DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

El Fénix. Periódico Universal, Literario y Pintoresco. nº 16, I, 18 enero de 1846. Publicado íntegramente en  Museo de las familias (Madrid). 25/7/1844, página 12.  y en 1871“Esteban Murillo”, 1871 p.372,firmado por “un contemporáneo”.

 

Acontecimientos
Encuentro de Carlos V con Cervantes y Murillo
Personajes
Murillo, Cervantes, Carlos V
Enlaces

LOCALIZACIÓN

PLASENCIA

Valoración Media: / 5

Murillo y Cervantes

 

I

El almuerzo.

 

Plasencia es una de las más importantes poblaciones de Extremadura, no solo por sus recuerdos, sino también por los monumentos maravillosos de la arquitectura fantástica, con que la engalanaron los árabes durante su dominación. Todavía se detienen los viajeros entusiasmados en el centro de aquellas calles tortuosas sembradas de pequeños palacios bellísimos; porque no se atreverían a dar otro nombre a esos edificios cargados de adornos, que más bien se asemejan a los caprichos de un hada del oriente que a la obra de un simple mortal.

Si esto sucede en nuestros días, suponed el espectáculo que presentaría esa ciudad a mediados del siglo XVI; y juzgad de la impresión que debería producir en la imaginación ardiente de un joven, que solo había visto la iglesia de Pilas[1] y las chozas que la rodeaban. Sorprendido y enajenado pasaba de pórtico en pórtico, juntando las manos y dejando exhalar algunas exclamaciones que manifestaban todo el entusiasmo de que se sentía arrebatado.

— ¡Virgen santa! ¡Qué cosa tan buena! ¡Dios mío! ¡Qué casa tan bella! ¡Esto es un paraíso!

El joven que hablaba de este modo, y en quien causaban tan profunda sensación los monumentos de Plasencia, frisaba al parecer en los quince o diez y seis años, y en su semblante algo atezado se descubría el tipo que caracteriza a nuestros robustos y honrados montañeses. De estatura aventajada, ágil y desarrollada, manifestaba en todos sus movimientos esa elegancia natural, que solo saben prestar una organización generosa y un ejercicio continuo junto con una existencia sobria y activa. Vestía el traje andaluz, y aunque parecía un viajero, no llevaba sin embargo otro equipaje que un saco deteriorado asaz.

Luego que el joven lo vio todo, lo examinó todo y todo lo admiró, fue a sentarse en las gradas del pórtico de un monasterio, se descargó del saco que llevaba colgado a la espalda, lo colocó entre piernas y sacó de él un buen pedazo de pan que contenía sendos trozos de bacalao. Luego lo rompió en dos porciones, y se puso a comer la una con un apetito que podía hacer honor al más hambriento estudiante de Salamanca; depositando la otra en el saco, como hombre que no contaba muchos recursos.

Sorprendióle en esta solícita ocupación otro viajero de alguna más edad, pero vestido pobremente; bien que no pudo contener una estrepitosa carcajada al verle comer con una ansia que le pareció infinita. Esta insolencia obligó al joven a que levantara los ojos para fijarlos con una especie de rabia pueril en los del atrevido viajero; pero al observar su franca y risueña fisonomía no pudo contenerse, y poco a poco fue participando de la hilaridad del desconocido, hasta el punto de invitarle con alegría a que tomara parte en su frugal almuerzo.

El desconocido miró la otra porción de pan con una seriedad cómica y le dijo:

— Si tanto apetito tiene vuesa merced compadre, me parece que poco dejará para los huéspedes. ¿Me reserva por ventura ese cacho de pan sobre el que tiene fijos los ojos, como si lo oliera algún podenco? Pero en fin convite por convite; y supuesto que vuestra merced ha sido tan cortés conmigo, espero que aceptará también otra comida; porque he llegado a creer que según sus disposiciones, todavía se hallará el mocito en el caso de ocupar dignamente un lugar en mi mesa.

Diciendo esto sacó a la vez el desconocido de sus bolsillos una excelente torta, cuya vista bastaba por si sola para hacer abrir tanto ojo. Así que puso de manifiesto esta maravilla gastronómica y la colocó sobre sus rodillas, descolgó de su cinturón una bota llena de vino de Valdepeñas, y  partiendo religiosamente la torta en dos mitades, ambos principiaron a dar cuenta de ella: el desconocido como si no hubiera comido en ocho días, y el joven viajero como si estuviera sin yantar el mismo tiempo, después de haber devorado un pan de tres libras al menos.

