La casa de los corazones.
Leyenda.
I
Cuantas personas subían a rezar el santo jubileo a la iglesia de San Bartolomé en uno de los últimos años del pasado siglo, se detenían con asombro y conversaban en voz baja, siendo el tema de sus comentarios la fachada de una casa que se acababa de construir en la placeta del mismo nombre. No es porque su estructura tuviese nada de extraño, ni un formidable escudo de armas la adornase, ni luciese primorosos calados ni arabescos perfiles; antes bien, era vulgar todo su exterior, pero, en cambio, en vez de pinturas alegóricas, como se usaban entonces, o lisa o llana laca blanqueando las paredes, éstas se veían atestadas materialmente de unos recuadros o recortes en figura de corazones, tanto que para otro signo no quedaba el más pequeño claro.
Lo mismo acontecía en el portal, pudiendo decirse que era un solo corazón el edificio. — 34—
El emblema era lógico que despertase la curiosidad de los transeúntes, no de los del vecindario, pues éstos bien sabían la causa original de aquella extraña decoración; mas como nuestros lectores la ignoran, vamos a satisfacerles, contándoles el sucedido tal como lo refieren las viejas crónicas humanas que consultamos, pero haciendo antes una poca de historia.
II
Entre las costumbres populares más halagüeñas y características que desgraciadamente se han perdido a la luz de tanta civilización como nos rodea, no era la menor la que se denominaba Rifa de las Animas.
En efecto, nada más clásico que estas fiestas que se efectuaban únicamente en los días de Pascua de Navidad, y cuyos productos, siempre crecidos, contribuían al sostenimiento del culto en las parroquias, y que, dando un tinte de religión a tan agradable pasatiempo, enseñaba al pueblo a no separarse en nada ni para nada de los preceptos de la religión católica.
En las pilas bautismales de Granada que— 35— tenían a su cargo distrito rural, como, por ejemplo, la de San Ildefonso, la preparación de esta solemnidad ocupaba luengos días antes de la posterior del nacimiento. Comisiones formadas de los mayordomos de ánimas, del señor cura o sus tenientes, del casi siempre padre sacristán y de un par de acólitos traviesos que llevaban una de las mulas de las que tiraban de la carroza del Santísimo, cargada con un ancho serón[1], recorrían las casas de los feligreses y los pagos[2] de sus huertas y caseríos obteniendo abundantes regalos, bien en metálico como en especie, amén de la promesa de asistir el día de la rifa las muchachas y mozos de aquellos contornos.
Como todos los de la parroquia estaban acostumbrados a pagar con júbilo este voluntario tributo, júzguese del número de baratijas y objetos que se reunían, las que en sesión permanente eran tasadas y clasificadas por los postulantes con la añadidura de un suplementario adorno a la de menos mérito, consistente en cintas y moños[3], supliendo su coste de los fondos de la fábrica.
Llegado el día de la ceremonia, los chiquillos se encargaban de anunciar la hora, porque éstos sacaban también su escote[4] por el único— 36— trabajo de dar vivas a las benditas ánimas durante el acto y cuando así lo exigía el rifador.
Para desempeñar este cargo se buscaba por los mayordomos un sujeto a propósito, picaresco y humorístico, que amenizara el acto con sus chistes y que supiera excitar el amor propio de los postores para hacer valer mucho a los objetos que se rifaban, por escaso que fuese su aprecio.
Recuerdan con fruición los antiguos a un célebre tío Villegas del barrio de San Lázaro, quien por la mañana en la puerta del convento de la Merced, y por las tardes en las Eras del Cristo, llevaba tras sí una inmensa concurrencia.
Vestido con un traje grotesco, enharinado el rostro y subido en una mesa, las más veces enemiga del equilibrio, inmediata a los bancos de los mayordomos y a otra en que estaban colocados los efectos rifables, Villegas elevaba en sus manos con gran solemnidad, ya un hilo de uvas, una granada, un rosco, o cualquiera otro objeto que encomiaba con la más graciosa exageración.
