La cueva de la Encantada. Cuento
I
Entre las tortuosas veredas que dan acceso al paraje conocido por Montes-Claros, parroquia del Salvador, y que constituye toda la falda del cerro de San Miguel, hasta el camino del Sacro-Monte, a la izquierda, subiendo, parte integrante del famoso valle de Valparaíso, mansión de la salud y de la alegría, de claras y saludables fuentes y frondosas alamedas, en una de sus cañadas barranco, hoy conocido por el de Puente Quebrado[1], afirman los ancianos del contorno que a mediados del siglo anterior existía en el repecho más áspero de subir, y del lado del Saliente, una cueva ruinosa y abandonada, cuyo pórtico coronaba un peñón casi desprendido del terreno, perpetua amenaza para los que por aquellos sitios se aproximasen.
No era necesario este aviso, pues desde que en una noche de espantosa tormenta tuvo —47— lugar el hundimiento de parte de la techumbre, los que en ella moraban, que era un matrimonio que se ocupaba en mendigar en la ciudad, huyeron precipitadamente, afirmando que era imposible habitar en ella, pues ruidos extraños se escuchaban, y tenebrosas visiones aparecían de vez en cuando.
A la sencillez y rusticidad de los vecinos, bastó y sobró esta explicación para dar el paraje como maldito, y aunque intervinieron el Santo Tribunal y la justicia ordinaria, nada averiguaron, ni notaron otras cosas extrañas que algunas hendiduras en las paredes, producto, sin duda, de los sacudimientos subterráneos.
Pero cuando las rondas y alguaciles se retiraban, y en las altas horas de la noche el silencio y la oscuridad reinaban en aquellos parajes, entonces, insistían aun los que desde lejos los contemplaban que ocurrían en la cueva escenas bien extrañas. Y vuelta a subir los ministriles[2], armados hasta los dientes y provistos de linternas sordas, y a jadear los escribanos del crimen llevando a sus pasantes provistos de sendos tinteros para dar fe de la supuesta brujería, y los sacristanes a rociarla con agua bendita, y — 48— todos a perder el tiempo, pues nada se llegaba a descubrir, ni pudo prenderse en ella ser humano ni irracional.
No obstante, se notaba la desaparición de varios mancebos de la ribera, y la de otros jóvenes que a deshora recorrían el camino, y se achacaba esta pérdida, más que a deseo propio de cambiar de patria para buscar fortuna en otros países, a producto de los maleficios de los supuestos habitantes del temido antro.
¿Sería esto verídico? Narremos lo que fantásticamente se contaba como sucedido.
II
Antes de que el lucero de la mañana apareciese en el horizonte, y con el intervalo de una semana a otra, la cueva se iluminaba con una claridad suavísima, principiando en la hendidura que señalaba el fondo de la pared extrema y confundiéndose con la luz crepuscular.
Del referido muro, que sin violencia ni convulsión se entreabría, se destacaba hasta colocarse en el dintel una mujer hermosa como un ángel, vestida con un magnífico traje oriental cubierto de rica pedrería.
Apenas llegaba al sitio, dos esclavos le — 49— traían un sillón de marfil, retirándose en el acto. Entonces ella se quitaba el blanco velo que cubría su cabeza, tomaba asiento, y con un primoroso peine de concha empezaba a arreglarse el cabello, que soltaba sobre los hombros.
Porque la particularidad de la arrogante maga era poseer una cabellera tan larga y poblada como no es posible concebir otra.
Cada vez que con sus nacarados dedos introducía el afilado peine en sus espesos bucles, éstos se prolongaban extraordinariamente; y cuando el viento los llevaba a su impulso, las hebras doradas formaban una nube diáfana, que, flotando en el espacio y pasando por cima de la arboleda de los cármenes[3], iban a mojar sus puntas en las aguas del Dauro, retirándose a seguida con una gota nacarada en cada una de ellas, plegándose al rededor del cuerpo de la bellísima mujer.
Y aquí entra lo maravilloso a los pocos minutos, cada gota de rocío se transformaba en una piedra preciosa de todas las clases conocida. Su cabellera era un continuo tesoro.
