DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación
Museo Universal,  n. 6, marzo de 1857, pp. 46-47.
También publicado en La civilización: periódico semanal enciclopédico, dedicado á las señoras. Álbum de las damas, 13 de septiembre de 1857 nº 4, La Habana, M. Soler y Gelada. pp.39-32 y Doce reales de prosa y algunos versos gratis: colección de cuentos, novelas, artículos varios y poesías, Librería de San Martín, 1864.
Acontecimientos
Traición
Personajes
Garcilaso de la Vega, Don Juan el Tuerto, infante Don Juan Manuel
Enlaces
Cueva de Zampoña

Vicente García García publicaba en el primer número de “Recuerdo de Soria” (1881) esta leyenda de la antigua cueva de Echevarría (así denominada a mediados del s. XVIII), renombrada como Cueva Zampoña, aguas debajo de San Saturio, en la margen derecha del Duero y dentro del término municipal de Soria. Se contaba que en ella había un tesoro y un día entraron en ella Juan Zampoña y Pedro Saldaña a buscarlo. El primero cayó por una sima. “Salió Saldaña aterrado porque oía decir a su compañero que le cogían de los pies”. Cuando acudieron a auxiliarle varias personas de Soria, Zampoña seguía vivo y aseguraba “que le tenían cogido de los pies y que tiraban de él” y no pudieron sacarle de la sima.  Sobrecogidos por todo ello se tapió la entrada de la gruta a cal y canto y se colocó la siguiente inscripción:

“El que en esta cueva entrare

Ni vivo ni muerto sale.

Juan Zampoña, que aquí entró,

Ni vivo ni muerto salió”.

Cueva de Zampoña

LOCALIZACIÓN

SORIA

Valoración Media: / 5

La cueva de Zampoña (Tradición)
 
A poca distancia de Soria, y en el centro de una pequeña eminencia, a cuyo pie se desliza mansamente el Duero, existe una profunda sima, abierta sin duda en la roca por la mano del tiempo, y a la cual no se acerca ningún habitante de la comarca sin experimentar un vago sentimiento de terror.
Sobre la entrada de aquella caverna, y labrada con groseros caracteres se lee, o se leía hace algunos años la siguiente inscripción:
EL QUE EN ESTA CUEVA ENTRARE
NI VIVO NI MUERTO SALE.[1]
 
Niños aún, muchas veces sentados a la chimenea del hogar, mientras la nieve cubría las calles de la antigua Numancia, hemos oído referir los terribles secretos que encierra aquel abismo, y que al través de los siglos se conservan en la memoria del vulgo. Sobre estos secretos, que guardamos como un alegre recuerdo de la infancia, hemos levantado la siguiente tradición.
 
