Los funerales de un vivo, contados por un difunto
Cierto día de otoño del año 1556 los habitantes de la pequeña aldea de Cuacos, en Extremadura, se dirigían con precipitación hacia la antigua ermita de S. Cristóbal, convertida en monasterio de Jerónimos, llamado vulgarmente de Yuste, edificado precisamente a la falda del monte de Tormantos y sobre el mismo collado del Salvador.
La noche reemplazó luego al día, pero una noche lóbrega y sumamente fría; el viento norte enviaba sus glaciales ráfagas sonoras, haciendo chocar los desnudos ramajes de los árboles que destacaban sus confusas y peladas formas como esqueletos en aquel horizonte diáfano y sin luz, cortado por negras montañas de irregulares cimas.
Percibíanse aún los grupos de olivares, cuyo color sombrío y aterciopelado resaltaba en manchas recargadas de tinieblas en medio de aquel cuadro de soledad y silencio selváticos.
Sin embargo, los aldeanos que permanecían al abrigo de los castaños contiguos al monasterio, porque el frio aumentaba en intensidad y el viento crudo del septentrión azotaba sus rostros y helaba el ambiente con su soplo violento.
Era bien entrada la noche. Un grupo de cuatro personajes montados en ligeras cabalgaduras, llegó a la portería, donde se apearon aquellos.
A su tránsito había sido saludado el misterioso grupo por los buenos aldeanos que se prosternaron de rodillas con el acatamiento de un vasallo para con su soberano, y una exclamación entusiasta, pronta a estallar en la multitud, fue sofocada por un mandato lleno de severidad por parte de aquellos hombres que pasaron en medio del mas grave y solemne silencio hasta llegar al apeadero.
La esquila del monasterio anunció con su monótono tañido la llegada de la pequeña cabalgata, y aunque era contra regla, la comunidad en pleno consejo acordó dispensar por aquella vez la imprudencia de los desconocidos, y las puertas se abrieron para ellos, siendo admitidos después a la mesa del refectorio.
Pudo verse entonces la talla gigantesca de uno de aquellos hombres, cedro colosal, agobiado por el huracán de los años de una vida agitada y triunfadora. Brillaba en sus facciones una regia e imponente majestad, que formaba singular contraste con su profundo recogimiento; y su mirada afectadamente humilde, de la que irradiaba sin embargo un brillo altivo, exaltaba de vez en cuando su fulgurante pupila.
Y este hombre poderosísimo en otro tiempo y aun entonces mismo, según los estatutos del monasterio, ocupaba el asiento ínfimo a los pies de la mesa, como el último y más inferior de los novicios.
Concluida la cena, el nuevo hermano se arrodilló en el suelo, besó el polvo y pronunció estas palabras, bañado en lágrimas su arrugado rostro: Iustus, pauper et miserrimus de ventre matris meae alegres sus sum: nutus etiam venio ad te, mater omnium viventium[1].
Aquel hombre era Carlos V, emperador y dueño de ambos mundos.
El 29 de agosto el año siguiente, a la llegada del emperador al monasterio de Yuste, un religioso de alta estatura vestido con el hábito de la orden, se ocupaba en cavar con un pesado azadón un cuadro del jardín contiguo, cultivado todo él por los individuos de la comunidad.
Aquel hombre anciano, doblegado por la fatiga de su violento trabajo, dejaba traducir un sello de gravedad imponente; su respiración era angustiosa y un copioso sudor traspiraba su majestuoso rostro de facciones pálidas y venerables, en las que se notaban visibles rasgos de un hermosura viril, rebajada ahora por la edad y la penitencia. Este religioso se llamó en el siglo Carlos V.
Un lego vino a anunciarle cierta orden del superior, sobreentendida en esta lacónica frase.
—¡Ya es hora!
Terribles palabras, que arrancaron al religioso un triste gemido, contestando con dolorosa resignación:
—Cúmplase, pues, la voluntad de Dios.
Apoyóse en el brazo del novicio, porque era mucha la postración de sus miembros, y su respiración jadeante y fatigosa; dirigióse en seguida a su miserable celda ese en desayuno donde se sirvió por sí mismo un miserable desayuno, y marchando luego a la iglesia, donde se le esperaba una terrible ceremonia.
III
Una hora después representaba el templo una de esas escenas anómalas, fúnebres y terribles, que son un fenómeno en la historia de los desvaríos de los hombres poseídos de un fanatismo imprudente.
La gran nave estaba colgada de cortinajes de damasco negro, así como los altares y pilastras, revestido todo con paramentos[2] de terciopelo negro con velos flotantes sobrepuestos en los frontones.
Del arco toral de la fábrica pendía un pabellón de brocado con las armas de España y Alemania, rodeadas de águilas y leones rapantes con perfiles de granate y galoneado todo, formando medias lunas de plata con bordadora de recamado y rapacejos[3].
