LA CUEVA DEL LAGARTO.
LEYENDA DE LA EDAD MEDIA.
I
EL JINETE.
Dominaban aún en España los sectarios[1] de Mahoma; más pronto la católica Isabel, al frente de sus leales tropas, había de arrancarlos de la célebre Granada, último de sus baluartes. Veían los musulmanes con terror la conquista de las cristianas tropas, presentían su ruina de un modo inevitable, y en su agonía luchaban con desesperado esfuerzo para ya que no pudiesen evitarla, hacer posible su prolongación al menos.
Los árabes, ricos en imaginación, de corazón resuelto y ánimo esforzado, luchaban con fe por su religión y sus creencias; los cristianos, de la misma manera y por las mismas causas, guerreaban con decisión y entusiasmo.
Guerra santa, guerra justa, guerra noble que satisfacía a ambos combatientes sin abatir sus conciencias, y bien distinta por cierto de casi todas las demás que desde entonces acá ha presenciado nuestro hermoso suelo.
Si en vez de referir una leyenda tratáramos asunto más– —11 — serio, haríamos notables aquí los grandes bienes que la dominación de los árabes reportó a España, tanto en ciencias como en artes, como en literatura, abriendo ancho campo a las inteligencias privilegiadas para que obtuvieran un completo desarrollo, y tal vez no fuera atrevido asegurar que aquella lucha trajo a nuestro país la existencia de la unidad católica, base y fundamento de nuestras pasadas glorias.
Mas suspendamos digresiones inoportunas y entremos de lleno en materia. No lejos de Granada y en medio de un precioso valle bañado por el Genil[2], alzábase orgulloso castillo árabe, mostrando su arquitectura y su exterior aspecto, riqueza y poder en el dueño. Y así era en efecto: pertenecía al célebre Muley—Assén[3], espléndido magnate de la corte de Boabdil. Hombre de edad, rico en talento y en fortuna, con una larga experiencia y un valor nunca desmentido, gozaba de gran prestigio en la corte y tratábale el rey con marcada deferencia. Presentábase en Granada solo en las grandes solemnidades o cuando el monarca le llamaba a su lado para pedirle consejo; lo restante del tiempo lo pasaba en su tranquilo castillo al lado de su hija Zulima, preciosa y esbelta joven de veinte y dos años.
Lástima grande que mi mal tajada péñola[4] no me permita escribir con natural verdad y acierto, la sublime hermosura de Zulima, mas sus negros y rasgados ojos, su blanca y pura tez, sus redondeadas formas, su diminuta boca, su perfecta nariz, la animación de su rostro era tal, que podía pasar sin duda por retrato vivo y mundano de la hurí[5] que Mahoma prometió hallarían en la otra vida aquellos de sus sectarios que como buenos muriesen. Los más dignos cortesanos de Boabdil habían solicitado inútilmente la mano de Zulima; mas ella decía siempre que mientras su padre viviese no se apartaría de él, si bien a lo lejos se dejaba traslucir que tales palabras eran solo un vano pretexto y no el reflejo de una profunda resolución.
¿Cuáles pudieran ser las razones que Zulima tuviera para rechazar tan brillantes partidos? Tal vez no tardemos mucho en averiguarlo; pero lo cierto es que hasta entonces nada podía haberla conducido al matrimonio, ni los deseos y consejos de su padre, ni las amorosas pláticas de sus adoradores.
Brillaba una hermosa y templada mañana de invierno, de esas que solo en Andalucía se conocen. Extendía el sol sus rayos de oro sobre la fértil vega del Genil, y la naturaleza alborozada sonreía alegremente al rey de los astros.
Todo anunciaba felicidad y alegría; mas ¡ay! que no pasaría mucho tiempo sin que graves acontecimientos vinieran a dar distinta vida y diversa animación a aquellas comarcas.
Cantaban las avecillas alrededor del castillo de Muley-Assen; y si hubiéramos de dar crédito a las añejas tradiciones, tal vez en sus ignotos trinos predecían cuál había de ser el destino de los moradores del castillo y el de toda la raza que, cual en última guarida, habitaba en aquella vega.
Por la estrecha senda que a la morada de Muley-Assen conducía caminaba cabalgando en brioso corcel un personaje que, envuelto en un blanco alquicel, pretendía llegar prontamente al castillo del anciano.
Seguíanle cuatro hombres, que demostraban por su aspecto ser soldados. Sin duda el recién venido era respetado y querido en la mansión a donde llegaba, pues apenas echó pie a tierra cuando Muley-Assen recibíale en sus brazos.
—Alá te guarde, Mored-Alid, exclamó el anciano.
—Déte el Profeta favor, respondió el jinete.
Y ambos sin detenerse pasaron a una octógona estancia, donde después de sentarse entablaron acalorada discusión; mas antes, bueno será que conozcamos al nuevo personaje.
La elevada estatura y frisando en los veinte y cinco años, su negra y cerrada barba, su tostada tez, blanca dentadura y brillantes ojos, daban a la fisonomía de Mored -Alid belleza ruda y simpático porte.
Vestía con riqueza, y de precioso cinturón pendía temible alfanje, cuya empuñadura, lo mismo que la de la daga que al retirar el alquicel dejaba verse, eran de piedras preciosas y exquisito gusto. Sujetaba las vueltas del turbante una gruesa esmeralda de tamaño extraordinario y que demostraba la distinción del dueño.
Forman, pues, ambos interlocutores gran contraste; el uno joven, resuelto, atrevido; el otro de edad, prudente y desengañado.
