DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Museo de las Familias, segunda serie, años XIII, tomo XII, (1854) n.153, pp. 152-158.

Acontecimientos
Amistad entre el rey y el vasallo
Personajes
Rodríguez, corregidor de Jadraque; Enrique II
Enlaces
Jadraque

Nieto, Ricardo L. Barbas. "Jadraque en la época de Enrique II, según el Conde de Fabraquer (1855)." Cuadernos de etnología de Guadalajara 43 (2011): 167-176.

LOCALIZACIÓN

JADRAQUE

Valoración Media: / 5

El corregidor de Jadraque  o un amigo de Don Enrique II de Castilla.
 
A mediados de noviembre y a la entrada de la noche, un caballero lleno de lodo, y arrastrándose penosamente en una especie de vereda inundada por las lluvias, llegó al pueblo de Jadraque.
 Su primer cuidado fue buscar con inquietos ojos una casa que pudiese recibirle a él y a su caballo jadeantes de fatiga, pero no divisando sino tres o cuatro casas medio desmanteladas, dirigióse a un anciano que el ruido de su caballo había hecho salir a la puerta, y le preguntó si estaba muy lejos de allí Sigüenza.
—No podéis llegar antes de tres horas, respondió éste, porque el camino es malo, y peor con el tiempo que hace.
—Pero, dijo el caballero mirando con terror el campo que a cada instante estaba más oscuro, como si estuviese de acuerdo con la lluvia y la noche, ¿y no hay aquí alguna posada o venta donde pueda uno albergarse por su dinero?
—No, señor; el país está demasiado pobre.
—Malditos sean los que así le arruinan; pero ¡vive Dios! que yo no puedo quedarme fuera de este pueblo. Es preciso  que me encuentres donde estar a cubierto y dormir esta noche.
—No tenemos aquí más que un hombre que pueda alojaros, si quiere.
—¿Cómo si quiere? ¡Vive Dios, que me batiré con el pueblo!
—Es Rodríguez.
—¡Hola! pronto; llévame a su casa.
A este mandato, hecho con un tono que no admitía réplica, tuvo que obedecerle el anciano, y al cabo de algunos instantes el forastero paraba delante de una casa, cuya apariencia, aunque modesta, anunciaba comodidades. Dio una blanca[1] de Castilla  a su guía, metió su caballo en la cuadra, y al momento abrió la puerta. Entró sin ceremonia en un cuarto donde en una chimenea ardían unos troncos, y después de haberse posesionado del fuego, dijo a una joven asombrada con su presencia:
—No os incomodéis, señora, y continuad los preparativos de vuestra cena. Soy uno de los oficiales de don Enrique, que me he perdido hoy en la caza, y vengo a pediros hospitalidad. -154-
La joven, que el huésped había notado ya era muy linda, manifestaba ruborizándose algunas dudas sobre las intenciones de su marido, cuando abriéndose bruscamente la puerta del cuarto apareció el dueño de la casa.
Era un hombre como de unos cuarenta y cinco años, bastante alto; su fisonomía denotaba claramente un carácter de franqueza y de inteligencia bastante raros en la clase tan humillada entonces de los aldeanos. Chocóle al oficial, cuando éste vio que se detuvo con un movimiento de sorpresa, que tal vez no estaba exento de disgusto, y después de haber escuchado la rápida explicación de su mujer, dijo poniendo sobre una mesa su arcabuz:
—Vamos, vamos, muy bien; salgo esta mañana siendo amo de mi casa, y al volver encuentro ocupado mi lugar, tomado mi sillón y puesta mi mesa para otro. Decidme, amigo, yo no os niego mi casa, porque con el tiempo que hace no echaría de ella ni a un alcabalero[2]; pero si pudieseis dejarme ver el fuego, os lo agradecerla verdaderamente mucho.
—Es muy justo, respondió el oficial, sobre todo si venís tan mojado como yo.
—En efecto, estáis calado de agua, observó Rodríguez.
—Mujer: ropa, vestidos para los dos. Casi somos de la misma estatura, y ya veis, una camisa blanca, bien seca, vale más que una ropilla por bella que sea cuando está empapada.
—¡Ya lo creo, vive Dios, estaba aquí como en medio de un estanque!
—¡Habéis hecho mal en no haber hablado antes!