—A este melón de las benditas ánimas, ¿quién le hace postura[5]? Animarse, mocitos y —37— mocitas que me estáis mirando con la boca abierta. El que se lo lleve, cada pepita se le volverá un grano de... digo de oro, para que tenga un rico melonar toda su vida. Un duro, veinte reales dan por el melón. ¡Bien por Pacorro...! Llévatelo, hijo, y regálaselo a tu novia, que no la sentarán mal las cortezas.
El interpelado Pacorro, encarnado como una guinda, depositaba sus monedas en la bandeja de las ánimas, y el jocoso anciano agarraba un rosco y haciendo piruetas ex clamaba:
— Este sí que vale cuatro ducados como un ochavo. El rosco, el rosquito de mazapán, amasado por las manos de Frasquita la del
Mirador, mi novia futura para cuando yo cumpla quince años en estas hierbas. Venid, mozuelos, venid, que desde mi pulpito diviso a cierto majo[6] que ofrece una doblilla de Carlos III por la alhaja.
— Cuatro duros por el rosco— decía acercándose un matón con aire de perdonavidas, sacando un bolso de seda verde con honores de talego.
— Cinco porque se me adjudique— prorrumpió la voz vinosa de un sargento de granaderos, nada joven para estos trances, y — 38— de quien se murmuraba ser el preferido del padre y el desdeñado de la hija.
— Media onza de oro por el rosco— replicaba el majo,—y una de plomo para los de los galones— añadía con ronco acento.
— ¡Bravo!— exclamaron los paisanos; suyo es el confite[7], que se le adjudique.
Y aunque el del sable quiere terciar en la contienda, el Sr. Cura da por terminada la subasta, no sin que los contendientes se la juren entre sí para el primer encuentro que tengan en el camino real.
Y de estas y como estas peripecias, ocurrían a cada paso, y las pujas llegaban a sumas a veces cuantiosas, y la muchedumbre crecía por momentos, pues el pueblo que hoy se encamina en semejantes días a gastar el fruto de su trabajo en los ventorrillos y caseríos, sin lograr otra distracción que la repugnante de la embriaguez, entonces acudía a estos espectáculos en unión de las muchachas de las cercanías, a quienes regalaban los efectos rifados, y en cuya adquisición empleaban gustosos cuanto dinero llevaban, con tal de ganarse el afecto de las mismas.
Al irse apurando los objetos, el tío Villegas redoblaba sus movimientos de dislocación, — 39— y ayudado por el espíritu de más de un vaso de vino, que de vez en cuando le suministraban los mayordomos para reanimar su facundia, sacaba de los objetos más endebles todo el partido posible, y al terminar la función era el tema obligado, o por mejor decir, el sainete[8], el arrancar un puñado de pelos a los chiquillos que inocentemente tenían puestas sus cabezas al nivel del tablado del rifador, quien ante los alaridos de aquéllos se bajaba diciendo:
— Muchachos, vivan las benditas ánimas de nuestra parroquia.
Ocurrencia que halagaba al concurso, y que afirmaban los mayordomos, tirando sendos puñados de almendras confitadas, que el público se apresuraba a recoger.
De tan chistosa y dulce manera terminaba la ceremonia, siendo condición precisa el reunirse a la noche los mayordomos y clerecía, casa del Sr. Cura, para verificar un escrupuloso recuento de fondos, tomar un corto refrigerio, y acordar el empleo, en honor del Santísimo, de aquellas limosnas tan agradablemente recogidas, a veces, cuando el producto era excesivo, se socorrían también las necesidades de los pobres del barrio, y hasta el tío — 40— Villegas y los de su ministerio salían gananciosos con doble escote, favor que algunas veces les producía tal cual descalabradura en el festín al perder el equilibrio por los vapores del mosto, o una así como tormenta de palos que les llevaba a cobijarse por unos cuantos días a la prevención[9].
En la época presente, a los templos de Dios suceden los de Baco y al juego de la rifa de ánimas el inocente de la ruleta, y sólo en algunos lugarejos de la Sierra se conserva la piadosa costumbre que hemos procurado describir.