—Sí, Muley-Assen —decía el joven— nuestro imperio se desmorona, los cristianos van conquistando nuestros pueblos y arrinconándonos, la religión del Profeta será destruida, la cruz vencerá a la media luna. Y ¿sabes por qué? Porque no hay corazones esforzados que luchen hasta morir, porque ha degenerado nuestra raza, porque más ocupados hoy del cuidado de los harenes y de las lides del amor, hemos olvidado el arte de guerrear, porque degradados y envilecidos, caeremos como cayó el imperio romano cuando los vicios dominaron por completo a la razón y la virtud; juntas estas circunstancias hacen que la generación presente sea enfermiza y raquítica, y las consecuencias de esto será que, reducidos hoy solo a Granada, mañana tengamos que buscar entre nuestros hermanos de África mezquina hospitalidad que marque nuestra eterna deshonra.
—No creas, joven, que no comprendo como tú la verdad de cuanto dices, y más de una vez he pensado en lo terrible de nuestro destino. Los males que nos afligen y los que tememos no son hijos de hoy, ni de nuestra raza, ni de nuestros días, son los resultados de pasados tiempos y errores; pero nuestro deber es luchar hasta morir, y aun por fortuna quedan varones esforzados como tú que sabrán defender su causa y su religión. Sí, combatiréis y tal vez el Profeta premiará vuestros esfuerzos; lo que es preciso es que no os amilanéis, sino, por el contrario, procuréis con valor y arrojo defender vuestro hogar y honrar vuestro nombre.
—Pues bien, vengo a pedirte un favor que te mostrará no es el miedo el que me hace hablar así. Sé que hoy varios caballeros cristianos saldrán del católico campamento, con objeto de explorar estas cercanías y ver si encuentran medio hábil de batirnos pronto, pues con tanto tiempo de sitio, empieza a impacientarse la reina Isabel y desea concluir cuanto antes. Solo cuatro hombres de armas me acompañan, pero si tú hicieras que tus parientes, amigos y servidores me siguiesen, yo lucharía con esos cristianos, yo les demostraría que aún somos los árabes de otro tiempo. Comprenderás las razones de no haber dado este paso cerca del rey. Enemigos personales mi padre y Boabdil, otro hubiera llevado la gloria de la empresa y no yo. Dame tus hombres y te prometo por el Profeta darte buena cuenta de los cristianos.
—Cuenta con ellos, pues nunca me opondré a esos deseos que tienen por objeto afianzar nuestro poder, defender nuestras creencias y poner a cubierto nuestros hogares.Breve tiempo necesito para reunir la gente que demandas; en tanto que lo hago, pasa a ver a mi hija Zulima, que de seguro tendrá gran placer en verte.
—¡Ah! señor, no lo creas. Por más esfuerzos que he hecho, nunca he podido lograr el amor de Zulima, única felicidad que anhelaba, única ilusión de mi alma; pero tu hija siempre esquiva, no dio oídos a mí cariño, no correspondió —12— a mis deseos: así es que tanta dicha mírola ya como vana quimera imposible de realizar.
—Tú sabes, Mored-Alid, que la unión de mi hija contigo sería para mí un verdadero placer. En más de una ocasión he procurado hacer comprender a Zulima mi deseo, pero su resolución contraria al matrimonio ha sido más fuerte que mi voluntad. No quiero ocultarte que tal obstinación me aflige y causa mi única amargura. Vela, sin embargo, pues estoy cierto, que si no con el cariño de amante, te recibirá, al menos, con el afecto de persona a quien yo quiero y aprecio en tan alto grado.
—Te obedezco, exclamó el joven, y mientras el anciano partía a dar las precisas órdenes para que la gente de armas se reuniese, dirigióse Mored -Alid al camarín de la hija de Muley-Assen.
II.
ZULIMA.
Al otro extremo del castillo, existía una preciosa estancia en la que habitaba Zulima. Están las paredes forradas de damasco persa, cojines de raso recamados de oro la rodean y adornan. Ricos chales de la India sirven de cortinas; el techo forma pabellón; arabesca alfombra cubre el pavimento, un pebetero de oro cincelado da suave y perfumado aroma que se extiende por do quier[6], y por último podríamos decir con nuestro célebre Zorrilla:
Sobre todo lo cual su luz derrama
el globo de una lámpara chinesca,
que una paloma de marfil calado
tiene en su pico de coral suspensa.
Respirábase, pues, en aquel sitio felicidad inmensa, alegría sin fin.
En el momento que conducimos a él a nuestros lectores, se encuentra allí Zulima sola con dos esclavas. Nadie que en tal punto la viese, podía dejar de amarla; tal estaba de bella y encantadora muellemente recostada en los blandos cojines. Conversaba cariñosamente con sus esclavas diciendo:
—No me casaré nunca, porque para casarse es necesario amor, y yo no lo siento por ninguno de los personajes que hasta ahora me han favorecido. Yo amo, sí, pero amo a una ilusión, que ni veo realizada ni la veré: mi corazón busca y necesita cariño, se desarrolla, crece, marcha, mas, sin embargo, no veo a dónde va, ni dónde parará. Amo lo desconocido, y deseo la libertad, aunque al pretender volar libre, caiga herida por mano aleve, como cae la triste tórtola o la inofensiva cierva. Ama mi alma y no mi cuerpo, y en cuantos hombres veo a mi alrededor, solo encuentro livianos deseos y no almas dispuestas a realizar el bien. Dichosas las mujeres cristianas si, como tú me dices (añadió dirigiéndose particularmente a una de las esclavas) son libres, respetadas y queridas, y no como nosotras que bajo tupidas telas tenemos que ocultar nuestra ignominia. Amo, pues....
A este punto llegaba, cuando interrumpió la conversación otra esclava, anunciando a Zulima la visita de Mored-Alid.
Al oír tal nombre, no pudo la joven disimular un movimiento de disgusto, pero mandó que entrara, y despidió a las esclavas.