Debajo del pabellón flotante y sobre gradas de mármol artificial, rodeadas de un enverjado de madera, alzábase un suntuoso catafalco revestido de bayetas y terciopelo negro, resaltando a proporcionados trechos los cuarteles y atributos heráldicos imperiales, bordado todo a realce[4] y orlado de tibias fémures calaveras blancas.
Sobre el tercero y último cuerpo del túmulo yacía el emperador, encerrado en un féretro de ébano, forrado de terciopelo negro galoneado y cubierto con el manto imperial rasgado en varias partes.
Sobre el segundo cuerpo inferior yacían rotas por el asta varias banderas, y el cetro y corona devorados por las rapantes águilas, formando una siniestra alegoría fúnebre, que se repetía luego con un juego doble de leones de hambrientas y expresivas garras.
Más abajo lucía un hermoso trofeo de todas armas americanas y europeas, sostenidas por parcas y estatuas alusivas, y allá en la cúpula ondeaba una bandera fúnebre, tremolando sus lúgubres pliegues sobre todo el terrible aparato.
Los claustros permanecieron cerrados y enlutados los arcos de las capillas. La oscuridad del templo prestaba nuevo realce al sombrío cuadro que presentaba el inmenso recinto: habíanse cerrado las ventanas y puertas, y colocádose un biombo en el claustro principal de ingreso. Un rayo del sol naciente penetraba por una pequeña rendija de la cúpula, y los cien cirios que rodeaban el catafalco daban un imponente aspecto a aquella escena anticipada de la muerte, rodeada de soledad y tinieblas.
Habíanse terminado los maitines; todavía resonaban las últimas notas lúgubres del órgano en la inmensa bóveda, y las campanas empezaron a doblar los clamores de difuntos. La ceremonia fatídica se acerca, el templo está desierto y reina allí la soledad, el silencio y un terror tan pavoroso, que hiela el alma y la pierde en un círculo de negra amargura.
Pero he aquí que un coro invisible empieza a recitar las primeras antífonas del Réquiem: otra voz también invisible contesta los versículos con desfallecido acento, y esta voz sepulcral sale del mismo féretro donde yace el hombre más poderoso del orbe, que se ha sumergido en la tumba, anticipando el instante de su nada. ¿Por qué tanta prisa?...
El coro entonó luego el terrible oficio de difuntos... La voz del soberano cada vez más lánguida y desfallecida, continuó respondiendo durante los primeros nocturnos. Los cantores permanecían invisibles y aumentaba el natural terror el aspecto solitario del templo sumergido en tinieblas.
Al cántico de los primeros nocturnos sucedieron los responsos, las aspersiones y el incienso: fue aquella la primera vez que se dejó ver la comunidad que oficiaba, arrastrando las colas de sus prolongadas capas pluviales, ostentando el lujo de preciosos tornos de tisú y brocado negros, sus blancas albas, sus roquetes y sobrepellices[5] de blanco lino y sus cruces, ciriales e incensarios de plata dorada, los porta-estandartes con sus insignias fúnebres, los pertigueros[6] con sus pomos de oro, detrás las hermandades de la agonía, las cofradías de la muerte y las comisiones reglas de duelo, batiendo a caja destemplada sones y marchas fúnebres, a son de clarín y doble de campanas a clamor de Réquiem.
Una circunstancia extraña pudo notarse entonces, y es que había cesado de oírse la voz del monarca.
En efecto, horrorizado, aturdido y no pidiendo arrostrar el pavor de la ceremonia, había cedido a un profundo deliquio.
Debía influir extraordinariamente esta ridícula ceremonia en el ánimo ya tan gastado y fanatizado de Carlos V, así es que un año próximamente después de la celebración de estas preces, el 21 de setiembre del siguiente 1558, el emperador arrullado por nuevos cánticos sepulcrales, en que también tomó parte hasta su última hora, exhaló su postrer aliento.
FUENTE:
Pastor de la Roca, José, “Los funerales de un vivo, contados por un difunto”, Semanario pintoresco español. 12/8/1855, n.º 32, p.252.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
NOTAS
[1] Desnudo y pobre salí de tu vientre y a ti regreso desnudo, tierra, madre de los vivientes.
[2] Paramentos: adorno, ormanento.
[3] Rapacejos: alma de hilo, cáñamo o algodón, sobre la cual se tuerce estambre, seda o metal para formar los cordoncillos de los flecos (Diccionario de la lengua española, RAE).
[4] Bordado a realce. Hacer un bordado que sobresalga en la superficie de la tela (Diccionario de la lengua española, RAE).
[5] Sobrepelliz: vestidura blanca de lienzo fino, con mangas perdidas o muy anchas, que llevan sobre la sotana los eclesiásticos, y aun los legos que sirven en las funciones de iglesia, y que llega desde el hombro hasta la cintura poco más o menos. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[6] Pertiguero: ministro secular en las iglesias catedrales, que asistía acompañando a los que ofician en el altar, coro, púlpito y otros ministerios, llevando en la mano una pértiga o vara larga guarnecida de plata (Diccionario de la lengua española, RAE).