III
Pues bien, un suceso igual al que reseñamos en el cuadro de costumbres anterior, tuvo efecto en la Pascua de 1795.
En la calle de Panaderos moraba una joven, de nombre Rosa, y que lo era por su rostro y por sus cualidades.
Los padres se ocupaban en la compra y venta de granos, y no teniendo otra hija, era a la vez su orgullo y su consuelo. Varios galanes habían pretendido su mano, y entre éstos, con consentimiento de ambas familias, —41—un sobrino del prior de los Agustinos, mercader bien acomodado. Pero se comentaba la indiferencia de Rosa al proyecto, a causa de los repetidos paseos que sobre un arrogante potro jerezano daba por su calle un su convecino, buen mozo, joven, de expresivos ojos y anchas y pobladas patillas. Llamábase Perico Guerrero, de honrados artesanos procedente, aunque sus ocupaciones eran bien distintas.
El rumor público lo daba como capitán o jefe de una partida de bravos[10] que se encargaban de introducir en la ciudad, libres de derechos, se entiende, gruesas corachas[11] de tabaco, y pesados bultos de telas de todas clases.
Ello es que Pedro derramaba el oro, y tenía mayor número de amigos que de enemigos.
En la puerta de la ermita de la plaza Larga se celebraba en la Pascua ya dicha la rifa para las Ánimas.
Rosita había regalado un enorme corazón de pasta de almendra con un bonito lazo de cinta verde esperanza.
El cielo sin nubes, el sol lanzando sus rayos sobre la anchurosa plaza, prestaba alegría al cuadro, y el bullicio y la algazara del público aumentaba por momentos. — 42—
El rifador era el Chirino, más intencionado que gracioso.
Tocó su turno al objeto enviado por la joven.
—En ocho reales está puesto el corazoncito de almendra, que sabrá a gloria al que se lo coma, amasado por las manos de un ángel, a quien miro acompañada del que por su garbo dará triple cantidad al primer empujón.
Efectivamente, el mercader estaba con la aludida, y no pudo hacer oídos de ídem a la indirecta. Se adelantó exclamando:
—Treinta reales de vellón por la confitura.
— Doscientos, y en buenos duros españoles, añadió Pedro Guerrero entrando en el corro vestido con un rico traje andaluz, terciada al hombro vistosa manta, y dejando ver en la bordada canana[12] un instrumento que de seguro no servía para limpiarse la dentadura.
El mercader se puso temblando de cólera; las mozuelas contemplaban con envidia a Rosa, y ésta cambió una mirada con el majo, fija señal de agradecimiento.
El trance se presentaba apurado para el novio consentido; no era su vicio la largueza, y su natural en sumo grado pacífico; pero las— 43— circunstancias mandan, y con voz alterada prorrumpió:
—Treinta ducados, y cesen las porfías, que cuando sea mi mujer la haré que olvide estos amasijos.
No bien acabó de pronunciar estas palabras, y antes que el Chirino alargase el objeto, Pedro se apoyó en la mesa, y mirando a todos con desenfado, dijo:
— No hay más corazón que uno, y ese ha de ser mío. Cincuenta doblones tiene este bolso que arrojo en la bandeja; y si el aprendiz de fraile quiere más pujas, aún quedan otros en mis alforjas. En cuanto a las bodas, voy a darle el hisopo[13] con que le han de rociar el agua bendita. Y sacando un enorme cuchillo, se fue para el mercader, que se alejó huyendo, y lo mismo hicieron los padres de Rosa con la niña, mientras el concurso ensalzaba la esplendidez del mozo, y los mayordomos detenían a la justicia en recompensa del cuantioso donativo.
Excusado es decir la zambra[14] que hubo en la casa de la motora del disgusto. Fue castigada en no salir más a la calle, y ella sentenció al mercader a que no había de ponerse más delante de su vista.