Llegó Mored hasta cerca de Zulima, e inclinándose ante ella, con voz entrecortada y balbuciente exclamó:
—Tu padre, preciosa hurí, me envía a que te salude mientras él viene a buscarme a esta estancia. Inmensa es mi felicidad al verte, terrible mi dolor al considerar que, siendo mi cariño hacia ti tan vehemente como puro, solo consigo de tu corazón marcada indiferencia y afecto ungido.
Mi dicha sería llamarte mi esposa. Tú, por el contrario, serías desgraciada con tal nombre. ¿Qué debo hacer para merecer tu amor? ¿Cómo podré conseguirlo? Dímelo, y te prometo que no pararé hasta cumplir el último de tus deseos.
—Ya te he dicho, Mored —Alid, que jamás podré querer ni a ti, ni a ningún hombre. Comprendo que mi negativa ofenda tu amor propio, pero no que te conduzca a extremos desesperados, y creo esto porque si yo te rechazo, no faltarán otras jóvenes que admitan gustosas tu cariño, que sean felices con amarte. Quiéreme, pues, con el afecto de la amistad; pero desecha de ti todo otro pensamiento, pues perderás tu tiempo inútilmente.
—Zulima, yo te amo como no puedes figurarte; daría hasta la última gota de sangre por tu cariño, sería feliz con una mirada tuya; no deseches mis ofertas, pues decretas mi muerte; óyeme benigna, y la felicidad reinará en torno nuestro.
—No insistas; mi mano solo la daré por amor, y no lo siento por ti.
—Pues bien, marcho al frente de los hombres de guerra de tu padre, a batir a unos cristianos que hay ocultos en estas cercanías, lucharé por tu amor contra ellos, y el cielo permita que me maten, pues al cabo moriré por ti y algo habré conseguido.
—Insensato, ¿por qué has de luchar por mi amor? Lucha por tu patria, por tu religión, por tu territorio, por tus mayores y no por una mujer; ¿qué es una mujer al lado de esos grandes objetos por los cuales debes combatir? Prescinde de mí, y si tanto me quieres, no mueras cobardemente, sino por el contrario vence, y si no consigues mi cariño, alcanzarás al menos el aprecio de tu rey y de tus hermanos.
—Tienes razón, Zulima; lucharé, mataré, y al mismo tiempo que tu odio adquiriré el de los cristianos, solo que para ellos seré el genio de la destrucción, para ti un sumiso esclavo.
—No mates sin motivo, no manches tu mano con sangre inocente. Vence al enemigo, pero no seas sanguinario. ¡Así ganarás el afecto de los buenos!
—¿Y tu amor podré esperarlo?
—Jamás.
—¡Deme el Profeta favor! exclamó Mored —Alid, y salió rápidamente de la estancia de Zulima, mientras esta, con sarcástica sonrisa decía:
—¡Pobre iluso! ¡busca gloria y quiere venderla por amor! ¡Me quiere por mi belleza, desconoce mis sentimientos, y cree hallar felicidad en mis brazos! Si fuese fea no se acordaría de mí. Su insistencia merece mi desdén, su cariño mi negativa.
Quedó silenciosa y pensativa Zulima, en tanto que oíase a la puerta del castillo confuso ruido de armas y de voces.
Eran los allegados y servidores de Muley-Assen, que con Mored -Alid al frente, partían en busca de los cristianos.
III.
EL PRISIONERO.
Al día siguiente, por la mañana, estaban Muley—Assen y su hija a la ventana, discurriendo tranquilamente sobre la —13 — suerte que habría cabido a los que partieran el día antes al encuentro de los enemigos de su religión y de su raza, cuando en lo alto de una vecina montaña divisaron grande polvareda, y aun a simple vista distinguieron oscuro tropel de gente, que al castillo enderezaba sus pasos. Al poco tiempo la tropa se había acercado, y se veía a Mored -Alid que, al parecer triunfante, volvía a la cabeza de las tropas que a lidiar condujera.
En medio de aquel grupo de árabes, veíase caminar a un caballero cristiano, que, cubierto de rica y brillante armadura ostentaba precioso yelmo, y cabalgaba su magnífico corcel. Faltábale la espada, denotando que no era el gusto quien le conducía a aquellos lugares: su cubierto rostro no permitía ver sus facciones, mas su porte revelaba distinción y gallardía.
Llegaron al castillo, y echando pie a tierra, Mored -Alid y el cristiano subieron a la octógona pieza que ya conocemos, en donde los esperaba Muley-Assen, después de haber dejado en su camarín a Zulima. Levantóse el anciano al entrar los recién venidos, y el cristiano levantó la rejilla del yelmo, saludándose ambos, si no con cariño al menos con exquisita amabilidad. Sentáronse después, y Mored -Alid empezó de esta manera la narración de su empresa:
—Ilustre Muley-Assen: partí ayer con tu gente, y no lejos de estos lugares encontré a los cristianos, no en número crecido, pero sí respetable. Comandábalos el que tienes delante, y desde luego que nos divisaron aprestáronse a luchar; y por el Profeta que lo hicieron bien, pues a no dominarlos nosotros en número, mucho temo que hubiéramos pagado caro nuestro empeño. Después de breve rato de lucha, la mitad de los nuestros, y una tercera parte de los suyos, yacían en tierra; siguió el combate, más viendo los cristianos que su defensa era inútil, emprendieron diestra y hábil retirada. Los perseguimos largo trecho, sin conseguir hacerles perder un hombre, mientras ellos nos causaban gran daño. Divisamos a lo lejos numerosa partida de cristianos, y temiendo nos diesen alcance, volvimos grupas. Al pasar por el sitio del combate, este cristiano estaba incorporándose, pues tan solo el fuerte golpe que recibió al caer herido su caballo, le hizo perder el sentido, y a nosotros tenerle por muerto; mas, gracias al Profeta, está sin herida alguna y prisionero a tus órdenes. El podrá decirte si mi relato es cierto; como ves, cumplí mi promesa, e hice cuanto pude.