Bebieron a proporción, y al paso que sus estómagos se refocilaban, se veían brillar sus ojos con una expresión singular de júbilo; pero desgraciadamente interrumpió sus carcajadas y alborozo la voz de un monje, que abriendo repentinamente el portón les dijo:

— ¡Ea! largo de aquí, miserables; ¿así os atrevéis a presentaros en la puerta de un monasterio? largo de aquí, o no escapareis de las correas de fray Arsenio.

No os incomodéis, padre mío, respondió el joven, en tanto que su compañero acababa de recoger algunos restos de la torta, que al presentarse el monje habían esparcido por el suelo. Nosotros creíamos que predicándose la caridad en esta santa casa, bien podríamos venir a su puerta a comer en paz nuestros mendrugos.

— ¡Atrevido es el mozo! respondió el monje, cuyo mal humor parecía disminuirse a la vista de aquel joven resuelto y agraciado. ¿Cómo se llama?

— Esteban; ¿y vos, padre mío?

Esta pregunta familiar sorprendió al religioso, y después de un momento de vacilación le contestó:

—Fray Arsenio. Pero él me ha dicho solo su nombre; ¿cuál es su apellido?

— ¡Oh! es un secreto.

— ¿Cómo?

—Porque me he escapado de la casa de mi padre, y si os digo mi nombre, temo que deis noticias de mí a los que sin duda vendrán en mi persecución.

— ¡Ha hecho muy mal el picaruelo! ¿Pero qué motivo ha tenido el rapaz para; cometer semejante exceso?

— Porque voy en busca de Velázquez para entrar en el número de sus discípulos.

— ¿Según eso, es pintor? preguntó el monje sonriendo.

— Sí señor, pintor, respondió el joven, y discípulo de mí tío Juan del Castillo. Si no hubiera muerto este digno pariente mío, todavía fuera dichoso a su lado y no me viera obligado a vagar errante en busca de otro maestro. Juan del Castillo me enseñaba su arte; pero cuando murió debí volver a la casa de mi padre, para sufrir a una madrastra más mala que todas las madrastras de España... Se había empeñado la muy taimada en que yo renunciase a la vocación de pintor sin tener piedad de mis lágrimas y de mi desesperación. Mi padre tan bueno como débil manifestó el mismo empeño pero aun no hacía dos días que me hallaba en poder de un artesano, me escapé para llegar cuanto antes a casa de Velázquez.

— Voy a hacer un ensayo de su talento, dijo el monje encantado por la franqueza del joven; porque tengo precisión de buscar un pintor, y ya que se me ofrece la ocasión vamos a ver si se atreve a trabajar algunas cosas y ganará buenos escudos.... ¿le conviene?

—Aceptado.... ¡un escudo de oro! así me proporcionaré los recursos que necesito para concluir mi viaje, pues confiésoos por quien soy, que esta mañana he consumido el último maravedí en la compra de un pan, y acaso no hubiera quedado satisfecho si no llegara oportunamente este digno compañero, para dividir conmigo una excelente torta y una buena bota de Valdepeñas. Con que así, padre mío, ved si mi camarada podrá también tomar parte en el -183- negocio que me proponéis.... al menos servirá para moler los colores, y de este modo se ganará la mitad del precio que me proponéis.

El monje miró entonces al compañero de Esteban y le dijo:

—O yo me equivoco mucho, o vos lleváis el traje de los cautivos rescatados por los religiosos de la redención[2].

— Efectivamente vengo de Argel, donde he sufrido por espacio de tres años todas las amarguras de la más triste cautividad. Gracias, sin embargo, sean dadas, al Señor, porque ha puesto término a mis cuitas dejándome volver libre a la noble tierra de España.

— ¿Qué desgracia os hizo caer en manos de los berberiscos?

—Era soldado.

— ¿Y ahora vais a entrar en el servicio?

— He quedado inútil; porque perdí un brazo y esa circunstancia ¡par diez! me priva de ser útil a mi rey y a las armas de la cristiandad.

—¿Con qué recursos contáis, pues, para vivir?

— Soy poeta....

— ¡Poeta! por vida mía, que formáis los dos una rica caravana de príncipes.... Pues bien; mientras tu compañero pinta unos escudos de armas que le he encargado, vos escribiréis los motes[3], y recibiréis por vuestro trabajo el mismo precio que él. ¿Os conformáis?

— Admito.