Los padres, que adoraban en la chica, le despidieron y hubieran admitido de buen grado al Guerrero viéndola palidecer de día en día, pero de éste no se supo pelo ni hueso[15] .
Y pasaron cuatro meses, cuando de pronto se susurró en la ciudad la noticia de haberse verificado un formidable alijo, y que la Alcaicería[16] y Zacatín[17] estaban atestados de excelentes mercancías por arte de birlibirloque.[18]
Y gorda debió de ser la función, pues costó el destino del Sr. Intendente, y el pellejo a algunos carabineros y migueletes[19].
Coincidiendo con el caso, se volvió a presentar Guerrero dando caballadas[20]por la calle, la niña a sonrosearse, y los padres a aflojar en la clausura, pues que una tarde probó ella las ancas del potro, y a otro día amaneció casada y habitando en el edificio de la placeta de San Bartolomé.
Y dineros ganaría durante su viaje, pues compró una fértil heredad al pie de la Cartuja, y gastó sendos escudos en el menaje de la vivienda. Al reformarla tuvo el capricho de adornarla del extraño modo que llevamos dicho— para que tragasen corazones— decía muy orondo—todos los que de su conducta y matrimonio se ocupasen. Antojo que no hubo —45— de llevarse a mal, sino por el consabido mercader, que, para evitarse vayas[21] de sus colegas, trasladó su comercio a la plaza de Cádiz, donde no sabemos si haría carrera[22], o si procrearía otros cuatro hijos tan hermosos como los que el cielo concedió a Rosa para gloria del caballista, ya convertido en un pacífico labrador, y deleite de los abuelos, que hasta su muerte no dejaron de visitar todos los días la casa de los corazones.
III
Unos treinta años hace que, ruinoso el edificio, fue convertido en huerto y agregado por su último poseedor a la finca rústica que se conoce por el Mataderillo[23].
FUENTE
Afán de Ribera, Antonio Joaquín. Las noches del Albaicín: tradiciones, leyendas y cuentos granadinos. Vol. 2. Los Huérfanos, 1885. pp. 34-45.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
NOTAS
[1] Serón: cesta grande de esparto para llevar cargamento.
[2] Pago: 2. m. Distrito determinado de tierras o heredades, especialmente de viñas u olivares. (DRAE)
[3] Moño: 2. m. Lazo de cintas. (DRAE)
[4] Escote: 2. m. Parte o cuota que corresponde a cada uno por el gasto hecho en común por varias personas. (DRAE)
[5] Postura: apuesta por el objeto.
[8] Sainete: en el sentido de chiste, o gracia.
[9] Prevención: enfermería.
[10] Bravos: valentón, personaje que bordea el límite de lo delictivo.
[11] Coracha: saco de cuero que sirve para llevar tabaco, cacao y otros géneros de América. (DRAE)
[12] Canana: Cinto dispuesto para llevar cartuchos. (DRAE)
[13] Hisopo: manojo de ramas pequeñas que se usa para esparcir agua bendita, como lo autoriza o manda la liturgia en algunas bendiciones solemnes. (DRAE)
[14] Zambra: fiesta que usaban los moriscos, con bulla, regocijo y baile. (DRAE)
[15] Pelo ni hueso: sin quedar ni rastro (dicho antiguo). No se supo palabra, teniendo en cuenta que “la sin hueso” es la lengua y que hablar sin tapujo es no tener “pelos en la lengua”.
[16] Alcaicería: mercado.
[17] Zacatín: del ár. hisp. saqqa?tín, pl. de saqqá?, y este del ár. clás. saqqa? 'ropavejero'. (DRAE)
[19] Miguelete: individuo perteneciente a la milicia foral de la provincia de Guipúzcoa. (DRAE), por extensión oficial del orden.
[20] Caballadas: Manada de caballos o de caballos y yeguas. (DRAE) figuradamente, paseos a caballo.
21] Vaya: dar vaya, burlarse.
[22] Carrera: quiere decir, carrera eclesiástica.
[23] Mataderillo: cercano a la torre de la Malmuerta.