—¿Cómo os llamáis, cristiano? dijo Muley.
—Rui Lope de Herrera, capitán de las católicas tropas, respondió el prisionero.
—Mucho habéis adelantado en la milicia, pues me parecéis joven para la graduación que alcanzáis.
—Señor, luché con fortuna contra vosotros, y la magnánima Isabel recompensóme con largueza, mas os juro que a saber la desastrosa jornada que ayer me esperaba, antes mil veces hubiérame muerto, que quedar vencido.
—No exageréis, cristiano, vuestra suerte pues según la relación de Mored —Alid, sucumbisteis al número, no a otra cosa. Era vuestro sino perder la jornada, y la perdisteis.
—Mas después de perderla, mejor quisiera verme muerto que prisionero.
—Ofendéis a mi lealtad suponiéndoos degradado por ser prisionero mío, mas yo os prometo que no estáis en prisión sino en vuestra casa, y que disponéis de todo como vuestro. Solamente vuestra libertad está coartada; tal trabajo procuraré endulzároslo cuanto me sea posible.
—Gracias, ilustre anciano; por algo, allá en nuestro campamento, se habla del sabio Muley-Assen con elogio y simpatía. El verdadero Dios premiará tu bondad, colmándote de favores tal como mereces.
Levantóse en esto Mored-Alid, pidiendo permiso para partir a Granada y dar cuenta de lo ocurrido; diósela Muley-Assen, mas previniéndole que al anochecer volviera al castillo, para comunicarle reservadas órdenes. Partió el joven musulmán, y quedaron otra vez solos Muley y Rui Lope, entablando así la conversación el primero:
—Si en vez del distinguido nombre que tenéis y de la fama de que venís precedido fuerais oscuro soldado, podría ofreceros que haciendo algunas revelaciones os fuera concedida la libertad; mas ya sé que no haríais traición a los vuestros por nada, y, sin embargo, pensadlo bien, y tal vez sin faltar a vuestros deberes pudierais indicar algo que me diera a mí motivo para solicitar del rey vuestra libertad: muy noble será vuestro silencio; mas también los vuestros necesitan de vos y de vuestro valor.
—Jamás cometeré tal vileza.
—No hablemos más del asunto, y para que veáis cual os trato, voy a mostraros la joya de más valor de mi casa, vais a ver a mi hija Zulima.
—Señor, honrado seré con tal favor. Y ambos se encaminaron a la estancia de la bella.
IV.
LA HOSPITALIDAD.
Tranquilamente recostada en ricos almohadones y pensativa se encontraba Zulima, cuando abrióse la puerta dando paso a su padre y a Rui Lope.
Suspensa quedó la joven con tan inesperada visita; mas por cierto que más suspenso quedó el cristiano al ver frente a si tan peregrina hermosura.
—Aquí tienes, dijo el anciano al valeroso Rui Lope de Herrera, joven capitán de las cristianas tropas y hecho prisionero por Mored-Alid. Ya que la suerte a tal extremo le condujo, deseo que en nosotros halle unos hermanos. Te ruego, pues, le atiendas con afecto.
—Padre y señor, procuraré complaceros; poco valgo, mas haré lo posible porque este cristiano, si es libre algún día, recuerde con gusto nuestra hospitalidad.
—Gracias, preciosa joven, no sé cómo corresponder a tanta bondad.
Abrióse de nuevo la puerta y una esclava anunció que la habitación del prisionero estaba preparada. Despidiéronse de la joven y Muley-Assen acompañó al capitán hasta el cuarto que le habían dispuesto.
Mas ¡ay! que el joven era otro desde que viera a Zulima, su corazón se había enamorado de la preciosa sarracena, solo un momento la había contemplado y ya la adoraba; mas ¿cómo hablarla, ¿cómo verla, cómo expresarla sus sentimientos? ¡Terrible y angustiosa situación!
¿Qué hacer en tal trance?
En la religión encuentra el verdadero cristiano la fuente de todo consuelo, a ella volvió la mente Rui Lope, e hincando rodilla en tierra, exclamó: «¡Madre de Dios soberana, yo amo a Zulima con casto y puro cariño, dame tu apoyo y tal vez consiga traer a tu sacrosanta religión a esa descarriada oveja, y entonces seré dichoso pudiendo darla mi nombre y mi fortuna!» Hizo el bravo capitán ligera plegaria y levantóse más tranquilo.
Su impaciencia no le permitía dejar a la casualidad el —14 — volverle a unir con la que amaba así que, resuelto a todo, salió de la estancia y empezó a discurrir a ciegas por los estrechos corredores del castillo.
Mas abandonemos un breve momento al capitán y volvamos a Zulima.
No bien hubieron salido su padre y Rui Lope de su camarín, cuando extraña emoción agitó su alma. La había turbado la tranquila mirada del cristiano, y su corazón, hasta entonces extraño al sentimiento del amor, se abría con dulce embriaguez a delicias para ella desconocidas, a esperanzas que jamás había soñado. ¡Dichosa edad la de Zulima en que la imaginación virgen puede remontarse a ideales sublimes, siquiera estos sean distintos a las mismas creencias hasta entonces abrigadas! En una palabra, Zulima amaba a Rui Lope de la misma manera que él amaba a ella.
Mas ¿y su padre? ¿Y la diferencia de religión? ¿Y la invencible repugnancia de Muley a los cristianos? ¿Y el estado excepcional de Rui Lope? Todo esto afanaba y confundía a la pobre joven, que no teniendo como el caballero cristiano pura y santa religión a que volver su alma dolorida, rompió a llorar, y, semejando su cara raudal de perlas, buscaba en sí misma y en su puro llanto alivio y consuelo a sus penas y aflicciones.
