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Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación
Tradiciones de Ávila.  Madrid: [s.n.], 1888 (Miguel Romero, impresor) pp.125-138.
Acontecimientos
Impostura
Personajes
Gabriel de Espinosa
Enlaces
Adams, Agatha Boyd. The Pastelero de Madrigal in Nineteenth Century Spanish Literature. Diss. University of North Carolina at Chapel Hill, 1925.
Bergquist, Inés L. "El pastelero y el rey: Gabriel de Espinosa visto por Zorrilla y sus contemporáneos." Revista hispánica moderna 50.1 (1997): 5-21.
Brooks, Mary Elizabeth. Gabriel de Espinosa," El Pastelero de Madrigal", in History and Literature. Diss. University of New Mexico, 1960.
Fórmica, Mercedes. La hija de Don Juan de Austria: Ana de Jesús en el proceso al pastelero de Madrigal. Ediciones de la Revista de Occidente, 1975.
Sagarra Gamazo, Adelaida. "Semblanza de doña Ana de Austria, abadesa de Las Huelgas de Burgos." Boletín de la Institución Fernán González. 1994/2, Año 73, n. 209, p. 341-352 (1994).

LOCALIZACIÓN

MADRIGAL DE LAS ALTAS TORRES AYUNTAMIENTO

Valoración Media: / 5

Pastelero a tus pasteles
 
 
Agitadísimos fueron para España entera, y principalmente para la Ciudad de Ávila, los últimos años del siglo XVI. Las muchas cargas y pechos[1] con que Felipe II agobiaba á las poblaciones, produjeron serios alborotos, y en Ávila fueron la causa de unos carteles colocados en los sitios más públicos, injuriosos a la dignidad real, depresivos para el gobierno, y que excitando al pueblo a defenderse contra la codicia y la tiranía de la corte, dieron por resultado la muerte de algunos magnates en 1592. -126-
 
Tres años más tarde, otro ruidoso acontecimiento hacía converger hacia Madrigal, antigua villa de nuestra provincia, las miradas de la Europa toda, que siguió con interés el triste desenlace de un drama que tuvo origen en las fábulas que corrieron sobre la pérdida del rey D. Sebastián de Portugal, en su expedición al África.
El pueblo portugués profesaba a la memoria del malogrado príncipe un respeto profundo y una veneración casi fanática, recordando que con tanto arrojo y denuedo perdió la vida en los campos de Alcázarquivir, cuando yacían tintos en sangre los más valerosos capitanes de su ejército. Las circunstancias del combate y los pormenores de aquélla tan aventurera cuanto desgraciada expedición, les inducían a imaginar las cosas más inverosímiles y fantásticas, sin que pudieran comprender que un rey tan esforzado y tan intrépido fuera vulnerable a los alfanjes [2]de los moros acaudillados por Addel-Melik, conocido vulgarmente por el nombre de Maluco: no podían creer que su rey, lleno de fe religiosa, hija de una educación mística muy en armonía con las comentes de la época, de un espíritu aventurero y caballeresco, de una inflexible tenacidad en sus propósitos y de un ardor bélico y arrojo temerario indiscutible, fuese víctima en el campo de batalla, precisamente de aquéllas prendas que más en él sobresalían.
Así se explica que cundiese la voz y la creencia de que D. Sebastián no había muerto, sin otra razón que la estratagema de que se valieron unos soldados, que al llegar a Arcila huyendo, después de la derrota, y a fin de proporcionarse el albergue, que les negaban los moradores, exclamaron: “¡Que viene el Rey!”
Así se explica también que esta creencia no fuese interrumpida a pesar de los relatos de los cautivos portugueses, rescatados posteriormente a expensas de Felipe II, entre los cuales estaba D. Antonio, prior de Crato, que en presencia del Xerife[3], reconocieron el cadáver de su monarca, derramando sobre él abundantes lágrimas. Y, por último, ni el ceremonial luctuoso con que el pueblo portugués hizo la coronación del achacoso anciano cardenal Enrique, tío del Rey Don Sebastián, ni los documentos auténticos que obran en el archivo de Simancas, acerca de la entrega del cadáver del Rey, al Gobernador de Ceuta en 10 de diciembre de 1578, hecha por el Xerife y sin rescate alguno, desvanecieron las dudas sobre la muerte del aventurero monarca.
Mal avenidos los portugueses con la dominación castellana, buscaban, por todos los medios que les sugería su imaginación, manera de romper aquellas cadenas, apelando unas veces a las alianzas con los pueblos enemigos de Castilla; tomando otras las armas en pro de los pretendidos derechos del prior de Crato; ya divulgando la fábula de que el Rey D. Sebastián vivía y se hallaba haciendo penitencia, o ya poniendo en ejecución la aventura de fingirse Rey cuantos pretendían medrar a la sombra de los embustes, alucinando al pueblo y llevándole a la rebelión contra la legalidad de D. Felipe
 
