Fernando! Considera bien lo que vas a hacer... ¡cuidado que tu parcialidad no te lleve a una acción temeraria y horrenda, haciéndote reo de un homicidio, mil veces más atroz que aquel que tanto lamentas!

Pero el Rey no quiso atender a estas razones, ni a la ferviente suplica que hicieron los dos acusados, de ser juzgados por tribunal más competente; en cuya vista exclamó el mayor de los Carvajales, lleno de altivez e indignación:

—Bien está, tirano de Castilla, ceba tu saña y furor en la sangre de las víctimas de tu venganza...! Querías un pretexto para perdernos, y por muy frívolo y vano que sea, aprovechas el que al acaso se te ofrece... Pero protestamos a la faz del mundo contra el asesinato en que te manchas, no ya para vengar la muerte de un privado, sino en castigo de nuestra devoción hacia los infantes de la Cerda. Somos inocentes, repito... ¡Sí, Rey tirano y cruel, otros fueron los asesinos de Benavides; pero ya que tu alma se muestra insensible a la clara justicia de nuestra causa, te aplazamos para otro juicio más severo y recto, citándote ante el Tribunal de Dios, donde has de comparecer dentro del término de treinta días, a dar razón de la injusticia usada contra dos inocentes caballeros!

Dicho esto encaminose con mesurado paso hacia el lugar del suplicio, seguido del otro acusado, y acompañados ambos hermanos de dos o tres eclesiásticos, encargados de prodigarles los últimos auxilios espirituales. En vano se valieron estos de cuantos medios de persuasión les sugirió su celo para obtener la confesión del crimen; los dos acusados se mantuvieron constantemente en su negativa y, protestando siempre de su inocencia, llegaron hasta el pie de la elevada peña desde la que debía consumarse su castigo. La vista del profundo precipicio al cual debían ser arrojados, causó un momentáneo sentimiento de terror a ambos hermanos; pero pronto hubieron recuperado su energía, y con paso firme y sosegado continente treparon hasta la cima del peñasco. Allí renovaron sus protestas, y después de haberse recogido un instante en religiosa meditación, repitieron en voz alta, la citación solemne que ya antes hicieran al Rey.

Entonces sacó el D. Pedro una banda que llevaba, y entregándola a un oficial que se hallaba a su lado, le dijo con ahogado acento:

—Me parece, caballero, que sois un hombre de honor, así pues me tomo la libertad de dejaros esta prenda, esperando que la entregareis vos a Doña Violante de Benavides, a cuya dama podréis asegurar que muero asesinado, pero que el cielo tomará a su cargo mi inocencia, ya que ha sido tan desconocida y hollada por la justicia de este mundo.

Concluidas estas palabras, enjugó presuroso una lágrima que surcara furtivamente sus mejillas, y acercándose gravemente a su hermano, diéronse los dos un ternísimo abrazo, diciendo luego después que estaban ya dispuestos. Daban a la sazón las doce del día, en cuyo instantes presentó el verdugo, y empujando fuertemente uno en pos de otro a los dos infelices hermanos, precipitóles a lo más hondo de la sima que se abriera al pie de la famosa peña. Difundióse por todas partes un vehemente grito de horror, siendo raros los espectadores que no apartasen la vista de aquella terrible escena. Los dos hermanos cayeron al fondo del abismo y, habiendo luchado breves momentos con las crudas ansias de la muerte, expiraron su postrer suspiro, dejando enternecidos y apiadados a cuantos presenciaron aquel acto. No faltaban gentes que abogasen por la inocencia de las víctimas, bien que otros muchos consideraban sus protestas, como hijas de la soberbia, y del deseo de quitar la fea mancha que empañaba el honor de ambos hidalgos. Pero pronto se hubieron hermanado las más opuestas creencias, alabando todos la severa justicia del Rey, y culpándose generalmente la tenaz obstinación de los dos reos.

Había trascurrido cerca de un mes desde la representación de esta sangrienta tragedia, cuyo asunto comenzaba ya a olvidarse entre el torbellino de nuevas ocurrencias, cuando un jueves, que se contaba 7 del mes de setiembre del año de 1312, habiéndose el Rey retirado a dormir la siesta después de haber comido, fue hallado muerto a breve rato. Cumplíase cabalmente aquel día el plazo de los treinta, dentro del cual fuera citado por ambos hermanos Carvajales, para ante el Tribunal de Dios, en justo desagravio de su causa. Bajo este singular concepto fue inmensa la sensación que a todos produjo esa catástrofe tan tremenda. Recordáronse los pormenores de la famosa apelación, y ya nadie dudó de la poderosa intervención de la Providencia en estos singulares acontecimientos, los cuales valieron desde entonces al Rey Fernando el sobrenombre de Emplazado con que le distingue la historia.  

                                                                T. DE T. Y C.

 

Editado por María José Alonso Seoane

FUENTE

“Justicia de Dios”, Semanario Pintoresco Español, 43 [22/10/1848], 339-343.

NOTAS

[1] Juan Alfonso de Benavides.