En este estado se hallaba cuando se apareció Rui Lope en la estancia. Llevaba descubierta la cabeza, y su negra cabellera caía a grandes rizos; de tez tostada, de rostro varonil, aunque melancólico, de rasgados y brillantes ojos, de hermosa dentadura, tales eran los detalles que hacían del joven capitán, una figura verdaderamente bella y simpática.
En el momento aquel la impaciencia, el amor, la fe, el temor, cuantos afectos más encontrados existen en el corazón luchaban y combatían dentro del noble corazón del cristiano. Zulima, pálida, convulsa, anhelante, precipítase hacia Rui Lope y exclama:
—¡Ah, caballero! exponéis vuestra vida con el paso que estáis dando, huid de este sitio que puede ser vuestra tumba, salvaros y no me matéis con vuestra presencia y con el temor de lo que pueda ocurriros. Huid, Huid.
—Jamás, sin que antes te diga, encantadora gacela, lo que mi alma siente, lo que mi corazón quiere, lo que mi razón discurre. Verte y amarte todo ha sido uno; pero con cariño puro y santo, con cariño que tal vez tú no alcances a comprender. La existencia sin ti me seria penosa, la vida sin tu amor no la quiero. Conozco perfectamente a lo que me expongo si me encuentran en este sitio; pero estoy resuelto a todo, y por todo arrostraré con tal que tú me ames. ¿Qué respondes? ¿Qué dices?
—Huye, cristiano, huye y no causes la muerte de la más indigna de las hijas del Profeta. Al oírte me extasío, al verte mi alma siente consuelo inmenso; pero huye, porque un abismo nos separa, y esos ensueños de felicidad que te forjas convertiránse en desdichas sin cuento.
—Bien mío, contesta a mi demanda, ¿me amas?
—Sí, por mi desdicha con todo mi corazón. Mas tú comprendes como yo que este cariño es imposible. Al verte sentí grata sensación que embriagaba mi alma, al escucharte siento inexplicable gozo. Te amo, sí, mas por eso mismo debes huir y evitar una desgracia; y al concluir esta palabra como si hubiera sostenido formidable lucha, Zulima sollozando cayó desplomada en los cojines.
El capitán se arrodilló y, estrechándola la mano con amorosa pasión, la dijo:
—Dulce hechicera, la alegría me embarga y no sé cómo expresarte mis sentimientos; mas el tiempo es corto y es preciso decidirse. Tu padre no consentirá en nuestra unión. ¿Quieres abandonar todo y seguirme? Allí te espera otra religión que abrirá nuevo campo a tus ideas, allí te aguarda la condición de libre y dueña, allí una Virgen purísima y sin mancha te cobijará bajo su manto y a su amparo la felicidad te rodeará, allí una reina cariñosa será para ti cual tierna madre y con su protección serás envidiada de todos, allí, en fin, los hombres te verán y respetarán como mereces, y el verdadero Dios te dará en la otra vida el paraíso a que son acreedoras tu virtud y tu belleza.
— ¡Oh, madre mía! tus palabras responden a un eco de mi corazón. Yo buscaba en vano lo que ahora me indicas; mas ¡ay! que en este mundo nada es completo. Con unas creencias buenas o malas he nacido, con ellas he vivido, ¿cómo podré abandonarlas? ¡Yo, yo no puedo resolverme a tanto, yo no puedo dejar a mi padre, es más, yo no debo dejarle! Aun cuando tu religión sea la verdadera y la justa, nosotros no tenemos la culpa de habernos criado con distintas ideas, erróneas si quieres, pero nativas en nuestro corazón. Comprendo y creo que la verdad está en vuestro Dios; al hablar de él siento extraña alegría; mas separarme violentamente de todo lo que hasta aquí he respetado y querido es muy duro.
—¡Ah, Zulima! tú no me amas, si me amases no hablarías así, lo sacrificarías todo a mi cariño. ¡Cuánto siento no tener elocuencia para pintarte las dichas de la religión cristiana! Allí solo la felicidad te aguarda, aquí, aquí te espera la esclavitud eterna, el envilecimiento perpetuo, la ignominia más atroz. Sí, niña hechicera, todo esto te lo evitará mi santa religión. ¿Qué te importa el odio de los de tu raza?
—Cristiano, no es el odio de los de mi raza lo que temo, es el aborrecimiento de mi padre.
—Tu padre cederá, y tal vez llegues a convencerle. Lo principal es que tú tengas fe en la religión cristiana, que cual hija arrepentida entres en ella, y tal acto dará fe a tu corazón, tranquilidad a tu conciencia.
—Calla, que tus palabras me arrastran a fallar a mi deber.
—Zulima, no son mis palabras, son tus sentimientos. Desecha todo escrúpulo y sigue mi suerte. Ello es preciso que resuelvas pronto entre tu padre y Mahoma, o la Virgen María y mi amor.
—¡Padre mío, perdón! exclamó Zulima arrojándose en brazos del capitán. Yo no puedo más, me falta la fe y por lo tanto es inútil mi resistencia. Rui Lope, tuya soy, tu religión me ampare y me proteja. Procuraré convencer a mi padre, más si no lo consiguiera te prometo seguir tu suerte.
—Zulima hechicera, el Dios justo y misericordioso premiará tus afanes colmándote de felicidades. Repíteme que me amas.
—Con cuanto amor puede mi corazón albergar; mas parte de este aposento en seguida, pues ahora cualquier desgracia que te sucediese caería sobre mi corazón y me heriría de muerte.
—Parto, pues, clamó el capitán estampando un cariñoso beso en la mano de Zulima; más a la media noche volveré a saber si tu padre ha cedido o tenemos que obrar por nuestra cuenta. Miráronse amorosamente ambos jóvenes, y mientras el capitán se alejaba, Zulima, postrándose en el suelo, exclama: ¡Virgen de los cristianos, ampárame; dame fuerzas para luchar y condúceme a seguro puerto!
