EL CASTILLO DEL ESPECTRO[1]
“... Decidme
sois hombre, sombra o fantasma?”
Hay cerca de la cordillera de Sierra Nevada un antiquísimo castillo, fundado en la cumbre de una montaña de inmensos peñascos amontonados unos sobre otros, cuyo pie bate un furioso torrente con un ruido sordo y continuo, y al cual parece imposible subir mirándole desde lejos; pero conduce a él una sendita estrecha y cubierta de guijarros desprendidos de las peñas que forman la montaña. Es todo el país circunvecino tan sumamente árido y pobre de vegetación, que no parece pueda ser residencia de almas vivientes; sólo se ve por bastante distancia a la redonda un campo cubierto de una arena negruzca, donde crecen tal vez de trecho en trecho algunas ramas de pino y otros arbustos tan miserables y tristes como este: no hay allí ni una cabaña en que reposar la vista ni una flor que alegre el corazón. Era este edificio, a juzgar por su exterior, un antiquísimo monasterio, donde se habían acaso refugiado, para evitar la funesta persecución de los pretores[3] romanos, los primeros fieles convertidos en España a la fe de Jesucristo. Tal vez andando los tiempos habrá servido unas veces de castillo, otras de convento, aun tal vez de asilo para bandoleros; pero hállase ya en el día tan arruinado que sólo puede servir para objeto a las investigaciones históricas de algún anticuario concienzudo. Refiere todavía sin embargo la tradición popular que, como enemiga de todo lo que pasa según el orden natural de las cosas nunca deja de adornar a su modo cuanto cae por desgracia entre sus manos, mil aventuras a cual más terribles y absurdas relativas a aquel venerable edificio, generalmente conocido en toda la comarca con el nombre de Castillo del Espectro. No se puede negar que su situación verdaderamente romancesca es muy propia para producir y fomentar los vanos terrores que inspira su vista, a cuyo aspecto lúgubre y sombrío presta la imaginación de los habitantes de las cercanías, acalorada con las leyendas tradicionales del país, colores más lúgubres todavía.
En punto a las aventuras de que ha sido testigo aquel edificio, están divididas las opiniones. Aseguran algunos que allá en tiempos antiguos fue mansión de un caballero muy poderoso, que durante su vida había ejercido las más tiránicas violencias sobre todos los habitantes del país circunvecino, devastando los campos, asesinando a los hombres y robando las esposas y las doncellas.
Una de extraordinaria hermosura, que tenía por nombre Irene, vivía en una aldea cercana bajo la vigilancia de su madre viuda y anciana, quien tenía ya ofrecida su mano al joven Alfonso, mozo el más gallardo y audaz de todas aquellas cercanías. Amábanse entrambos novios con la mayor ternura y veían llenos de alegría acercarse el momento feliz que debía unirlos para siempre y coronar tres años de amores y de constancia. Llegó a oídos del señor del castillo la fama de la hermosa Irene y resolvió al punto robarla para su deleite y pasatiempo en la primera ocasión que se le presentara; lo cual ejecutó en efecto, habiéndose escondido con algunos de sus soldados en un bosquecillo junto al cual debía pasar Irene al caer de la tarde para ir a casa de su madre, de vuelta del campo. Encerróla, a pesar de sus lágrimas y súplicas, en una estrecha prisión del castillo y celebró luego con todos sus soldados el buen éxito de su empresa, dándoles un magnífico festín en que todos bebieron y se emborracharon, hasta el punto de caerse los más sobre la mesa y en el suelo, bajo el peso del mucho vino que tenían encima del corazón.
Mientras de este modo pasaban el tiempo los habitantes del castillo, bramaba por de fuera el huracán y caía la lluvia a mares, rompiendo sólo la profunda oscuridad de la noche los vivos relámpagos que casi sin interrupción se sucedían en el firmamento. Respondían los del castillo con brindis, gritos y canciones de orgía a los terribles estampidos del trueno, que retumbaba con sordo ruido en aquellas bóvedas a los rugidos del torrente, estrellándose en las peñas sobre que estaba fundado aquel solitario edificio. Subía entre tanto por la cuesta que conducía a su altura un hombre, al parecer cubierto de venerables canas y embozado en una larga capa empapada en el agua que continuamente caía. Llamó al rastrillo con repetidos golpes. Al cabo de un buen rato salió a abrirle uno de los soldados.