Cambiaron de vestidos al lado del fuego, y cuando el pretendido oficial de don Enrique se hubo  endosado unos calzones de lana, un gabán de cuero y un vestido de Rodríguez, y aceptado un sombrero que llevaba éste los domingos, no hubo línea de demarcación entre aquellos dos hombres. Hubiérase dicho que se conocían hacia veinte años cuando se pusieron a la mesa. La cena era buena; además de carne asada, que exhalaba un suculento humo, tenían dos gallinas y un pedazo de venado, que aunque
 tapado cuidadosamente trascendía su olor; así nuestro oficial y Rodríguez con hambre igual se pusieron a atacar a los platos con tal vigor, que no hablaron en mucho tiempo una sola palabra. Después que el hambre dio lugar a la sed, y que no hubo sobre la mesa sino el pedazo de venado, Rodríguez,  espirando con fuerza alargó a su huésped un vaso lleno de rancio vino, y bebiendo a su salud:
—Ea, buen amigo, exclamó, ¿cómo estáis ahora?
—¡Por Santiago! tan bien como puede estarlo el mejor hombre.
—Y de todo esto ¿qué pensare? continuó Rodríguez indicando con el ojo el trozo del venado.
—¡Vive Dios! pienso que no estará malo.
—No, lo que yo pregunto es otra cosa. Habéis dicho que eráis cazador. ¿Conocéis esta caza?
—Es un venado, apostaría.
—Y ganaríais, buen hombre; un venado soberbio que he matado aquí cerca ayer por la noche.
—He aquí por lo que no hemos encontrado nada hoy.
—Sois atrevido, señor Rodríguez.
—¿Os gustaría más que el venado estuviese aun corriendo por el bosque?
—No digo yo eso, replicó el oficial, pero cazar en vuestra condición es cosa peligrosa.
—¡Va! No estamos aquí en las tierras del rey de Castilla, que hace ahorcar a un hombre por una perdiz. El territorio de Sigüenza es libre; es del señorío de su obispo, y bien mirado ¡qué diablos! si un buen aldeano no hace mal a nadie, no importa que de cuando en cuando matara un venado en sus bosques. Además, probad este vino:
 —¡Excelente! Rodríguez, es mejor que el vino de Navarra.
Volvamos otra vez; vaya otro trago.
Tantos echaron, y tantas botellas se sucedieron las unas a las otras, que sus cerebros se acaloraron, y entonces Rodríguez en este estado tuteaba a todo el mundo. Volvió a traerla conversación sobre el rey de Castilla don Pedro y su hermano don Enrique.
—Es una vergüenza, gritaba, una vergüenza indigna de un cristiano prohibir a los pobres coger un poco de caza que Dios les envía cuando los dos talan los campos con sus disensiones haciéndose la guerra, y sembrando el luto.
¡Cruel el don Pedro, ambicioso el don Enrique!
—Rodríguez, replicó el oficial, ¿os olvidáis con quién estáis hablando, amigo mío?
—Calla, si quieres que bebamos en paz.
—¿Cómo? Está eso bueno, respondió el otro riendo a carcajadas. ¿No podré yo defender al rey de Castilla, o a su hermano?
—No.
—¿Y qué tienes tú que decir contra él porque mantenga sus derechos?
—Tengo que decir mil cosas. Es un rebelde; es un hombre que corre tras todas las mujeres; y a propósito de eso, amigo, no mires así la mía, si quieres acostarte en esta casa.
—Dejémonos de eso, señor Rodríguez, no me gusta oír hablar mal de don Enrique, ni aun con motivo. Es mejor que don Pedro.
—¿Estás a su servicio?
—Si, dijo el oficial; casi nunca le dejo.
—¡Ja! ¡¡ja! ¿y cuál es tu empleo en su casa? replicó Rodríguez llenándole el vaso de vino.
—Soy su primer escudero.
Miró Rodríguez el gabán y las calzas de piel de búfalo que estaban secándose al lado do la chimenea , y viéndolas destrozadas y llenas de agujeros en muchas partes, meneó la cabeza.
—No; dijo, bebe este vaso de vino y habla sin mentir.
¿Quién eres?
—Rodríguez, yo no quiero engañarte; soy el más poderoso de sus cortesanos.
—Dicen que el vino hace decir la verdad, replicó éste llenando de nuevo su vaso, y teniendo siempre los ojos fijos sobre los vestidos. ¿Dime, quién eres?
—Pues te lo diré, ya que lo quieres. Rodríguez, amigo mío, soy el mismo don Enrique de Trastamara, el que será, Dios mediante, rey.
—¡Mujer! gritó Rodríguez, quita estas botellas; y tú, pobre hombre, vete a dormir. Si tomas todavía un vaso más serás Jesucristo, o el Padre Eterno. Vaya, buenas noches.
En vano se esforzaba el caballero en probar que era Enrique de Trastamara, y que venía a una cacería a los montes de Sigüenza. A cada una de estas afirmaciones reíase a carcajadas Rodríguez, empujándole hacia el cuarto que le habían preparado, en donde por más seguridad lo dejó encerrado con llave. -155-