No bien había concluido esta corta pero sincera plegaria, cuando Mored -Alid se presentó en la estancia, gozoso el semblante y con alegre cara.
—Bella Zulima, exclamó el moro, por tu padre habrás sabido como cumplí mi oferta de batir a los cristianos; por el prisionero habrás visto que seguí tu consejo de no ser sanguinario. Por este hecho de armas mi padre y Boabdil se han reconciliado, y al presentarme al rey me ha preguntado qué recompensa quería; le he contestado que tu mano siempre que tú accedieses, y enterado por mí de tus negativas, traigo orden para que tu padre y tú vayáis a Granada, pues quiere Boabdil hablarte y ver si vence tu repugnancia.
Suspensa quedó la joven con tal noticia; pero considerando que lo que la convenía era ganar tiempo, contestó:
—Está bien, di al rey que mañana al medio día estaremos en Granada. Y deseando averiguar la suerte de su amante, di al rey, añadió, que levante a mi padre cuanto antes la carga del prisionero, pues a sus años no está para tales cuidados, ni yo quiero tales impertinencias.
—El prisionero mañana al caer la noche será conducido a Granada. Mas dime, encantadora hurí, ¿puedo esperar tu amor?
— Te he dicho siempre que jamás, te lo repito, añadiéndole que ahora menos que nunca, que tal vez tu amor haya perjudicado a tu cariño, y que te perdono la insistencia de tus deseos en gracia del inmenso bien que me has proporcionado, de la eterna felicidad con que has inundado mi alma. Pero quererte es imposible, la muerte primero, y al pronunciar tal palabra salió rápida del camarín, dejando en él absorto y confuso al moro con lo que acababa de oír y envuelto en un mar de conjeturas.
V.
LA PREDICCIÓN.
Terrible y amenazadora cerró la noche del día que vamos narrando. Cubierto el ciclo de espesas y oscuras nubes, presentíase a lo lejos formidable tempestad que, cual voz imponente del Supremo Hacedor, iba a resonar sobre la dormida tierra para dar a conocer a los mortales la pujanza de su Criador. Callada reposaba Granada, tranquilo el campamento de los Católicos Reyes, silencioso el castillo de Muley-Assen. Nada turbaba el silencio aterrador que por do quier se hallaba. Y la tormenta se acercaba más y más hasta estallar por completo. ¡Horrible majestad! Retumba el trueno, brilla el relámpago, se cruza el rayo, se desencadenan las cataratas del cielo y parece que el fin del mundo llega. Dan las doce: reina la tormenta en todo su esplendor.
Blanca sombra, semejando a espíritu infernal o terrible fantasma, sube pausadamente una estrecha vereda que a la cima de una montaña conduce. Cual si ésta fuera virgen floresta, las ramas impiden el paso por todas partes, la espesura hace casi impenetrable aquel agreste sitio. A la luz de un relámpago distínguese que el nocturno viajero es sectario de Mahoma, es, en fin, Mored-AIid. ¿A dónde va a aquellas horas? ¿A dónde a aquellos sitios? ¿A dónde con tan desecho[7] temporal? Pocas palabras bastarán para ponernos al corriente.
En lo alto de una montaña y no lejos de Granada, existe una cueva profunda, morada constante de un anciano judío llamado Benisenmucef, gran conocedor de las ocultas ciencias. Los astros son para él conocidos familiares, la alquimia, la química, la quiromancia, etc., etc., son compañeras inseparables de tal hombre, el que con tan poderosas palancas adivinaba el porvenir y predecía los destinos. Era, por lo tanto un verdadero nigromante y hechicero.
Recordemos la situación de Mored-AIid. Las últimas palabras de Zulima habían despertado vaga sospecha en su alma, mas no encontraba razones claras que le dieran la interpretación de aquel enigma.
Largo tiempo estuvo en el camarín de Zulima dando vueltas a sus pensamientos, hasta que al fin tomó la resolución de ir a media noche a la morada de Benisenmucef y consultar sus dudas y oír su destino. Supersticioso hasta lo increíble Mored-AIid (como todos los de su raza), creía en la verdad de la nigromancia, y por lo tanto no dudaba que Benisenmucef podría marcarle exactamente su destino.
¡Tristes consecuencias de las falsas religiones!
Llegó a lo alto de la montaña, y oculta entre malezas vio una gran piedra que guardaba sin duda la entrada de la caverna.
Acercóse a ella, y en el centro distinguió a favor de la brillante luz de los relámpagos una plancha de metal. Dio sobre ella sonoro golpe con el puño de su alfanje[8], y al mismo tiempo se oyó una voz estridente y chillona que decía:
—Entra, Mored-AIid.
Atónito se quedó el joven de ser conocido y esperado en tal sitio, mas dando seguros pasos penetró en la estancia, y aunque valiente no pudo menos de retroceder al ir a entrar en ella: tal era el aspecto amenazador y terrible que presentaba.
Ocupaba el centro un gran sitial de forma desconocida en aquellos tiempos; por do quier se hallaban esparcidos instrumentos químicos, redomas, retortas, fuelles, vasijas, libros, cartas, reptiles, esqueletos humanos, cuerdas, útiles y enseres con distinta forma, todo en confuso desorden y desarreglo. En medio un grande telescopio ocupaba sitio preferente, apoyando uno de sus extremos en una claraboya que a guisa de ventana daba escasa luz a tan lúgubre mansión: todo revelaba las constantes tareas del judío.
Repuesto algún tanto Mored-Alid de la primera impresión, fijó su vista en el dueño de tal morada y hallóse con un anciano de gran estatura, sumamente delgado, demacrado semblante, larga y blanca barba, vestido caprichosamente de negro, chispeantes ojos, pálidas y descarnadas manos. Miráronse fijamente ambos interlocutores, rompiendo al fin el silencio Mored-AIid de esta suerte:
—¿Pues me conoces y sabías mi llegada, sabrás a lo que vengo?