I
Corría el mes de abril de 1328.
En aquella época, como quinientos años después, el mes de abril era la risueña estación en que las flores abren sus cálices perfumados, en que los árboles se envuelven en su manto de hojas, en que los valles se matizan de verde, alfombrando el camino de la primavera
Gozando de todos estos encantos, aunque al parecer muy ajeno a ellos, un hombre de baja condición a juzgar por el traje, paseaba lentamente por una estrecha senda de álamos, a la orilla del río, y fuera de la muralla que cuarenta años antes había levantado Sancho el Bravo en su guerra contra los aragoneses.
Este hombre, que podía tener unos treinta y cinco años, y cuyo rostro moreno y enjuto era notable por su expresión de audacia, no llevaba más armas que un largo puñal encerrado en una vaina de cuero, y destinado sin duda a la defensa de un pergamino que de vez en cuando acariciaba entre sus manos, volviéndolo a colocar en su cinto, y continuando su paseo misterioso sin despegar sus labios ni escuchar otro ruido que el de las limpias y serenas ondas del Duero.
Habría pasado media hora, y ya el sol trasponía la cumbre del Moncayo, cuando el paseante se detuvo, y lejos entre una nube de polvo, y que iba creciendo a medida que se alejaba la nube. Pronto aquel punto había desaparecido viéndose en su lugar un jinete que a todo escape avanzaba por la llanura con dirección a  la ciudad. Entonces el hombre del puñal se adelantó y colocóse en medio del camino aguardando la llegada del viajero, que no tardó en apearse y dirigirse hacia él, después de haber atado a un tronco su caballo.
—¡Hola! Zampoña: exclamó el recién llegado dando una palmada en el hombro de su compañero.
—Dios sea con vos, don Alfonso, respondió este con la mayor humildad.
 —¿De dónde vienes?
—De Toro.
—¿Traes algún mensaje de don Juan el Tuerto?
—0s traigo su última voluntad.
—¡Cómo! ¿ha muerto el señor de Vizcaya?
—Hace cuatro meses: el 1 de noviembre de 1327.
Don Alfonso desenvolvió con avidez el pergamino que Zampoña le presentaba, y arrollándole nuevamente, lo guardó con cuidado bajo su coleto.
—¿Fuiste testigo de la muerte de don Juan? preguntó en seguida.
—Le vi caer, señor, lo mismo que a sus vasallos Garci Fernández Sarmiento y Lope Álvarez Hermosilla.
—¿Y ha sido el rey el autor de esos asesinatos?
—El rey convidó a comer a don Juan con otros caballeros, y abrió al pueblo las puertas de su palacio para que fuera testigo de su reconciliación; yo penetré con las turbas, y vi que a  una señal de don Alonso los convidados se trocaron en asesinos.
—¿Y después?
—Viendo que nada podía hacer para salvarle, y que mi sacrificio sería inútil, marché a Valladolid y di cuenta de lo ocurrido a  Fernán Rodríguez de Balboa[2].
 —¿Y qué dijo el prior?
—El prior ha avisado al infante don Juan Manuel, del peligro que corre, y este reúne sus gentes en Chinchilla, lugar seguro para él como un nido de águilas.
—¿Se ha presentado la madre de don Juan a reclamar la herencia de su hijo ?
—Al contrario, señor, el rey le ha comprado el señorío de Vizcaya, después de haberle confiscado más de ochenta villas y castillos.
 —Y ahora ¿qué piensas hacer?
—Vuelvo a Soria, señor, donde me esperan mis  hijos
—Tengo prevenidos unos cien hombres en Almazán, y marcho a ponerlos al servicio de don Juan Manuel contra nuestro enemigo coronado.
 —No olvidéis que los nuestros solo aguardan la señal, y que el zapatero Zampoña sabe cumplir con su obligación.
—Lo sé, y no tardará en saberlo también el infante.
—Mientras recibes su recompensa, aquí está la mía. Y dando al mismo tiempo a  Zampoña un abrazo y un bolsillo, don Alfonso Arias montó a caballo, y no tardó en perderse de vista entre la doble sombra que formaban la niebla del río por un lado, y por otro el manto de la noche que comenzaba a tenderse sobre la tierra. Zampoña permaneció parado un corto rato viendo cómo se alejaba el caballero, y pocos momentos después tornóse tranquilamente hacia la ciudad desapareciendo en una de sus intrincadas callejuelas.
II.
 