Brillantes, esmeraldas, perlas, zafiros, brotaban al contacto de la seductora cabeza, y el pavimento resplandecía con un brillo inusitado — 50—. Entonces, salían unas jóvenes servidoras vestidas como su dueña, y en bandejas de oro echaban a puñados aquella riqueza, bastante por sí sola para conquistar un reino.
Pero algunas veces, las puntas de los hechizados cabellos atraían un objeto bien diferente. Imanes de especie desconocida, arrastraban ¡caso admirable! hombres, pero en la flor de su juventud, enredados entre los espesos hilos de aquel laberinto dorado. Ninguno de ellos salía del éxtasis en que estaba sumido; y al detenerse delante de la cueva, ella los miraba un instante haciendo un gesto de supremo desdén a seguida aparecían dos robustos negros, agarraban en sus fornidos brazos al mancebo, y perdiéndose con él por la hendidura, nunca más volvía a la superficie.
Y así pasaban los años. La magia no conseguía su objeto. El encanto estaba por romperse; tesoros y jóvenes se perdían en aquellos ámbitos.
Porque afirmaban los conocedores de este misterio era una princesa africana la moradora del extraño lugar, que el genio protector de un desdeñado amante la condenara a tan intempestivo tocado, robándola de su patria para sufrir tan terrible castigo. — 51—
Esto de que las mujeres, sean más o menos princesas, tengan tan duro el corazón, es negocio para examinarse con cuidado, y que produce consecuencias lamentables.
Sin duda la consigna para cesar en el castigo debió de ser que aquella helada roca sintiera el fuego que producen los primeros amores, cuanto que a los mohínes de desprecio dirigidos a los mozos que caían en la redes, continuaba a su debido tiempo la ruda faena del alisamiento de la cabellera. Mas esto ocurría porque para ninguno de ellos estaba reservado el trance de dar cima a la aventura.
III
Don César de Orozco era un opulento mayorazgo con casa solariega en la placeta de Porras, que ostentaba en el lado izquierdo de su justillo la roja cruz de Santiago, que tenía los servidores por docenas, y los mejores caballos que se criaban en las campiñas cordobesas. Su galantería era proverbial, aunque a ninguna dama hubiese dado palabra de casamiento. Hombre serio, de arrogante figura, y ágil en los ejercicios corporales, era, si no — 52— querido algunas veces, respetado siempre por sus valiosas prendas de carácter. Dado a los lances más aventurados, llegó a sus oídos la narración fantástica que le hizo uno de sus lacayos, y quiso averiguar la certeza de los hechos.
Desde entonces, todas las noches al sonar la una de la madrugada abandonaba su habitación, y provisto de espada de excelente hoja, y colgado al cinto un seguro pistolete, enderezaba sus pasos por las cuestas a apostarse en las sinuosidades del barranco.
Tarea inútil: sólo las patrullas encontraba, a las que su preclaro nombre imponía respeto, lamentando el antojo que ya calificaban de locura.
Y pasaron algunos meses, pero D. César, firme en su capricho, no cesaba en su ronda, como tampoco callaban los desocupados, discutiendo las maravillas que ocurrían.
Pero una noche fría de enero de la época citada, en que por miedo a la escarcha nadie se atrevía a dejar su lecho, y en que una luna clara presentaba los objetos como alumbrados por el sol, D. César, en vez de hundirse en la quebrada, se ocultó en la sombra que formaban las tapias de una heredad vecina, dispuesto a esperar el amanecer. — 53—
Y para el hidalgo estaría reservado el espectáculo. Tras de dos horas de acecho, un estremecimiento inexplicable le conmovió.
Acababa de presentarse en la boca de la cueva la hechizada princesa, radiante de majestad y de hermosura. Empezó la operación de siempre: el peine se introdujo en sus cabellos; pero esta vez, la única hasta entonces, permanecieron sin alargarse ni flotar a merced de las auras.
La joven dirigió una mirada de asombro a su alrededor. Rápido como el pensamiento, don César franqueó el espacio que lo separaba, y cayó de rodillas ante aquélla.