—Sí; quieres saber tu destino y el resultado de cierta empresa que te agita.
—Es cierto; así, pues, haz mi horóscopo.
—¿Estás resuelto, a escuchar de mis labios la suerte tal cual sea?
—¿Si no lo estuviera, hubiera venido a tal hora y en tal noche a esta rara mansión?
—Espera, pues, dijo Benisenmucef, y dirigióse a un asqueroso e inmundo lagarto que se paseaba tranquilo por aquella estancia, cogiólo, le dio muerte y después de varias y extrañas operaciones, extendió encima de una mesa los mutilados restos del reptil. Con arreglo a ellos leyó y consultó varios libros, hizo conjuros, etc., etc., y a poco volviéndose a Mored-AIid, exclamó:
—Terrible es tu destino y desgraciado tu horóscopo. Amas a la bella Zulima, hija del sabio y virtuoso Muley-Assen. Ella, por el contrario, te aborrece, es más, aborrece a todos los de tu raza. Ama la religión cristiana y se hará católica.
Tuviste antes de ayer un encuentro con los cristianos, hiciste prisionero a su jefe y lo llevaste a casa de Muley-Assen. Creíste hacer una acción meritoria para conseguir el cariño de Zulima, y, por el contrario, labraste tu propia —16 —desventura. Zulima vio al cristiano se enamoró de él, y el joven a su vez la amó.
Rui Lope de Herrera (tal es su nombre) llegará a llamarla su esposa, y la bella musulmana al separarse de la corte de Boabdil será favorita de la reina Isabel. En cuanto a ti, y esto es lo más terrible, morirás, y morirás defendiendo y protegiendo al caballero cristiano. Tal es tu suerte.
Aterrado quedó Mored-Alid, al oír tan extraño horóscopo, y sin aguardar más, arrojó, una bolsa de oro a los pies de Benisenmucef, y salió precipitadamente de aquella maldita mansión, donde jamás debió entrar, y tal vez así ignoraría aun su horrible desdicha.
VI.
El ENCUENTRO.
Volvamos a los felices amantes, que hemos abandonado por breve espacio, para seguir al desgraciado Mored-Alid. Morada del judío Benisenmucef.
Rui Lope cumplió su oferta y a media noche se presentó en la estancia de Zulima. Esta le aguardaba impaciente, y al verle entrar le dijo:
—Todo es inútil, mi padre no cede, sino que advertido de lo que ocurre, me lleva mañana temprano a Granada y no sé qué hará contigo. Es preciso huir, es necesario salvarnos.
Tengo tomadas mis medidas, aléjate de aquí; antes de romper el alba saldremos por la puerta falsa y un brioso corcel nos pondrá en breve tiempo en el campamento católico.
Una vez allí y consumado nuestro matrimonio, veremos de atraer a mi padre para que se una con nosotros y siga nuestra suerte. Parte, pues, y hasta luego,
—Hasta luego, esforzada campeona de la religión cristiana, contestó el capitán, alejándose.
Mored-Alid luego que se hubo repuesto de la emoción que le produjo su fatal horóscopo, dirigióse a Granada, reunió varios amigos, con ánimo de volver al castillo de Muley-Assen, sacar al prisionero como por encargo del rey y darle muerte: robar a Zulima, y oponerse de este modo al destino, antes de que este pudiera cumplirse.
Poco antes del alba, por secreta puerta del castillo de Muley-Assen salieron Zulima y Rui Lope. Esquivando indiscretas miradas y al galope que permitían los corceles, ganaron la próxima montaña y tomaron el camino que al campamento cristiano conducía. Ya creían verse libres de que los del castillo les hubiesen visto partir y empozaban a regocijarse; mas por desgracia aquel camino conducía también a Granada, y al dar vuelta a un recodo encontráronse con Mored-Alid y los suyos, que venían en dirección opuesta. Terrible momento: los moros eran seis y Rui Lope uno, teniendo a mas que proteger a Zulima. Al ver a los fugitivos, Mored-Alid sacó su alfanje y exclamó con gozo mal reprimido:
—¡Ah, vosotros mismos os entregáis! Tú, perro cristiano, morirás; y en cuanto a ti, falsa mahometana, nada logrará apartarte de mi lado.
Con reposado continente y majestuosa voz exclamó Rui Lope:
—Vosotros sois seis, yo uno; si tenéis alma noble y generosa dejareis que me defienda, pues de seguro me venceréis; mas no me matéis cobarde y traidoramente.
—No es tal nuestro ánimo, defiéndete como quieras.
—Está bien, solamente os pido que combatamos a pie.
—Sea, exclamaron los infieles, y tanto ellos como Zulima y Rui Lope, echaron pie a tierra. Arrimóse el joven capitán a un corpulento árbol que en un pequeño ribazo se elevaba, el cual le protegía por la espalda, y teniendo a su lado a Zulima empezó a luchar con los moros. Viendo esta lo desigual de la lucha y el fatal resultado que había de tener se arrodilló, y sollozando dijo:
—¡Virgen purísima y santa, ampáranos en tan duro trance, danos tu protección y haz que tu sacrosanta religión quede triunfante ¡! Y tú, Mored-Alid, que tanto dices me amas, no causes la mayor de mis desventuras, pues al morir Rui Lope, moriré yo también.
—No esperes protección de tu pérfida Virgen, exclamó Mored-Alid, el Profeta vendrá en mi ayuda y venceré. Yo destruiré al cristiano que quiere arrebatarme mi dicha y aniquilar mi religión, queriéndola sustituir por otra falsa indigna- Más en aquel mismo momento, como si los cielos hubieran querido castigar tales blasfemias, apareció por entre las cortaduras del terreno un enorme lagarto que fijaba sus encendidos y centelleantes ojos en Mored-Alid.