-¿Quién eres y qué buscas? -le preguntó éste desde dentro.
-Dadme albergue por esta noche, señor castellano, porque soy un pobre trovador y no tengo más asilo que el vuestro, si queréis concedérmelo, así Dios os ayude. Abridme, Señor, porque es horrorosa la noche y la lluvia moja las cuerdas de mi lira.
-Tened un poco de paciencia, hermano, mientras voy a recibir las órdenes de mi señor.
Subió el soldado al salón del festín y preguntó a su amo si abriría o no al anciano trovador y le albergaría por aquella noche; a lo que le fue respondido que abriese inmediatamente, pues así lo exigían las santas leyes de la hospitalidad, tan respetada en aquellos tiempos. Bajó el soldado a hacer lo que se le mandaba y volvió a entrar en la sala del festín acompañado del trovador, que en lo encorvado y canoso mostraba estar ya en el invierno de la vida.
-Enjugad vuestros vestidos al calor de esa chimenea, dijo el castellano, y tomad algún alimento si acaso lo habéis menester, para cantarnos luego alguna trova de las últimas que hayáis compuesto, pues supongo habréis perdido ya hasta la memoria de las que compusísteis en vuestra juventud.
Presentaba entonces aquel salón un aspecto verdaderamente diabólico. Alrededor de una larga mesa, cubierta aún con los restos del festín y con jarros y vasos de estaño, dormían y roncaban muchos de los soldados enteramente sumidos en una profunda embriaguez; y estaban otros tendidos por el suelo de trecho en trecho, dormidos los unos y luchando aún otros con las bascas de la borrachera. Una lámpara que pendía del techo, ya medio apagada, alumbraba aquella escena con una luz tibia y amarillenta, a que se unía la de una encina entera que ardía dentro de la chimenea y que, atascada en su parte superior por el viento que soplaba con violencia, arrojaba en la estancia sin interrupción, inmensas bocanadas de un humo negro y espeso capaz de trastornar la cabeza al mismo Satanás.
Sucedió a la entrada del trovador un largo silencio sólo interrumpido por los ecos de la tempestad y por los ronquidos de los durmientes; el mismo señor del castillo, olvidando la dicha que le aguardaba en los brazos de su prisionera, bebía sin interrupción y se hallaba ya en un estado muy cercano al de la embriaguez. Calentábase el trovador a la lumbre de la chimenea y echaba de cuando en cuando algunas miradas al soslayo sobre la escena que tenía presente con aire torvo y aún misterioso: permanecía embozado en su larga capa con tanto cuidado que, a haberse hallado más expeditos los entendimientos de los hombres que le rodeaban, hubiera podido excitar extrañas sospechas, pues no parecía sino que ocultaba algo debajo de sus vestidos.
-Ea, buen hombre, -dijo con aquel tono peculiar a los borrachos el señor del castillo- cantadnos algo que nos alegre los ánimos o vive Dios... El resto de la frase quedó inédito[4].
-Sí, sí, que cante -murmuraron al mismo tiempo algunas voces vinosas.
Sacó el trovador de debajo de su capa un harpa muy pequeña que llevaba sobre la espalda a guisa de cartuchera y empezó a decir del siguiente modo:
I
Orillas del Betis[5], armados guerreros
cubiertos de acero y airoso gabán,
en tanto lucían los rayos postreros
de sol en ocaso, silenciosos van.
Camina a su frente un joven lozano,
el conde de Mena, señor catalán;
robusta una lanza relumbra en su mano
y oprime los lomos de un bayo alazán.
II
Un gótico alcázar de un monte en la altura
lejano entre nubes apenas se ve,
y en parte arruinada su inmensa estructura
aún muestra que un tiempo magnífico fue.
Sus torres elevan al cielo su frente:
tremola en su almena pendón de la fe;
con sordo bramido, furioso torrente
saltando entre peñas circunda su pie.