— Manos a la obra, pues. Entrad y trabajad con ardor, porque es preciso que todo esté corriente para mañana a mediodía.

Diciendo esto introdujo el religioso a Esteban y su compañero en el coro de la iglesia, donde todo parecía dispuesto para una ceremonia fúnebre. Negras colgaduras cubrían las columnas, y en torno de un suntuoso túmulo se veían elegantes candelabros sobre un rico tapiz recamado de oro. Los dos viajeros contemplaron este aparato con extrañeza, hasta que el compañero de Esteban le preguntó al religioso:

— ¿Qué ceremonia va a celebrarse aquí?

—Los funerales de Carlos V, respondió el monje con mucha gravedad.

—¿Qué? ¿ha muerto el emperador? perdonad, padre mío; pues hace pocos días que me hallo de regreso en España y no tenía noticia de tan terrible acontecimiento. ¡Ha muerto Carlos V! ¡La España ha perdido al que la ha hecho tan grande y tan gloriosa!

— Tranquilízate, joven: porque Carlos V no ha entregado todavía su alma al Señor: solo ha muerto para el mundo. Desengañado de la grandeza humana, ha bajado voluntariamente del trono, y ha arrojado a sus pies el cetro imperial para ceñir la frente de su hijo con una corona, que pesaba ya demasiado sobre sus sienes.

—Vos os equivocáis, padre mío; porque es imposible que Carlos V hubiera cometido tal error: conocía demasiado el mundo para no poder comprender su propio corazón.

¡Oh! ¡Carlos V sin poder, sin un mundo para dirigir con solo el impulso de un dedo suyo! ¡Os repito que es imposible!...

—Dígole que es cierto.... y mañana se celebran sus funerales en la iglesia de san Justo, para que en adelante no suene su nombre más que bajo las sombrías bóvedas del monasterio, hasta que Dios tenga a bien llamarle a su presencia

— Sin embargo, eso prueba por lo menos la pequeñez de nuestra inteligencia.... ¡Será que Carlos V haya perdido la razón!

El monje se puso pálido, y sacudiendo el brazo de su interlocutor con una fuerza poderosa, le contestó:

— ¡Vive Dios! ¡que el mozo está demasiado insolente! Carlos no ha perdido la razón. Sepa el poeta que su barba está aún poco poblada para que pueda juzgar de los hechos del emperador. Pero póngase a escribir sus coplas, y deje que el pintor se ocupe en su trabajo. Mas no olvide ninguno de los dos los títulos con que se ha ennoblecido el poder de su rey: Carlos V, emperador de Alemania, rey de España y de las Indias, rey de los Países-Bajos, emperador de los romanos, rey de Lombardía, etc. Dentro de poco volveré para saber si los dos son dignos de la confianza que les dispenso.

 

II.

El monje.

 

Una hora después se hallaba profundamente distraído el compañero de Esteban, cuando sintió que una mano de hierro descansaba sobre su hombro, haciéndole volver la cabeza con terror,

— ¿Aún no ha concluido sus motes el poeta?

— Aun no, padre mío, porque mi espíritu se halla demasiado preocupado por las nuevas que me habéis dado respecto del emperador.

El monje comenzó entonces a pasear precipitadamente, fosco el semblante y sombría la frente. Por fin llamó a Esteban, y le respondió:

— Me dijo él que su compañero era poeta, y sin embargo no ha escrito un solo verso ¿Sus pinturas son también como los versos del otro?

Esteban le presentó en seguida con alguna timidez los lienzos que acababa de pintar, y la frente del monje pareció que radiaba de alegría

— ¡Por mi nombre, que es el mozo un buen pintor! Mi buen Ticiano no hubiera pintado mejor. En vez de un escudo os ofrezco diez, pero es preciso que el poeta escriba inmediatamente sus coplas ¿Escrito habéis, poeta?

— Sí, una sátira contra la ceremonia de mañana.

— Leedla.

El joven leyó con efecto una composición cáustica asaz, pero delicada y dulcísima a la vez.

— Excelentes versos, dijo el monje, y aunque satíricos por demás, manifiestan sin embargo un corazón leal y generoso. ¿Pero hubierais escrito eso reinando Carlos V? ¿No es esto dar una patada al moribundo león?

El poeta se estremeció, y por un movimiento imprevisto rasgó la composición.

—¡Bien! exclamó el monje, eso le reconcilia conmigo. Ahora retírense a su posada, y después de la ceremonia yo te recomendaré a ti, Esteban, a Velázquez, y a ti poeta, al rey Felipe II.