II.
No es el caso que nos ocupa el único de esta índole que regístrala historia de nuestra patria; por satisfacer intereses personales, por determinados fines políticos, acaso por atizar el fuego de la discordia entre partidos y familias beligerantes, los moros cordobeses, gobernados por Suleiman[4], hicieron desaparecer al débil y enfermizo Hixen II, y vieron aparecer con posterioridad a un impostor, que, tomando su nombre, reclamó el rango de que había sido despojado.
La época que venimos recorriendo conservaba todavía algo de los sentimientos caballerescos, del espíritu aventurero, llevado a la exageración, y del delirio por todo lo paradójico, de que están llenas nuestras historias, todo lo cual, con lo que anteriormente hemos dicho, constituyen las causas de las maquinaciones políticas fraguadas por los impostores portugueses, algunos de los cuales pagaron con la vida lo atrevido de su pensamiento. La más importante de estas conspiraciones fue la que preparó Fray Miguel de los Santos, manejando a su antojo distintos personajes, entre los cuales figuran en primer término doña Ana de Austria, hija de D. Juan de Austria y sobrina -130- de D. Felipe II, y Gabriel de Espinosa, el pastelero de Madrigal, tan conocido en la Historia y en la Literatura españolas, y cuyo desgraciado fin dio motivo a la sentencia con que encabezamos estos renglones.
Era Fray Miguel de los Santos, al decir de algunos historiadores, hombre de más travesura que talento; pero entre los contemporáneos era tenido por docto, grave, y corría con fama de hombre de letras. Obtuvo los primeros puestos en la orden de San Agustín, a que pertenecía, y siempre se manifestó acérrimo partidario del pobre y desprestigiado D. Antonio, prior de Crato, en su constante rebeldía contra Felipe II; por lo cual el monarca creyó prudente apartarle del foco de la rebelión, y le trajo recluso a Salamanca; allí pasó algunos años, hasta que, cediendo el Rey a  las repetidas instancias de muchos nobles, le nombró vicario del convento de Santa María la Real de Madrigal, donde continuó en sus trazas de arrancar la corona portuguesa de las sienes de Felipe II, para colocarla en las de su -131- amigo D. Antonio contando con su prestigio en Portugal y con el apoyo que habían de prestarle los partidarios de su causa y el de Antonio Pérez, secretario de Felipe II, que a la sazón se hallaba emigrado en Francia.
Necesitaba para realizar sus planes un hombre mañoso y atrevido que, valiéndose de la conseja[5] de que D. Sebastián no había muerto, se fingiese el Rey, y dicho está que contaba como cosa fácil deshacerse de él cuando más conveniente lo creyera.
Llenó completamente sus deseos Gabriel de Espinosa, a quien había conocido de soldado en Portugal, y el cual, además de prestarse a desempeñar bajo su dirección el papel de rey, presentaba en su estatura, en sus anchos y rasgados ojos azules, en su cabello rubio, en su aire de persona distinguida y apostura militar, ciertas semejanzas con el malogrado príncipe, muerto en los campos de Alcázarquivir.
 Asegúrase que Gabriel de Espinosa era natural de Toledo, de padres desconocidos, o, como dice un historiador de la época; de los echados en la piedra[6], y que la Santa Iglesia -132- piadosa cría. Dispuesto a ejercer cualquiera profesión abandonó la carrera de las armas para ocuparse en el oficio de pastelero; hombre de brío y entendimiento, de cierto trato político y de un valor a toda prueba, tenía un alto sentido de la nobleza y caballerosidad, y en ellas cifraba su valor y ánimo resuelto. No tardó Fr. Miguel en explotar estas cualidades.
Si en un principio rehusó el pastelero las propuestas de Fr. Miguel, alucinado por las dádivas y ofrecimientos, él mismo dudó si sería el rey, y su desvanecimiento rayó en lo inverosímil cuando se proyectó su matrimonio con doña Ana, que, si no contenta de la vida religiosa, vivía en Madrigal resignada con su suerte. Entonces sospechó Gabriel de Espinosa que de aquella farsa podía sacar provecho, no sólo de los amores de Doña Ana, sino creyendo que estaba a punto de ganar un reino sin el perjuicio de perder otro y sin otra exposición que la vida, en caso de que sus proyectos fracasaran.