III
“Al alto castillo que allí se descubre,”
el conde decía, de Mena señor,
“lleguemos, soldados, que el cielo se cubre
de nubes espesas y adusto negror.
Marchemos, soldados.” Ya en esto la esfera
cubierta se vía[6] de luto y horror,
y cárdenos rayos en rauda carrera
descienden y suena del trueno el fragor.
IV
La lluvia que espesa desciende y a mares,
del fúlgido casco derriba el airón[7];
bañados en sangre los anchos ijares
su curso acelera veloz el trotón.
“Soldados”, repite, “sigamos la senda
que lleva al alcázar”, el noble infanzón;
y todos le siguen soltando la rienda,
la espada en la mano y el pecho al arzón[8].
V
Apenas llegaron del monte a la falda
que el viento y la lluvia ya empieza a calmar,
y el sol entre nubes de oro y de gualda
con tímido rayo comienza a brillar.
Del pino robusto la gota pendiente
con varios colores se ve rehilar,
y brilla cual brillan del sol en Oriente
al rayo primero las ondas del mar.
Aquí llegaba de su canto el venerable trovador cuando ya no había uno sólo de los presentes que no estuviese profundamente dormido bajo la influencia del vino y de la monótona voz del ambulante músico. Iba este haciendo poco a poco más apagados e imperceptibles sus acentos hasta que, habiéndose asegurado de que nadie le oía, cesó del todo en su canto; y entonces brilló repentinamente en sus ojos todo el fuego de la cólera y de la juventud. Arrojó su lira al suelo y, habiéndose despojado de la capa que le cubría, mostró no ser ni con mucho tan entrado en años como antes aparentaba; armóse de toda su resolución y, cogiendo con ambas manos dos enormes puñales que llevaba a la cintura, empezó a descargar con la rapidez del rayo heridas mortales sobre todos los soldados. Los quejidos de los primeros moribundos despertaron a algunos de ellos, quienes, no vueltos aún enteramente de su profunda borrachera, apenas pudieron hacer uso de sus armas y ofrecieron una débil resistencia al impetuoso furor del mancebo. Luego que hubo de dar muerte a todos los soldados, empezó con el señor del castillo una furibunda pelea en que, después de haberle herido repetidas veces, le arrojó al suelo ya desarmado y sin aliento. Entonces cogió una gruesa correa que llevaba a la cintura con que le ató de pies y de manos, dejándole tan incapaz de defenderse como si estuviera ya en el seno de la muerte. Púsole entonces el joven una rodilla en el pecho y, haciendo brillar sobre sus ojos un agudo puñal, le obligó a que le declarase el sitio en donde había encerrado a su hermosa prisionera. Hízolo así el caballero; con lo cual Alfonso, cogiendo un hacha encendida, se dirigió al sitio indicado, donde halló en efecto a su querida Irene entregada a la más profunda desesperación y a quien la llegada del amante en aquel momento parecía, más bien que una realidad, un incomprensible sueño de ventura. Sacó el joven entre sus brazos a su amante hermosa y se dirigió al salón del festín, donde yacía aún por tierra el caballero, arrastrándose por el suelo y arrojando espuma por la boca con unos bramidos horribles como los de un toro aherrojado entre cadenas. Cogióle entre sus brazos el robusto mancebo y arrojóle vivo por una de las ventanas del salón en el torrente que corría al pie del castillo[9], acrecentado con las abundantes aguas de la lluvia.
Todavía se enseña como un objeto de terror la ventana por donde fue arrojado aquel terrible caballero, cuyas rapiñas y asesinatos, referidos en una noche de invierno por una vieja decrépita a los jóvenes de aquella comarca agrupados alrededor de una hoguera medio apagada, habían más de una vez quitado el sueño a muchas de las ardientes imaginaciones en que abunda la hermosa Andalucía.
El valeroso joven que, a peligro de su vida, había salvado con tan buena ventura el honor de su prometida esposa salió con ella del castillo y dos días después celebró sus bodas, a que concurrieron todos los habitantes de tres leguas a la redonda, atraídos por la fama de aquel prodigioso suceso. Estaban los recién casados en el colmo de la alegría; pero ¡cuán pronto debían sucederla las lágrimas y la muerte!!...