—¿Al rey Felipe? ¿le conocéis vos por ventura?

¡Oh! si, harto le conozco, y espero que mi recomendación será para él de alguna valía. Dios les guarde. Los jóvenes se despidieron, pero recordando que no tenían un maravedí, volvió el poeta y le dijo al monje al tiempo que se retiraba:

—Padre mío....

—¿Qué quieres? contestó el monje; habla, porque oigo a los religiosos que se dirigen al coro.

—Es que no tenemos crédito en ninguna posada, si pudierais, pues, darnos algo, nos hicierais mucha merced.

El monje metió la mano en el seno y después de un registro escrupuloso sacó algunos reales.... Este descubrimiento le hizo sonreír.

— He aquí todo lo que poseo en el día, añadió, pero… Sí, en fin mañana, después de la ceremonia, entrad en la iglesia y esperadme.

— Buen negocio hacemos par diez, dijo Esteban al marcharse, nos ofrece el oro a manos llenas, y nos regala una limosna.... Pero ¡oh! no faltaré mañana a la ceremonia.

 

III.

 

La iglesia.

 

Era ya bastante entrado el día, cuando los dos jóvenes  se dispertaron (sic.) y se apresuraron a ir a la iglesia, para colocarse en el rincón de una capilla.

Comenzó el oficio de difuntos, y durante la misa estuvo el templo desierto. Ninguno ocupó el trono preparado para recibir a Felipe II; ninguno fue a colocarse en los estrados de los grandes y de los cortesanos. Concluida la ceremonia, vieron los jóvenes salir por entre los tapices fúnebres del catafalco al monje, su conocido, pero pálido, agitado y ceñudo.

— ¡Ninguno! iba diciendo en voz baja; ¡ninguno se ha acordado del emperador! ¡esta es la grandeza humana! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡crueles son las pruebas que hacéis de mi resignación!

Hablando así se postró de rodillas ante el altar, mientras los monjes silenciosos le esperaban en comunidad.

Los jóvenes, casi sin aliento, vieron inclinada sobre los mármoles aquella cabeza augusta, y al observar mejor su talla altiva, su mirada penetrante, y el respeto con que le acataron los religiosos, ya no dudaron de que fray Arsenio era el ilustre emperador. Entonces no pudieron contenerse y doblaron las rodillas ante el invencible monarca.

— No; no me rindáis ese obsequio, dijo el emperador, yo nada soy en el mundo. Esteban, toma este reloj. Es lo único que me resta de mi opulencia; escribiré a Velázquez para que te reciba entre sus discípulos. ¿Más cómo te llamas? Sin duda que no dudarás de mi lealtad, aunque me pregunten por ti-

—ESTÉVAN MURILLO, señor.

— Y tú poeta— ¿en qué puedo serte útil?

— ¡Señor! contestó el joven, tengo que pediros dos mercedes que me colmarán de orgullo.

—Habla, yo te las concedo.

— La primera es que me perdonéis mis palabras harto criminales ante vuestra majestad.

— Ya no me acuerdo de ellas.

—La segunda que me permitáis besar vuestra gloriosa mano.

— ¡Oh! ¡Ven a mis brazos! ¡Un soldado y un poeta son dignos del aprecio de un emperador! A Dios, ¡y acordaos alguna vez de fray Arsenio!

—Jamás, respondió el poeta volviendo a doblar la rodilla, jamás olvidará MIGUEL DE CERVANTES este día.

Murillo se postró igualmente, y Carlos V extendió la mano sobre ellos y les bendijo.

En seguida enjugó una lágrima y desapareció.

Murillo y Cervantes llegaron a Madrid; cada uno ha dejado un nombre que ningún otro ha podido eclipsar.

 

FUENTE

Sin autor. El Fénix. Periódico Universal, Literario y Pintoresco. nº 16, I, 18 enero de 1846.

 

Publicado íntegramente en  Museo de las familias (Madrid). 25/7/1844, página 12  y en 1871“Esteban Murillo”, 1871 p.372, firmado por “un contemporáneo”.

 

Edición: Pilar Vega Rodríguez

 

NOTAS

[1] Pilas, pueblo cercano a Sevilla de donde fue natural la esposa de Murillo, Doña Beatriz de Cabrera y Villalobos.

[2] Rescatado por la orden de los mercedarios de la prisión en Argel.

[3] Motes: las leyendas o inscripciones que orlan los escudos.