No se movió de su asiento, ni hizo el gesto de desprecio que tenía por costumbre. El rostro agradable del hidalgo y su negro y retorcido bigote no le parecerían humo de pajas[4], cuando no retiró las manos que éste le cubría de besos. Tampoco salieron los etíopes, ni nada interrumpió el coloquio que entablaron.
Sólo el frío se dejaba sentir; pero esto poca mella puede hacer en pechos en que germina el amor con su ardorosa llama.
Por último, al asomar la aurora, la princesa exclamó:
— Sois el único para quien mi alma ha —54—encontrado simpatía; tal vez cese a su influjo el poder que me aprisiona. ¿Estáis dispuesto a seguirme?
—A todas partes. Por vos arrostraré cuantos peligros se presentaren. Mandad; sois la vida de mi vida.
La bella se levantó envolviéndose en su velo, y entró en la cueva. Allí la siguió denodadamente el de Osorio, cuando un ruido subterráneo se dejó oír. El peñón que amenazaba desde lo alto, se hundió con estrépito y con sus escombros tapó la entrada, dejando sólo un pequeño agujero.
IV
Juzguen nuestros lectores la perturbación que produciría en Granada la desaparición de don César.
La justicia hizo toda clase de averiguaciones, pero en balde; los trabajadores agrandaron a fuerza de pico la entrada que ocultó el desprendido peñasco, y ni un leve indicio pudieron hallar dentro.
Así como se ha sabido lo pasado en la célebre noche, se ignoró siempre la suerte del atrevido mayorazgo. Un primo suyo tomó posesión— 55— de sus bienes, y se daba por muy satisfecho con dedicar una parte de sus pingües[5] rentas al pago de un novenario anual de misas en la iglesia de San José. Un día tuvo un breve rato de amargura. Procedentes de Fez recibió unos ricos presentes que le mandaba un príncipe árabe, que se titulaba muy su amigo, y que se interesaba por su salud. Hubo sospechas de la embajada; se volvió a recordar la desaparición de D. César; pero el olvido, arrojando su manto, dio por terminado el su ceso.
Para el vulgo, la caída del peñón prestó mayor prestigio a sus murmuraciones. La Cueva de la Encantada fue el nombre con que designaron el sitio, hasta que las lluvias, ablandando el cerro, concluyeron por borrar la entrada y algunas veces, al regresar de las avellaneras que con sus salas bajas forman una especie de oasis en los calurosos días de agosto, cuando las sombras se extienden por el firmamento, prestando vagos reflejos a los lugares que se recorren, al pasar por el sitio donde— 56— existió la Cueva de los Hechizos, trasportada la mente a imaginarias regiones, se cree ver flotar en el espacio así como una nube de delgados hilos que el céfiro esparce, y que ya se juntan formando tupida madeja, como los separa a su leve soplo en impalpables átomos que a la vista no le es dado descubrir.
Si son productos del agitado cerebro, o consecuencias de la merienda sazonada con el vinillo apagado de Jesús del Valle[6], eso puede juzgarlo el que guste de andar estos lugares y ocuparse en tales averiguaciones.
FUENTE
de Ribera, Antonio Joaquín Afán. Las noches del Albaicín: tradiciones, leyendas y cuentos granadinos. Vol. 2. Los Huérfanos, 1885. pp.46-56.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
NOTAS
[1] Puente sobre el río Darro que comunica con Guadix, cfr. Francisco de Luque , Granada y sus contornos : historia de esta celebre ciudad: desde los tiempos ma´s remotos hasta nuestros días : su arqueología y descripción circunstanciada de cuanto digno de admiración se encuentra en ella, Granada, Manuel Garrido, 1858, p.444.
[2] Ministriles: 1. m. Ministro inferior de poca autoridad o respeto, que se ocupa en los más ínfimos ministerios de justicia. (DRAE)
[3] Carmen: finca, huerta.
[4] Humo de pajas: cosa sin importancia (es un modismo proverbial).
[6] Hacienda construida por los padres jesuitas en el siglo XVII.