Más bien que inmundo reptil parecía horrible monstruo que quería hacer pagar al moro la osadía que tuviera. Tal vez era el espectro de su conciencia, para hacerle comprender lo enorme de su delito. Lo cierto es que al verle Mored-Alid dio un grito, recordó la predicción de la noche y la superstición dominó a aquel apocado espíritu religioso. Volvióse al punto, se puso al lado de los amantes, y arremetió contra sus mismos compañeros exclamando:
—Virgen de los cristianos protegedme.
Dos musulmanes yacían en tierra derribados a los certeros golpes de Rui Lope, y los tres restantes al ver la extraña variación, para ellos incomprensible, de Mored-Alid, le acometieron furiosamente llenándole de horribles dicterios.
Defendiéronse este y el cristiano de tal suerte, que otros dos árabes mordieron el polvo en su agonía, y el tercero huyó precipitadamente, mas Mored-Alid al terminar el combate cayó al suelo. Corrieron Zulima y Rui Lope a socorrerle y le hallaron con mortal herida, pero no muerto.
El deseo de luchar le había sostenido en pie, mas al ver concluida la lidia, cayó desvanecido al suelo. Gracias a un poco de agua fresca de cercano arroyuelo con que le rociaron rostro, entreabrió los ojos, y se encontró que Zulima le sostenía mientras que el capitán trataba de contener la sangre que brotaba de la herida. Dos lágrimas saltaron de los ojos del moribundo, y cogiendo las manos a los amantes les dijo:
—Gracias, hermanos, mas mi muerte es inevitable, y después de contarles la predicción de Benisenmucef, añadió:
—Es el castigo que el cielo me envía por mis crímenes.
Perdonadme el mal que quería causaros, y que vuestro Dios acoja mi alma en su santa gloria. Vosotros se lo pediréis, yo arrepentido de mis errores también le pido perdón.
Según decís, Dios es justo y misericordioso; pues bien, que por su bondad infinita juzgue mis intenciones, perdone mis pecados y me manifieste y conceda su divina gracia.
Rui Lope cogiendo con la mano un poco de agua la echó por la cabeza de Mored-Alid, diciendo: yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, bajo la invocación y nombre de San Manuel, Hijo de Dios verdadero, y hecho hombre por redimirnos del pecado.
Zulima lloraba y pedía a la Virgen la salvación de aquel que fue su enemigo. Saludable consuelo el de la religión católica, fuente inagotable de dichas sin cuento, sublime ideal de la razón y del entendimiento, bálsamo dulce de toda desgracia y amargura. Gloria eterna a religión, cuya primera página es: Perdona a tus enemigos, y ámalos como a ti mismo.
Jamás los errores de falsas teorías, las ideas de extraviados filósofos, los sofismas de sacrílegos soñadores, ni las invenciones de ambiciosos sin nombre, crearán una máxima capaz de competir siquiera con la que sirve de lema a nuestra sagrada religión.
Al ver Mored -Alid efectuada la ceremonia del bautizo, exclamó:
—Gracias, Dios mío, has escuchado mis ruegos y el de estas cristianas criaturas que me ayudan a bien morir. Veo que me concedes tu perdón, muero tranquilo. Adiós, hermanos míos, Dios premie vuestra caridad, Dios os haga felices, Dios os bendiga: aquí la muerte cortó su despedida, y puso término a tan dolorosa escena.
Rezaron Zulima y Rui Lope por breves momentos sobre el cuerpo de Mored-Alid, montaron otra vez a caballo, llevando el capitán, atravesado en el suyo, el inerte cuerpo del moro, llegando en esta forma y sin más tropiezo al campamento cristiano.
EPÍLOGO.
Dos palabras para concluir estas mal pergeñadas líneas.
Zulima se hizo cristiana, abjuró los errores del Corán, y llegó a ser cariñosa esposa de Rui Lope de Herrera, siendo ambos muy queridos de los Reyes Católicos.
Muley-Assen, después de la conquista de Granada, viéndose solo, viejo y abandonado, llamó a su hija y a su esposo, perdonó la falta de aquella, y reunidos los tres vivieron en el castillo largo tiempo, durante el cual, los hijos pudieron hacer que Muley-Assen abandonara la religión musulmana y se hiciera también católico. A Mored-Alid se le dio sagrada sepultura después de magnificas honras fúnebres.
Benisenmucef tuvo que huir, y habiendo hecho circular Rui Lope la historia de la predicción, se dio desde entonces a la morada del pérfido nigromante el nombre de Cueva del lagarto, el cual conserva aún hoy día.
Tal es la tradición que oí no ha mucho en las márgenes del Genil, a una linda colona[9] de los señores que al presente habitan el castillo de Muley-Assen. Dichoso yo si he conseguido distraer algún tanto a mis bellas lectoras con la relación de tan extraños sucesos.
FERNANDO MELLADO.
“La cueva del lagarto”, Museo de las Familias (1866) vol 24, pp.10.16.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
NOTAS
[1] Sectarios: en el sentido de “partidarios”, en el momento de redacción del texto sin sentido peyorativo.
[2] El castillo Anzur, (árabe castil/'unsur) fortaleza musulmana situada cerca Puente Genil (Córdoba, España).
[3] Muley Hacen.
[4] Fórmula tópica: mal cortada pluma.
[5] Hurí: cada una de las mujeres bellísimas creadas, según los musulmanes, para compañeras de los bienaventurados en el paraíso. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[6] Por donde quiera.
[7] Deshecho: desatado.
[8] Alfanje: especie de sable, corto y corvo, con filo solamente por un lado, y por los dos en la punta. (Diccionario de la lengua española, RAE, 22. ed.).
[9] Colona: labradora que cultiva y labra una heredad por arrendamiento y suele vivir en ella. (Diccionario de la lengua española, RAE).