A la caída de la tarde se reunió toda la juventud de ambos sexos en la orilla del torrente, teatro de la gloria del recién casado, para celebrar con bailes aquella boda; pero, en medio de los cánticos de júbilo que por todas partes resonaban, se oye un grito terrible que sale del fondo del torrente y un brazo de inmensa longitud se levanta de en medio de las aguas, y con una mano cubierta de un guantelete de hierro precipita en las olas a la desdichada Irene... Su amante se arroja detrás de ella... La atrae a la orilla... pero todos sus esfuerzos son inútiles... Una fuerza superior a la suya arrastra a su querida en sentido contrario y, después de profundas agonías, desaparecen entrambos en el seno de las aguas. De aquí venía la opinión general de que el alma de aquel caballero habitaba todavía las bóvedas del castillo y andaba errante por el fondo del torrente, lo que comprobaban las voces que suponía oír de cuando en cuando sonoras como un trueno en medio de las aguas, y una luz misteriosa que se veía correr a veces en la noche por dentro de las ventanas del edificio.
Es probable que las tales voces no fuesen otra cosa más que los bramidos del torrente al estrellarse en las peñas; y aquella luz misteriosa, la que, en efecto, emplearían para alumbrarse algunos viajeros aventureros o, acaso, como es más probable, alguna partida de ladrones que se aprovechaban de esta tradición para vivir allí al abrigo de las persecuciones de la justicia.
Otros decían que el alma que moraba en aquel castillo era la del Abad de unos monjes que se habían establecido en él mucho tiempo antes de la entrada de los moros en nuestra patria, y a quien estos habían inmolado a su furia cuando se apoderaron de todo el país; pero que Dios había querido, para impedir que los musulmanes manchasen con su presencia aquel santo asilo, que el alma del Abad quedase allí para aterrarlos y probarles además con este milagro que, aunque diesen muerte a los cristianos, nunca podrían extinguir en España la verdadera luz del cristianismo; pues las almas, que es donde este reside, quedarían en vida en los sitios que habían antes ocupado los cuerpos. Refieren además con tono lúgubre las viejas y los muchachos de toda aquella comarca a los curiosos viajeros un sin fin de anécdotas y tradiciones antiquísimas, dirigidas todas a explicar el hecho sobrenatural de la voz y la luz, que será excusado enumerar, pues son tan inverosímiles e ingeniosas como las dos que hemos citado, y que aún no ha muchos años hemos oído contar en una cabaña inmediata al misterioso castillo en que sucedieron.
E. de O.
[Eugenio de Ochoa]
Edición. Mª José Alonso Seoane
NOTAS
[1] Ochoa incluyó este relato en su novela El Auto de fe (I, 156-169) con leves variantes al comienzo y final. La litografía de P[haramond] Blanchard, imitando el grabado en madera, ilustra el pasaje del texto indicado en su leyenda: “Cogióle entre sus brazos el robusto mancebo y arrojóle vivo por una de las ventanas del salón en el torrente que corría al pie del Castillo”.
[2] Cf. Pedro Calderón de la Barca, Comedia Famosa del Purgatorio de San Patricio (c1628), vs. 2345-6. Ochoa cita con una variante los versos de Calderón: “Decidme/ Sois hombre, sombra o demonio?”.
[3] Pretores: Magistrados romanos, en Roma o en provincias.
[4] Uso desacostumbrado o impropio; quizá en la acepción de “desconocido”.
[5] Betis: Nombre del actual río Guadalquivir, en la Hispania romana, habitualmente utilizado como su nombre poético en épocas posteriores.
[7] Diccionario de la lengua española, RAE: 3. m. Adorno de plumas, o de algo que las imite, en cascos, sombreros, gorras, etc., o en el tocado de las mujeres.
[8] Diccionario de la lengua española,RAE: 1. m. Parte delantera o trasera que une los dos brazos longitudinales del fuste de una silla de montar.
[9] La litografía, de Pharamond Blanchard, muestra el momento descrito en esta frase, que reproduce como pie de la ilustración.