En el sitio que hoy ocupa en Soria el arco de la plazuela de Herradores, existía en 1328 una vieja casilla que formaba parte del arrabal de la ciudad, y que era conocida en todo el barrio con el nombre de la casa de Zampoña. Allí había nacido el zapatero que hemos dado ya a conocer en nuestra historia, y allí había visto crecer también a sus hijos, únicas personas que habitaban con él, y que conocían algunos de los misterios de su vida.
Habían pasado cinco meses desde los sucesos que —47— llevamos referidos y nada había adelantado la conjuración del infante, el cual se contentaba con talar la frontera de Castilla, mientras el rey don Alonso arrojaba a los moros de Olvera, y su almirante Jofre[3] derrotaba en el mar a las escuadras de Granada y Marruecos.
Era la mañana de un hermoso día de setiembre.
Pura como un sueño de amores, y hermosa como la felicidad, veíase una mujer sentada detrás de la balaustrada de madera de un balcón de la casa de Zampoña, que dominando la llanura y el río, ofrecía a la vista el magnífico espectáculo de un bello panorama al que servían de marco los muros de algún monasterio o los cerros coronados de atalayas. Aquella mujer, que tal parecía por el desarrollo de sus formas, y la serena majestad de su rostro, era sin embargo una niña de catorce años; era la hija del zapatero, tesoro porque suspiraba más de un noble, pero que guardaba cuidadoso su padre.
María estaba sola, pero no tardó en abrirse la puerta, y un gallardo mancebo se adelantó hasta colocarse a espaldas de la joven, en cuyo cuello puso sus labios con tal ligereza, que esta no hizo otro movimiento que alzar la mano y llevarla hacia sus cabellos creyendo alguno desprendido, y juguete de la fresca brisa.
Pero su mano tropezó con otra mano que se apoyaba suavemente sobre su hombro, y entonces volvió la cabeza que retiró sonriendo.
—Creíste asustarme, pero no lo has conseguido, Beltrán.
—¿Y nuestro padre? preguntó el mancebo sentándose en frente de su hermana.
— Lo ignoro.
— ¡Cómo!
—Hará unas dos horas que un caballero a quien no había visto nunca, llegó preguntando por él y salieron juntos después de un rato de conversación.
—¿Y no sabes siquiera el nombre de ese caballero?
—Si: lo sé por una casualidad. Al ir ya los dos a doblar la esquina de la calle, doña Mayor, nuestra vecina, me dijo: buenos amigos tiene tu padre en la corte.
— ¿Y qué más?
—Yo la pregunté entonces cómo se llamaba, y me dijo su nombre.
— ¿Y quién era?
—García de la Vega, merino mayor de Castilla.
—¡Rayo de Dios! exclamó Beltrán ahogando un rugido: ¡cuándo volveré a ver a mi padre!
— ¡Cielos! ¿Qué dices? balbuceó María arrojándose en brazos de su hermano, mientras dos lágrimas pugnaban por salir de sus ojos.
—Ese hombre, María, ese hombre es el favorito del rey don Alonso.
— ¿Y qué hacer? ¡Dios mío!
—Tú quedarte en casa, y que nadie sospeche siquiera nuestra desventura.
—¿Y tú?
— ¡Silencio! ¿No sientes pasos en la escalera?
—¡Si; ya está ahí!
Y la hermosa joven corrió hacia la puerta, y la abrió, retrocediendo en seguida y dando un grito. En el dintel apareció, como una figura encerrada en su marco, un soldado armado de pies a  cabeza, inmóvil y sombrío como la venganza.
— ¿Qué queréis? interrogó con voz serena Beltrán.
—¿Os llamáis Beltrán Núñez, y sois hijo del zapatero Zampoña?
—Sí, contestó enérgicamente el mancebo.
—Entonces, tomad.
Y el soldado entregó Beltrán un manojo de llaves sujetas por un aro de cobre que el joven reconoció en seguida.
—Bien, exclamó, estas son las llaves de mi padre.
—Es preciso ahora que me deis cuantos papeles estén guardados por esas llaves.
—¡Miserable! gritó Beltrán dirigiéndose hacia un rincón donde lucía colgada una brillante espada, regalo del infante don Juan Manuel, al zapatero. Pero antes de llegar se detuvo, calmó repentinamente su ira, y dijo dirigiéndose al soldado.
—Estoy pronto: id abriendo uno por uno los cajones a que corresponden las llaves.
El soldado sacó del aro la primera de ellas, y abrió un antiguo armario colocado encima de una mesa, y cuya tabla al caer, dejó ver multitud de cajones con preciosos embutidos de metal.
Beltrán permaneció impasible durante la operación del registro, y cuando el soldado hubo concluido, recogiendo multitud de cartas y pergaminos, apartó el aro que encerraba las llaves, ofreciendo éstas al soldado, que las dejó encima de la mesa murmurando:
—Ya para nada las necesito.
Y dirigiéndose hacia la puerta la abrió diciendo al salir a los jóvenes con voz de trueno.
—Dentro de algunas horas rogad a Dios por el alma de vuestro padre.
Un momento después, cuando aún sonaban en la escalera los pasos del soldado, Beltrán corrió hacia su hermana medio desmayada en un sillón, la levantó, enjugó sus lágrimas, la estrechó contra su corazón, y dirigiéndose hacia el rincón donde se ciñó la espada de su padre, y una afilada daga por añadidura, exclamó con un acento de ferocidad indefinible.
— ¡Ahora yo!
Pero María que no había adivinado su pensamiento y se cruzó delante de él.
—¿Dónde vas, hermano mío? preguntó.
—¡Qué! ¿No lo ves? A salvar a  mi padre.
—¡Ah! no me engañes: ¿sabes acaso dónde se halla?
—Sí: me lo ha dicho; mira.
María tomó con avidez el aro de cobre que estaba encima de la mesa, y una explosión de alegría se escapó de su pecho, envuelta en un suspiro.
En la parte interior del aro una mano firme y segura había trazado con la punta de un puñal las palabras: «en la Cueva Encantada”, y aquella mano había sido la de Zampoña, y aquella cueva era la que el mancebo había visto temblando, cuando niño inocente jugaba con su hermana a orillas del río.
María asió entonces de un brazo a su hermano, lo condujo hasta la escalera, y dándole un tierno beso en la frente.
—Ve, le dijo, hermano mío; que si acaso no vuelves, yo te prometo vengar a mi padre.
Beltrán saltó de tres en tres los escalones que le separaban de la calle, y a los diez minutos estaba ya fuera de la ciudad.
III.
 