Fray Miguel le había persuadido a que D. Antonio desde Francia, y los más distinguidos -133- próceres de Portugal, divulgarían la noticia de que D. Sebastián vivía en aquel pueblo de Castilla, ocultando su majestad bajo el humilde traje de labriego, y que al momento sus numerosos partidarios se levantarían en armas contra el monarca usurpador para restituir la corona al supuesto Rey D. Sebastián.
Le indicó, también, la conveniencia de presentarse como tal rey a Doña Ana, puesto que esta señora, excesivamente cándida, había dado crédito a cuanto su vicario le había dicho, respecto a la existencia de su primo y de las aspiraciones que abrigaba de conseguir su mano, mediante la oportuna dispensa de los votos sagrados y del parentesco, a la vez que volvía a ocupar el trono de Portugal.
Cuando el pastelero fue presentado a doña Ana, la sencilla monja, ni siquiera puso en duda que fuera su primo bajo el plebeyo disfraz de Gabriel de Espinosa, y empezó con el fingido rey una tierna y amorosa correspondencia, sostenida por los entusiastas votos, los dulces ensueños de -134- esposa y de reina, y por finos obsequios de parte de la monja, hasta desprenderse de sus ricas alhajas, que el supuesto amante no se desdeñaba en admitir, merced a la angustiosa situación que simulaba. En las cartas le daba el tratamiento de Majestad, como igualmente Fr. Miguel, quien hacía venir gentes de Portugal a tributarle honores de monarca. De esta manera el enredo marchaba viento en popa.
Fue preciso que el pastelero hiciera un viaje a Valladolid, y Fr. Miguel de los Santos tuvo buen cuidado de relacionarle, a los ojos de Doña Ana, con los planes revolucionarios, haciendo que le entregase sus joyas antes de la partida, que verificó acompañado de un paje.
La casualidad hizo que Gabriel de Espinosa fuera tenido en Valladolid por persona de alta condición. Un inmenso gentío se agolpaba a contemplar la lucha entre un jinete y su caballo, que, rebelde al freno y a la espuela, pugnaba por arrojar de sí la carga que le oprimía; el pastelero pidió permiso al dueño para montar el potro, y la -135- concurrencia quedó admirada de la gallardía, la destreza y el señorío sobre el animal y la silla, que mostró el desconocido forastero; nadie daba crédito a sus palabras cuando decía ser el pastelero de Madrigal, y cada cual discurría las cosas más extraordinarias acerca de su persona.
En aquella población hizo, amistad con una cortesana; pero empezó a sospechar de la persona del pastelero, creyendo que había robado las joyas que llevaba consigo, y lo puso en conocimiento de D. Rodrigo Santillana, alcalde de la Chancillería[7], el cual puso en la cárcel a Gabriel de Espinosa.
Ocupáronsele muchas alhajas, y entre ellas una sortija de sello con el busto de Felipe II; confesó que las había recibido de Doña Ana por consejo de Fray Miguel, y avisados éstos del suceso, le habrían conseguido la libertad a no haber llegado un propio con cartas de ambos dándole, como en todas, el tratamiento de Majestad y cuenta de los trabajos para dar el golpe de Estado que venían preparando.
Inmediatamente se abrió un amplio proceso -136- de información y reunidos todos los papeles, especialmente los de doña Ana, se conoció el principio de la intriga; Felipe II, el rey impasible ante los más rudos golpes de la fortuna, perdió su habitual serenidad y seguía el proceso con vivísimo interés hasta que, puesta en claro la verdad, se sustanció el proceso en Medina del Campo, decretando la muerte de Fr. Miguel, que fue ahorcado en la plaza de Madrid el 19 de octubre de 1595.
La infeliz Doña Ana, que con tanta sencillez había cooperado a los manejos de su vicario, tampoco quedó impune, a pesar de su ilustre nacimiento: en virtud de sentencia fue trasladada al convento de Santa María de Gracia, de Ávila, y condenada a rigurosa reclusión por espacio de tres años; durante cuyo tiempo no podía salir de su celda más que a misa los días festivos y acompañada de dos monjas de las más ancianas que la priora le señalaba; había de ayunar á pan y agua todos los viernes del año; no podía ascender a la categoría de prelada y le fue retirado el tratamiento de Excelencia, -137-hasta que, purgada la culpa de sobrado candor, fue más tarde a morir de Abadesa en las Huelgas de Burgos.
 