A la mañana siguiente no quiso dejarle marchar sino después de haber tomado un abundante almuerzo, y después de haberle enseñado con todo el orgullo de un propietario sus campos, sus viñas y una parte de sus olivares.
Este, que no parecía acordarse de la orgía de la víspera, le dijo estrechándole cordialmente la mano y echando una mirada sobre el bien acomodado dueño de aquella casa, donde había encontrado una acogida tan franca y un sueño tan tranquilo:
—Adiós, Rodríguez, te doy gracias por la hospitalidad que me has dado; como ya ves, y lo confieso sin rubor, al presente soy pobre, y no estoy en estado de probarte mi reconocimiento; pero tengo un pariente de quien espero una noble y buena herencia, y entonces yo me abordare de tú. Si alguna vez Enrique de Trastamara llega a ser rey de Castilla, vete al palacio de Madrid y pregunta por Enrique el Cazador, quedarás contento.
 Pasáronse tres años de esta visita. Enrique de Trastamara, auxiliado del Príncipe Negro y del rey de Navarra, penetró en Castilla, llegó a los campos de Montiel, donde se verificó la trágica lucha con su hermano, y subió al trono de Castilla; usurpación que legitimó la victoria, y que como todos los hechos consumados fue reconocida por el mundo.
Rodríguez había olvidado ya completamente a su huésped, cuando un día germinó en su cabeza la semilla de la ambición, que existe en las cabezas de todos los hijos de Adán. Quiso ser corregidor de Jadraque, y solicitó los votos del obispo de Sigüenza y de los nobles señores de aquella comarca. Desgraciadamente para sus proyectos no pensaron estos en concederle la vara de justicia que solicitaba.
Este revés le hizo traer a la memoria al oficial del rey Trastamara, que ya entonces ocupaba tranquilamente el trono de Castilla. Supuso Rodríguez que necesariamente su huésped debía ser alguna cosa, que debería vivir en el palacio, y que tal vez podría ayudarle a vengarse de los que le habían desairado.
Metió, pues, unos cuantos escudos en un cinto de cuero; calzóse sus botas de gamuza, y se vino a Madrid. Embarazado encontróse para hallar a su hombre, pero a fuerza de dar vueltas alrededor del palacio, y de preguntar a todas las guardias por Enrique el Cazador, concluyó por encontrar un anciano que le escuchó con atención, y le aconsejó que aguardase.
 Efectivamente, poco tiempo después un paje con una ropilla de seda azul sobre la que había un riquísimo encaje de punto de Venecia, quitándose maliciosamente su gorra con plumas blancas, vino a buscar al aldeano, y le hizo atravesar las suntuosas salas del palacio de Madrid lleno de damas, de caballeros y de antiguos capitanes castellanos: condújolo a la puerta de un gabinete, y se retiró, recomendándole el silencio.
Hallábase Rodríguez confundido; todo aquel lujo real, todos los esplendores de aquellas habitaciones suntuosas que acababa de atravesar giraban en su imaginación desvanecida, y preguntábase seriamente si soñaba, cuando vio entrar al que buscaba.
Hallábase bastante mudado, y aunque sencillamente puesto, tenía un aire de autoridad imponente, que hubiera confundido y turbado a Rodríguez, si al tranquilizarle no le hubiese alargado la mano sonriendo. Esta señal de amistad diole ánimo y valor; púsose su sombrero en la cabeza, y felicitó a su amigo sobre el cambio feliz de su fortuna.
—¡Ah! estoy mejor alojado que tú, le respondió.
—Sí, seguramente; no hay aquí cuarto alguno que no valga todo el pueblo de Jadraque.
—Y bien; aun no has visto nada, Rodríguez. Mira desde aquí el Manzanares, los bosques del Pardo....
—Si, como los montes de Jadraque.
—¿Ves este palacio, estas cuatro torres donde se guarda el tesoro real; ves toda esa multitud de casas que no puede abrazar tu vista? Esto bien vale los campos, las viñas y los olivares que me enseñaste antes de tu marcha. Todo esto es del gabán agujereado, todo esto es mío, Rodríguez.