La Cueva Encantada, que solo debía este nombre al espíritu supersticioso del vulgo, había sido en todos tiempos un asilo favorable para los bandidos, y para los que andando ocultos de un lugar a otro podían arribar a ella sin ser vistos. Era cosa corriente entre el pueblo, y probablemente lo será todavía, que llegada la noche oíanse salir de aquel abismo lamentos, gritos y maldiciones, mezclado todo con un ruido tal de cadenas que atemorizaba al más osado y emprendedor.
Al frente de esta cueva llegó Beltrán Núñez media hora después de haberse separado de su hermana, y con el firme propósito de libertar o vengar a su padre.
El cielo que al principiar la mañana estaba sereno y apacible se había encapotado poco a poco, y algunas gotas de lluvia hacían presagiar una de esas tempestades pasajeras como el aroma de las flores. Beltrán contempló un momento las nubes que se agrupaban sobre su cabeza, el río cuyas oscuras aguas parecían murmurar a su oído frases incomprensibles; la ciudad a que tal vez no volvería, y un suspiro, uno solo se escapó de aquel corazón de diez y seis años que hasta entonces no había conocido la desgracia.
Pasado este momento, el hijo de Zampoña arrojó al Duero su tabardo[4] y su gorra, examinó si su espada salía con prontitud de la vaina, y penetró en seguida entre las sinuosidades de la cueva.
No sin algún trabajo, consiguió llegará una especie de salón subterráneo iluminado débilmente por algunas teas, y alrededor del cual se veían varias arcas colocadas simétricamente. Beltrán asió con la mano izquierda una tea, empuñó con la diestra su daga desnuda, y abrió sucesivamente dos de las arcas. La primera estaba llena de doblas castellanas que compondrían una fortuna inmensa: la segunda de saquitos de cuero en cuyo fondo brillaban el aljófar[5] y las piedras preciosas con deslumbrante profusión. El mancebo volvió a cerrar las arcas y una sonrisa de desprecio se dibujó en sus labios; sin duda que todas contendrían lo mismo, y no merecía la pena de mirarlas siquiera. Pero al llegar  en frente de la última, Beltrán resbaló, y tuvo que apoyarse en el arca para no caer; con gran sorpresa suya aquella arca estaba abierta, y su mano se hundió en un objeto que no podía ser dinero ni nada parecido. Beltrán sin embargo, trató de seguir adelante, mas su pie resbalaba de nuevo en el terreno húmedo y fangoso, por las continuas filtraciones. Inclinase entonces hacia el suelo, y a la luz de la tea vio que el barro que pisaba era rojo, que este color cambiaba al separarse del arca, y que no podía ser el agua la que lo producía. Una sospecha horrible hirió la imaginación del mancebo, y veloz como el rayo levantó los paños que cubrían el fondo del arca. Entonces, un grito, el mismo grito que debió arrancar al alma de Abel el crimen de su hermano, brotó ronco inarticulado, salvaje del pecho de Beltrán, llenando el recinto de la caverna que lo devolvió en ecos a su vez.
Lo que yacía en el arca era un cadáver, el cadáver de Zampoña sobre el cual había un pergamino con estas palabras:
                                EL QUE EN ESTA CUEVA ENTRARE NI VIV0 NI MUERTO SALE.
Beltrán se inclinó sobre aquel hombre que le había sido tan querido; sus manos trémulas dejaron escapar la daga y la tea que sostenían, y sin fuerzas, sin valor, sin esperanza, cayó inanimado sobre el barro amasado con la sangre de su padre.
Dos días después, una hermosa joven enlutada, acompañada de un caballero armado, y seguida de dos escuderos cruzaba el atrio del monasterio de San Francisco de Soria, arrodillándose poco después delante del altar donde se celebraba el sacrificio de la misa. Antes de separarse del caballero que con los dos pajes fue a colocarse junto a una columna, la joven estrechó su mano, y murmuró dulcemente a su oído:
—Gracias, don Alfonso.
Ya el cura se aproximaba al tabernáculo, cuando un sordo rumor se levantó en la iglesia, y gran ruido de armas y voces se escuchó fuera del monasterio.
Toda la multitud se agolpó al sitio de donde el rumor salía, y entre ella fue también la hermosa joven enlutada que preguntó a uno de los soldados:
— ¿Qué es eso?
— Mirad señora. Es el noble y poderoso Garcilaso de la Vega, merino mayor de Castilla, que acaba de ser asesinado en la iglesia.
La joven cruzó las manos sobre su pecho, y exclamó con voz entrecortada por los sollozos.
Ha cumplido su palabra; ¡gracias, Dios mío!
Algunos meses más tarde, María Núñez daba en Valladolid la mano de esposa a don Alfonso Arias, y partía con él a Portugal.
La Cueva Encantada se llamó y sigue llamándose desde entonces la Cueva de Zampoña.
 
FUENTE
Palacio, Manuel de, “La cueva de Zampoña. Tradición”, Museo Universal,  n. 6, marzo de 1857, pp. 46-47.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
 
NOTAS

[1] El dicho popular era “Donde  Juan Zampoña entró y ni vivo ni muerto salió», José Posada, Temas Españoles, n.79,  (Publicaciones Españolas, 1954), p. 23
[2] Prior del monasterio de San Juan, y consejero de la reina.
[4] Tabardo: prenda de abrigo ancha y larga, de paño tosco, con las mangas bobas, que se usa en el campo.(Diccionario de la lengua española,RAE).
[5] Aljófar: perla de forma irregular y, comúnmente, pequeña.(Diccionario de la lengua española, RAE).