Gabriel de Espinosa salió de las cárceles de Valladolid para ser llevado a Madrigal, en cuya plaza, en la tarde del 1 de agosto de 1595, subió a la horca después de ser arrastrado públicamente en una sera[8] y mediante el pregón de que, según las leyes^ era condenado a morir por traidor y embustero 3 que siendo hombre bajo se hizo persona real.
 
En el mismo patíbulo fue descuartizado, sus miembros expuestos en los caminos más pasajeros, y la cabeza, dentro de una jaula de hierro, fue colgada en una pared del concejo de la Villa.
 
Ni el Tostado[9], ni doña Isabel la Católica, para quienes Madrigal tiene tantos motivos de recuerdo, son tan familiares en las tradiciones de nuestra provincia como el célebre pastelero; de él toma el nombre una de las calles próximas al convento, indícase la casa que habitó en compañía de su ama y una tierna niña, y a él se debe que el pueblo castellano, para censurar al que se ocupa -138- en cuidados ajenos a su profesión, emplease el dicho: pastelero, a tus pasteles, que ha quedado en el repertorio de nuestros refranes.
 
FUENTE
 
Picatoste, Valentín Tradiciones de Ávila.  Madrid: [s.n.], 1888 (Miguel Romero, impresor) pp.125-138.
 
NOTAS:
 

[1] Pechos: impuestos. Tributo que se pagaba al rey, al señor territorial o a cualquier otra autoridad. (DRAE)
 
[2] Alfanje: especie de sable, corto y corvo, con filo solamente por un lado, y por los dos en la punta. (DRAE)
[3] Xerife: alguacil.
[5] Conseja: fábula, rumor.
[6] Echados en la piedra: niños abandonados en el atrio de piedra de la iglesia después de nacer, para que fuesen recogidos por el párroco.
[7] Cfr. Juan de Ferreras, Historia de España: siglo XVI: parte dezimaquinta, en la imprenta de Francisco de el Hierro, 1725, p. 378.
[8] Sera:  espuerta grande, regularmente sin asas. (DRAE)