Entonces no existía el palacio de Madrid, tal como hoy lo vemos. Había sobre el mismo sitio en que hoy se halla edificado, un suntuoso edificio en forma de castillo flanqueado por cuatro torres.
—¿Quién sois, pues, gran Dios? exclamó Rodríguez.
—Enrique II, rey de Castilla.
Rodríguez cayó de rodillas, sin proferir una palabra, y aun cuando hubiese podido proferirla, se le hubiese oído tartamudear las más incoherentes escusas; creíase culpable de lesa majestad, por haber tratado tan familiarmente al rey.
Divirtióse algún tiempo con su embarazo Enrique II.
Después con acento firme le dijo:
—¡Vive Dios! Rodríguez, que te has hecho muy tímido desde que no nos hemos visto, y es porque yo soy rico también. Habla, ¡vive Dios! aun no me has dicho el motivo de tu viaje. Levantóse lentamente Rodríguez, y apoyándose sobre su palo, explicó no sin vacilar porque había dejado su pueblo de Jadraque.
—¡Ah! ¿Con que el obispo y los capitulares de Sigüenza no quieren que tú seas el corregidor? Aguarda, aguarda. Tomó Enrique II una pluma, y trazó rápidamente unas  líneas que dirigió al prelado de Sigüenza. Después mirando a Rodríguez le dijo: mientras yo esté aquí pide lo que quieras, amigo mío.
—Sí, respondió Rodríguez, enteramente tranquilizado; guardad las gracias para los que tienen necesidad de ellas para amaros.
—¡Bien dicho! ¡vive Dios! pero pocos hay en el palacio de Madrid que piensen así. ¿Quieres ser noble?
—No, señor.
—¿Quieres el señorío de Jadraque?
—No señor.
—¡Diablo con tus negativas! Es preciso que aceptes alguna cosa.
— ¡Bien! pues qué queréis favorecerme a toda costa, voy a haceros tres peticiones.
—Te las otorgo desde luego.
—Primera, otorgadme el permiso de vendimiar cuando me parezca bien.
—Si todos mis cortesanos fuesen como tú, no me arruinarían ¡pardiez! y no me tendría que llamar la historia Enrique el de las Mercedes. Adelante.
—Señor, dijo Rodríguez, escribid debajo de ese papel que cuando los venados y jabalíes vengan a comerse la yerba de Rodríguez, tendrá derecho de tirarles, sin que le puedan ahorcar, ni el obispo ni el rey.
Escribió Enrique II sonriendo.
—Y en tercer lugar, añadid, firmándolo, que me habéis llamado vuestro amigo.-156-Más orgulloso estaré con este título que con la nobleza y el señorío de Jadraque, y con todo lo que me habéis enseñado desde ese balcón.
—¡Vive Dios! exclamó el rey conmovido hasta saltársele las lágrimas; Rodríguez, eres el único hombre que he encontrado en este palacio. Adiós, amigo mío, porque verdaderamente lo eres de hecho y de corazón, adiós. ¡Algún día nos volveremos a ver!
Rodríguez tomó la mano de Enrique II, que alargándosela la apretó cordialmente. Después pasándose la mano por los ojos y desabotonándose tres botones de su ropilla, tanto le había hecho ensanchar el pecho la satisfacción, atravesó por los salones de palacio tan resuelto y altivo como si fuera su casa, y volvióse a Jadraque.
Al pasar por Sigüenza había entregado la carta de Enrique II. Tres días después, toda aquella comarca hallábase conmovida por una desusada y solemne cabalgata, en que el obispo mismo, señor de Sigüenza, a la cabeza de los principales nobles de la comarca, iba al son de trompetas y atabales[3], a buscar a Rodríguez para entregarle la vara y la jurisdicción de Jadraque.
Enrique II había cumplido su palabra. Al año siguiente Enrique el Cazador, vino a visitar a su amigo con escasa comitiva, pero acompañando a la reina que deseaba conocer aquellos sitios, donde había pasado una noche y conocido a Rodríguez el conde de Trastamara. Pasaron dos días en una cacería que fue más abundante sin duda, porque Rodríguez no mataba ya los venados, ¡porque no todos los días habían de venir a pedirle fuego, vestidos, cena y cama pretendientes a la corona de Castilla!
 
FUENTE
 
Muñoz Maldonado, José (conde de Fabraquer), “El corregidor de Jadraque, o un amigo de don Enrique II de Castilla “, (Museo de las Familias, segunda serie, años XIII, tomo XII, 1854)  pp. 152-158.
 
NOTAS
 

[1] Blanca: moneda de plata.
[2] Alcabalero: cobrador de tributos (alcábalas).
[3] Atabales: tambor pequeño o tamboril que suele tocarse en fiestas públicas. (DRAE)